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La lengua del origen

LA FRONTERA

Pascal Quignard

Funambulista, Madrid

Trad. de Ascensión Cuesta

138 pp.

6,95 €

EL SEXO Y EL ESPANTO

Pascal Quignard

Minúscula, Barcelona

Trad. de Ana Becciú

240 pp.

15,50 €

VIDA SECRETA

Pascal Quignard

Espasa Calpe

Trad. de Encarna Castejón

286 pp.

19,90 €

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Hay libros que avanzan absortos en su propia floración de pensamiento; no escatiman aliento, no temen hundirse en lo intransitivo, se arriesgan a ser idiolecto. Muchos de ellos se nos caen de las manos, pero algunos nos engullen en su íntimo movimiento y se convierten en libros de cabecera, en textos sagrados, es decir, secretos.

La escritura germinativa y proliferante de estos libros suele acogerse a la tutela y advocación de una imagen; una imagen de orden mítico, o una escena fundacional, o incluso un incipit de obra en el que resuene –miniaturizado– el sentido de todo el libro. A Vida secreta, de Pascal Quignard, no le falta ninguna de estas condensaciones icónicas o metafóricas. En las primeras páginas evoca el promontorio de Paestum –frente a la costa italiana de Amalfi–, donde se encuentra la tumba conmemorativa de un saltador que hace más de dos mil ochocientos años se zambulló en el mar; su figura preside el libro, se convierte en mito que lo sintetiza, y oficia también de símbolo de la escritura, ese arte que, según Quignard, exige una inmersión asistida de la certeza de que se va a perder la vida.

El sexo y el espanto, deslumbrante ensayo que indaga literariamente sobre el paso del erotismo griego a la angustiada sexualidad del imperio romano, contiene un capítulo –«El toro y el nadador»– que articula con más precisión el sentido de la imagen del saltador de Paestum: «El salto en el abismo, el salto en la muerte constituyen el primer tiempo»: es el paso necesario para volver al nacimiento, al descubrimiento de la vida. El incipit de Vida secreta, por su parte, modula en el mismo sentido la imagen del saltador: «Los ríos se adentran eternamente en el mar. Mi vida en el silencio.Todas las épocas se desvanecen en su pasado como el humo en el cielo»; si el mar es un morir –como quiere el clásico– no es, sin embargo, un destino, pues la imagen ha sido invertida: el mar es una anterioridad, un pasado, una muerte que aloja también el origen.Y toda vida, todo arte, toda época están imantadas por ese pasado. Así, Vida secreta se dirige hacia su escena fundacional y pone el libro bajo su égida: «Somos como los salmones. Nuestras vidas están fascinadas por el acto en el que nacieron». Ascendemos indefinidamente hacia nuestra escena primitiva, aquella en la que fuimos engendrados por nuestros progenitores, de la que estamos excluidos, y que es «acceso al otro mundo, a la muerte y a la antigüedad». Allí coinciden muerte y origen, mar y manantial, silencio y principio del lenguaje.Vida y arte son eco de un mismo sonido: «Todo lo que crea, todo lo que procrea, hace oír el origen». Un origen silencioso, como ha dicho el incipit.Vida secreta, libro que dice ser vida, que es literatura, quiere para su lenguaje una vocación taciturna.Y, sin embargo, la verbosidad de su escritura parece componerse difícilmente con esta búsqueda de silencio.

APORÍA VITAL, APORÍA ESCRITA

Las paradojas y aporías de Pascal Quignard no son simples ardides del razonamiento, y para resolverlas hay que sumergirse en la lectura; en el caso de Vida secreta hay que saltar al mar abandonando ese miedo a morir que, según Quignard, caracteriza al crítico literario y le hace quedarse «en la opción de matar». Pero mientras uno se lo piensa, pudiera ser útil echar una ojeada desde la orilla a ciertas zonas secretas de la vida de Quignard que se reflejan en las aguas del libro.A Pascal Quignard se le conoce como erudito experto en el mundo romano, en cultura clásica francesa, en cultura japonesa, en música (dirigió el Concierto de las Naciones junto a Jordi Savall, fundó con Mitterrand el festival de ópera y de música barroca de Versalles); se sabe también que estudió filosofía con Lévinas y Ricoeur, que él mismo es músico y compositor, que fue director editorial en Gallimard durante largos años y que en su haber tiene unos cuarenta títulos entre ensayos y novelas.

Tal fecundidad y facundia tienen un reverso que desconcierta: Quignard sufrió dos episodios de autismo (en la infancia y en la adolescencia) tras los que hubo de volver a aprender a hablar: Todas las mañanas del mundo es novela que cuenta cómo la pérdida amorosa priva del lenguaje de palabra, y cómo la música viene a decir lo que la lengua no puede nombrar. La frontera, relato en el que la nobleza portuguesa del siglo XVII muestra el erotismo salvaje y sangriento que se esconde bajo las camaraderías cortesanas, los recatados cuellos femeninos y la sombra de las camelias, cuenta una historia que, por no respetar los tabúes esenciales, quedará condenada a la interdicción de palabra: sólo otro arte –el de la azulada cerámica de los azulejos– obtendrá el permiso real para exhibir en los muros de palacio la crueldad de una historia a la que bien convendría el título del ensayo El sexo y el espanto. Son muchos los libros de Quignard que hablan de esta privación oral; algunos incluso lo proclaman en su título: L'être du balbutiement (sobre Sacher-Masoch), Le voeu de silence (sobre Louis-René des Forêts) o Le nom sur le bout de la langue. «Tengo la voz apagada –confiesa el narrador en Vida secreta–, nada ha conseguido que la coloque tras una muda desastrosa que hizo que me rechazaran en las dos corales que eran mi mayor alegría»: de esta misma herida sufre Marin Marais en Todas las mañanas del mundo,y para ambos la música de la viola da gamba –con su séptima cuerda capaz de evocar la voz humana– es una voz sustitutiva.

Durante su infancia, Quignard vivió dolorosamente indeciso entre dos lenguas –el francés y el alemán–, de modo que la música se le presentó como lenguaje refugio: es parte de la historia de El salón de Wurtemberg.Vidasecreta viene a contar esa relación con la dificultad oral y con el lenguaje silenciado, y lo hace después de un episodio de enfermedad durante el que Quignard afirma haber rozado la experiencia de la muerte: también aquí la muerte precede a la vida; y además deja su signo de silencio en ella, pues Pascal Quignard se ha retirado de toda función o cargo público –«la notoriedad, cuando se hace uso de ella, inclina toda la vida hacia el espejo, en una aterradora captura de sí», ha dicho–, haciendo actualmente de la escritura su exclusiva tarea. La escritura y no la música; pero una escritura que es «la única forma de hablar callando», una literatura que expresa «lo que el lenguaje oral no puede decir».Y otra vez nos vemos al borde de la misma aporía.

DEL GÉNERO AMBIGUO

Ese compromiso esencial de la literatura con el silencio nos pone, sin embargo, en contexto: el de un pensamiento y una escritura que impregnaron buena parte de la segunda mitad del siglo XX, y para las que Blanchot es el nombre de referencia en Francia. No es extraño, pues, que no haya modo de entrar en la reflexión de Vida secreta siguiendo el hilo de la demostración intelectual, por mucho que el libro presente «argumentos» y «corolarios»; su pensamiento fragmentario y asistemático no se pliega a una recomposición lineal sino que pretende una recepción confesadamente emotiva: «Busco un pensamiento tan implicado en su pensador como pueda estarlo el sueño en el durmiente».Quignard afirma meditar sin conceptos, y cifra la belleza de un libro en su capacidad de echar abajo las fortificaciones del pensamiento al pillarlo desprevenido.

Puesto que –además del pensamiento– la emoción y la belleza están convocadas en su escritura, cumple preguntarse por el género literario con el que Vidasecreta pactaría. El género del ensayo (un ensayo de antropología amorosa) estaría avalado por las propias palabras del libro, que declaran entregarse a una «investigación bifurcante sobre la vida secreta, en la frontera de lo natal, lo literario y lo amoroso»; pero el caso es que la reflexión no esquiva la contradicción, como en principio lo haría cualquier ensayo, como lo hace de hecho El sexo y el espanto, que sin embargo toma también como punto de partida la escena fascinante para la humanidad en que somos concebidos y que jamás podremos contemplar. En Vida secreta las nociones de «sexualidad» y «amor», por ejemplo, se oponen a veces de manera estructural, otras coinciden. Los «conceptos» son provisionales para cada fragmento (que reclama así su independencia), se enriquecen precisamente por medio de inestabilidad semántica, se dejan seducir por su entorno lingüístico, en suma, se dejan arrastrar a la linde con lo poético. Este modo de pensar sin certezas es para Quignard –y para buena parte de nuestros pensadores contemporáneos, científicos incluidos– una conquista necesaria, no una deficiencia invalidante. El modo de escritura de Vida secreta es el de la reflexión inervada por la poesía. Puede así decirse que este libro aúna la condición ensayística de El sexo y el espanto y el registro marcadamente poético del relato La frontera; y ello al tiempo que reúne también las vetas de historia, antropología, sociología, literatura clásica y temática sexual del primero con el marchamo silencioso del segundo.

Por otra parte, Vida secreta se abre con el relato de un amor autobiográfico que en su momento fue secreto; es la historia de la relación carnal del autor con Némie, su taciturna profesora de música. Este atisbo de novela con fondo verídico (el libro está editado en la colección de narrativa de Espasa) deja paso, tras pocas páginas, a la reflexión teórica, haciendo de la historia personal un trampolín desde el que saltar a la investigación de la vida secreta. Luego vendrán –insertos en capítulos cuyos títulos («De la imposesión», «El secreto», «De la languidez») evocan esa otra ingente obra erudita de Quignard llamada Pequeños tratados– retazos de otras historias ya contadas en la literatura de siglos atrás: la de la castellana de Vergy, la de Abelardo y Eloísa, la de los amantes stendhalianos…Y todas servirán a un propósito teórico único; dicho de otro modo: la autobiografía, la novela y la crítica se disputan los favores del ensayo.

Sin embargo, Quignard repite en las entrevistas que su género favorito es el cuento. De cuentos ha sembrado sus últimas publicaciones, aún inéditas en castellano y reunidas bajo el título Últimoreino.Y un cuento cruel es también La frontera, editado en Francia en 1992, y que lleva las marcas inconfundibles del erotismo quignardiano presente en novelas como la breve Terraza en Roma o la apócrifa El amor puro (firmada en 1993 por una tal Agustina Izquierdo): las tintas sublimes y aún pseudomísticas del amor están matizadas por crudas inspecciones escatológicas –las damas defecan, y ello es motivo de enamoramiento– y por ásperas constataciones en que la sexualidad reivindica su aspecto más animal. Pascal Quignard ama el género del cuento porque la concisión y compacidad se ajustan bien a las ariscas y correosas pasiones de sus severas historias. El cuento –un género casi «viril» de ficción, «fascinante» en el sentido erótico del fascinus– se convierte en correlato del ensayo y de su vigoroso ejercicio de pensamiento: hay ciertamente una estrecha correlación entre La frontera y El sexo y el espanto.

Vida secreta contiene ensayo y contiene ficción; no puede decirse que sea una sucesión de cuentos, pero su contenido de reflexión sí apunta hacia el relato, y hacia un relato de corte mítico. Este relato cuenta un mito lingüístico, ofrece las piezas de una narración –que el lector ha de encargarse de articular– en que los personajes son palabras que buscan su sentido original en sus antepasadas, que reclaman todo el significado que pueden heredar de sus etimologías.Además, este relato rescata y anuda otros relatos filosóficos y teóricos fundacionales en la cultura de la posmodernidad francesa y que tienen que ver con la definición del sujeto en su dimensión física y psíquica.Aunque Quignard no los reclame explícitamente ni cite nombre propio alguno, éste podría ser su inventario: la escena erótica y transgresiva de Bataille, la comunidad inconfesable de los amantes de Blanchot y la chora semiótica de Kristeva.Añádase a esto que en la escritura de Pascal Quignard se escenifica el mito poético que sintetizara Foucault en coincidencia con la «lengua del paraíso» de Benjamin. De todos estos indicios es posible inferir que la noción de relato teórico y mítico parece finalmente acordar todas las hebras de la escritura de Quignard. Y parece también necesario intentar contar tal relato aunque se resista a ser reducido a una simple línea narrativa.

LA ESCENA MÍTICA AMOROSA

Vida secreta es un libro repleto de definiciones del amor, y la primera de ellas está enunciada en el propio título: «El amor es eso: la vida secreta, la vida alejada y sagrada, la vida apartada de la sociedad […] porque recuerda la vida antes de la familia y de la sociedad, antes del día, antes del lenguaje.Vida vivípara, en la sombra, sin voz, que ignora incluso el nacimiento». El amor nada y remonta hacia esa fusión con lo materno en la que la historia del sujeto aún no había comenzado, en la que el lenguaje de comunicación no había surgido, una chora en la que el intercambio se produce de modo semiótico (Kristeva) o de modo mimético (Benjamin). Por eso la palabra «amor» viene de otra más antigua que evoca el seno o la mama maternal y nutricia: amma, mamma, mamilla.El amor es la impresión de experimentar ese recuerdo de fusión, cosa imposible, pues ni memoria ni lenguaje ni sujeto se habían constituido para entonces: tal nostalgia pervive tras el acceso a lo simbólico (Kristeva) o a lo comunicativo (Benjamin). Pero la fusión no retorna: lo único que puede retornar es el eco del desgarramiento que nos separa de la madre y nos convierte en individuos. Si el amor en la vida adulta se percibe con especial intensidad en el momento de su pérdida, es «porque su origen es la experiencia de la pérdida»: de ahí que el amor sea «todo lo que renueva en nosotros el nascor».

Sobre este modelo de la escena de fusión con lo materno se dibuja la escena amorosa de los sexos diferentes, que creen articularse entre sí como significante y significado, es decir, como símbolos (los symbola eran aquellos fragmentos de vasijas de barro que los griegos rompían con ocasión de un intercambio y cuyos dientes encajaban, llamaban a la reunión). De su coire, de su ir juntos en el coito, nace su coniventia: los amantes guardan el secreto de su unión erótica, su comunidad es silenciosa, exclusiva: inconfesable, diría Blanchot. El secreto es la condición de existencia del amor; es, además, un vínculo carente de apariencia –puesto que no puede ponerse de manifiesto– y liga por tanto a los seres de manera íntima y sustancial.

«El sacrificio del lenguaje es la [manifestación] más profunda [del] ritual del amor humano», dice el libro, y esto vale tanto para la silenciosa castellana de Vergy como para la ética muda del samurai. La sexualidad no habla porque es más antigua que el lenguaje. Si al hombre se le resta el logos, encontramos al animal; la sexualidad es, pues, ante-humana: es «la huella antes de todo signo y de todo significado». La carne es taciturna, el sexo es mystikos; animales somos en esta «caza nocturna». Sin embargo, aunque el grito del goce precede al lenguaje, es también a su modo «una raíz del conocer», pues amar implica entrar en la inteligencia de la alteridad, en un modo de conocimiento consistente en clarividencia ajena al lenguaje. Sin duda Pascal Quignard recuerda aquí las lecciones que recibiera de Lévinas.

«El amor es el vínculo antisocial», escribe, pues «desacredita todos los demás valores, deseculariza la época, desnacionaliza a los individuos, desorganiza las clases sociales»; además aniquila los demás placeres, y supone en sí mismo ausencia de elección, en cuanto que es fascinatio; tampoco busca a la persona en el Otro, pues no es deseo: el deseo es impaciente, y el amor es passio. Fascinatio viene de fascinus, el nombre que los romanos dieron a lo que los griegos llamaban phallos. La fascinación es «la relación que se establece entre el sexo masculino erguido y la mirada»; no hay aquí excitación o voluptuosidad, no hay deseo (de-siderium), ya que el fascinado está siderado –estupefacto, clavado en el sitio–, esto es, bajo la influencia de los sidera: aquel que desea, por el contrario, es porque los astros brillan por su ausencia, y entra en el «des-astre» (no tiene buena estrella, no tiene buen astro), entra en un estado de «irreprocidad con el Otro» (Blanchot). El siderado, el fascinado, ha encontrado con qué fusionarse, ha encontrado, pues, su muerte; la fascinación es repentina y frontal: es posición depredadora y devoradora, es también posición sexual, es encajamiento, y por ello la fascinación es también fusión, estado gestativo y fetal, chora preverbal. El deseo, por el contrario, desengaña, individualiza, habla: «Complicada es la vida de los hombres porque doble es su origen. Biológico y cultural. Sexual y lingüístico.Vida medio fascinada, medio desiderada. Medio animal, medio verbal».

Este es el relato teórico y mítico que Quignard cuenta en zigzagueante recorrido a través de Vida secreta, y sobre el que borda historias venidas de las culturas antiguas o lejanas: la de Adán y Eva pintados por Masaccio, la del silencioso tambor de seda inventado por Zeami Motokiyo como instrumento de amor, la de Artemisa, que bebió las cenizas de su esposo Mausolo, la de Nukar, el cazador de focas desvanecido y desaparecido ante el cuerpo amado. Además, el relato teórico cede hilos de su texto (en ocasiones hasta deshilacharse) para enhebrar en ellos curiosidades y datos ofrecidos por la erudición de Quignard: la relación entre número posible de individuos y nombres disponibles en los inuit, la superioridad de los felinos sobre los hombres para tener sueños, la repulsión estética que Leonardo da Vinci experimentaba ante el abrazo sexual humano. En El sexo yel espanto, la abrumadora sabiduría exhibida procede de los clásicos griegos y romanos. Cientos de referencias se engastan en el denso texto quignardiano: el pintor Parrasio exigiendo al modelo moribundo que conserve la postura e intensifique el gesto de dolor; la perplejidad y el lamento de Ovidio tras el fracaso en un lance sexual; Nerón disfrazado de animal salvaje abalanzándose impúdicamente sobre hombres y mujeres atados; el cultivo del ludibrium –espectáculo de risa sarcástica y escarnio–: desde el caso de la sacerdotisa Baubo levantándose el péplos y dejando ver los genitales hasta el caso del Cristo en la cruz. No faltan tampoco mitos como el de la insensata pasión de Medea o el de la estupefacción mortal de Narciso. Y, además, Quignard invita a la precisa y desprejuiciada revisión de conceptos como castitas, anachoresis o acedia. O rescata y comenta inquietantes citas: «Hay una frase de Septimio que es enigmática y terrible: Amat qui scribet paedicaturqui leget (El que escribe sodomiza, el que lee es sodomizado). El auctor sigue siendo un paedicator. Es el viejo status del hombre libre romano. Pero el lector es servus. La lectura se aproxima a la pasividad. […] Escribir desea. Leer goza».

LA ESCENA AMOROSA ESCRITA

Vida secreta y El sexo y el espanto comparten la fluidez de historias y anécdotas que escenifican y a la vez relanzan la reflexión.También comparten otro motor de pensamiento: dejar hablar a la etimología. Pero cada libro pone el acento en una zona diferente: El sexo yel espanto es un ensayo, y acude, por tanto, con más frecuencia a los documentos y textos antiguos; Vida secreta es una indagación íntima que utiliza preferentemente ese instrumento que nos pertenece sin dejar por ello de estar poseído por una sabiduría de siglos: la lengua.

La pasión etimológica de Quignard no es la de un anticuario lingüístico, sino la de quien ama la experiencia de pensar con la lengua y a través de ella; en nuestra lengua han dejado su semilla las lenguas de nuestros antepasados, sus pensamientos la habitan secretamente y, de este modo, pensamos con ellos: «Toda literatura mantiene un vínculo personal con las lenguas muertas, que deberíamos llamar expresiones anteriores». Para Quignard la literatura es ese estado de la lengua en el que ésta absorbe una sabiduría etimológica que le permite rememorar su propio origen; es un acto de inteligencia (de inter-lectura) de sí misma dictado por la nostalgia de una escena fascinante: la de su propia concepción en las nupcias de la realidad y el significado.

A semejanza del sujeto humano, la literatura es lenguaje que reproduce su escena primitiva en una escena amorosa escrita; por eso, al lenguaje poético lo caracteriza una entonación silenciosa, una negación del lenguaje comunicativo, una imantación hacia lo prelingüístico que es la marca de toda fusión con lo materno, y una imantación hacia el secreto que es la condición de lo amoroso; así, Pascal Quignard ha definido el surgimiento del libro –de todos sus libros– como «la búsqueda de una entonación en el silencio».

La lectura –experiencia que anda sobre las huellas de la escritura– articula también una escena amorosa, tal y como lo comprendieron los griegos: anagignoskó –cuyo significado es «reconocer»– era el verbo usado para decir «leer». Leer es reconocer lo que uno espera, luego leer es reminiscencia, reajustamiento de fragmenta, de symbola, escena que se calca sobre la escena de los sexos: «Amar: leer de corrido».

Aún hay otra escena amorosa que el lenguaje poético representa, y que es brevemente evocada por Vida secreta: como en la escena de cópula entre los sexos, al significante le corresponde un significado: «somos uno», se dicen unos y otros. Pero en este lenguaje –al igual que en la escena sexual– «el sentido siempre fracasa. Lo otro no es nunca lo uno»: los cuerpos no se funden definitivamente, el significado siempre es provisional, efímero. Quignard está contando aquí en modo amoroso algo que Kristeva teorizó en registro semiótico: el sentido (poético) es un dinamismo que recibe el nombre de significancia; en la significancia el significante se encuentra atravesado por una fuerza que lo desliga de su significado y lo entrega a un sentido que es un puro proceso; por así decir, el significante no puede dejar de «enamorarse» de cada una de las metamorfosis del sentido. Ejemplo de este comportamiento es la metáfora, en la que Kristeva cifra precisamente un estado «amoroso» de la escritura.

No hay que suponer, sin embargo, ninguna estrecha filiación teórica entre Kristeva y Quignard: estas coincidencias se explican por la existencia de un espectro de pensamiento común que la cultura francesa del último medio siglo nutre desde diversos ámbitos. También Foucault evoca algo semejante al hablar de una actividad poética mítica –en el momento del surgimiento del lenguaje– que consistiría en el hallazgo de las «semejanzas salvajes» bajo los signos.

La escritura de Pascal Quignard se ha descrito líneas atrás como una reflexión inervada por la poesía. Su condición poética se justifica porque en ella se cumple una doble escenificación «amorosa» –etimológica y metafórica– que viene a realizar sobre el lenguaje lo que el relato mítico está contando.Así, por ejemplo, en Vida secreta se dice: «La fulguración [el golpe de rayo,le coup de foudre] (el flechazo [amoroso]), la angustia, la fascinación, el sueño son originalmente lo mismo […].En latín,fulgura no sólo designa los relámpagos y el rayo que se derrama en ellos y cae del cielo; también designa los objetos sagrados, los objetos fanáticos, los objetos intocables. En Roma, cualquier objeto fulminado por el rayo era algo aparte, sagrado, secreto, oculto, venerado, inhumado como un antepasado. Como un amante».Anudados quedan en metáfora vía étimo la fulguración, el amor y el secreto. Así avanza la reflexión en Vida secreta.

La inervación poética del texto juega –naturalmente– con más cartas: la cita anterior se expande metafóricamente en interpretación amorosa y sexual de un paisaje de tormenta; las sentencias y aforismos se alejan con gravedad del discurso razonador y prosaico; se cultiva cierta disposición visual versicular por medio de puntos y aparte intempestivos; se trabaja sobre una recurrencia terminológica no justificada por la claridad expositiva; se apela frecuentemente a un contenido sexual turbador no exigido por el razonamiento y que viene, muy al contrario, a crear contraste y relieve concreto sobre el fondo teorizante abstracto.

Vida secreta exige una lectura de inmersión. La figura del saltador de Paestum es algo más que una exhortación: casi un imperativo; hay que echarse al agua con gran riesgo de ahogamiento. La circularidad de la reflexión es casi absoluta, el relato teórico superpone sus anillos narrativos, los fragmentos recorren insistentemente el mismo perímetro del amor, cambiando el paso, eso sí, pero no su andadura. Vida secreta figura una escritura errante –Sombras errantes será el siguiente título de Quignard– en la que no se distingue el fin del principio. En la ausencia de límites, en la ausencia de final, las distancias sólo admiten la medida del ritmo.Y eso es lo que impone este libro al lector: un ritmo, una respiración, un pulso. Cuando el lenguaje penetra así en el cuerpo y lo altera, cuando el cuerpo presta así al lenguaje sus usos amorosos, es que en la escritura ha entrado la poesía.

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