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Mitos y tópicos de la Guerra Civil

Los mitos de la Guerra Civil

PÍO MOA

La Esfera de los Libros, Madrid

640 págs.

26 €

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Hablar de la enorme cantidad de publicaciones sobre la Guerra Civil española, que ascienden a muchos miles de libros en todos los idiomas importantes y en muchos otros minoritarios, se ha convertido en un lugar común. Los historiadores profesionales del mundo occidental, considerado en su conjunto, ya no sienten un gran interés por el tema y la tendencia general es a reducir su importancia. En algunos países occidentales, los historiadores la tienen en gran medida por una matanza puramente española y en su mayor parte no le conceden el tipo de importancia internacional que se le atribuyó en su día, en la época de la Segunda Guerra Mundial. Aun así, sigue proliferando muy rápidamente nueva literatura histórica en español, mientras que en otros idiomas, especialmente en inglés, aparecen también nuevas investigaciones, si bien a un ritmo muy inferior.

Ahora se sabe infinitamente más sobre la Guerra Civil de lo que se sabía en 1961, cuando Hugh Thomas publicó inicialmente la que habría de convertirse en la clásica historia en un solo volumen. Las nuevas investigaciones han ampliado, profundizado y clarificado el entendimiento de casi todos sus aspectos fundamentales. Se ha alcanzado un cierto grado de objetividad, al menos hasta el punto de que una cierta proporción de historiadores y otros autores que se ocupan de la guerra sugieren a veces que ambas facciones fueron «casi igualmente» responsables del origen del conflicto, así como casi igualmente atroces en su prosecución.

Las universidades y la vida política del mundo occidental han estado dominadas desde los años ochenta y noventa, sin embargo, por la corrección política, con su sustento de ideas difusas pero con frecuencia cuidadosamente prescritas. Además, la Guerra Civil española fue uno de los comparativamente escasos conflictos en los que los perdedores ganaron en gran medida la batalla de la propaganda: así sucedió hasta cierto punto durante la guerra, pero es ciertamente lo que ocurrió durante la década posterior. Dado el predominio generalizado en las humanidades y las ciencias sociales de profesores y alumnos que simpatizan con las políticas de izquierda, apenas puede sorprender que tales simpatías se hayan extendido igualmente a la interpretación de la Guerra Civil de 1936-1939. Con la desaparición en España de una generación anterior que se había mostrado en ocasiones más afín a Franco y a los nacionales, aquella tendencia pasó a consolidarse con mayor firmeza a finales del siglo XX.

La mayor parte de las nuevas investigaciones que se llevan a cabo en España sobre el conflicto aparecen, además, en forma de publicaciones de tesis doctorales. Se trata casi siempre de estudios predecible y penosamente estrechos y formulistas, y raramente se plantean preguntas nuevas e interesantes. Los historiadores profesionales no son, a decir verdad, mucho mejores. Casi siempre evitan suscitar preguntas nuevas y fundamentales sobre el conflicto, bien ignorándolas, bien actuando como si casi todos los grandes temas ya se hubieran resuelto. Esto, por supuesto, está muy lejos de la realidad, ya que la Guerra Civil española seguirá constituyendo durante mucho tiempo un objeto de estudio muy problemático, en la línea de las revoluciones francesa o rusa, que han sido y seguirán siendo debatidas durante décadas. El debate, la revisión y la reinterpretación constituyen la esencia de la historiografía, aunque el tipo de debate que ha florecido en los últimos años en España en relación con la historia económica o incluso la historia política del siglo XIX y comienzos del XX se ha visto trasladado muy raramente al tema de la Guerra Civil.

Dentro de este vacío parcial de debate histórico surgió repentinamente hace cuatro años la pluma previamente poco conocida de Pío Moa, cuando publicó en 1999 el primero de sus cuatro volúmenes sobre la República y la Guerra Civil, Los orígenes de la Guerra Civil española. Éste se vio seguido de Los personajes de la República vistos por ellos mismos (2000), El derrumbe de la Segunda República y la Guerra Civil (2001) y ahora, muy recientemente, Los mitos de la Guerra Civil. Considerados en su conjunto, constituyen el empeño más importante llevado a cabo durante las dos últimas décadas por ningún historiador, en cualquier idioma, para reinterpretar la historia de la República y la Guerra Civil.

El corpus de la obra de Moa constituye un desafío a las interpretaciones habituales, y políticamente correctas, de esta época. Los «mitos» que aborda incluyen, entre otros, temas como:

a) La noción de que la política izquierdista durante la República era intrínsecamente democrática y constitucionalista.

b) La idea de que la Guerra Civil fue el producto de una conspiración que venía de antiguo urdida por potentados reaccionarios y no una respuesta desesperada a un proceso revolucionario que había destruido en gran medida el gobierno constitucional.

c) La creencia en que antes del 18 de julio de 1936 Manuel Azaña había sido en la práctica más respetuoso con el proceso constitucional y legal de lo que lo había sido Franco.

d) La visión de Franco como un incompetente ciegamente afortunado y no como un líder competente que llevó a cabo una labor capaz militar, política y diplomáticamente para controlar una guerra civil en la que inicialmente se encontraba en una posición más débil.

e) La proyección de que la revolucionaria tercera República de los años de la Guerra Civil fue de algún modo una pura continuación de la República democrática parlamentaria de 1931-1936.

Muchos otros temas menores que no pueden exponerse aquí en detalle.

Cada una de las tesis de Moa aparece defendida seriamente en términos de las pruebas disponibles y se basa en la investigación directa o, más habitualmente, en una cuidadosa relectura de las fuentes y la historiografía disponibles. En cuanto que historiografía revisionista, el nuevo libro presenta sus tesis principales enérgicamente y, como es habitual en el caso de la historiografía revisionista, en ocasiones con un énfasis exagerado, en aras del efecto polémico. No se trata, sin embargo, de una práctica infrecuente en el debate histórico.

La reacción pública a la aparición de estas obras ha sido realmente notable, con ventas relativamente buenas y a veces con diversas ediciones. Entre los historiadores y los reseñistas, sin embargo, lo más destacable de la respuesta a la obra de Moa ha sido la ausencia de debate y la negación a discutir el gran número de temas serios que suscita. Con sólo unas pocas excepciones, ha sido recibida con una hostilidad gélida o furibunda. Con más frecuencia ha sido ignorada o, en caso de reseñarse, rechazada como no merecedora de consideración. Lo cierto es que los comentarios sobre su obra se han visto a menudo reducidos a observaciones ad hominem aparentemente sensacionalistas, aunque completamente irrelevantes, sobre su antigua militancia en una organización revolucionaria marxista-leninista en los años setenta.

Parece haber al menos tres razones que explican esta reacción extremadamente negativa. Una es la fantasía de que rompe un supuesto «pacto de silencio» sobre temas conflictivos establecido durante la democratización de 1976-1978. El problema con este argumento es que jamás existió un «pacto de silencio» de este tipo. El pacto de la democratización fue completamente diferente; tuvo que ver, en cambio, con renunciar a la política de venganza para que la democracia comenzara para todos haciendo borrón y cuenta nueva. Por lo que se refiere a las publicaciones históricas, España ha estado desde entonces llena de libros que denunciaban al franquismo y a la derecha: antes, durante y después de la Guerra Civil. La idea de que sólo los críticos de la izquierda deben estar vinculados por un supuesto «pacto de silencio» de este tipo (inexistente en realidad) es absurda.

Una segunda razón, y ésta es mucho más sustancial, es que la dictadura duró tanto tiempo (a pesar de que la represión siempre fue a menos) que ha habido una tendencia nada crítica por parte de sus adversarios a rechazar cualquier análisis histórico que sea seriamente crítico con los opositores del franquismo. Esta tendencia psicopolítica es perfectamente comprensible en términos humanos, pero se traduce en una historiografía desequilibrada que, en la práctica, dificulta de entrada la comprensión de cómo surgió el franquismo.

Una tercera razón es simplemente el dominio de actitudes «políticamente correctas» entre los intelectuales, las universidades y los medios de comunicación en los países occidentales durante los últimos años. A este respecto, España no se diferencia mucho de, por ejemplo, Francia o Estados Unidos, aunque el tipo de énfasis individual en la corrección política puede variar un poco de un país a otro. En Estados Unidos, por ejemplo, esto ha guardado relación especialmente con cuestiones de raza. La conocida como «victimofilia» ha sido durante años una importante característica de la corrección política, y en España ha adoptado recientemente la forma de nuevos y especiales intereses por parte de diversas categorías de víctimas del franquismo.

Ha habido muy poco, o ningún, interés durante ese mismo período de tiempo por las víctimas de la izquierda (la categorización y reconocimiento del status oficial de «víctima» en la cultura contemporánea ha dependido siempre de las actitudes políticas y el reconocimiento político), aunque de nuevo en el caso de España esto es en parte comprensible en términos humanos debido a la larga duración de la dictadura. Ha habido algunas excepciones al muro de hostilidad que ha saludado la obra de Moa. Uno de los más distinguidos y venerables contemporaneístas de la actual historiografía española, Carlos Seco Serrano (conocido por su objetividad y su ausencia de partidismo), ha tildado las conclusiones en uno de los libros de Moa de «verdaderamente sensacionales». César Vidal, una de las figuras más activas en la historiografía de la Guerra Civil y autor del mejor y más completo estudio de las Brigadas Internacionales en ningún idioma, califica algunas de las tesis de Moa de «verdades como puños», mientras que el presentador televisivo Carlos Dávila ha entrevistado a Moa en su programa.

Como casi todos los mitos y tópicos habituales de la República y la Guerra Civil favorecen a la izquierda, una reacción partidista será inevitablemente que reevaluarlos o criticarlos seriamente supone favorecer a la «derecha» o el franquismo. En términos humanos, una vez más, esta reacción es enteramente comprensible, pero no tiene nada que ver con la erudición seria o con la investigación científica. En términos de indagación histórica, una actitud así es simplemente irracional y antiintelectual. Sobre una base mental de este tipo, cualquier avance significativo en la historiografía resulta imposible.

Lo más reseñable es que, aparentemente, no hay una sola de las numerosas denuncias de la obra de Moa que realice un esfuerzo intelectualmente serio por refutar cualquiera de sus interpretaciones. Los críticos adoptan una actitud hierática de custodios del fuego sagrado de los dogmas de una suerte de religión política que deben aceptarse puramente con la fe y que son inmunes a la más mínima pesquisa o crítica. Esta actitud puede reflejar un sólido dogma religioso pero, una vez más, no tiene nada que ver con la historiografía científica.

Uno de los rasgos distintivos de la historiografía contemporánea española ha sido la ausencia de una seria investigación crítica por parte de la izquierda. Ha habido excepciones –quizá, de manera especialmente notable, varias de las tempranas y excelentes monografías de Santos Juliá sobre el PSOE durante los años treinta–, pero han sido infrecuentes. El resultado ha sido una montaña de historiografía sobre la iniquidades del franquismo –muchas de ellas ciertas, pero otras a veces imaginadas o exageradas– y un vacío enorme al otro lado de la ecuación política.

Una gran parte de la obra de Moa se ocupa de los tremendos puntos débiles de los líderes de la República, especialmente Azaña, Alcalá Zamora, Prieto y Largo Caballero. El material es aquí rico y abundante, con una gran parte del mismo aportado por los propios líderes republicanos en sus constantes y mordaces denuncias mutuas. Muy pocas veces ha tenido un régimen político en la historia de la Europa moderna un grupo de líderes políticos más autodestructivos que los de la Segunda República. Por comparación, los líderes de la República de Weimar en Alemania fueron durante la mayor parte del tiempo un grupo experimentado de sabios estadistas democráticos. Con un liderazgo como el que disfrutó la Segunda República y políticas tan destructivas como las de los partidos izquierdistas y revolucionarios, atribuir su caída a la conspiración de unos cuantos potentados reaccionarios puede servir para un buen cuento de hadas o una fábula política, pero no tiene nada que ver con una seria historiografía crítica.

Sería un asunto sencillo apelar a la historiografía española para que «creciera», se hiciera adulta y madura, y desarrollara un sentido crítico equilibrado. Como se ha señalado más arriba, sin embargo, el problema de la corrección política y el «tabú partidista» se extiende mucho más allá de España y se ha convertido en una enfermedad de la cultura occidental en el siglo XXI. En Estados Unidos, una seria discusión crítica de las cuestiones raciales queda generalmente descartada antes incluso de que dé comienzo. Las administraciones universitarias, mucho más fuertes en Estados Unidos que en los países europeos, intentan frecuentemente imponer códigos políticamente correctos a los profesores y alumnos por igual, y se ven frustrados fundamentalmente por el recurso legal a la Primera Enmienda de la Constitución de Estados Unidos, que impone la libertad de expresión. En Francia, tabúes similares afectaron durante mucho tiempo al estudio crítico de Vichy y actualmente prohíben a menudo el análisis racional de los problemas de Oriente Medio. En España, por razones obvias, giran en torno a cuestiones del franquismo, la izquierda y la Guerra Civil.

El asunto principal aquí no es que Moa sea correcto en todos los temas que aborda. Esto no puede predicarse de ningún historiador y, por lo que a mí respecta, discrepo con varias de sus tesis. Lo fundamental es más bien que su obra es crítica, innovadora e introduce un chorro de aire fresco en una zona vital de la historiografía contemporánea española anquilosada desde hace mucho tiempo por angostas monografías formulistas, vetustos estereotipos y una corrección política dominante desde hace mucho tiempo. Quienes discrepen con Moa necesitan enfrentarse a su obra seriamente y, si discrepan, demostrar su desacuerdo en términos de una investigación histórica y un análisis serio que retome los temas cruciales que afronta en vez de dedicarse a eliminar su obra por medio de una suerte de censura de silencio o de diatribas denunciatorias más propias de la Italia fascista o la Unión Soviética que de la España democrática.

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