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Ni contigo ni sin ti

LOS AMANTES DE VENECIA. CORRESPONDENCIA 1833-1840, SEGUIDA DEL DIARIO ÍNTIMO DE GEORGE SAND

George Sand, Alfred de Musset

Ediciones del Oriente y del Mediterráneo, Madrid

Presentación, traducción y notas de Fernando García Burillo

304 pp.

18 €

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En el verano de 2004, el Centro Cultural de Cerisy-la-Salle –uno de los foros más reputados del mundo intelectual francés– organizó un coloquio sobre George Sand coincidente con el bicentenario de su nacimiento. La línea maestra de este coloquio fue la reivindicación de la labor de la escritora romántica y no la celebración del personaje independiente y bohemio que compuso Sand (fumaba, se vestía de hombre y exhibía una libertad sexual avalada por múltiples amantes, entre los que se cuentan Chopin, Musset y Mérimée). Pero a nuestro paladar literario le cuesta ya pactar con el lirismo enfático del yo romántico y, quizá por ello, los lectores de hoy buscamos acogernos a un referente cuya realidad haga más creíble el exceso de su facundia íntima: así, preferimos rememorar los estremecimientos procedentes de la biografía antes que los puramente ficcionales, y nos atraen mucho más los reñidos amores de Sand y Musset que sus esdrújulas novelas o sus agitadas obras de teatro.

Bajo el título Los amantes de Venecia las Ediciones del Oriente y del Mediterráneo han incluido, además de la correspondencia entre ambos, parte del Diario íntimo de George Sand y, en apéndice, pequeños extractos de La confesión de un hijo del siglo de Musset, así como algunos párrafos de Ella y él (la versión de sus relaciones que ella quiso dejar para la posteridad). El libro está, pues, concebido como conglomerado de textos al servicio del relato de la aventura amorosa y no como mera edición de su correspondencia, lo cual invita al lector a opinar más sobre el asunto contado que sobre la escritura que lo sustenta. La propia George Sand anticipó y favoreció esta circunstancia de lectura, y, muy cuidadosa con su imagen íntima, tomó precauciones diversas, como reescribir ciertas cartas, suprimir párrafos inconvenientes y dejar a disposición del público escritos donde corroborar su versión frente a la de Musset (cuyo hermano escribió en respuesta a Sand otro libro: Él y ella).

Lo cierto es que la composición del presente volumen nos permite pasar por distintos estados de opinión respecto a los amantes, y propicia estos vaivenes de simpatía lectora que reproducen la ambivalencia de punto de vista inscrita en toda correspondencia.Así pues, cuando Sand y Musset se conocen ella tiene treinta años y él veintidós: ella es la señora Sand, esposa y madre ausentada del hogar para vivir la bohemia y alcanzar la notoriedad literaria (para entonces ya ha escrito Lélia); él es un joven lleno de pereza y encanto que gusta mucho a las mujeres, además de escribir poemas de elocuencia y lirismo apasionados. Se convierten en amantes y viajan a Venecia, donde Musset se da a la juerga mientras George pasa unas fiebres tercianas. Cae luego él enfermo y Sand lo cuida, pero no se priva de establecer una relación amorosa con el médico Pagello, al que envía cartas que hablan con impudor y menosprecio de su ex amante. Sand publicita su propia paciencia, que le impide romper con Musset, aunque en realidad ande entreteniendo a Pagello con una procacidad epistolar que es tanto como una promesa: «¿Los placeres del amor te dejan jadeante y embrutecido o te transportan en un éxtasis divino? ¿Sobrevive tu alma a tu cuerpo cuando abandonas el seno de la que amas?». Hay también en estas cartas un patetismo que los románticos cultivaron con osadía y que hoy percibimos como ridículo, como esta falsa tentación de suicidio con la que Sand pretende hacerse la interesante ante Pagello: «Desde el día en que conocí a Alfred, no he dejado de pensar en el suicidio. […] Mi desesperación ha alcanzado los límites a que puede llegar el alma humana. Eso me ha comunicado una inercia que está por encima del heroísmo y es muy distinta de él, pero a la que nada puede atemorizar. En mi camino no puede haber pasos más difíciles que los que ya he atravesado, de modo que lo proseguiré mientras a su orilla encuentre algunas flores y pueda recogerlas, sin importarme la proximidad del abismo».

Evidentemente, Musset no escribía cartas en ese momento, pues Sand se encontraba a su lado, y porque además padecía una de las «fiebres cerebrales» con agitaciones y delirios que lo hacen candidato a la larga lista de escritores románticos afectos de desequilibrio mental. Sí parece que, en esos días de Venecia, cuando la lucidez lo visitaba, era presa de los celos. Como en un cruel remedo de sus comedias de enredo, Sand le negaba lo evidente achacándolo al delirio, mientras maldisimulaba las miradas, las cartas y las citas secretas con el médico. Finalmente las cosas comenzaron a ponerse en claro y Musset se marchó de Venecia dejando a los nuevos (y en puridad únicos) amantes venecianos entregados a sus dulzuras. Es entonces cuando empezamos verdaderamente a leer una correspondencia entre Sand y Musset, y cuando nos percatamos de lo persuasiva que debía de ser ella, o de lo debilitado que había quedado él: el caso es que Musset ya sabe a qué atenerse, pero se muestra encantado de su suerte. Le parece que George ha sido más su madre que su amante, por lo que razona que no podían mantenerse en el incesto; tampoco le cuesta nada admitir que ha sido un verdugo para ella, y le pide amistad. La respuesta de Sand rezuma una satisfacción que le permite ser magnánima y expresarse con largueza de sentimientos (que no comprometen sus amores con Pagello): «Sé que te amo –le dice a Musset– y eso es todo. Pero no con esa sed de abrazarte a cada momento, que no podría satisfacer sin matarte. Sino con una fuerza del todo viril y también con toda la ternura del amor femenino».Y va un poco más lejos al afirmar que, en su recuerdo, todos los abrazos que se dieron fueron castos y santos. Saltando del papel de progenitora al del amigo (en masculino) fraterno, Sand cae a veces en el papel del perro del hortelano, y le aconseja que «nada de vino y chicas por ahora», y que no se abandone «al placer más que cuando la naturaleza [se] lo exija imperiosamente». Es aquí donde casi escuchamos a Baudelaire diciendo con cáustica ironía: «La mujer Sand es el Preboste de la inmoralidad. Siempre fue moralista».

Sorprende la docilidad de Musset, y la beatitud con la que acepta que ella le hable de las delicadezas y virtudes de su rival, empeñada como está en que los tres se quieran y sean amigos. Entre sermón moralizante y ditirambo autoafirmativo, Sand manda pequeñas listas de compras y recados a un Musset encantado de serle útil. Las ternezas asexuadas duran unos cuatro meses, tras los cuales se vuelven a ver en París y se desmorona la componenda: Musset se confiesa irremediablemente enamorado, Pagello es ya mucho menos comprensivo con la confusa amistad de la pareja, y Sand ve que le han fallado los cálculos que sustentaban tan romántica historia. Se dejan de ver unos meses, se reencuentran, se vuelven a separar y a reencontrar; tantas idas y venidas parecen finalmente hacer mella en la firmeza de Sand quien, con Pagello desaparecido ya del horizonte, termina admitiendo su amor por Musset. Pero ahora es un papel doliente y desesperado el que le toca interpretar, y se ve a sí misma «retorciéndo[se] con [su] devastado amor como con un cadáver» en tópica estampa romántica. Se intuye que Musset alterna las declaraciones amorosas a Sand con escenas de celos retrospectivos, borracheras y ligues diversos. La amargura parece ya el único sabor de esta relación, y Musset huye. Meses después ella le pide que se devuelvan mutuamente las cartas escritas. Y la correspondencia se cierra con trato de usted e hirientes cortesías.

Si las cartas dibujan sobre todo el carácter de George Sand, los apéndices aportan datos sobre la personalidad de Musset. La correspondencia nos deja creer en una Sand manipuladora, calculadora y razonadora, que se gusta mucho a sí misma,que desprecia a Musset, que trataba de alejarlo de ella convenciéndolo al tiempo de que es por su bien, y que ve en él más a un hijo descarriado que a un compañero erótico. Los apéndices revelan lo escrito entre líneas en la correspondencia, pues nos cuentan los celos patológicos de Musset, sus bandazos continuos: del reproche y la injuria a la ironía cruel, del desconsolado arrepentimiento a la euforia febril. Corroboramos su afición a las faldas y al alcohol, y deducimos que su disposición afectiva es la del adolescente autodestructivo y tirano con futuro de maltratador. Caemos pues en la cuenta de que la actitud de Sand es, ante todo, defensiva: conjura sus propios celos cultivando una distancia-cercanía de camaradería masculina con Musset, trata de escapar de él internándose en un nuevo amor que pretende sea estable, amistoso y poco apasionado, busca enfriar pasiones convirtiéndose en una confidente con ribetes maternales. Es decir, que la historia de estos intermitentes amantes es una versión más de esa otra, penosa y de conocido argumento: la de la mujer madura e inteligente que se ve atrapada en una relación de dependencia con un jovencito descentrado que sublima con ella su edipo (y la ama y la detesta por ello). Son muchos los románticos –escritores y personajes– que han protagonizado diferentes variantes de este esquema de relación, en la estela de su patriarca Rousseau (cuyos amores con Madame de Warens cumplen todos los requisitos: ambigüedad erótico-maternal, cultivo epistolar y dolorosa decepción), pero no se suele escarmentar en cabeza ajena, y, aunque era previsible que todo habría de terminar como el rosario de la aurora, Sand se empeñó con inútil denuedo en convertir en amistad este amor posesivo y casi perverso.

Los amores románticos no tienen (teóricamente) cura. Sand y Musset sí terminan reponiéndose de este padecimiento, pero en la correspondencia se activa un «ni contigo ni sin ti» que deviene en fórmula pasional romántica, una fórmula que sigue siendo hoy reconocible. Es ese reconocimiento el que nos habilita como lectores de esta correspondencia: aunque la retórica y el discurso románticos fueran la horma perfecta para subrayar el desacompasamiento de dos ritmos cardíacos, no son ya sus exaltadas jaculatorias lo que nos retiene hoy en la lectura. Lo que nos retiene, por mucho que le pese a nuestra cultura literaria, es el ajetreo sentimental. Bien lo sabían los románticos, y bien lo saben nuestros programadores televisivos.

 

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