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De la amistad a la lectura

Imágenes y palabras

EMILIO LLEDÓ

Taurus, Madrid, 1998

616 págs.

3.825 ptas.

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Probablemente Imágenes y palabras debe leerse como una prolongación de otro libro reciente de Emilio Lledó, Días y libros, publicado apenas hace tres años. Como señaló entonces Mauricio Jalón, la obra de Lledó forma una secuencia ondulante de textos, prolongada durante cuatro décadas, en consonancia con un temperamento activo y un estilo más narrativo que tratadístico. Si Días y libros articulaba esa secuencia al hilo de breves escritos, Imágenes y palabras la extiende con una serie de ensayos más extensos y estructurados pero que igual que aquéllos huyen de la artificiosidad de la filosofía académica buscando una escritura más pegada a la experiencia, un registro de empeiría. Nuevamente, Lledó da a la filosofía un estilo literario, pero sin renunciar a una voluntad de aclaración, a la repetición obsesiva de algunos dilemas, a una inequivocidad de la expresión, incluso cierta sobriedad y dureza que le obliguen a mirar al mundo más directamente que la literatura. Como muestran muchas piezas de esta colección, la filosofía también puede ser una fenomenología de la vida, también puede imitarla, pero de una forma diferente a como lo hace la literatura Véase, sobre todo, «La temporalidad de la escritura y la semántica de la literatura filosófica» (cap. 8) o «Literatura y crítica filosófica» (cap. 14)..

Aunque Imágenes y palabras contiene una espléndida tercera sección dedicada a la literatura española (Juan de la Cruz, Gracián, Guillén, y sobre todo al Quijote Casi todos los ensayos de Imágenes y palabras corresponden a los años ochenta y, sobre todo, a los noventa, pero entre estos ensayos sobre literatura se recuperan un trabajo sobre Gracián de 1960 y uno de los ensayos sobre Don Quijote, de 1957, unido significativamente a otro de 1997, como si quisiera testimoniar la constancia de ciertas fidelidades literarias a lo largo de los años.), sería absurdo limitarse a ella para entender la apertura de la filosofía de Lledó a la literatura. Todo el libro es expresión de un carácter que ha pasado tanto tiempo con Homero, Píndaro o Esquilo como con Platón, Aristóteles o Epicuro (por limitarnos a sus griegos). Pero, por si la literatura pareciera suficiente para ensanchar la cabeza de los filósofos, Lledó se pone a hablar de pinturas y de su vieja preocupación por la dialéctica entre lo lingüístico y lo visual. Mientras que los escritos sobre letras dan vueltas al papel de la visión (¿en qué consiste ver palabras?, ¿qué diferencia hay entre la sola decodificación de un texto y ver su sentido?) estas otras reflexiones sobre el ojo exploran su inversa: ¿Es posible que las imágenes hablen? o ¿cómo puede un golpe en los ojos romper a hablar? Cap. 11, «Palabras e imágenes». Véase también «La voz de las imágenes» (cap. 4). (Véase en «El hilo en el lienzo» cómo una minúscula ventana de luz reflejada en los ojos de un personaje retratado por Durero, se vuelve signo del espacio y el tiempo real en que el pintor y el modelo se miraban, «una sutil frontera de mutuo reconocimiento»).

Lejos de oponer lenguaje a visualidad, Lledó reivindica una mirada que delibera y recuerda, que no se limita al chisporroteo de los phainómena, y una lectura incorporada literalmente al mismo cuerpo que ve, oye, toca y siente. Leer marcas negras en un fondo blanco debe desarrollarnos los sentidos, pero los sentidos deben explicar lo que sienten, deben volverse lenguaje (logos). Quizá, llevando más lejos los lemas de Lledó, deberíamos ser capaces de leer cualquier situación o trozo del mundo y acabar viendo a don Quijote o a Ulises. El mundo también es un cuento, y los libros están llenos de seres reales.

Pero además de este diálogo con la literatura y la pintura, Imágenes y palabras brinda muchos más frentes de discusión: la dimensión política y ética del lenguaje y la comunicación asoman continuamente, a propósito de la vida en las grandes metrópolis «La máquina de la ciudad: entre la naturaleza y la técnica» (cap. 6) que va desde Homero, Platón y Aristóteles hasta las ciudades dormitorio y los «espacios verdes» de nuestros días. o en la última sección del libro, dedicada a la enseñanza y la práctica de las humanidades, plagada de útiles y ricas referencias históricas, desde la paideía griega a los ideales universitarios y pedagógicos en Alemania y España (Kant, Von Humboldt, Fichte, Giner de los Ríos, el Ortega de Misión de la Universidad) Quizá, unida a un trabajo sobre los griegos de José Gaos (cap. 29) y a otro sobre Ortega (7), esta sección también puede verse como una contribución muy personal a la historia de la cultura española.. Un sincero alegato contra lo que él llama la universidad de papel, la universidad fijada en páginas de «instrucciones pedagógicas»; una discusión alejada del formalismo que hoy nos rodea y más preocupada por la dimensión vital del estudio. ¿No han ahogado la erudición teórica y la obsesión del método demasiadas preguntas? ¿Para qué leo este texto? ¿Qué puede cambiar de mi vida? En definitiva: ¿Es posible una enseñanza donde la teoría produzca una diferencia práctica en el modo en que uno lee, enseña, escribe o medita?

Sobra decir que los griegos (Platón, Aristóteles) e inseparable de ellos la cultura alemana, ocupan un lugar preeminente en Imágenes y palabras. Kant sobresale en dos trabajos sobre la razón práctica y la crítica del juicio (aparte de su protagonismo en los ensayos sobre educación); también la teoría del lenguaje y el proyecto universitario de Von Humboldt, o una historia que va de Scheleiermacher, Droysen, Dilthey hasta Gadamer, a través de trabajos reconstructivos y a la vez autobiográficos como el que explica la crisis de los estudios clásicos alemanes a través del recuerdo de su propia experiencia en el círculo de Dirlmeier: «En largas sesiones de seminario –dice–, me he sentado al lado de estudiantes recién salidos de gimnasios clásicos que eran capaces de hacer composiciones en griego, al estilo de Jenofonte o Tucídides, traduciendo artículos de la prensa alemana. Pensaba, en consecuencia, que […] sería difícil que el mundo clásico se ausentase, pero al tiempo que cobraba esas seguridades […] sentía ya entonces un cierto anquilosamiento en el planteamiento y solución de los problemas del mundo antiguo» Cap. 24, «La tradición clásica y su presente», también una pieza recuperada de la memoria, escrito en 1970..

Sin duda, la atención a Nietzsche o al Heidegger del capítulo 28, testimonian la conciencia del tipo de actitudes que surgieron contra esa rigidez del historicismo, aunque Lledó siempre huya del hechizo lingüístico de Heidegger y defienda, mucho más en la línea de Gadamer, la suficiencia y dignidad del lenguaje civil para la filosofía. No obstante, Imágenes y palabras quizá expresa mejor que nunca algunas de las distancias de Lledó con la hermenéutica gadameriana, más apreciables en los ensayos de los años noventa que en el resto del libro. Me refiero a la dimensión individual de la lectura, que no es un lema nuevo en él, pero que ahora parece cobrar mucho más dramatismo. Sin dejar de considerar la influencia de la memoria y la historia, Lledó enfatiza la lucha expresiva vivida desde dentro y el lado más solitario de la lectura, no tan humboldtiana, necesaria para liberarse de la uniformización social (cap. 31), sino la soledad forzada por el deseo de conocerse a uno mismo. Como dice una y otra vez, el de dónde no acaba de aplastar al quién, la memoria y la historia nos enseñan a leer, pero queremos leer por nosotros mismos, igual que queremos vivir nuestra propia vida. Por mucho que dependa de la influencia de una tradición, la lectura-escritura siempre es una puesta a prueba de cada persona, una construcción dramática de una relación consigo mismo y con los demás Léanse, por ejemplo, las reflexiones sobre las máscaras y los significados de prósopon y personare, o sobre el carácter elusivo de lo que el griego llamaba éndothen.. Por mucho que tome palabras prestadas o acabe repitiendo algo dicho, el yo también tiene derechos de interpretación.

Esta dimensión práctica y existencial de la lectura plantea una de las discusiones más polémicas e interesantes del libro: la relación entre amistad y lectura. ¿Cómo se puede explicar la naturaleza de la lectura a través de la amistad, y la naturaleza de la amistad a través de la lectura? Imágenes y palabras suscita algunas respuestas. Primero, que la amistad y la lectura son un acto social pero a pequeña escala, un modo de relación que quizá sólo dos pueden compartir. La justificación para leer un libro, como para hablar con alguien que forme parte de nuestra vida, es social pero no en un sentido abstracto. La lectura y la amistad guardan relación antes que nada con la defensa de los derechos de cada individuo a elegir, a seleccionar (un libro, una persona) como si estuvieran hechos sólo para él o ella, como si sólo a «mí» me dijeran ciertas cosas. El deseo de leer y la amistad, se parecen en eso: elegimos y nos sentimos elegidos.

Segundo, la virtud que requiere una relación como la amistad no es tanto la obediencia a grandes principios como la atención a los detalles. Quizá necesita más la percepción propia de un lector paciente o un novelista que la de un jurista demasiado formal. La philía y la philautía, la amistad con otros y con uno mismo, también es amor a las palabras, filología –dice Lledó–: esfuerzo interpretativo, atención a cada particularidad de un lenguaje. Convivir y comunicarse, compartir, requiere tanta imaginación y paciencia como para seguir historias. No es que leer nos vuelva mejores personas como el fuego produce calor, sino que ciertas actitudes exigidas por la lectura han surgido a la vez que algunas formas de socialización y modelos de vida más amplios (para Lledó, la democracia griega y la Ilustración moderna). Quien verdaderamente le sigue el juego a la lectura se predispone a seguir otros juegos sociales.

Y finalmente, la enseñanza del texto no es una operación intelectual abstracta, ni está determinada por la tradición que custodia el significado del texto. Depende de individuos que saben exhibir la relación de simpatía e intimidad que han entablado con sus textos predilectos. A la teoría de la interpretación hay que añadir una ciencia práctica de la lectura (incluso una erótica de la lectura). Por supuesto, no es que haya que hablar sólo de los libros que se aman, también de los que se odia… Lo importante es que la lectura dependa de los sentidos, que no se obsesione con desentrañar el contenido oculto y desprecie la superficie del texto que más nos roza. Mostrando cómo se han relacionado con un texto, algunos individuos consiguen que éste se abra a otros. Una operación que requiere minuciosidad, distancias cortas y mucho tiempo por delante. Exhibir la simpatía por un texto es un acto de intimidad que, a su vez, también requiere la simpatía con el auditorio al que se dirige el intérprete. Si todo funciona bien, si el intérprete no aplasta a sus oyentes con su erudición y autoridad, éstos harán suyo el texto y conseguirá crear con él su propia relación. Es cierto que la transmisión cultural es un proceso que escapa a nuestras manos, pero no hay que olvidar que algunos libros han acabado formando parte de nuestra vida porque nos los han puesto en las manos alguien que los amaba.

Sin embargo, al lado de todo esto Lledó plantea muchos conflictos: ¿cómo se relaciona el conocimiento a solas y el conocimiento en compañía? ¿Es el libro que leemos a solas (el libro del alma) el mismo que leemos con o para otros? La paradójica virtud de la lectura, como diánoia, como diálogo de la mente consigo misma, es que debe separarnos de este mundo y de los demás para encontrarnos verdaderamente con ellos. Lo que leemos, si de verdad nos importa, exige silencio «y el silencio permite, paradójicamente, reconstruir la voz que no responde a ningún otro estímulo perceptible que el deseo de oírla» Pág. 180.. Aprendemos a oírnos a nosotros mismos, a conquistar una experiencia íntima que podemos compartir con otros pero que reconocemos de una manera profunda en uno mismo. Pero al mismo tiempo: ¿cuánta verdad sobre uno mismo sólo se descubre realmente con los demás? Tomamos conciencia de lo que somos cuando procuramos recrear en uno mismo lo que ha dicho otro. Y gracias a ese rodeo y esfuerzo interpretativo (eso es la simpatheía) podemos llegar a descubrirnos a nosotros mismos.

Lledó se apoya magistralmente en Aristóteles para ahondar en todo esto: no podemos contemplarnos a nosotros mismos, y así como vemos en el espejo nuestra cara, nos vemos en un amigo para conocernos Así acaba «Lenguaje y memoria» (cap. 12), pero léase el breve «La amistad en este mundo» (cap. 2) o la estupenda tercera sección de «Las palabras en el espejo» (cap. 13)., pero nos comportamos con el amigo como con uno mismo, «como si el engarce con los otros fuera una manifestación de la relación amistosa con uno mismo» Cap. 13, pág. 178.. No hay philía sin philautía, el otro es un bien para uno mismo, el amigo es otro yo. Le podemos desear los mayores bienes, excepto que se vuelva un dios. A los dioses podemos temerlos o admirarlos, nos pueden abrumar o asombrarnos, pero no podemos hermanarnos con ellos (ni amarlos: «No es posible casarse con Afrodita» Cap. 2, pág. 22.). Pero aunque el aprecio al amigo sea una extensión del amor a uno mismo, reflejar y verse reflejado no es fácil, nada fácil. Con demasiada frecuencia el espejo no refleja lo que esperábamos. ¿Pueden todas las verdades que descubrimos a solas ser verdades para los otros?, ¿qué proporción de verdad es compatible con el amor, el afecto y la amistad?, ¿cómo coexisten gnosis y philía, la lucidez solitaria, más contemplativa, y las convenciones que requiere la amistad?

Proust decía que la lectura nos devuelve la pureza primitiva de la amistad porque con el libro no vale la falsa amabilidad de las relaciones sociales: si estamos con él es porque realmente queremos, y podemos cerrarlo cuando queramos, sin miedo a perder una amistad; en la vida común, en cambio, hablamos por hablar, y con cumplidos. Ciertamente, la comunicación con otros seres es más agitada que cualquier diálogo a solas con un libro. La alteridad desborda al lenguaje propio en el preguntar y el responder –diría Lledó–. A los otros, a los de carne y hueso, no se les puede cerrar la boca así como así, como se cierra un libro; o dejarlos a medio leer, porque aunque la vida también imita a los libros, es más que los libros. La perfección del diálogo con el texto no debe hacernos desdeñar la contingencia del diálogo en este mundo. Aunque necesitemos la tregua de la lectura, aunque a veces parezca darnos algo más real que la realidad, el texto debe ser espejo, como dice Lledó, pero no espejismo. La lectura puede ser una conversación con algo más interesante que todo lo que nos rodea, pero debemos usarla para entender lo que nos rodea. El problema no es que en sociedad no pueda darse la amistad desinteresada que tenemos con el libro, sino que la lectura carezca del interés práctico y del riesgo que tiene la experiencia con otros seres reales y se convierta en reverencia a las Ideas o en idolatría a las Letras. La lectura debe servir para desarrollar los sentidos, y no para negar y evadirse de las contingencias de la vida.

El Ulises predilecto de Lledó, el que prefiere volver a su casa y seguir siendo hombre en vez de permanecer inmortal al lado de Calipso, también es el lector que antepone todas las dificultades de la amistad a la luz y las promesas de la vida contemplativa. No debemos buscar al texto por sí mismo, sino para ser más felices.

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