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Ruido y nueces en la España medieval

LA FORMACIÓN DE LOS REINOS HISPÁNICOS

José Luis Villacañas Berlanga

Espasa Calpe, Madrid

782 pp.

35 €

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«Demasiada angustia unamuniana para una comunidad mediterránea, con problemas muy concretos, reducidos y epocales: los de procurar un modesto pero digno pasar a sus millones de habitantes». La frase deJaime Vicens Vives, en el prólogo de la segunda edición de su Aproximación a la historia de España, sintetizando su opinión sobre la polémica entre Claudio Sánchez Albornoz y Américo Castro sobre «el ser de España», me ha rondado casi continuamente mientras leía con detenimiento las más de setecientas páginas de la historia medieval de España escritas por el catedrático de Filosofía Moral y Política de la Universidad de Murcia. Y, probablemente, me ha rondado porque, del mismo modo que reconozco que no son vanos los escasos intentos de reflexión global sobre nuestra época medieval a partir de un paradigma conceptual, siento una inevitable desconfianza cuando ese paradigma es tan escueto como en la presente obra. Es entonces cuando me doy cuenta de que el oficio de historiador exige algo más que filosofía, aunque, en este caso, el filósofo, en un reconocimiento de admiración hacia Max Weber que, desde luego, comparto, proclame que «el presente es mi libro más weberiano» (p. 23, nota 1), después de haber asegurado que su estudio «rompe con toda metodología marxista», declaración personal más respetable que la opinión (al parecer, justificativa de aquélla) de que «el marxismo ha creído que las creencias de una época histórica, sus valores, sus normas, sus ideas, no eran relevantes para entender su verdad».

 El libro se anuncia, en la solapa anterior de la sobrecubierta, como el primero de «una serie de cinco volúmenes en los que [el autor] ofrecerá un relato unitario y coherente de las prácticas y las ideas de legitimación del poder político en España». En esta primera entrega, la cronología comprende desde el año 400 hasta 1300. Más exactamente, desde el saqueo de Roma por Alarico en 410 a la muerte del rey de Aragón Alfonso III el Liberal en 1291. Pese a las dimensiones del libro y su título, el autor no ha pretendido realizar una síntesis de la historia de la Edad Media hispana. En lo que podría estimarse una inusual recuperación del «espíritu del 68», ha pretendido una obra de tesis: «Deseo proponer un relato histórico que intente persuadir a los ciudadanos acerca de la necesidad de ciertas virtudes intelectuales y morales, sin las que resulta imposible participar en un proyecto de libertad, de vida democrática y de gobierno bueno y legítimo. Ciudadanos ilustrados, anclados en un sistema común de derechos y deberes y deseosos de saber la verdad de su historia política: esos son los lectores que busca este libro» (p. 21).

El punto de partida del autor es su convicción de que «la historia española produce poco entusiasmo, bastante piedad y mucho respeto. Pues los españoles del pasado y del presente se han tenido que enfrentar al más profundo problema político de Europa: una realidad política atravesada por la complejidad más intensa que debía organizarse en las condiciones más difíciles, propias de una tierra de frontera continua. Una y otra vez fueron derrotados por la realidad» (p. 22). A partir de esta convicción, el «libro quiere exponer que ciertas ideas, sistemas de creencias y valores, prácticas sociales, elites de poder e instituciones, no son favorables a innovar. Y no lo son porque no promueven soluciones pacíficas para los conflictos. Esto es así porque no reconocen al diferente, no le atribuyen derechos y no se preguntan cómo podrían cooperar con él, construyendo un sistema de deberes que vincule a ambos y un sistema de justicia que resuelva sus diferencias por vías de arbitraje y de instancias imparciales con garantías» (p. 25).

La propuesta del autor es ciertamente admisible como punto de partida. Esto es, como una hipótesis que hay que demostrar a través de un análisis riguroso de «ideas», de «sistemas de creencias y valores», de «prácticas sociales», de «elites de poder», de «instituciones» que fueron creándose en los reinos hispánicos durante el período medieval. Cuando, en lugar de proponernos, al estilo weberiano, una sistemática revisión de cada uno de esos apartados cuyos comportamientos pueden proporcionarnos las claves de «la formación de los reinos hispánicos», el autor proclama que «una de las tesis de este libro es que el horizonte del hombre medieval está marcado por el Apocalipsis y este horizonte anima poco a la cooperación con el diferente. Antes bien, el Apocalipsis ofrece la cápsula intelectual en la que la construcción del enemigo se genera con una fuerza cercana al automatismo» (p. 25), el lector empieza a sentir cierto desasosiego.

Superándolo, se anima a entrar en «la historia de este primer volumen: la historia de las dificultades a la hora de crear un cosmos político en Hispania, de organizar un pacto de status y un orden viable de derecho». Con ese propósito, el autor nos invita a transitar por setecientas páginas cuyo desenlace nos anticipa (pp. 30-31). A finales del siglo XIII, «la Castilla de Alfonso X, de acuerdo con esa ley de una etnoformación en devenir, sería el poder menos integrado, homogéneo, operativo y eficaz, el menos asentado sobre una etnoformación fuerte. […] A su lado, la forma de expansión y de etnoformación que había impulsado la Corona de Aragón, de la mano de Ramón Berenguer IV hasta Jaime I, logró innovar a la hora de formar unidades políticas cooperativas, capaces de definir un status pactado entre los reyes y los pueblos».

Si el libro que comento no es una historia de la Edad Media española, tampoco llega a ser técnicamente una historia de la formación de los reinos, objetivo que exigiría una lectura espacial y económica, que el libro ignora, y otra, desde luego, social e institucional, que el volumen sólo recoge de forma fragmentaria e insuficiente. Ello explica que el autor no utilice las obras que González Antón y Ladero Quesada dedicaron a aquella misma historia, aunque resulta menos comprensible que prescinda tanto del clásico de José Antonio Maravall sobre El concepto de España en la Edad Media como del sugestivo, informado y próximo a los temas que el autor toca en su libro History and the Historians of Medieval Spain, de Peter Linehan. Por supuesto, no seré yo quien proponga a José Luis Villacañas las obras en que inspirarse para levantar su discurso histórico, pero sí cabe decir que su relación de «bibliografía citada» (pp. 739-765, que comprende tanto fuentes como literatura secundaria) desprende una cierta imagen de desequilibrio. Aparte de ausencias, algunas de las cuales tienen que ver con aspectos centrales del libro («legitimación de los poderes políticos», «resolución de conflictos»), aquella imagen se desprende de los propios títulos seleccionados de los autores que cita, que, a mi juicio, no siempre son los más representativos de aquellos estudiosos para el punto concreto en que Villacañas los utiliza. Como si ésteno estuviera familiarizado con la producción historiográfica de tema medieval hispano.

El volumen se articula en cuatro grandes partes: «Bajo el sueño del Apocalipsis: Hispania entre el Imperio romano y el poder musulmán»; «Los primeros poderes cristianos bajo el Islam y el imaginario godo»; «La constitución de los reinos hispánicos (siglos XI-XII)»; y «El siglo XIII: la transfiguración carismática de los reyes». Cada una de las cuatro partes va precedida de una pequeña introducción y, como es habitual en las síntesis aluso, la extensión dedicada a cada una de las partes crece al compás que avanzala cronología. Complementariamente, el autor anuncia que algunos de los temas que trata serán ampliados en oportunos apéndices en otro volumen. El esquema que acabo de presentar encuadra cronológicamente la argumentación que el autor desarrolla, que se fundamenta sobre un paradigma y tiene dos hilos conductores.

El paradigma que propone el autor recuerda el de Claudio Sánchez Albornoz en su España, un enigma histórico. Por supuesto, con otras palabras. Para José Luis Villacañas, alo largo de su historia, «Europa supo edificar baluartes [de status], de estabilidad frente al espíritu apocalíptico: frente a ese acontecimiento en que se tira la moneda, [el espíritu ilustrado] quiere momentos reversibles, donde apenas se juegan pequeños pasos» (p. 27). Por elcontrario, en España, tanto en la cristiana como en la musulmana, especialmente en la primera, «el mundo se escindió, por un lado, entre órdenes que tendían a una estabilidad radical tradicional, y, por otro, el momento del Apocalipsis que reclamaba novedad, acontecimiento, suceso, puntualidad, energía, movilización, fuerza. Así se forjó la dialéctica entre la tradición y la innovación carismática. Las dificultades hispanas para separarse de este escenario fueron ingentes. La razón se encuentra aquí: Hispania ha sido tierra de frontera en toda la Edad Media. Ha tenido al enemigo enfrente, dentro, allado, en sí misma. Tal ha sido su tremenda experiencia de la complejidad» (p. 26).En cuanto a los hilos conductores a través de los que el autor intenta justificar su paradigma, son dos. De un lado, la etnoformación, tratada en el libro más como flatus vocis que como proceso explicado. De otro, el sentido (cooperación o conflicto) de las relaciones entre los poderes políticos (reyes, condes de Castilla y Barcelona) y los cuerpos sociales de sus correspondientes espacios de ejercicio de laautoridad.

De estos dos hilos conductores, el primero, el de la etnoformación, aunque Villacañas no aluda a ello, es concepto que puede vincularse con una de las aproximaciones historiográficas europeas más recientes al pasado medieval, la de la etnogénesis. Pero, sin una pertinente demostración, nunca les ha resultado fácil a los historiadores justificar la elección de espacios y sociedades en que tal etnogénesis se ha producido: ¿Francia? ¿Aquitania? ¿Borgoña? ¿Escocia? ¿Alemania? ¿Baviera? ¿Vasconia? ¿Castilla?, por no hablar de territorios de la Europa central como Bohemia o Hungría. La sombra del nacionalismo histórico e historiográfico, que hizo pensar que algunos historiadores habían sido verdaderos «constructores de Estados», no es fácil de despejar en estos casos.

Por ello, me habría gustado que el autor hubiera desarrollado una argumentación explícita a favor de su doble tesis: a) «Cuando las sociedades hispanas dejaron de ser expansivas y se estabilizaron en estamentos, entonces iba a ponerse a prueba la fortaleza de la etnoformación lograda» (p. 470); y b) Mientras la etnoformación castellana es débil, porque nunca deja de ser un conglomerado en que gallegos, asturianos, leoneses, vascos y castellanos constituyen grupos autónomos, cada uno tendente a su propia etnoformación (p. 144), en Aragón, pese a los tres escenarios físicos y sociales (la montaña, el valle del Ebro, los distritos del Bajo Aragón), o, sobre todo, en Cataluña, aun con la tradicional división entre la Vieja y la Nueva, esos procesos de etnoformación fueron operativos y produjeron resultados tempranos. Tal vez, esta preocupación del autor por la etnoformación haya sido la responsable de su reiteración de los vocablos (decididamente anacrónicos) de «tribus» y «realidades tribales» cuando habla de la historia de España entre los años 400 y 1000.

Por lo que se refiere al proceso en sí, mientras en la Corona de Aragón, desde mediados del siglo XII, es visible su conclusión, en la de Castilla hay que esperar más de un siglo, hasta el reinado de Alfonso X, para conseguir cerrarlo. Y ello gracias a crear una nueva figura de rey, que «ya no une a la gente bajo un caudillo militar en un bando de la hueste […]. Ni siquiera vincula a la gente en un presente. Se trata de un vínculo abstracto que conecta el presente con el pasado y que mantiene una capacidad de integración capaz de reunir a muchas comunidades parciales» (p. 496).

El segundo hilo conductor del discurso de Villacañas –el de las situaciones de cooperación o conflicto, entendidas con el sentido weberiano y los efectos que el autor anuncia en sus primeras páginas– es discernido por él a través del análisis exclusivo (ajeno o propio) de dos tipos de textos. De un lado, mayoritario, el de las crónicas, desde la Historia Gothorum de Isidoro de Sevilla a la Primera Crónica General de Alfonso X el Sabio. De otro, subsidiariamente, el de las normas, desde las recogidas en los cánones de los concilios visigodos o en el Liber Iudicum hasta las propuestas contenidas en el Setenario.

En ese viaje a través de los tiempos, y una vez aceptada su premisa, el autor muestra mayor consistencia cuando se pronuncia sobre los momentos iniciales (visigodos) y terminales (Alfonso X) de su periplo que cuando lo hace sobre el amplio período intermedio de 711 a 1252. Sin duda, el apoyo que le brindan, de un lado, Isidoro, el Liber y los concilios, y, de otro, el Rey sabio, más la amplia bibliografía generada a partir de aquellas fuentes y el propio conocimiento del siglo XIII por parte del autor (que, en 2003, publicó en el mismo sello editorial su Jaume I el Conquistador), garantizan una base más firme que la existente para los restantes períodos. El propio escaso uso que el autor hace de la Crónica Silense y el nulo de la Crónica Najerense pueden estimarse como indicios de que su aproximación a los siglos X, XI y XII es más insegura.

La práctica ausencia de referencias a las actividades económicas, incluso a las ganaderas y comerciales (que, quizá, algo tuvieron que ver en la formación de espacios sociopolíticos), las exiguas alusiones a la red de poblamiento y una cierta falta de seguridad en la caracterización histórica de los grupos sociales y en la cronología de sus acciones, y la propia levedad de las aproximaciones al entramado institucional acaban por encerrar el contenido general del libro en el ámbito de una elemental teoría del poder ejemplificada en numerosas acciones. Pero, a falta de un análisis de aquellos componentes que acabo de mencionar y de sus precisos desarrollos temporales, la imagen global es que las situaciones de cooperación y conflicto aducidas por el autor para definir los rasgos políticos y la caracterización de los reinos hispánicos medievales bien son las que la historiografía ya ha aceptado y analizado universalmente, bien forman parte de un arsenal de datos para cuyo reconocimiento y adhesión los recursos movilizados por el autor resultan insuficientes.

En apoyo de mis palabras, traería a capítulo, entre otras, las páginas dedicadas al rey Wamba (pp. 86-89), cuya Divisio no es contemporánea del monarca (p. 94), sino una falsificación de comienzos del siglo XII;las relativas a la «plenitud significativa de la imagen» en Isidoro de Sevilla (pp. 119-123), que, al menos, habría que contrastar con la tradición anicónica del Deus absconditus, presente encánones conciliares toledanos; las dedicadas a la obra de Beato de Liébana (pp.206-214), a quien el autor hace portavoz exclusivo de «la mentalidad de los laicos y clérigos, penitentes todos, que se refugiaban por millares en los monasterios del norte peninsular» (p. 206); las que presentan un mundo asturiano de los siglos VIII y IX, al parecer, plena y alternativamente sumergido, según páginas, en la cultura mozárabe y en la carolingia; las que presentan «la fundación y la dotación de iglesias [como] el método que encontró el reino astur-leonés para expandirse sin crear aristocracias fuertes, que habrían destruido el núcleo inestable de la débil realeza» (p. 226); las que, al reflexionar acerca de las «nuevas ideas sobre la realeza» a finales del siglo XI (pp. 311-317), se pronuncian sobre el llamado Anónimo Normando con una cierta oscuridad en que se entremete a Gregorio VII, sin aclarar que aquel texto se origina, una vez muerto ese pontífice, en el curso de la querella de las investiduras en el bando imperial para acreditar, frente al papa, que Cristo es Rey desde la eternidad pero Sacerdote sólo desde su Encarnación: o, por no alargar la relación, las abundantes páginas que hacen del papado y de su predicación de la cruzada en la Península un decisivo protagonista en la historia hispana, al menos, entre 1060y 1230.

En su conjunto, y al revés de lo que la lectura de algunos artículos de José Luis Villacañas me había transmitido, el libro que enjuicio es menos sólido en los análisis que en la propuesta de imágenes, algunas de ellas de corte «dubyano» («la batalla de Las Navas de Tolosa fue una fuente de carisma para los participantes» [p. 521]; y, en general, todo el apartado, hasta la página 532), y en la de reflexiones que se desperdigan un poco por todo el volumen y que demuestran que el autor ha pensado largamente sobre la historia de España, aunque, con demasiada frecuencia, deje en manos del lector la tarea de hacer la síntesis. Esto resulta particularmente frecuente en las páginas dedicadas a los siglos X a XII. En cambio, en las que se ocupan del siglo XIII, y ya desde su introducción (pp. 487-498), Villacañas se manifiesta con mayor convicción, a veces al precio de un exceso de comparatismo teleológico (pp. 553-559, particularmente esta última) que, en cambio, ayuda a entender el sentido global del libro.

En resumen, las palabras del autor en el prólogo hacían esperar –al menos a este lector– que el título (La formación de los reinos hispánicos) y la cronología (siglos V a XIII) eran tarjeta de presentación de un análisis global de la sociedad instalada en la Península Ibérica orientado por el objetivo de discernir la creación de tales reinos y la forja de relaciones de poder internas y externas. Ello hacía presumible a priori una atención al comportamiento de las estructuras en determinadas fechas significativas: por ejemplo, años 586, 711, 910, 987, 1037,1076, 1134, 1137, 1157, 1230. En lugar de ello, José Luis Villacañas nos ha ofrecido una tesis, una interpretación personal de ecos albornocianos (que, al cabo, con otros acentos y palabras, coincide bastante con propuestas de la historiografía establecida) de algunas de las relaciones de poder desarrolladas durante ocho siglos en el solar hispano. Tal vez, su importante esfuerzo habría ganado en consistencia y fuerza de convicción si hubiera limitado con más decisión intelectual el ámbito (político) en que ha situado sus reflexiones y argumentaciones y si hubiera sido más terminante y sistemático, más weberiano,en la presentación, el análisis y la justificación del conjunto de los elementos,y las cambiantes relaciones existentes entre ellos, que ha incluido en su investigación. Al no haberlo hecho desde el principio, algunos de los lectores de su obra hemos vuelto a soñar con la frase de Jaime Vicens Vives que encabezaba esta reseña. 

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