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La lectura amenazada

Pasión intacta

GEORGE STEINER

Siruela, Madrid, 1997

Traducción de Menchu Gutiérerz

505 págs.

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¿Cómo puede contemplarse un cuadro? Sin duda, de muchas maneras, aunque no todas ofrezcan el mismo rendimiento. En el primero de los diecinueve ensayos que componen este volumen –y que se hallan fechados entre 1978 y 1995–, George Steiner (París, 1929) desarrolla, sin apenas hablar de pintura, un brillantísimo análisis de una obra pictórica. Pocas veces un cuadro de otros tiempos habrá servido, como en este caso, para ir desgajando de su contemplación detenida un diagnóstico certero de nuestra evolución cultural. Habría que remontarse a ciertos pensadores y ensayistas del primer tercio de este siglo –Ortega, Benjamin, Adorno…– si se quisiera encontrar un alarde parecido. El cuadro es Le philosophe lisant, de Chardin, fechado en 1734. La figura de un caballero que lee es frecuente en las representaciones plásticas a lo largo de varios siglos, y, sin embargo –advierte Steiner–, esta representación común apunta en el cuadro de Chardin, «en casi cada uno de sus detalles y significados, a una revolución de valores» (pág. 19). El lector va bien vestido, porque el acto de la lectura no es un hecho fortuito ni trivial, sino deliberado, e implica atención y cortesía con ese «invitado importante» que es el libro. El reloj de arena que aparece a la derecha del lector «establece la relación entre el tiempo y el libro», porque «la arena corre rápidamente a través del estrecho paso de un reloj […] pero al mismo tiempo el texto perdura» (pág. 21). El reloj «oscila, exacta e irónicamente, entre la vita brevis del lector y el ars longa de su libro. Mientras lee, su propia existencia se extingue […] La arena que cae por el reloj habla tanto de la naturaleza que desafía al tiempo de la palabra escrita como el poquísimo tiempo del que se dispone para leer» (pág. 22). De este modo, la composición del cuadro de Chardin, con el personaje que lee un libro y el reloj de arena al lado, posee un doble significado: «La vida del libro después de la muerte, la brevedad de la vida del hombre sin la cual el libro yace enterrado» (pág. 23).

Hay tres discos de metal frente al libro, tal vez medallas de bronce que servían para mantener estirada la página durante la lectura de obras de gran formato, como la representada en Le philosophe lisant. Steiner cree ver aquí un eco de la paradoja que glosaron muchos escritores, desde Ovidio y Horacio hasta Pushkin: el metal –que puede también contener un texto– es con frecuencia menos duradero que la palabra alojada en un conjunto de fragilísimas hojas de papel. La presencia, en el cuadro, de una pluma junto al libro sugiere, además, que la lectura es acción. Leer es responder al texto, participar en un intercambio, y la pluma es el instrumento necesario para escribir anotaciones marginales, que son los primeros signos de la respuesta del lector ante el texto, ya que toda lectura auténtica es un diálogo íntimo: el libro desencadena en el lector una reacción, una «corriente discursiva interior –laudatoria, irónica, negativa, potenciadora– que acompaña al proceso de la lectura» (pág. 26). La pluma sirve para hacer extractos, reproducir citas, esbozar anotaciones. Es también un ejercicio de copia que ayuda a fortalecer la memoria, algo esencial. Afirma Steiner que «en cada acto de lectura completo late el deseo de escribir un libro en respuesta». Por eso –añade– «el intelectual es, sencillamente, un ser humano que cuando lee tiene un lápiz en la mano» (pág. 29).

El silencio que rodea la escena del lector solitario en el cuadro de Chardin completa esta visión clásica del acto de la lectura. Si se confrontan todos estos elementos con el modo de leer actual, como hace Steiner con ejemplar penetración, la conclusión es desoladora. Ha cambiado nuestra actitud; nuestro encuentro con el libro es una experiencia de segunda mano, e incluso el objeto mismo se ha modificado. Aquellos libros encuadernados a mano, de gran formato, aptos para el paladeo moroso y la reflexión, han dejado paso al libro de bolsillo, casi siempre de precaria encuadernación, hecho más para el consumo inmediato que con la mira puesta en su perduración. Hasta el espacio físico asignado a los libros en una casa se ha reducido considerablemente y, por otra parte, se ve ahora ocupado en buena medida por equipos variados de música y discos, porque, en efecto, la sonoridad ha invadido la antigua relación silenciosa y concentrada entre libro y lector, y muchas personas confiesan ya que leen habitualmente –cuando lo hacen– con música de fondo. Esto, unido a las devastadoras campañas que han favorecido el descrédito de la memoria –que, en definitiva, permitía agrupar referencias, ideas y recuerdos con que «responder» al texto–, hace que, para infinidad de personas, la lectura de una obra sea una continua dificultad y no un estímulo. Rasgos de esta naturaleza marcan una época de decadencia que caracteriza las postrimerías de nuestro siglo.

Bastaría la lectura de este ensayo para saludar con alborozo la aparición de Pasión intacta. Pero hay muchos más, todos ellos iluminados por una clarividencia infrecuente y –conviene decirlo también– por unos puntos de vista que se oponen, a menudo radicalmente, al conjunto de tópicos e ideas trivializadoras que, gracias a la enseñanza y a otros medios, han venido haciendo estragos en los países occidentales desde hace más de un cuarto de siglo. En «Presencias reales», uno de los trabajos más recordados del autor, Steiner pasa revista a ciertas corrientes teóricas que, en los últimos decenios, han hecho tambalearse la concepción tradicional del lenguaje y, con ella, nuestra actitud ante la obra literaria. Los estudios clásicos, las viejas litterae humaniores, han sufrido embates decisivos. Es muy reveladora la retirada de la palabra –o, al menos, la reducción de su uso y, con ella, la pérdida de su peso específico– frente a la invasión creciente de códigos numéricos o símbolos no lingüísticos, algo que antes era propio, hasta cierto punto, de las llamadas ciencias exactas, pero que ahora alcanza a otros campos: filosofía, lingüística, lógica, ciencias sociales. De todo ello se resiente la lectura, que, cuando se realiza con la debida plenitud, comporta «dos movimientos del espíritu: el de la interpretación (hermenéutica) y el de la valoración (crítica, juicio estético)» (pág. 51). Pero la pérdida de la fe en el lenguaje lleva consigo, inevitablemente, la convicción de la relatividad de cualquier postulado estético, de cualquier juicio de valor. De hecho, no cabe decir que una proposición estética sea verdadera o falsa. Ante ella podemos únicamente manifestar nuestro acuerdo o nuestra discrepancia. En una situación de esta naturaleza, ¿qué papel puede aún tener la filología?

El proceso de la interpretación textual «es siempre acumulativo» (pág. 55). Ninguna lectura puede considerarse exhaustiva ni definitiva. Siempre podremos abordar de nuevo el texto pertrechados con nuevos conocimientos, con informaciones que antes no poseíamos, con renovados criterios estéticos. Por eso puede afirmarse que «al final del camino filológico […] hay una lectura mejor» (pág. 55). Así, la filología es el vehículo que nos permite avanzar «desde la incertidumbre de la palabra hasta la estabilidad del Logos» (pág. 56). Por eso se halla en crisis cuando se parte del supuesto de que la incertidumbre del lenguaje es algo constitutivo y no transformable. la hermenéutica deconstruccionista establece el postulado básico de que no existe diferencia jerárquica entre el texto primario y el comentario, entre la obra y su interpretación crítica. Una y otra forman parte de una intertextualidad general y son equivalentes. Lo único que le sucede al texto primario es que ha nacido antes, pero esto no le confiere sin más preponderancia alguna, porque, en fin de cuentas, sólo es un producto del lenguaje, que precede siempre a su usuario. No podemos, utilizando el texto, llegar a conocer la intención del autor, porque ni él mismo es consciente de los significados ocultos que se derivan de proyecciones semánticas o de impulsos psíquicos que no controla. Por esta razón, asignar un determinado sentido a un texto constituye tan sólo una elección inestable que opera en función de factores personales momentáneos. No hay motivos racionales para preferir una u otra interpretación, ni existe auctoritas que obligue a decidir en cualquier sentido.

Esto nos lanza a la deriva, porque no parece haber «refutación lógica o epistemológica adecuada de la semiótica deconstruccionista» (pág. 58). Pero lo cierto es que, a lo largo de muchos siglos, una mayoría de lectores ha llegado a un amplio «consenso institucional» acerca del valor estético y del sentido de muchas obras, desde la Ilíada hasta el Canzoniere de Petrarca, desde Sófocles a Hamlet o Don Quijote. Hay una valoración compartida que no puede dejarse a un lado. Reconocemos, en efecto, que cualquier determinación del significado textual es insegura, pero no tenemos más remedio que conceder un peso decisivo a ese acuerdo histórico, a ese convencimiento real de muchos lectores diferentes, a lo que, a menudo despectivamente, se ha llamado sentido común. Léanse las páginas en las que Steiner razona sobre cómo debe leerse un texto: como si tuviera un significado, como si encarnara la «presencial real» de un ser significativo, presencia irreductible a otra disposición formal… En este modo de proceder se halla la fuente de la historia y la práctica de la hermenéutica en la cultura occidental.

Pero Steiner no es únicamente un teórico, ni sus ensayos pierden jamás de vista el objeto literario. Varios de los trabajos contenidos en este volumen se centran decididamente en obras y autores, y siempre con enfoques originales. En «Una lectura contra Shakespeare», Steiner recuerda que el aprecio generalizado y la exaltación del dramaturgo inglés constituye un fenómeno tardío: se gesta lentamente entre 1780 y 1830. Y aun así no faltan las voces discordantes. Steiner recuerda las reservas de Tolstoi, de Edmund Gosse, de George Bernard Shaw, de T. S. Eliot y, sobre todo, las de Ludwig Wittgenstein, plasmadas en diversos escritos breves entre 1939 y 1951. El crítico trata ahora de explicarse cuál es la causa profunda y cuáles las razones que permitirían entender la opinión adversa de Wittgenstein ante Shakespeare. El gran dramaturgo es también motivo principal de las reflexiones de Steiner en «Tragedia absoluta», y a otros escritores europeos –Péguy, Simone Weil, Kafka– se dedican sendos ensayos. En «Un arte exacto» discurre Steiner con agudeza sobre los problemas de la traducción y la repercusión de esta actividad en la difusión y el aprecio de la literatura (véanse, por ejemplo, las observaciones contenidas en las págs. 201-203, entre otras). En estas páginas se mezclan con naturalidad –y no por capricho– cuestiones de lingüística, de literatura comparada y de sociología literaria, armonizadas y guiadas por un punto de vista abarcador que subsume problemas en apariencia diferentes y, sin embargo, íntimamente relacionados. El ensayo «Dos cenas» –cuyo título se refiere a la cena en casa de Agatón en el Banquete platónico y a la última cena de Cristo según el evangelio de san Juan– es un ejemplo acabado y original de literatura comparada, repleto de lecturas diversas y bien asimiladas que crean asimismo una tupida red de correspondencias y relaciones. A la literatura comparada, a su naturaleza y su status en los estudios humanísticos se refiere el ensayo –originariamente una conferencia pronunciada en Oxford– «¿Qué es la literatura comparada?», que data de 1994 y me parece una reflexión de gran calado que ningún teórico debería desconocer, por su riqueza argumental y, a la vez, por la simplicidad diáfana de sus planteamientos. Hasta se puede pasar por alto algún exceso, como el vínculo sugerido entre el auge del comparatismo y las consecuencias del caso Dreyfus.

Es imposible en un espacio breve dar cuenta detallada de los contenidos que ofrece Pasión intacta y del fértil puñado de ideas que encierran sus páginas. Sólo cabe aconsejar su lectura a quienes, además de lectores, sientan fervor por la literatura como manifestación de la naturaleza humana y como fenómeno cultural, a menudo distorsionado por agentes externos, que van desde los imperativos del mercado hasta ciertas orientaciones desorientadoras de la enseñanza.

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