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El bricolaje de la relatividad

Relojes de Einstein, mapas de poincaré. Los imperios del tiempo

PETER GALISON

Crítica, Barcelona, 424 págs.

Trad. de Javier García Sanz

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Las musas siempre te pillan trabajando, dicen quienes no ven contradicción entre la genialidad y la constancia. Pero Galison, acostumbrado a huir de los tópicos recibidos y a tratar en sus escritos con sabios de muchos quilates, diría que la expresión es confusa y conformista, a menos que ahondemos en lo que encierra la palabra trabajo. Para Galison, profesor de física e historia de la ciencia en Harvard, los gestos contemplativos, sociópatas y tecnófobos deben espantar a las diosas, porque lo que encuentran las musas cuando vienen a socorrer a un científico –nos dice el historiador– es a alguien manipulando cosas, trasteando objetos, recolocando términos, negociando significados o conectando aparatos.

Pensar, sin duda, es algo más manual que cerebral y siempre involucra un sinfín de gadgets profesionales, desde las tablas y las computadoras a las fórmulas, los instrumentos y las bibliotecas. Nuestras historias, sin embargo, siguen empeñadas en describir la ciencia y la cultura como una logomaquia, una especie de exudación cerebral de la que han desaparecido todos los adminículos que conforman, no por casualidad, el ecosistema del científico. No es que aparezcan pocas referencias a las máquinas, siendo así que absorben gran parte del tiempo de una actividad que es de naturaleza experimental: es que la vida en el laboratorio ha desaparecido del todo. Los científicos, con frecuencia, son presentados como escritores, gentes que publican cosas, aunque muy pocas veces sus escritos han sido analizados como artefactos retóricos, pues no se olvide que los textos traducen a palabras y lenguajes lo que se hizo con las manos y se visualizó mediante máquinas.

El caso es que Peter Galison ve las cosas de otra manera y para demostrarlo ha elegido el más difícil de todos los casos: Einstein, el científico más conocido de todos los tiempos, la mente humana más prodigiosa. En efecto, el cerebro de Einstein sigue siendo un objeto de culto. Muchos consideran increíble que de nuevo se intente encontrar una relación directa entre morfología e inteligencia Witelson, S.F., Kigar, D. L. and Harvey,T.,The Exceptional Brain of Albert Einstein, The Lancet, 353:2149-2153, 1999.. Y es que al aplicarle las técnicas de análisis más sofisticadas se le han encontrado un par de singularidades muy notables en sus lóbulos parietales. Steven Pinker, conocido neurólogo del Massachusetts Institute of Technology, el MIT, está encantado y pregonó su alegría a los cuatro vientos con frases de impacto mediático: «Es una extraña coincidencia que este cerebro que unificó las categorías fundamentales de la existencia: el espacio y el tiempo, la materia y la energía, la gravedad y el movimiento, esté ayudándonos a unificar la última gran dicotomía del cosmos conceptual, la de la materia y la mente».Y si con la cabeza pueden hacerse primores fisiológicos, ¿por qué no aprovechar su nombre para introducirse en la política científica? Lee Smolic, experto en gravedad cuántica en el Perimeter Institute for Theoretical Physics (Waterloo, Ontario), acaba de sumarse al centenario con la pregunta Why No «New Einstein»? Lee Smolin, Why No «New Einstein»? Physics Today, 58 (6), junio 2005. El texto que está siendo intensamente debatido puede encontrarse libremente en algunos blogs, como http://waltf007.mindsay.com/ desde el influyente Physics Today. Con independencia de la respuesta, el asunto es que todo cuanto viene referido a Einstein adquiere ese halo de misteriosa genialidad, esa mística alrededor del sabio solitario y desinteresado, que sólo se mueve para dar satisfacción a la innata curiosidad y siempre para ensanchar el procomún. El texto de Smolin no tiene desperdicio. Comienza afirmando que, si bien los grandes descubrimientos vienen de la mano de las mentes independientes, como la de Einstein, nuestro sistema ha evolucionado en la dirección opuesta a la más conveniente. No sólo es incapaz de captar el poco talante revolucionario que pudiera existir, sino que está amenazando el necesario espíritu crítico: Einstein sería imposible en un mundo donde los científicos son asfixiados por la doble pinza que forman la presión para investigar con fines prácticos y la obligación de publicar en revistas de impacto. La consecuencia, dicen Smolic y los muchos científicos que están coreando este blues contra la big science, es que la misma democracia está amenazada. No sólo está cercenándose la creatividad e independencia de los investigadores, sino que están siendo masacrados los viejos ideales que hacían de la ciencia una empresa, decía Merton, desinteresada, comunitarista, cosmopolita y escéptica.

Pero Galison no está de acuerdo. La pregunta es mala por estar impregnada de esa ideología que ha contribuido incansablemente a la construcción del mito de la old fashion science, una ciencia recluida en pequeños espacios, protegida de la mirada pública, sostenida por mentes preclaras, hecha de paradigmas sin fronteras, y donde los dineros, las máquinas, los públicos, los gestores, las editoriales y los ministros sólo eran asuntos contingentes, actores secundarios, mero atrezo en un teatro donde ardían los conceptos, los teoremas, los experimentos cruciales y los premios Nobel.

La ciencia,dice Galison, debe ser recontextualizada. La historia de las ideas científicas, más el passe-partout que suele aliñarlas (un poquito de historia institucional, aderezada con breves pinceladas de política, filosofía y prosopografía), ignora lo que es decisivo e hipostasia lo anecdótico, cuando no lo tradicional. Lo que ha hecho Galison es documentarse mejor que sus antecesores y después no desdeñar ningún hecho.Y, así, se ha tomado en serio algunas circunstancias de la vida de Einstein que hasta ahora no merecieron escrutinio académico. Por ejemplo, ser parte de una familia involucrada en la innovación de máquinas eléctricas, porque para él fue muy importante tener un abuelo que había trabajado con Edison y que disponía en casa de un taller de experimentación que era el sueño de cualquier manitas de entonces o de todos los nerds de hoy. Se equivoca quien crea «Einstein and Poincaré: A Talk with Peter Galison», http://www.edge.org/3rd_culture/galison03/galison_p3.html que Einstein no fue feliz mientras trabajaba en la oficina de patentes de Berna donde, por cierto, pasaba entre diez y doce horas, seis días a la semana.Y, lo más importante, yerra mucho quien piense que su trabajo con dispositivos electromagnéticos, relojes y dinamos era una actividad con la que se ganaba la vida que no aportó nada a sus inquietudes como físico teórico.

Los relojes eran hacia 1900 lo que los ordenadores en la actualidad. Sincronizar relojes fue entonces un trabajo de tanta enjundia técnica, filosófica y política, como hoy lo puede ser interconectar PC y diseñar protocolos de comunicación y cálculo distribuido. Por extraño que parezca, así fue.Y nada lo prueba mejor que el acercamiento a otra figura clave de la ciencia del momento, un politechnicien, es decir, un egresado de la École Polytechnique de París, la institución emblemática del republicanismo francés y cuyos ingenieros eran una hibris entre los formados en el MIT y los instruidos en West Point. Hablamos de Poincaré, el científico más popular y prestigioso de Francia, una figura tan decisiva para el desarrollo de la teoría de la relatividad, como clave en los procesos de consolidación tecnocientífica del imperio francés. El asunto –lo que hace de este libro una obra excepcional– es que logra conectar una cosa con la otra, pues Poincaré no pasó a la historia de la relatividad a pesar de sus responsabilidades desde el Bureau de Longitudes en el cartografiado de las colonias, sino justamente por ellas.Y lo mismo puede decirse de Einstein, pues fueron sus negocios con aquellas máquinas de medir el tiempo lo que le enseñó a manejarlo como una mera excrecencia técnica.

Hacer mapas obliga a conocer la longitud de los emplazamientos que van a ser conectados topográficamente. Para dibujarlos en un mapa hay que comparar la diferencia entre dos tiempos locales y distantes: uno, digamos, en Senegal y, el otro, en París, la capital del imperio por donde obviamente pasa el meridiano de referencia. El primero se obtiene mediante la observación (in situ) de algún fenómeno astronómico y, el segundo, cuando se recibe (a distancia) en Dakar una señal que transmite la hora de París. La precisión de los mapas, en consecuencia, dependía de la calidad de las transmisiones,primero utilizando los cables telegráficos y después los submarinos. La organización de los ferrocarriles también planteaba problemas de sincronía, pues las señales no eran instantáneas y se tomaban un tiempo para recorrer las distancias. Para los ingenieros, la noción de tiempo local era absurda y, al aliarse con la eficacia, impusieron el dictum de que un país, además de un sistema métrico, debía elegir un tiempo nacional. En definitiva, para conocer el tiempo, los urbanitas, los curas, los maquinistas y los cartógrafos dejaron de mirar a los cielos y comenzaron a consultar los relojes ubicados en la ciudad, incluidos los instalados en muchas torres de palacios y campanarios.Berna inauguró su sistema de sincronización horaria en 1890 y había que ser muy insensible para no asombrarse ante el espectáculo de todas aquellas agujas cambiando al compás, sin que ninguna perdiera el paso. La exactitud era honorable, pero lo importante era la sincronía. El libro está salpicado de sabrosas historias. En 1883, por ejemplo, se impuso la división de Estados Unidos en zonas horarias, difiriendo cada una de su contigua en una hora exacta. El acuerdo se adoptó «railcráticamente», pues cada delegado votó según los kilómetros de raíles que representaba y, así, el resultado fue 79.041 millas contra 1.714. En fin, nuestra costumbre actual, y ya centenaria, de ver los segunderos en Ferrol, Marsella y Nápoles moverse al unísono, no sólo evoca la naturaleza convencional del tiempo, sino el reto tecnológico que exige sostener el tiempo, es decir, nuestro mundo.

El tiempo local era un asunto, como vemos, de mucha enjundia técnica, pero también teórica. Fue Lorentz, el más grande de los físicos vivos, el primero en percibir que las ecuaciones del electromagnetismo se simplificaban considerablemente si no eran referidas a un sistema exterior fijo (el éter, que aseguraba la validez metafísica de un tiempo y un espacio absoluto), sino a otro que fuera solidario con el movimiento del sistema.Y así fue como introdujo la noción de tiempo local, una especie de subterfugio matemático sin ningún fundamento real: podía ser deducido, aunque no medido. Pero Poincaré, que ya venía de simplificar estas cuestiones metafísicas traduciéndolas a problemas técnicos, alivió al mostrar en 1900 que los tiempos cambiaban según la velocidad del sistema de referencia. La consecuencia era clara: Lorentz no había inventado una patraña, sino descubierto sin saberlo la relatividad del tiempo y del espacio.Al fin y al cabo, el espacio y el tiempo absolutos, al igual que la geometría euclidiana «no existían –escribió Poincaré– antes de la mecánica más que lo que, en buena lógica, ha existido el lenguaje francés antes de las verdades que se expresan en francés». El tiempo local era tan real como caprichosa la hipótesis del éter. Abajo con los absolutos. Poincaré lo supo antes que Einstein, pero se quedó corto al no romper con el éter, ese fluido que (se dijo durante siglos) necesitaban las ondas de luz para transmitirse (como el agua para las olas, o el aire con el sonido). Einstein era más joven y negó la necesidad de ese fluido imponderable y, a cambio, propuso dos leyes nuevas que cambiaron nuestra manera de ver el mundo: la de la constancia de la velocidad de la luz y la de la no variación de las leyes de la física.Ambas debían cumplirse en todos los sistemas, cualquiera que fuese su velocidad de desplazamiento. La teoría de la relatividad, como vemos, debió llamarse Invariantentheorie, y el propio Einstein lo solicitó en varias ocasiones, pero los medios optaron con fuerza por un nombre que les ayudaba a entender la deriva emprendida por las otras vanguardias (¡y las crisis que querían afrontar!) de principio de siglo.

Tomo prestada una metáfora que Galison utiliza con frecuencia para explicar lo que ha intentado hacer. La Cibeles no está en la calle de Alcalá ni en el Paseo del Prado: es justo la intersección lo que la convierte en un hito urbano. Igual le sucede a la relatividad, que apareció por estar en el cruce de potentes tradiciones tecnológicas, antiguos enigmas metafísicos e inesperados problemas físicos. La relatividad, contra la vulgata al uso, no fue la obra de un genio aislado, ni nació en un lugar periférico (tecnológica, cultural o económicamente hablando). Einstein estaba situado en un nodo central de la ciencia del momento. Su grandeza no hay que buscarla en el cerebro, sino que proviene de su posición estratégica en la red. Esta reseña podría haberse llamado Rewired Einstein, título que no elegí al no saber cómo traducirlo sin perder contenidos. Recontextualizar a Einstein era lo mismo que mostrarlo como un elemento nodal de una red de intercambios y como alguien que gozaba manipulando cables y artefactos. Pero también como alguien capaz, al igual que Poincaré, de situarse en la intersección de muchas disciplinas cuyas tradiciones, protocolos, instrumentos y fuentes de autoridad eran inconmensurables. ¿Quién podía pronosticar entonces, hacia 1900, que el pujante negocio de vender electrosimultaneidad iba a aliarse con el de los ferrocarriles y la empresa colonial, para entrecruzarse con los dilemas de Lorentz, los encargos de Poincaré y los dictámenes de Einstein y, entre todos, forzar el nacimiento de la relatividad?

Este asunto siempre le ha preocupado a Galison: la desunity of science, la necesidad de explorar las zonas fronterizas (trading o creole zones las llama) entre los distintos saberes.Ya lo hizo en sus dos obras anteriores. How Experiments End (Chicago University Press, 1987) y en Image and Logic:A Material Culture of Microphysics (Chicago University Press, 1997). En la primera, hace ya dieciocho años, le interesó el problema de cómo saben los científicos que con sus sofisticados artefactos están produciendo hechos y no meros efectos de artificio.Y también cómo saben que ya tienen suficientes hechos, es decir, una o varias pruebas. O, dicho en otros términos, lo que le preocupaba entonces era cómo interactúan las máquinas materiales (hechas de tornillos, cables y cristales) con las teorías y los conceptos. El segundo libro mencionado continuaba con estas preocupaciones y trataba el desarrollo de la física subatómica vinculado a los dos tipos genéricos de máquinas (o instrumentos) diseñados para producir otros tantos tipos de imágenes (o representaciones o simulaciones): las analógicas, como la cámara de burbujas o las técnicas de emulsión nuclear, y las lógicas que, como el contador de Geiger, nos devuelven una imagen hecha de cifras que cuentan impulsos. El mensaje de estos tres libros siempre fue el mismo: hay mucha tecnología detrás de cada teoría y, cómo no, son muchos los conceptos que se movilizan cada vez que movemos una ruedecilla o activamos un botón. Separar la ciencia de las tecnologías que la producen, apostarle a la historia de las ideas, es condenar la disciplina a una espiral de idealizaciones tan habitual como empobrecedora. Peor aún, separar nuestras ideas de las máquinas con las que las producimos y movilizamos equivale a no querer entender cómo se hizo el mundo que habitamos. Las últimas dos líneas del libro lo expresan con contundencia: «Encontramos metafísica en las máquinas, y máquinas en la metafísica: o sea, la modernidad en su sitio».

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