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Henry James como personaje

¡EL AUTOR, EL AUTOR!

David Lodge

Anagrama, Barcelona

Trad. de Jaime Zulaika

496 pp.

20 euros

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¿Es ésta una novela, como insiste el autor en la nota introductoria? En realidad importa poco la etiqueta. Es, en todo caso, un libro de densa pero disimulada ambición en el que el novelista Lodge logra pasar de contrabando su abundante bagaje de profesor y teórico, que por lo demás permea de una forma u otra todas sus novelas, incluidas las más divertidas, esas que le dieron fama o al menos ventas y en las que se burla del gueto universitario que tan bien conoce: veintisiete años de profesor (de 1960 a 1987) en la universidad de Birmingham, el Rummidge de sus novelas.

 Es también, y quizás en primer término, la oportunidad de iniciarse en Henry James, entrando por la puerta del jardín y sin pagar el habitual peaje de hermetismo académico sólo para iniciados. James fue uno de los escritores más influyentes de la modernidad literaria y, quizá, quien anunció los problemas del punto de vista, centrales en la narrativa de todo el siglo pasado. Sobre ellos elaboró exquisitos ejemplos de largas resonancias al modo pedagógico antiguo: no teorizar, sino mostrar. En Los papeles de Aspern, por elegir algo entre lo mucho posible, consigue la creación genial y perturbadora de un narrador no fiable: un narrador que miente.Y, si no podemos fiarnos del narrador de una historia, ¿a quién acudir?

Pero James es, sin embargo, uno de los grandes escritores peor conocidos, en cierto modo misterioso y, lo que es más grave, mal comprendido. Y ello quizá porque –maestro sobre todo de escritores– su conocimiento requiere cierta preparación previa.Y también porque James pertenecía en muchas cosas al Viejo Régimen y si algo odiaba era la publicidad, herramienta indispensable de la fama y hasta de la reputación moderna, y si algo cultivaba (como Aspern) era la discreción: la pesadilla de los agentes literarios y las editoriales. (De hecho, el libro de Lodge defiende la tesis de que la publicidad es casi lo contrario del éxito artístico).

Es decir, que, al menos en apariencia, su vida fue la laboriosa de una especie de monje que, en lugar de campos de hortalizas, cultivaba el arte de la conversación (y del chisme). La de un viejo solterón estadounidense, hijo de uno de los hombres más ricos del Nueva York de su tiempo (aunque arruinado) y hermano del eminente William, uno de los fundadores de la psicología moderna, que se paseó medio siglo por los salones de Inglaterra y algunos de los palacetes del Grand Tour europeo en busca de frágiles tramas y anécdotas en las que alojar sus sutiles análisis de la ética, la psicología y otros aspectos del comportamiento humano.Y todo ello en una escritura alambicada y exigente que dejó propuestos algunos de los problemas centrales de la narración moderna. Un pariente en inglés de Flaubert (con cuyo discípulo y amigo Maupassant, tuvo relación), y tal vez peor comprendido aún por sus contemporáneos que el autor de Madame Bovary.

No puedo, claro está, demostrarlo, pero tengo la intuición de que, al cabo de cierto número de novelas escritas en clave de tercera vía, esto es, sin perder de vista el común denominador del lector y las posibles ventas –algo de lo que muy pocos escritores pueden escapar en general, y menos aún en el mercado anglosajón–, Lodge se propuso el más difícil todavía de colocar en ese mercado un estudio hasta cierto punto riguroso y serio, y sobre un escritor más riguroso y serio aún, en el marco de su particular empeño de hacer una obra literaria y a la vez comercial.Y conseguir, por ende, que no durmiese el sueño de una tesis doctoral, «una de las formas del olvido», según Borges, pese a que la obra de Lodge cuenta con casi todas las garantías de un trabajo académico. Según explica su autor, todo lo que se afirma de Henry James está documentado, salvo un par de detalles, y lo está hasta un grado de hiperrealismo historicista, como las instrucciones de cierta medicina. Gracias, por ejemplo, a que Lodge se inventa las conversaciones de James con sus criados en escenas teatrales que, por otra parte, arman el libro, aquél considera –y así insiste en la nota introductoria– que puede llamar novela a su libro.

Esta distinción aburridamente académica no tendría mayor importancia de no ser por lo mucho que, al modo de un iceberg, revela sobre el actual mundo literario: un escritor conocido no puede realizar un estudio, un ensayo directo sobre uno de los escritores principales de su cultura (algo que habría de ser no sólo un derecho, sino un deber en una sociedad artística adulta: el deber del artista de también reflexionar y enseñar, como mostró el Renacimiento), porque sencillamente las ventas serían inexistentes: torres de ejemplares marchitándose en las mesas de novedades, como es hoy casi ley con el ensayismo literario. El truco es pasarlo de contrabando como novela, el único género que hoy por hoy acepta el gran público (no muy numeroso), y no siempre. En España podríamos citar algunos intentos parecidos recientes, aunque menos ambiciosos.Y así es como se llega a una escena en la que la mecanógrafa de James intenta iniciar a su doncella en los arcanos de un libro tan complejo como La bestia en la jungla. Y no puede.

Pocos mejor situados para conocer ese precio que David Lodge, no sólo un conocido filólogo durante años sino autor también de The Practice of Writing (Hammondsworth, Penguin, 1996), o El arte de la ficción (Barcelona, Península, 1999), una refinada colección de cincuenta y una columnas periodísticas sobre aspectos de la escritura. Es decir, seguidor del ejemplo que en el mundo anglosajón dieron –más profesores que exhibicionistas– Forster, Graham Greene y el más conocido en este campo: Henry James y su célebre El futuro de la novela (Madrid, Escuela de Letras, 1994), que incluía su ensayo El arte de la ficción (sí, como el título de Lodge): es decir, que esta novela salda también una deuda teórica.

Pese a su ambición manifiesta, Lodge no intenta la empresa suicida de abordar todo James, como tampoco lo intentó Colm Tóibín en The Master (Londres, Picador, 2004). Se centra, por el contrario (como Tóibín), en los años en que, a mitad de su vida profesional, y engañado por uno de los estridentes silencios de la vida literaria, James creyó ver en el teatro una vía de éxito rápido y de acceso al gran público. Esto es, en la Arcadia del arte, una tentación tan vieja como la de la manzana: sustitúyase «teatro» por «cine» y se verá su versión actual.

Sucede que James se estrelló, y la crónica, en ocasiones angustiosa y novelesca, de ese fracaso es lo que arma la sabia novela de Lodge, que consigue hacer una intriga de las peripecias literarias en un Londres en el que Wells y Shaw eran los jóvenes críticos literarios, y escritores hoy olvidados, inventaban, junto con Oscar Wilde, el éxito masivo. Pero la crónica de ese fracaso, de quien al morir dejaría un legado hoy indiscutible, constituye una emocionante narración sobre la ética del artista: qué es escribir, qué es la gloria y cómo reflexionar sobre todo ello sin que lo parezca. Con la autoridad de un escritor que vende, Lodge muestra también su implícita nostalgia por una época en que se podía pensar sobre la literatura, y que volverá. Seguro que sí. La prueba está en el gusto de leer ensayos de contrabando como éste.

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Ficha técnica

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