Buscar

La identidad europea y el islam

Streets of Memory. Landscape, Tolerance, and National Identity in Istanbul

Amy Mills

Atenas y Londres, University of Georgia Press, 2010

308 pp.

The Ottoman Mosaic. Exploring Models for Peace by Re-Exploring the Past

Kemal Karpat y Yetkin Y?ld?r?m (eds.)

Seattle, Cune Press, 2010

239 pp.

The Crescent Remembered. Islam and Nationalism on the Iberian Peninsula

Patricia Hertel

Brighton, Chicago y Toronto, Sussex Academic Press, 2015

Trad. ing. de Ellen Yutzy Glebe

224 pp.

Defining Boundaries in al-Andalus. Muslims, Christians, and Jews in Islamic Iberia

Janina Safran

Ithaca y Londres, Cornell University Press, 2013

264 pp.

image_pdfCrear PDF de este artículo.

El mito de Europa es, en su origen mismo, una parábola de partición y alienación. Zeus, camuflado como un dócil toro blanco, secuestra a la doncella Europa de su tierra natal en Fenicia y se la lleva a Creta, donde le ofrece regalos y auxilio. Europa entra en la leyenda, y luego en la historia, al dar la espalda a sus orígenes levantinos. Se convierte en la amada de Zeus sólo en virtud del exilio. De manera más abstracta, el mito de Europa sugiere que los vestigios de «diferencia» –otros lugares, otros pasados– constituyen una parte esencial de la identidad misma de Europa en cuanto continente. No puede sorprendernos, por tanto, que Europa haya tenido que enfrentarse constante y ambivalentemente a cuestiones de identidad y diferencia. Como continente y como «civilización», Europa ha conseguido de forma persistente la definición en relación con aquello que ha repudiado y mantenido a distancia. Simultáneamente, las diferencias negadas, semejantes al pasado fenicio de Europa, persiguen y ensombrecen resueltamente la esencia misma de la identidad europea.

Durante siglos, el islam ha constituido un objeto duradero y prominente de contraste y renuncia frente al cual Europa ha logrado coherencia, tal y como defendió notoriamente Edward Said, entre otros. El papel del islam en la delimitación de las fronteras de Europa se ha incrementado espectacularmente en los últimos años. La mayoría de las comunidades musulmanas de Europa Occidental –asiáticos meridionales en el Reino Unido; magrebíes en Francia, España, Bélgica y Holanda; turcos y kurdos en Alemania, Holanda y Austria– se establecieron inicialmente sobre la base de una inmigración impulsada por motivos económicos en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, y atesoran ya una historia de varias generaciones. Sin embargo, de resultas de los atentados del 11 de septiembre de 2001 y de otros actos terroristas cometidos en Europa, las personas físicas, las prácticas y las comunidades musulmanas se han convertido en nuevos marcadores de diferencia y alienación respecto de los «valores europeos» por todo el continente. En consecuencia, los espacios asociados con el islam y los musulmanes en Europa occidental, desde las fachadas de los comercios en Bradford a las banlieues de París, desde los cafés de Molenbeek a las mezquitas de Kreuzberg, marcan ahora una frontera de «europeidad» dentro de la propia Europa. Sorprendentemente, el escepticismo en torno al islam une a las por lo demás pendencieras izquierda y derecha. Ya sea como una amenaza a comunidades nacionales imaginadas, a las glorias de la «civilización» europea o a los imperativos del multiculturalismo y la libertad de expresión, el islam y los musulmanes son un motivo recurrente de miedo y angustia a lo largo y ancho de todo el espectro político.

No resulta difícil señalar los intereses políticos creados, la parcialidad y el sesgo tendencioso que sustentan estas imágenes ideológicas de un «choque» entre la civilización europea y la islámica. Los elementos relegados al olvido y la amnesia que resultan de las imágenes reduccionistas de Europa y el islam, sin embargo, son más difíciles de negociar. De entre los comentaristas públicos sobre los ostensibles dilemas que rodean a los musulmanes europeos, son pocos los que recuerdan que el islam no ha llegado a Europa hoy, o ni siquiera ayer. La historia del islam en los extremos suroriental y suroccidental del continente –la península Ibérica y los Balcanes– es tan enjundiosa y diversa como lo es en muchas partes del conocido como mundo musulmán. Los musulmanes llegaron por primera vez a Iberia cuando el general omeya Táriq ibn-Ziyad cruzó el estrecho de Gibraltar –un topónimo derivado de la frase árabe Jabal Tariq, «Montaña de Táriq»– en el año 711 de nuestra era. El poder político musulmán en la península perduró hasta 1491, cuando el emir Muhámmad XII de Granada, conocido popularmente como Boabdil, capituló ante los monarcas castellano-aragoneses Fernando e Isabel: la expulsión de los moriscos, descendientes de musulmanes ibéricos que seguían hablando árabe y practicando encubiertamente el islam, por parte de Felipe III en 1609 marcó un final más decisivo para el islam en Iberia. En los Balcanes, el islam prendió inicialmente con la conquista otomana de Tesalónica, arrebatada a los venecianos en 1387 y, muy poco después, con la victoria otomana en la batalla de Kosovo en 1389. Aunque la soberanía otomana sobre sus provincias europeas fue reduciéndose en el siglo XIX, en un proceso que culminó en las guerras de los Balcanes en 1912 y 1913, los musulmanes no fueron nunca expulsados decisivamente de los Balcanes del modo en que sí lo habían sido de Iberia. Los musulmanes balcánicos –hablantes de albanés, pomak, romaní, serbocroata y turco– pueden plantear reivindicaciones relativas a su nacimiento que resultan perniciosamente inaccesibles a las comunidades musulmanas (post-)inmigrantes de Occidente.

La historia del islam en los extremos suroriental y suroccidental del continente
es tan enjundiosa y diversa como lo es en muchas partes del mundo musulmán

A la luz del estatus renaciente de los musulmanes como los Otros constitutivos de Europa, ha llegado ya el momento de revisitar al-Ándalus y el imperio otomano, los dos grandes territorios y entidades políticas de la historia europea. Afortunadamente, no estamos faltos de estudios recientes sobre los legados paralelos del islam andalusí y otomano. Estos estudios se dividen en dos corrientes que, siguiendo al historiador Pierre Nora, podemos identificar como de historia y de memoria. Hablando en términos generales, la investigación histórica se basa fundamentalmente en métodos archivísticos para abordar lagunas en el conocimiento de acontecimientos y modos de vida del pasado sin ocuparse directamente de las consecuencias del pasado en el presente y el futuro. Las investigaciones sobre la memoria, por contraste, buscan arrojar luz sobre los múltiples legados y lógicas del pasado como un aspecto de la vida social, cultural y política en el presente; se valen, por tanto, de métodos etnográficos y sociológicos, además de archivísticos. La investigación tanto de la historia como de la memoria del islam en Iberia y el sureste de Europa ha florecido en los últimos años, a pesar de un entorno político que es a menudo hostil a perspectivas cuidadosamente matizadas sobre la relación entre Europa y el islam.

Ya sea en clave de historia o en clave de memoria, gran parte de los estudios sobre los legados del islam andalusí y otomano se centran en las relaciones interconfesionales entre musulmanes, cristianos y judíos. Dos conceptos opuestos orientan gran parte de esta investigación: tolerancia y tensión, convivencia y conflicto. Los autores plantean a menudo una cuestión reduccionista, binaria: ¿fue el sistema del dhimmiLiteralmente, «pueblos protegidos». En la mayoría de las entidades políticas musulmanas, el estatus de dhimmi se confería a los ahl al-kitab o «Pueblos del Libro»: judíos, cristianos y otros monoteístas como los zoroástricos, que reconocían la legitimidad de un texto revelado anterior al Corán. Sin embargo, numerosos pensadores musulmanes han defendido que la categoría del dhimmi es suficientemente capaz de incluir a todas las comunidades religiosas que vivían bajo dominio musulmán. –el nexo de las prácticas legales, políticas, sociales y culturales que definieron el lugar de los no musulmanes en el seno de las entidades políticas musulmanas– un medio en pos de la armonía y la buena voluntad mutua, o se trató más bien de un principio de opresión y discriminación? Las preocupaciones políticas contemporáneas suelen estar al acecho bajo la superficie de este tipo de preguntas en las que debe optarse entre uno de los dos términos de una dicotomía. En la actualidad, los antagonistas del islam afirman incansablemente la existencia de una intolerancia musulmana transhistórica, mientras que los apologetas de una variedad de tendencias favorecen una imagen igualmente esencialista de una buena voluntad interreligiosa intemporal.

Por fortuna, el imperativo del historiador de dejar a un lado los debates actuales cuando se dispone a reconstruir el pasado puede actuar como un saludable freno de cuestiones tan reduccionistas. Defining Boundaries in al-Andalus. Muslims, Christians, and Jews in Islamic Iberia (La definición de las fronteras en al-Ándalus. Musulmanes, cristianos y judíos en la Iberia islámica), de Janina Safran, es un trabajo ejemplar dentro de esta línea. Al prestar una meticulosa atención a un corpus olvidado de fuentes archivísticas –las opiniones legales (mas?’il) de los juristas omeyas andalusíes (fuqaha’) que se atuvieron a la escuela malikí de jurisprudencia suní–, Safran traza un retrato matizado y detallado de la vida intercomunitaria en al-Ándalus. Ni el conflicto inherente ni la armonía perfecta resultan suficientes para describir la textura de la vida cotidiana en las principales ciudades de al-Ándalus –especialmente Córdoba en los siglos IX y X– que ella describe.

Los juristas malikí de al-Ándalus se ocuparon de una serie fascinante de cuestiones que surgían de la interacción cotidiana entre musulmanes y no musulmanes. Algunos de los casos que examina Safran nos resultan absolutamente familiares; otros parecen peculiares desde una perspectiva contemporánea. En una ocasión, un cristiano se hizo pasar por musulmán y realizó oraciones rituales junto con un grupo de musulmanes: ¿deberían considerarse inválidos los rezos? Otro jurista planteó una cuestión hipotética: imaginemos que un musulmán y un judío que viven en la misma casa fallecen después de derrumbarse el edificio, y los cuerpos resultan indistinguibles uno de otro. ¿Cómo habrían de celebrarse los ritos fúnebres? Los recursos públicos comunes también planteaban dilemas. Por ejemplo, ¿deberían evitar los musulmanes el agua de un pozo compartido con un judío o con un cristiano que beban vino? Cuestiones relacionadas con la conversión y los matrimonios intercomunitarios fueron especialmente temas persistentes de especulación durante los primeros siglos de gobierno de los Omeya. ¿Qué hacer con la mujer cristiana que se convierte al islam a fin de asegurarse la separación de su marido (cristiano)? ¿Debería el juez musulmán, o qadi, anular el matrimonio? La esclavitud también planteaba un tema controvertido: «Un cristiano o un judío no podían ser propietarios de un esclavo musulmán; ¿podría un esclavo convertirse al islam y confiar en que la venta forzosa a un amo diferente (musulmán) pudiera ser una mejoría (con la perspectiva de una eventual manumisión)?» (p. 109). Las conversiones al islam creaban inevitablemente nuevas líneas de falla en el seno de las familias, con efectos tanto materiales como sociales. ¿Eran legítimas las conversiones en el lecho de muerte, que con frecuencia tenían efectos drásticos en cuestiones de herencia? En un ámbito más mundano, ¿debería acompañar un musulmán a su madre cristiana a la iglesia, o celebrar ritos de enterramiento para su padre cristiano fallecido? Cada una de estas cuestiones demandaba formas de razonamiento creativas por parte de los juristas. En vez de derivar juicios automáticamente de los precedentes prístinos de la tradición, Safran demuestra que los jueces y los expertos en leyes andalusíes aducían «directrices para todo tipo de relaciones y situaciones […] y aceptaban que fueran reajustadas prácticas que desaprobaban» (p. 124).

Inevitablemente, la especificidad de las fuentes de Safran crea dificultades para establecer generalizaciones sobre la vida social y las relaciones interconfesionales en al-Ándalus, y ella reconoce con una franqueza admirable las limitaciones de su estudio. Por su propia naturaleza, el archivo de documentación legal privilegia las ocasiones en que se discute, se disiente e impera la confusión sobre el dominio y la legitimidad de los principios religiosos. Resulta imposible una reconstrucción total de la plenitud de la vida intercomunitaria únicamente a partir del archivo jurisprudencial. Sin embargo, Safran sale en gran medida airosa en su «experimento de valerse de la interpretación de los textos legales islámicos como fuentes para la comprensión de las relaciones intercomunitarias en un contexto legal e histórico específico» (p. 5). Su vasto y provocador material ilustra que la construcción y la ruptura de líneas divisorias entre las comunidades musulmana y no musulmana en al-Ándalus fue un proceso constante y multiforme. Lejos de las categorías abstractas y esencializadas que sustentan las narraciones tanto de choque como de convivencia entre civilizaciones, las comunidades religiosas de la Iberia omeya y las líneas divisorias entre ellas estaban haciéndose y rehaciéndose constantemente en la vida cotidiana.

Una diversidad de proteicas relaciones entre musulmanes y no musulmanes definió asimismo la otra gran entidad política musulmana europea: el imperio otomano. Esto fue especialmente cierto en los Balcanes, donde, por diversas razones demográficas, políticas y socioeconómicas, la conversión al islam entre los campesinos cristianos, o reaya, fue relativamente pequeña en comparación con otras zonas del imperio. Al igual que ha sucedido con al-Ándalus, los últimos años han sido testigos de un incremento de los estudios históricos sobre la dimensión religiosa, política y social de la vida intercomunitaria en el imperio otomano. En contraste con los estudios históricos de la Iberia musulmana, sin embargo, las historias de las comunidades religiosas otomanas –los millets– suelen utilizarse también como apología del propio sistema de millets. Los historiadores otomanos llevan a cabo su investigación y escriben en un contexto implícitamente polémico, saturado de clichés orientalistas e islamófobos que instigan los cínicos debates sobre la candidatura de Turquía para entrar a formar parte de la Unión Europea. No resulta sorprendente, por tanto, que los estudios históricos del sistema de millets se vean obligados a recurrir a las preocupaciones contemporáneas de un modo que no es posible encontrar en las investigaciones sobre al-Ándalus.

Presentación de una embajada europea al sultán turco. Museo del Palacio Topkapi, Estambul

The Ottoman Mosaic, un reciente volumen de ensayos sobre la vida interreligiosa e intercomunitaria en la época otomana, compendia la orientación actual de las investigaciones sobre el sistema del millet: de hecho, el subtítulo del libro es «Explorar modelos para la paz mediante una reexploración del pasado». La metáfora aglutinadora de la colección, el mosaico, condensa su perspectiva sobre las relaciones intercomunitarias en el imperio otomano. Cada millet se comprende como un elemento bien diferenciado dentro de una configuración más amplia; se cree que, juntas, estas comunidades religiosas diversas forman un todo más amplio y armonioso. Aunque las distintas contribuciones del volumen abordan un amplio espectro de temas y cuestiones, desde la arquitectura y la literatura a las transformaciones en la legislación otomana sobre las comunidades y los ciudadanos no musulmanes, comparten una perspectiva sobre el sistema del millet como un «mosaico» de estas características.

El ensayo introductorio de los dos editores de The Ottoman Mosaic, Kemal Karpat y Yetkin Y?ld?r?m, marca el tono y la agenda de la colección en su conjunto. Después de resumir las características fundamentales del sistema del millet como un método para organizar la pluralidad religiosa en el imperio otomano, Karpat y Y?ld?r?m llegan a una conclusión inequívoca: «Deben buscarse ejemplos históricos de coexistencia pacífica. La historia del imperio otomano y sus cimientos de tolerancia, que siguen resultando evidentes en la Turquía actual, podrían proporcionarnos un ejemplo de este tipo. En medio de conflictos religiosos endémicos en todo el mundo, el imperio otomano demuestra lo que pueden llegar a ser las civilizaciones multirreligiosas: una tierra en la que personas de diferentes religiones, culturas y etnicidades pueden vivir juntas pacíficamente» (p. 23). El resto de los autores del volumen comparten y amplían esta entusiasta afirmación de la diversidad religiosa de la época otomana, enraizada en el sistema del millet.

En su contribución individual, Karpat ensalza la autonomía comunitaria que salvaguardaba el sistema del millet: «Bajo el gobierno otomano, todos los grupos étnicos y religiosos disfrutaban de amplios derechos, culturales y lingüísticos, y eran gobernados por sus propios dirigentes religiosos. Ningún grupo, por poderoso que fuera, podía imponer su credo, lengua y cultura a ninguno de los demás, por pequeño que fuera» (p. 42). El ensayo de ?hsan Y?lmaz sobre los principios y prácticas legales que constituían el sostén del sistema del millet –un interesante complemento del trabajo de Safran sobre al-Ándalus– plantea una tesis similar sobre la autonomía de los millets no musulmanes. Aunque los no musulmanes podían apelar, y de hecho lo hacían, a la sharía otomana, y en ocasiones a la ley kanunLa ley kanun ?relacionada con el Derecho canónico, ya que ambos derivan del término griego kan?n? era un código legal independiente que existía en paralelo a la ley de la sharía otomana. En general, el kanun lo elaboraban y propagaban los soberanos otomanos, mientras que la sharía era estrictamente el dominio de los estudiosos y juristas musulmanes, el ulama y el fuqaha. El sultán Suleimán el Magnífico era conocido con el nombre de Kanuni o «Promulgador de leyes»., no tenían ninguna obligación de hacerlo y se regían en gran medida por sus propios códigos legales, específicos de su comunidad.

Al tiempo que el sistema del millet establecía un alto grado de autonomía para las comunidades religiosas no musulmanas, también informaba y enmarcaba el carácter del imperio en su conjunto. Linda Darling, por ejemplo, defiende que una imagen religiosamente plural del imperio otomano puede remontarse a sus primeras décadas, al menos a la conquista de Estambul en 1453 por parte del sultán Mehmet II: «Lo extraordinario es que una entidad política inequívocamente musulmana formada por medio de la conquista se viera a sí misma como una amalgama tan poderosa de musulmanes, cristianos y judíos unidos por la justicia» (p. 117). Ocasionalmente, los gobernantes otomanos se mostraban extraordinariamente acogedores con los no musulmanes, como subraya Nisya Ishman Allovi en su repaso de cómo los otomanos se adaptaron al judaísmo. Aquí las historias de Iberia y el imperio otomano se encuentran estrechamente entrelazadas. El decreto de la Alhambra de 1492 de Fernando e Isabel ordenó la expulsión de los judíos de la península; el sultán otomano Beyazit II ofreció santuario a muchos de los refugiados y pronto prosperaron las comunidades judías que hablaban español y ladino en muchas ciudades otomanas, fundamentalmente Tesalónica, Esmirna y Estambul.

Conjuntamente, los ensayos que conforman The Ottoman Mosaic comparten la idea del imperio otomano como un precedente indispensable de la tolerancia y la convivencia interreligiosa en la actualidad. No hay nada intrínsecamente erróneo en esta aspiración, por supuesto, y comulgo, por regla general, con su espíritu. Debe repararse, sin embargo, en los escollos y las limitaciones de un enfoque de este tipo, que conecta la investigación histórica con los objetivos políticos contemporáneos. En primer lugar, recurrir al sistema del millet como inspiración de la armonía interreligiosa contemporánea corre el riesgo de encubrir los aspectos asimétricos y coercitivos de las relaciones interreligiosas en el imperio otomano, y muy especialmente la bien conocida institución del dev?irme, la conversión y reclutamiento forzosos de niños cristianos procedentes de las periferias del imperio ?especialmente los Balcanes? para integrarse en el cuerpo jenízaro. De manera más abstracta, las expectativas políticas y los efectos de la «tolerancia» como un aspecto del gobierno en las democracias liberales contemporáneas se hallan muy alejados de los modos limitados, no liberales, de autonomía comunitaria que proporcionaba el sistema del millet. Finalmente, y este es el aspecto más importante desde el punto de vista de este ensayo, las relaciones interreligiosas e intercomunitarias de antaño en los territorios del antiguo imperio otomano no son simplemente cuestiones históricas que puedan injertarse directamente en proyectos políticos contemporáneos, sino que también avivan múltiples culturas de la memoria en el presente.

En The Ottoman Mosaic se comparte la idea del imperio otomano
como un precedente indispensable de la tolerancia
y la convivencia interreligiosa en la actualidad

La evocadora etnografía de la geógrafa Amy Mills, Streets of Memory. Landscape, Tolerance, and National Identity in Istanbul (Calles de la memoria. Paisaje, tolerancia e identidad nacional en Estambul), bucea en los recuerdos contemporáneos de las menguantes comunidades no musulmanas de Estambul ?judíos, armenios y cristianos ortodoxos griegos? con un efecto devastador. Mills se centra específicamente en el barrio de Kuzguncuk, situado en la costa asiática del Bósforo y que cuenta con una profunda historia de pluralidad comunitaria e interacción intercomunitaria. De este modo puede rastrear las texturas ambivalentes de la memoria en la vida cotidiana de la ciudad, unas texturas que, una vez más, desafían los conceptos duales de conflicto y convivencia, odio y armonía.

El exhaustivo estudio de Mills se ve animado por una tensión básica entre la nostalgia de un pasado urbano cosmopolita y la identidad nacional turca en la actualidad. Como delinea cuidadosamente a lo largo del libro, la consolidación de una identidad turca etnonacional homogénea tras el desmantelamiento del imperio otomano tuvo efectos radicales y transformativos en las dimensiones espacial y social de la vida urbana, especialmente en barrios como Kuzguncuk, donde siguieron viviendo codo con codo los descendientes de varios millets otomanos. En las décadas posteriores al final del imperio en 1923, los griegos, armenios y judíos de Estambul fueron objeto de una desposesión y marginación sistemáticas, así como de una eventual caída en el olvido. A finales del siglo XX, estas comunidades otrora florecientes eran meras sombras de sus anteriores encarnaciones. La nostalgia contemporánea por formas de coexistencia cosmopolitas de otro tiempo registra esta historia de desposesión, a pesar de que también atempere la brutalidad a que se encontraban expuestas con frecuencia las «minorías» de la ciudad.

Con sus diestros ojos de geógrafa, Mills se muestra especialmente sensible a la manera en que espacios y lugares específicos moldean, y son moldeados por, los legados del pasado intercomunitario de Estambul. Llama la atención, en concreto, sobre el modo en que la noción de barrio, o mahalle, se ha convertido en un objeto central de nostalgia y depósito de memoria en la ciudad: «La palabra turca para barrio es mahalle, que, en su significado básico, es el espacio residencial de la ciudad. Mahalle hace referencia también a un espacio de memoria en la cultura popular turca definido por la familiaridad, la pertenencia y la tolerancia en un espacio local, urbano» (p. 36). En cuanto mahalle con un pasado intercomunitario especialmente rico, se ha recurrido activamente a Kuzguncuk en narraciones contemporáneas de nostalgia en las últimas décadas. Varios populares culebrones televisivos utilizan sus calles como su decorado y celebran su carácter «auténtico» como un «espacio urbano de pertenencia y familiaridad» (p. 63). El cosmopolitismo «auténtico», aunque ya inexistente, de Kuzguncuk ha espoleado una reciente oleada de aburguesamiento después de que profesionales urbanos jóvenes que prefieren un tipo más íntimo de vida urbana se hayan trasladado a la localidad de forma masiva. Sin embargo, la emergencia de Kuzguncuk como un mahalle definitivo y deseable que ha preservado su autenticidad en la expansión de la ciudad global se halla plagada de fuertes ironías. Mills defiende que el aburguesamiento avivado por la nostalgia de Kuzguncuk es una consecuencia directa del proceso anterior de desposesión de las minorías en la ciudad. En la actualidad, la burguesía de Kuzguncuk, que ha sacado provecho del aura prolongada del mahalle intercomunitario, raramente se para a considerar quiénes pueden haber sido los propietarios anteriores de sus casas e inmuebles. Como observa mordazmente Mills, «la narración de paz y tolerancia arraigada en el paisaje de la memoria colectiva del mahalle funciona para apoyar la narración histórica nacional de la vida en Estambul en el sentido de que oscurece los traumas y los hechos que empujaron a irse a las comunidades minoritarias. Al tiempo que el paisaje actúa como una representación real de la historia, oscurece las tensiones del pasado con la narración de una comunidad carente de discontinuidades» (p. 82).

Con la observación de que una «narración de paz y tolerancia» resulta inseparable del ímpetu excluyente y homogeneizador del nacionalismo, Mills presenta una crítica radical de la política de la memoria en la Turquía contemporánea. Numerosos científicos sociales han defendido que la construcción de la nación turca institucionalizó formas de amnesia colectiva en relación con el pasado otomano y su legado de pluralidad religiosa y comunitaria. La etnografía de Mills, por contraste, ilustra que la memoria misma de la armonía interreligiosa, enraizada en una imagen esterilizada de la convivencia entre los millets otomanos, inocula y sustenta el nacionalismo turco contemporáneo. La identidad nacional no sólo se basa en sus exclusiones y supresiones, sino también en la memoria selectiva de pasados comunitarios e intercomunitarios que ya han dejado de existir en la actualidad.

Salida de la familia de Boabdil de la Alhambra, de Manuel Gomez Moreno, 1880

Existen, a este respecto, numerosos y provocadores paralelismos entre Turquía y los Estados-nación ibéricos de Portugal y, especialmente, España. Los recuerdos de las diferencias religiosas de antaño desafían y respaldan simultáneamente la identidad nacional contemporánea en ambos contextos. En Turquía, los millets otomanos desempeñan este papel ambivalente; en Iberia, el islam andalusí informa imágenes nacionalistas de otredad religiosa. Los estudios en inglés sobre España y Portugal han desdeñado por regla general el papel formativo de las memorias de al-Ándalus en el proceso de construcción de la nación en ambos países. Afortunadamente, sin embargo, The Crescent Remembered. Islam and Nationalism on the Iberian Peninsula (La Media Luna recordada. Islam y nacionalismo en la península Ibérica), de Patricia Hertel ?recientemente traducido al inglés del original alemán?, ha cubierto de un modo decisivo esta laguna historiográfica.

La originalidad de la investigación de Hertel nace de su ámbito tanto temporal como espacial. En vez de bucear en los siglos de presencia musulmana en la península, como hace Safran, Hertel se dedica a buscar la vida después de la muerte del islam como un objeto de la memoria en la península Ibérica, especialmente en los siglos XIX y XX. Tal como ilustra por medio de meticulosos análisis de erudición académica, discurso político y conmemoraciones populares, al-Ándalus y el pasado musulmán de la península sirvieron como «un depósito de impresiones, fantasías y estereotipos que ayudaron a moldear autoima(á)gen(-es) e identidad(es) dentro de la sociedad de la península» (p. 4). El trabajo de Hertel representa también la primera comparación explícita de memorias españolas y portuguesas de al-Ándalus. Existe un amplio y marcado contraste entre estas dos culturas nacionales de la memoria en relación con el islam: mientras que tanto al-Ándalus como la Reconquista ocupan una posición central para la identidad y la memoria nacionales en España, son relativamente marginales para las autoconcepciones portuguesas, que giran más alrededor de las glorias de la Era de los Descubrimientos que del triunfo sobre los rivales musulmanes.

Aunque el dominio musulmán en la península Ibérica llegó a su fin hace más de cinco siglos con la capitulación de Granada, las memorias colectivas de al-Ándalus no han sido nunca estables o unánimes. En vez de un objeto fijo, Hertel muestra que el pasado musulmán de la península se ha visto sometido a diversas evaluaciones e interpretaciones, dependiendo de los imperativos de proyectos y climas políticos contrastantes: «Cuando los historiadores del siglo XIX evocaron el islam como un enemigo religioso, cuando los científicos de inspiración romántica se mostraron entusiasmados con el legado cultural musulmán y cuando los políticos coloniales utilizaron el pasado en sus intentos de legitimar el gobierno colonial contemporáneo, lo cierto es que todos ellos no estaban manteniendo más que una relación superficial con el islam. Las memorias variables y a menudo contradictorias del pasado islámico eran un reflejo de la búsqueda de una identidad nacional» (p. 7). Las memorias del islam ibérico se han visto condicionadas en gran medida por el catolicismo y su relación con la identidad nacional en España y Portugal. En general, los ideólogos católicos más conservadores han tendido a considerar el pasado musulmán con una mayor displicencia y hostilidad. Sin embargo, la relación cambiante entre identidad nacional y el pasado musulmán ha vivido también momentos inesperados de reevaluación y acercamiento. Por ejemplo, durante las dictaduras de Franco y Salazar, el pasado musulmán ibérico fue objeto de reevaluaciones positivas a pesar de que se utilizaran como una tapadera justificativa para el dominio colonial sobre los musulmanes de Marruecos (en el caso de España) y de Guinea, Mozambique y otros países (en el de Portugal).

En España especialmente, el islam y al-Ándalus han mantenido una relación ambivalente con la identidad nacional como una fuente simultánea de desdén y orgullo. Los historiadores y políticos españoles de diversas franjas ideológicas se han enfrentado a una pregunta incómoda: ¿cómo incorporar, e incluso celebrar, los logros de una larga época de la historia ibérica frente a la cual «España» misma ha alcanzado su definición? ¿Cómo honrar la batalla de Covadonga al tiempo que se admira también la Alhambra? Hertel sostiene que fue una distinción entre «cultura» y «religión» la que solía proporcionar una solución para estos dilemas. Para muchos comentaristas de al-Ándalus, si es que no todos, en los siglos XIX y XX la alabanza al legado cultural islámico de la península y la crítica del islam como religión y poder político iban de la mano. Monumentos arquitectónicos como la Alhambra y la gran mezquita de Córdoba se convirtieron a menudo en los ejemplos por antonomasia en el marco de estos debates: «Las cuestiones de exclusión e inclusión cristalizaron en torno a la arquitectura. En España, los testimonios arquitectónicos de la presencia musulmana resultaban innegables […] los orígenes de las estructuras tenían que hacerse “españoles” para legitimar su existencia continuada, su conservación y su promoción» (p. 69). A fin de conseguir que el legado arquitectónico islámico encajara con la historiografía nacional española, la propia arquitectura se reinterpretó como un aspecto de la «herencia cultural» que tenía poco que ver con la religión per se.

Los libros insisten en una perspectiva más matizada sobre la relación entre «Europa» y el «islam»
que evita los clichés del conflicto y la convivencia

Loa análisis específicos de Hertel de un gran número de autores españoles y portugueses que se ocuparon del islam, así como su propia perspectiva sobre el papel del folclore como un depósito para acoger las fantasías colectivas sobre el pasado musulmán, plantean frecuentes y originales contribuciones a la incipiente comprensión del islam como un objeto de la memoria en la península Ibérica. Pero es su argumento más amplio y algo más polémico el que diferencia en última instancia su libro. Como afirma cerca del final de su exposición, su genealogía y arqueología de las memorias de al-Ándalus y el islam demuestran contundentemente que no debería pensarse en «Europa» y en el «islam» como entidades coherentes, apriorísticas, que bien chocan o coexisten. Más bien «los conceptos de Europa y el islam […] forman parte de una realidad cotidiana que debe ser comprendida en el contexto de la historia y ser moldeada en nuestra sociedad contemporánea» (p. 151).

Con esta observación volvemos, para cerrar el círculo, a las preocupaciones con que di comienzo a este ensayo. Aunque sus temas y preguntas difieren, los cuatro libros que he reseñado insisten unánimemente en una perspectiva más matizada sobre la relación entre «Europa» y el «islam» que evita los clichés del conflicto y la convivencia. Tal como ilustran Safran y los diversos autores de los capítulos que integran The Ottoman Mosaic, la historia secular del islam en Iberia y en los Balcanes otomanos desestabiliza las imágenes ideológicas homogéneas tanto de Europa como del islam. Además, los efectos y los vestigios de los pasados musulmán y europeo persisten como memorias cargadas de tensión en el presente, tal como aclaran Mills y Hertel.

Un reconocimiento más amplio de estas historias y memorias desdeñadas perturbaría necesariamente las nociones de la propia Europa de maneras que serían productivas y apremiantes. Con las historias y los legados de al-Ándalus y del imperio otomano en mente, quizá podamos obtener finalmente inspiración del hecho de que la propia doncella Europa fuese originalmente una exilada. Los exilios, como sugerí al comienzo, se definen necesariamente por los vestigios de diferencia ?pasados olvidados, lugares lejanos? que persiguen a sus identidades. En vez de buscar exiliar las formas de diferencia contemporáneas, como exigen los xenófobos en Europa (el continente), podríamos celebrar la naturaleza exiliada de Europa (la doncella fenicia). Tal celebración reconocería, en vez de negarlo, el papel de las «diferencias» múltiples, incluido el islam, como bases parciales para la identidad europea. Contradiría, además, los llamamientos a exiliar el islam de los territorios y las autoconcepciones europeas. Porque, como hemos visto, los musulmanes y el islam han ocupado estos espacios físicos y conceptuales muy largamente, y de múltiples modos.

Jeremy F. Walton se doctoró en Antropología en la Universidad de Chicago y es investigador en el Instituto Max Planck para el Estudio de la Diversidad Religiosa y Étnica en Gotinga (Alemania), donde dirige el grupo de investigación «Imperios de la memoria. La política cultural de la historicidad en las antiguas ciudades habsburguesas y otomanas». Su primer proyecto de investigación importante se centró en la relación entre las organizaciones musulmanas de la sociedad civil, las instituciones estatales y el laicismo en la Turquía contemporánea. Su libro basado en esta investigación, Muslim Civil Society and the Politics of Religious Freedom in Turkey, será publicado por Oxford University Press en 2017.

Traducción de Luis Gago


Este artículo ha sido escrito por Jeremy F. Walton
especialmente para Revista de Libros

image_pdfCrear PDF de este artículo.
img_articulo_5325

Ficha técnica

19 '
0

Compartir

También de interés.

Guardar la distancia