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Sowell a los noventa años

Charter Schools and Their Enemies

Thomas Sowell

Nueva York, Basic Books, 2020

288 págs.

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Thomas Sowell celebró su noventa cumpleaños el 30 de junio publicando un libro, Charter Schools and their Enemies, que se suma a la treintena que ha escrito en los últimos cincuenta años. Y a los miles de artículos, aparecidos en diarios y en revistas generalistas y especializadas. Durante un cuarto de siglo, de 1991 a 2016, escribió, a razón de una o dos veces por semana, sobre temas políticos de actualidad, una columna sindicada en más de doscientos medios. En los cuatro últimos años su producción periodística ha disminuido considerablemente, pero, de cuando en cuando, todavía nos regala con un artículo en el que demuestra la vaciedad de alguna de las doctrinas bendecidas por la última moda del momento.

Están, además, sus libros, que revisa y actualiza constantemente. Basic Economics: A Common Sense Guide to the Economy, reeditado cinco veces y traducido a diez idiomas, se distingue de todas las obras de introducción a la Economía aparecidas en este medio siglo en que no contiene ni un gráfico ni una ecuación. En 2018, publicó Discrimination and Disparities, una refutación empírica de las tesis de la brecha salarial, de la discriminación laboral por razón de raza o de sexo y del supuesto éxito de las políticas adoptadas para remediar esos «fallos de mercado». La segunda edición apareció el año pasado.

Curiosamente, el movimiento BLM, las tesis del racismo institucional y la propensión a achacar todos los problemas de la comunidad negra norteamericana a la herencia de la esclavitud han puesto de manifiesto que muchas obras de Sowell siguen siendo tan relevantes hoy como el primer día. En Intellectuals and Society (2010) y en Intellectuals and Race (2013), Sowell demostró la influencia de intelectuales y activistas —tan seguros en las recetas como equivocados en los diagnósticos— en la conformación de las actitudes sociales ante problemas como la integración racial o la educación.   

A principios del siglo XX
los prescriptores de opinión asignaban a la raza un papel determinante en el progreso social

A principios del siglo XX los prescriptores de opinión asignaban a la raza y a factores genéticos un papel determinante en el progreso social de la gente, y creían que el hombre blanco poseía una inteligencia superior a la del resto del género humano. Consiguientemente, debería evitarse la contaminación de la raza blanca derivada de su mestizaje con razas inferiores (africana, mongólica y eslava), ya que el empeño de educar a éstas sería perder el tiempo. La eugenesia adquirió entonces respetabilidad científica, y las sociedades eugenésicas —«para elevar la calidad biológica de la raza humana mediante la reproducción de los mejores»— proliferaron en Estados Unidos y Gran Bretaña. En USA contaron con partidarios de la talla de Irving Fisher y Woodrow Wilson; en el Reino Unido, conquistaron a los fabianos, a Laski y a Bertrand Russell, y Keynes fue director de la Eugenics Society desde 1937 a 1939.

Si a principios del siglo XX la doctrina dominante concebía al individuo aislado, con su herencia genética a cuestas, como responsable único de su destino, en la segunda mitad del siglo los árbitros de opinión empezaron a inclinarse en la dirección opuesta hasta llegar al consenso actual, según el cual el entorno es el elemento determinante de la suerte de los individuos y de los grupos. El dogma dominante sostiene que los más débiles— los grupos más desfavorecidos, en general— son incapaces de prosperar por sus propios medios mientras no se produzcan las transformaciones políticas que eliminen el racismo institucional y la discriminación sistémica de los de abajo, considerados componentes estructurales de nuestra sociedad represiva.

Sowell sostiene que, entre el entorno y la dotación genética como determinantes exclusivos de la conducta individual, e ignorado por estas dos posiciones extremas, existe un elemento fundamental, la cultura, entendida como el repertorio de creencias, valores, actitudes, usos y habilidades heredados del pasado, con el que los miembros de un grupo social construyen las herramientas para enfrentarse a los problemas de la existencia. Esta cultura del grupo no está determinada necesariamente por el entorno en el que se mueve en la actualidad; puede venir determinada por el medio en que el grupo se desarrolló antes de emigrar a su enclave actual, hecho frecuente en un mundo en que no escasean las conquistas ni los movimientos de población.

Sowell emprendió hace más de tres décadas un extenso programa de investigación sobre el papel que la cultura de toda suerte de grupos humanos desempeña en la capacidad de éstos para superar las dificultades de su entorno. Esto le exigió estudiar las consecuencias de movimientos demográficos a lo largo de la historia en el marco de la economía global, no solo en los libros, sino viajando por los cinco continentes para apreciar las características de los lugares de origen y de las plazas de asentamiento de diferentes nacionalidades y etnias. Los resultados de la investigación están expuestos en obras como Race and Culture (1996), Migrations and Cultures: A World View (1996) y Conquests and Cultures: An International History (1998).

Los chinos emigrados al Sudeste asiático han prosperado económicamente, llegando a controlar el comercio interior y exterior de países como Indonesia y Malasia, a pesar de la discriminación política que sufren por parte de las autoridades autóctonas. Lo mismo puede decirse de los indios en toda el África oriental. Es significativo que las principales fábricas de cerveza de Estados Unidos hayan sido fundadas por inmigrantes alemanes que pronto dominaron también el sector de los instrumentos musicales y el mundo editorial y periodístico.

El papel diferencial de la cultura de cada grupo en la integración y el progreso dentro de la comunidad de acogida se pone de manifiesto en la experiencia histórica de la emigración británica a Estados Unidos, que tiene las características de un experimento controlado. Hasta el siglo XVIII partieron de la metrópoli tres corrientes migratorias bien definidas: los puritanos, que se establecieron en Nueva Inglaterra, los cuáqueros, concentrados en Pennsylvania y los procedentes de la región de los lagos, la zona entre Inglaterra y Escocia, que se instalaron en las colonias del Sur.

El papel diferencial de la cultura de cada grupo en la integración
y el progreso dentro de la comunidad de acogida se pone de manifiesto
en la experiencia histórica de la emigración británica a EE.UU.

Los puritanos eran religiosamente intolerantes, defensores de la familia, austeros, trabajadores y enemigos del lujo y el consumo innecesario, virtudes favorecedoras del ahorro y la acumulación. Pronto empezaron a desarrollarse en Nueva Inglaterra la pesca, los astilleros, el comercio y las manufacturas. Los cuáqueros, pacifistas, enemigos de la violencia, seguros del valor de la sinceridad y el trabajo honrado, prosperaron pronto en la agricultura y la industria. Los británicos que se establecieron en las colonias sureñas provenían de la frontera entre Inglaterra y Escocia, una zona de conflictos e inestabilidad permanente, en la que la ausencia de normas penalizaba el ahorro y la inversión. Este clima de inseguridad favoreció el desarrollo de una cultura que premiaba la violencia, la explotación, el engaño, la promiscuidad, la indolencia, el juego, la ignorancia, la bravuconería y la ostentación, y con estas cualidades se fue configurando la cultura de la sociedad sureña, cultura común de blancos y negros, como lo muestra Sowell en su obra Black Rednecks and White Liberals (2005).   

Algunos hechos ilustran el peso relativo de la cultura y de la raza en las posibilidades de ascenso social de los sureños originarios. En 1890 los primeros ciudadanos negros que habían emigrado a los estados del Norte tras la emancipación se habían aculturado tanto que estaban racialmente integrados en todos los órdenes relevantes. En cambio, los blancos sureños recién llegados a los estados yankees eran rechazados, a menudo por arrendadores y empresarios, debido a «sus maneras hoscas y comportamientos semisalvajes». Al entrar USA en la Gran Guerra, los resultados obtenidos por los negros del Norte en las pruebas de inteligencia administradas por el ejército fueron semejantes a los de los blancos y mucho mejores que los obtenidos por los blancos del Sur.

Thomas Sowell en 1964.

Sowell no niega la importancia de los prejuicios, la discriminación y la intolerancia como obstáculos al avance social de los negros y otras minorías étnicas o grupos marginados. Pero esos factores represivos son en todo caso una condición necesaria, pero en modo alguno suficiente, de la situación de privación que experimentan esos grupos.

 Y es que la discriminación y la hostilidad a los otros son, por desgracia, actitudes tan frecuentes y generalizadas entre los humanos que no pueden ser causa de resultados específicos. Pretenderlo sería análogo a sostener que la causa del incendio de Notre Dame fue el oxígeno. Ciertamente, sin oxígeno el incendio no se habría producido, pero, pese a que este elemento es ubicuo, hay millones de monumentos históricos por el mundo adelante ajenos todavía al proceso de combustión.

Ningún grupo étnico ha estado sujeto a un rechazo y discriminación tan intensos en Estados Unidos como el formado por los inmigrantes judíos de finales del siglo XIX, particularmente los procedentes de la Europa del Este. Ahora están en la cima de las profesiones liberales, los negocios, la cultura y la investigación, gracias a su espíritu de trabajo y capacidad de adaptación.

Entre los cientos de experiencias históricas que Sowell aporta, hay una, cuantitativamente menor, que ilustra vívidamente el triunfo de la cultura del grupo sobre las trabas sociales a las que se enfrenta. En diciembre de 1941, tras el ataque a Pearl Harbor, el gobierno federal internó en campos de concentración a los ciudadanos de origen japonés —algunos de varias generaciones— hasta bien entrado 1946, al tiempo que confiscó sus propiedades. El odio del americano medio al agresor amarillo era entonces mortal, de tal suerte que aquellos infelices japoamericanos no sólo tuvieron que sufrir la erosión de su patrimonio; muchos, además, tuvieron que hacer frente al hundimiento de sus carreras profesionales. Pero, gracias a su cultura de trabajo y disciplina, en 1960 la media de ingresos de la comunidad japonesa ya se situaba en el tramo más alto de la distribución general de la renta.

En los medios progresistas se sostiene que los problemas actuales de la población negra son un legado del período de esclavitud y que solo se pueden resolver por la acción política. Sowell rechaza este diagnóstico y la receta correspondiente porque los datos demuestran que hasta 1960 la tasa de paro general y el paro juvenil eran menores en la población negra que en la blanca. Las familias negras eran más estables en 1890 —cuando el pasado esclavo era más reciente— que en la actualidad, en que la mitad de los niños se crían con padres ausentes.

En los medios progresistas
se sostiene que los problemas actuales de la población negra son un legado del período
de esclavitud

En los 60 se inició la política de acciones afirmativas —medidas de discriminación positiva— y salarios mínimos que, paradójicamente, han producido efectos contrarios a los esperados. El salario mínimo condenó a los jóvenes negros menos preparados, inicialmente al paro, y progresivamente a la droga y la delincuencia. Las guerras de bandas juveniles han convertido las escuelas de los barrios negros en establecimientos de paso de una juventud que lo que realmente necesita es estudiar seriamente para prosperar.

El movimiento BLM, pese a sus nobles propósitos, no contribuye nada al bienestar y el progreso de la comunidad negra de Estados Unidos; y no solo por la violencia indiscriminada que practican, a costa de los negros principalmente, los antifa y otros vándalos que se han infiltrado en el movimiento. La misma gravedad a largo plazo tiene el énfasis en la llamada «black culture», en el orgullo negro («black is beautiful», «proud to be black») y en otros símbolos externos de una identidad soñada. Los inmigrantes judíos recién llegados de la Europa del Este, que vivían amontonados al este de Manhattan en alojamientos insalubres, tenían todo el derecho a sentirse orgullosos de un pasado glorioso. Después de todo, la Biblia es una obra maestra de la literatura universal. Pero su integración y prosperidad en la sociedad de acogida fue fruto de su adaptación a la cultura relevante. Comprendieron que tenían que aprender inglés, educarse y formarse en los usos y técnicas de la sociedad en la que querían vivir. La Biblia en la sinagoga. Nunca reclamaron la creación de programas especiales en las universidades sobre el Talmud o los libros de los Profetas. Y ahí radica la clave de su éxito material.

Todo lo contrario de lo que propugnan los de BLM, que es la repetición de los errores del pasado: ausencia de disciplina en los centros de enseñanza primaria y secundaria de las comunidades negras; cuotas de acceso preferente a los estudiantes negros en las universidades; creación dentro de las universidades de nuevos departamentos de estudios afroamericanos y expansión de los existentes. Estas propuestas podrán halagar los egos de los líderes de la comunidad negra —y de muchos blancos que podrán presumir de progresistas sin costarles nada—, pero son una receta para condenar a los más débiles a la pobreza perpetua y a la dependencia.

Sowell también analizó las raíces intelectuales de estas políticas llamadas «de progreso» y sus indeseadas consecuencias en A Conflict of Visions (1987), The Vision of the Anointed: Self-Congratulation as a Basis for Social Policy (1996) y The Quest for Cosmic Justice (2002).

Milton Friedman dijo en una ocasión: «La palabra genio se usa con tanta ligereza que soy de lo más reacio a usarla; pero si me viera obligado a hacerlo, Thomas Sowell es la persona que se ajusta más a esa definición». Thomas Sowell sigue trabajando en la Hoover Institution, donde entró hace cuarenta años. 

Alfonso Carbajo es técnico comercial del Estado.

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