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Eugenio d’Ors: entre la frustración y la coherencia intelectuales

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Madrileño de 1952, Javier Varela Tortajada es profesor de Historia de las Ideas Políticas en la UNED y autor de obras historiográficas de singular calado y de muy variada temática, entre las que resulta necesario destacar La muerte del Rey, Jovellanos, La novela de España y El último conquistador: Blasco Ibáñez. Ahora aborda minuciosa y sistemáticamente la trayectoria vital de Eugenio D’Ors y Rovira. No se trata de un estudio sobre la filosofía d’orsiana, ni tampoco sobre su obra literaria. Es una reconstrucción de su biografía con especial consideración hacia la política. Como es frecuente en la producción de Varela, su contenido no está exento de un talante irónico, declarándose enemigo de la «corrección política», a la hora de señalar que la obra pretende ser «un ejercicio de recuperación –me atrevería a decir “de restauración”? de un autor con el que –he de confesarlo? no simpatizo». «El dandismo del personaje, su carácter acomodaticio, la insondable vanidad –la pasión dominante entre académicos e intelectuales?, el cinismo –tan visible en muchas ocasiones?, no propician la identificación». Y es que las ideologías que defendió D’Ors –el nacionalismo, primero, y el falangismo, después? figuran, según el autor, «entre lo más abominable del siglo XX». No obstante, Varela ha procurado «escribir sobre esta antipática personalidad sine ira studio». Él no cree en la historia como ciencia, sino como «una variedad de la literatura», «una afortunada combinación entre la erudición y el estilo». En cualquier caso, presenta a «Xenius» como «un excelente escritor»; no un filósofo, sino «un comentarista inteligentísimo de la actualidad evanescente».

Nacido en Barcelona en septiembre de 1881, D’Ors creció en un ambiente de clase media. Su padre era médico; su madre, de ascendencia cubana. Realizó sus estudios en el Instituto de Barcelona. Su expediente juvenil estuvo lleno de sobresalientes y premios extraordinarios. En 1897 ingresó en la universidad para cursar las carreras de Letras y Derecho. Dejó la primera y terminó la segunda con premio extraordinario. Posteriormente, finalizó la licenciatura en Letras. Entre sus condiscípulos se encontraban Quimer Salvatella, Francecs Pujols y Francesc Layret. Desde el principio, el joven D’Ors estuvo imbuido de «un alto sentido misional», cuyo paralelo sería José Ortega y Gasset: «Ambos, el castellano y el catalán, estaban convencidos de ser las personas más inteligentes de su tiempo, con alguna rara excepción. Y fuera o no justificada su pretensión, lo cierto es que se alzaron a magistraturas intelectuales en Madrid y Barcelona, no igualadas por ningún miembro de la república de las letras». El nacionalismo catalán, representado entonces por la Lliga y por Enric Prat de la Riba, fue sensible a las reivindicaciones de las clases medias y de los intelectuales de cara «a nutrir las filas de la burocracia cultural». De ahí su rápido dominio de la cultura catalana, algo que ayudó a «crear un arte y una literatura oficial, un conjunto de símbolos y mitos que ofrecieron la imagen de una Cataluña armónica, fuerte, unánime, europea, expansiva e imperial». D’Ors será el más significativo de los intelectuales afines al catalanismo. En un principio, colaboró en el semanario El Poble Català. Poco después comenzó a elaborar, bajo el pseudónimo de Xenius, su célebre Glosari en La Veu de Catalunya, órgano de la Lliga. La producción d’orsiana se caracterizaba entonces por un «ardoroso catalanismo». Su glosa será «un periodismo de una clase nueva; un periodismo poco noticioso, aunque sin desdeñar la actualidad política o la vida de sociedad; no tanto de información sino más bien de los hechos de cultura, atento a las “palpitaciones de la cultura”».

Becado en París, asiste a los cursos en el Colegio de Francia y en la Sorbona; oye las clase de Henri Bergson. Asistió igualmente en Heidelberg al Tercer Congreso Internacional de Filosofía, donde presentó una comunicación: Religio est Libertas y El residuo en la medida de la ciencia de la acción. El autor estima que su estancia en Francia fue «una experiencia decisiva para D’Ors», sobre todo por su relación con los intelectuales nacionalistas de L’Action française. Su postura ante el caso Dreyfus fue abiertamente antidreyfusard. A su entender, el oficial judío no era un hombre, sino «una idea». Sus alusiones a Zola y a la Tercera República fueron siempre «irónicas y hostiles». En cambio, se mostró muy afín a los planteamientos estéticos de Jean Moréas, Maurice Barrès y Stéphane Mallarmé. No obstante, la influencia más notable fue la de Charles Maurras, en particular por su defensa de la estética clasicista frente al romanticismo. Tampoco le fue ajena la influencia de Georges Sorel, Thomas Carlyle, Emile Boutroux y William James. Los ideales políticos d’orsianos, a la altura de 1911, reflejan una mezcla de ideas maurrasianas y sorelianas. D’Ors quiere desempeñar «el papel de un Sorel catalanista», inventando un repertorio mítico para el catalanismo, una «mitología nacional», centrada en el concepto de imperio. En aquellos momentos, el imperio d’orsiano no significaba «la influencia o el apoderamiento de gobierno en España –la conquista de la Meseta?», sino «la voluntad de intervenir en los asuntos mundiales, tanto corrientes mercantiles como los intelectuales».

Para d’Ors, Madrid, «más que corte, era cabaña». El único escritor español al que respetaba era Juan Valera. Despreciaba a Unamuno, Baroja o Galdós

Era, además, muy crítico con el liberalismo, reivindicando temas, conceptos y alternativas como cooperativismo, sindicalismo y estatismo. España le parecía una realidad «opresiva», «contaminante o infecciosa». Se mostraba contrario a la emigración y consideraba «metecos» –extranjeros? a los españoles. Madrid, «más que corte, era cabaña». El único escritor español al que respetaba era Juan Valera. Despreciaba a Unamuno, Baroja o Galdós. Desde aquella perspectiva, se convirtió en «el ojito derecho de Prat de la Riba en materias culturales». Así, ocupó los cargos de secretario general y miembro de la Sección de Ciencias del Instituto de Estudios Catalanes. Su actuación fue decisiva en la marcha de Seminario de Filosofía y Psicología. Pasó a formar parte del patronato del Museo Social y del Consell de Pedagogía. Luego llegaría la dirección del Departamento de Educación Superior de la Mancomunidad de Cataluña. Su papel llegó a considerarse análogo al de Goethe en Weimar. A través de estas instituciones articuló el movimiento denominado Noucentisme, basado en el clasicismo estético frente al modernismo. Su famosa obra La bien plantada, muy influida por Barrès y Maurras, fue todo un manifiesto en ese sentido. Por ello, apoyó a artistas como Manolo Hugué, Gargallo, Casanovas, Torres-García, Clará, Llimona, Sunyer, etc. D’Ors acogió, por ejemplo, el cubismo con una mezcla de aprobación y reserva. Y es que juzgaba que había en Picasso «demasiadas reliquias del “hombre viejo”, demasiado “iberismo”». El Noucentisme no era sólo una estética, sino una moral muy contraria al liberalismo y a la democracia. Recomendaba no blasfemar, no frecuentar cafés ni cines, y la condescendencia hacia los españoles. Era un «ideal de clase alta». Su canon literario se nutría de Plutarco, san Agustín, Jacobo de la Vorágine, Dante, Erasmo, Montaigne, Rabelais, Pascal, Spinoza, Shakespeare, Cervantes –sólo el Quijote?, Schopenhauer, Nietzsche, Baudelaire, Carducci, Carlyle, Kidd, Kipling, Emerson o Fichte. En religión, era igual a catolicismo, «sumisión a Roma», adhesión a la Iglesia y cultivo y ejecución perfecta de la liturgia; oposición al protestantismo, al modernismo y al libre examen.

Hombre sociable, D’Ors supo rodearse de discípulos: Joan Estelrich, Joan Creixells, Enric Jardí, Eladio Homs, Alexandre Galí, etc. Sin embargo, su sintonía con el nacionalismo catalán nunca fue completa. En 1914, D’Ors opositó a la cátedra de Psicología en la Universidad de Barcelona, que ganó su contrincante Cosme Parpal i Marqués, hombre de formación tomista. El tribunal estaba compuesto por monseñor Eijo y Garay, Adolfo Bonilla y San Martín, José Ortega y Gasset, Josep Daurella y Marcelino Arnáiz. Sólo Ortega votó a su favor. Este fracaso provocó una «herida enorme causada en su amor propio». Su estancia en la capital favoreció sus relaciones con la elite intelectual madrileña: Ortega, García Morente, Azorín. En Madrid, pronunció conferencias en el Ateneo y en la Residencia de Estudiantes. Sin embargo, D’Ors nunca abdicó de su antipatía hacia Ortega y Gasset. Durante la Gran Guerra se mantuvo neutral y fundó una asociación denominada Amigos de la Unidad Moral de Europa, cuyo manifiesto tan solo firmaron veintidós personas. Su neutralismo fue censurado por Maurras, Marius André y otros nacionalistas franceses, al igual que del grueso de la intelectualidad catalana, la mayoría francófila. Desde entonces, comenzó el declive d’orsiano en la vida intelectual y política catalana.

Muerto Prat de la Riba, su gran protector, D’Ors no logró entenderse con el nuevo presidente de la Mancomunidad, el historiador de la arquitectura Josep Puig i Cadafalch, contrario al clasicismo noucentista. Además, D’Ors mostro afinidades con el sindicalismo, si bien en un sentido corporativo. Además, chocó con los prejuicios del canónigo Enrique Plá y Deniel sobre el contenido cultural del Noucentisme, plagado de autores anticlericales como Rabelais. A comienzos de 1920 se produjo la caída de D’Ors de los puestos culturales de la Mancomunidad. Se le acusó, entre otras cosas, de «descuido en los caudales públicos». «La suerte del caído estaba echada –señala Javier Varela?, aunque nadie consiguiera probar que hubiera existido algo más que negligencia administrativa, motivo muy exiguo, para lanzar de su cargo a una luminaria de las letras catalanas cuya dedicación al cargo había sido notable, con realizaciones tan palpables como la creación de la red bibliotecaria».

D’Ors no logró tampoco el apoyo de sus discípulos y seguidores, «en su mayoría asalariados de la Mancomunidad». En cualquier caso, apareció como un traidor a la causa de Cataluña, cayendo en «el más ominoso de los silencios». Dejó de colaborar en La Veu, haciéndolo en Las Noticias, Día Gráfico y La Noche. Frente a sus antiguos amigos, exaltó ahora a Pi y Margall y se aproximó a los medios obreros, viendo en Salvador Seguí a un miembro de la «aristocracia obrera capaz de orientar al proletariado rebelde, dirigiendo Cataluña hacia un orden político distinto, hacia el mundo nuevo que debía nacer después de la guerra». Sin embargo, el autor estima que era «difícil tomar en serio las pretensiones revolucionarias de D’Ors». Sus invocaciones a la revolución eran, en realidad, contra la revolución, «una amalgama entre lo heroico, lo autoritario y lo sindicalista». No obstante, Varela estima que la consideración de Xenius como «protofascista» no resulta convincente. Viaja por España –Valladolid y Córdoba? criticando los supuestos catalanistas y haciendo profesión de «federalismo y unidad». Incluso se planteó aparecer en una candidatura obrera que el asesinato de Francesc Layret –a cuyo entierro asistió? impidió. En realidad, D’Ors políticamente no contaba para nada.

En 1921, viajó a Argentina invitado por la Universidad de Córdoba. Allí conoció a María Adela de Acevedo Larrazábal, acaudalada dama que, ya en España, facilitaría a D’Ors su relación con el «gran mundo aristocrático». Al regresar a España, volvió a relacionarse con miembros de la izquierda catalana como Francesc Macià, Gabriel Alomar y Andreu Nin. Este último le ofreció traducir el Glosario al ruso y un viaje a la Unión Soviética. Una invitación que, en un principio, pareció aceptar, pero que finalmente rechazó. En su discurso en los Juegos Florales de Castelló d’Empúries, afirmó que Cataluña tenía que acudir a España para «aprender novedades intelectuales», una actitud que fue interpretada por los catalanistas como «un suicidio espiritual», «un crimen contra la Patria».

Trasladado a Madrid, Xenius se transformó ya para siempre en Eugenio D’Ors. Este cambio fue bien recibido por la intelectualidad madrileña y castellana, como un triunfo contra «el localismo estrecho». Comenzó a colaborar en ABC, Nuevo Mundo y Blanco y Negro. Sus preferencias ideológicas iban ahora hacia «figuras parecidas al rey imperturbable del Antiguo Régimen», en la línea de António Sardinha o Charles Maurras, «un reaccionario, partidario de un régimen político autoritario, a ser posible encabezado por un rey, pero sin que ello hiciera de él un monárquico por sentimiento o de doctrina; un reaccionario con una preferencia por el corporativismo como método de disciplina y encuadramiento social». Publica entonces su obra más célebre, Tres horas en el Museo del Prado, de tendencia antihistoricista y clasicista, y desvalorizadora de la pintura española. Libro que, en un principio, no tuvo una gran acogida en el momento de su aparición. Como el grueso de la intelectualidad española, D’Ors aprobó el golpe de Estado de Primo de Rivera. Según expresó en su discurso de homenaje a Ganivet, la dictadura era «una autoridad en busca de autor». Su tragedia Guillermo Tell fue calificada de reaccionaria por los intelectuales liberales e izquierdistas. El nuevo régimen lo nombró profesor de Ciencia de la Cultura en la Escuela Social, académico de la Lengua y representante de España en el Instituto Internacional de Cooperación Intelectual de París. Además, se relacionó con los sectores más cultos de la aristocracia madrileña, entre «duquesas, condesas, bourgeoises cossues, bellezas adornadas de chinchilla, en oposición a la vida de las peñas literarias hispanas que desdeña con las tres ces: cazalla, cajetilla y colmao».

Sus libros son traducidos al francés, recomendados por Léon Daudet (mano derecha de Maurras); y fue nombrado comendador de la Legión de Honor. Caído Primo de Rivera, D’Ors permanece ajeno al acercamiento de la intelectualidad catalana y castellana. Juzga muy severamente el advenimiento de la Segunda República, algo que Varela interpreta como producto de «un pavor difuso a la disolución del yo». Abandona ABC y colabora en El Debate. Hasta entonces, el escritor catalán nunca había alardeado de ortodoxia católica, pero ahora, por vez primera, defendió, siguiendo a Menéndez Pelayo, «el carácter sustantivo del catolicismo». Según su biógrafo, D’Ors desarrolló una especie de teología política católica, profundamente hostil, como la de Maurras, al cristianismo, donde «la fe en el crucificado no aparece por lado alguno», pero sí «el dogma del pecado original», «un catolicismo clerical», que valora igualmente el factor litúrgico, muy en la línea de Romano Guardini. La angeología d’orsiana era secular, equivalente, en términos psicoanalíticos, al «superyó». El catalán apoyó la táctica posibilista de la CEDA, lo que le valió las críticas de los intelectuales de Acción Española. Fue miembro, además, de la Sociedad de Amigos de Menéndez Pelayo. No obstante, la República le guardó el puesto de representante español en el Comité de Cooperación Intelectual.

En Francia participó en las denominadas Décadas de Pontigny, donde coincidió con Paul Langevin, François Mauriac, H. G. Wells y otros. También lo hizo en las reuniones de Maillane, en homenaje a Frédéric Mistral, junto a Charles Maurras; y en los Déjeuners Stendhal, muy controlados por los intelectuales de L´Action française. Incluso se introdujo en el Congreso Internacional en Defensa de la Cultura, dominado por las izquierdas intelectuales. Sometió a crítica la figura intelectual de Ortega y Gasset, a quien comparó con Juliano el Apóstata por su valoración positiva de los planteamientos de Leo Frobenius. Influye igualmente en el incipiente fascismo español, sobre todo en José Antonio Primo de Rivera y Rafael Sánchez Mazas. Toma contacto con la denominada Escuela Roma del Pirineo, de Ramón de Basterra y Pedro Mourlane Michelena. En cambio, D’Ors nunca simpatizó con el nacionalsocialismo alemán. Alabó a Mussolini –cuya antología titulada El espíritu de la revolución fascista prologó?, pero sus estadistas preferidos fueron António de Oliveira Salazar –arquetipo de su «Política de Misión»? y luego el mariscal Pétain.

El estallido de la Guerra Civil le sorprende en París. Asiste al funeral por José Calvo Sotelo. Se traslada a la España nacional y continúa su Glosario en el diario falangista Arriba España de Pamplona. Ingresa en Falange después de velar las armas bajo la nave de San Andrés de la capital navarra. Su influencia es determinante en la gestión de la revista Jerarquía, en la que colaboran Fermín Yzurdiaga, Pedro Laín Entralgo, Ángel María Pascual, Rafael García Serrano, Gonzalo Torrente Ballester, Luis Rosales o Luis Felipe Vivanco. Participa en la fundación del Instituto de España bajo la dirección del nuevo ministro de Educación Nacional, Pedro Sainz Rodríguez, y es nombrado jefe del Servicio Nacional de Bellas Artes. Fue uno de los organizadores de la protección y recuperación del patrimonio artístico, una labor que hizo con relativo éxito, pero de la que no supo sacar partido. Con Ibáñez Martín como ministro de Educación Nacional, D’Ors cesa en su cargo de director general de Bellas Artes; y con la fundación del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, el Instituto de España queda en mero «organismo decorativo». D’Ors no fue nombrado miembro del Consejo de la Hispanidad. Sí lo fue, en cambio, Ortega y Gasset, que se encontraba en Argentina. Pronto cesó como secretario del Instituto de España. No obstante, ejerció de propagandista en el extranjero, tanto en tiempos de paz como de guerra: Cannes, Aix-en-Provence, Niza, Coimbra, Lisboa, Milán y Ginebra. En algunos coloquios coincidió con György Lukács, Georges Bernanos, Karl Jaspers, Stephen Spender, Raymond Aron, Guido De Ruggiero o Nikolái Berdiáyev. Fue nombrado, además, doctor honoris causa por la Universidad de Coimbra.

 Eugenio d'Ors recibe la Gran Cruz de Alfonso X El Sabio de manos del ministro de Educación, Joaquín Ruiz-Giménez

Ya en la posguerra, intentó sistematizar su pensamiento filosófico. En 1945, José Luis López Aranguren publicaba La filosofía de Eugenio D’Ors. El propio D’Ors publicó poco después su obra El secreto de la filosofía, según Javier Varela «un centón disparejo que demostraba que su autor, avezado en el escrito breve sazonado de anécdotas, así como en el estilo aforístico, no estaba dotado, en cambio, para la monografía sesuda, y mucho menos para la filosofía sistemática». Sus encuentros con Franco fueron muy escasos. Según el autor, D’Ors estaba convencido de que «el jefe del Estado usurpaba una gloria que le pertenecía con exclusividad». Y es que pensaba firmemente que «el régimen no le trataba como merecía». Sin embargo, disfrutó de una posición en la prensa española que no estaba al alcance de todos: La Vanguardia Española y Arriba, donde siguió publicando sus glosas. Su Obra Catalana Completa fue publicada sin ninguna objeción: «Toda la ideología del nacionalismo catalán, en su etapa noucentista, agresiva e imperial, salió íntegra sin que la censura franquista, tan puntillosa en ocasiones, tan perezosa en otras, se diera cuenta de nada». En Cataluña, sin embargo, los sectores nacionalistas nunca le perdonaron sus nuevas posiciones. Rodolfo Llorens publicó, durante la Guerra Civil, La ben nascuda, una réplica a La bien plantada. Joan Triadú hizo una recensión muy crítica a su Obra Catalana Completa, «una necrológica anticipada».

Desde el exilio, Antoni Rovira i Virgili le reconoció, en cambio, talento literario. Su pretensión de convertirse en el Goethe de la España de Franco fracasó. Sin embargo, gozó de predicamento en los salones del Madrid de la posguerra como «filósofo de cámara de una nobleza de escasa cultura». Un buen ejemplo de ello fue la invención de la Academia Breve de Crítica de Arte, en la que se integraron varios títulos nobiliarios, junto a intelectuales como José Camón Aznar, Enrique Azcoaga, Luis Felipe Vivanco o Pedro Mourlane. Desde la Academia y desde el Salón de los Once se promocionó a pintores y artistas como Antoni Tàpies, Rafael Zabaleta, Josep Guinovart o José Aguiar. Rechazó, en cambio, a Picasso. Con Joaquín Ruiz–Giménez como ministro de Educación Nacional, D’Ors consiguió un cierto reconocimiento. Fue nombrado catedrático extraordinario de Ciencia de la Cultura y se le concedió la Gran Cruz de Alfonso X El Sabio. Colaboró en Revista, órgano de los intelectuales aperturistas del régimen, como crítico de arte. Murió en su residencia de Vilanova i la Geltrú, una ermita bajo la advocación de San Cristóbal, el 25 de septiembre de 1954, víctima de la arterioesclerosis que padecía. Y fue enterrado en Villafranca del Penedés en una romántica tumba que tenía como epitafio «A Matilde», una joven que había muerto al tropezar en ella una bala disparada en un motín revolucionario.

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Pese a que el autor tiene razón cuando denuncia el olvido a que ha sido sometida la figura de Eugenio D’Ors, sobre todo en su tierra natal, no es menos cierto que la bibliografía dedicada al intelectual catalán es hoy ya bastante extensa. Siempre será necesario dejar claro que el catalanismo nunca perdonó no sólo su abandono de Cataluña, sino su uso del castellano. Tal fue la acusación de su antiguo discípulo Joan Estelrich: D’Ors huyó de Cataluña para casarse con una «novia rica», es decir, con el castellano. Claro que el propio Estelrich tendría una trayectoria análoga a la de su antiguo maestro. Durante la Guerra Civil se convirtió en el director de la propaganda nacionalista en los países no fascistas a través de la revista Occident. Y luego fue un eficaz funcionario franquista en la UNESCO. Estudio pionero sobre su obra fue el ya citado de José Luis López Aranguren, La filosofía de Eugenio D’Ors, publicado en 1945. Por desgracia, el libro resultó completamente insatisfactorio, ya que potenciaba la oscuridad y la grandilocuencia de las páginas d’orsianas; carecía de sentido crítico y fue escrito antes de la aparición de dos obras básicas del pensador catalán: El secreto de la filosofía y La ciencia de la cultura. Un año después de su muerte, la Academia Breve de Crítica de Arte publicó un Homenaje a Eugenio D’Ors, en el que participó, entre otros, Dionisio Ridruejo. Luego le siguieron las obras de Erundino Rojo sobre su teoría historiológica. La monografía de Josep Maria Capdevila se centró tan solo en su etapa catalana.

Más importante fue la biografía de Enric Jardí, que hasta ahora había sido la obra de referencia sobre Xenius. Hijo de un noucentista que nunca perdonó a D’Ors su salida de Cataluña, Jardí intentó mantener cierta objetividad, pero no dudó en calificar la marcha del escritor como «defección». Para su biógrafo, D’Ors fue «un expatriado intelectual». Además, Jardí otorgaba más valor a su producción escrita en catalán que a la castellana. Una posición, en mi opinión, sin apoyo objetivo ni fundamentación racional. Resulta igualmente reseñable el Homenaje a Eugenio D’Ors publicado bajo los auspicios de la Academia del Faro de San Cristóbal, fundada por el escritor catalán, en la que participaron veinte discípulos. Con motivo del centenario de su nacimiento, Guillermo Díaz-Plaja y Gonzalo Fernández de la Mora publicaron sendas obras sobre su pensamiento político y filosófico. Más recientes son las obras de Norbert Bilbeny, sobre D’Ors y el Noucentisme; la de Mercé Rius sobre su filosofía; y la de Vicente Cacho Viu, Revisión de Eugenio D’Ors, en la que el escritor catalán aparece como el primer fascista español. Hay que destacar igualmente la gigantesca obra de Enric Ucelay Da Cal, El imperialismo catalán. Prat de la Riba, Cambó y D’Ors y la conquista moral de España.

Tal es el contexto historiográfico en que se desenvuelve la obra de Javier Varela, que ha obtenido el premio Gaziel de Biografías y Memorias 2016. Sin duda, se trata de la biografía más sistemática y extensa de las dedicadas al pensador catalán. Como pura reconstrucción de una trayectoria personal, este libro aporta multitud de datos nuevos, sobre todo de los extraídos de la correspondencia inédita y de la prensa. El método de Varela consiste en agotar los testimonios directos e indirectos, en someterlos a un careo implacable y una crítica inteligente y creadora, no exenta, como en todos sus libros, de una ironía en ocasiones sarcástica. Algunos capítulos, como el dedicado a su expulsión de los cargos de la Mancomunidad y sus pugnas con el catalanismo conservador, son un ejemplo de esta técnica. Pero el autor, sin dejar de ser un narrador positivo, es decir, ceñido al dato, envuelve los hechos en un halo incitante y evocador. Hay páginas que poseen un auténtico valor literario. En suma, estamos ante un erudito, en el mejor sentido de la palabra, pero igualmente ante un estilista. En esto consiste, como señalaba el propio autor en la introducción a la obra, propiamente el buen historiador.

Si bien no oculta sus prevenciones hacia las ideas de su biografiado, Varela ha evitado en lo posible lo que el historiador italiano Delio Cantimori denominaba «moralismo sublime», es decir, socorridos y a menudo extemporáneos juicios de valor al servicio de una ideología, que en no pocas ocasiones ocultan la ausencia de pensamiento y de capacidad de interpretación histórica. Lo cual es de agradecer. Algunos presuntos seguidores de Lord Acton suelen ser, por lo general, reiterativos y muy aburridos. Como señaló en sus memorias George L. Mosse: «El historiador, si quiere entender correctamente la Historia, no puede ser ni prejuicioso ni intolerante. Para mí, la empatía constituye todavía el núcleo de intereses de la Historia, pero comprender no significa negar la posibilidad de juicio. Yo mismo he tratado mayoritariamente con gente y con movimientos que he juzgado con dureza, pero la comprensión debe preceder a todo juicio consistente e interesado». Creo que Javier Varela ha sabido seguir ese camino.

En lo esencial, coincido con el autor en sus apreciaciones sobre el biografiado. Dos consecuencias se deducen, a mi juicio, de la trayectoria intelectual y política de Xenius: frustración y coherencia. Como a otros intelectuales españoles, caracterizó siempre a Eugenio D’Ors un sesgo fuertemente autoritario y un ferviente deseo de educar a sus compatriotas en el camino que él consideraba adecuado. Su gran ambición fue ejercer el liderazgo intelectual, primero en Cataluña y luego en el resto de España. En ello coincidió con otros pensadores españoles de la época, como Miguel de Unamuno, José Ortega y Gasset y Ramiro de Maeztu. Cada uno intentó hacerlo a su modo y en distintos contextos sociales y políticos. Unamuno pecó siempre de «ocasionalismo» (Carl Schmitt); fue un romántico para quien los acontecimientos políticos y sociales eran tan solo «ocasiones» para la exhibición de su hipertrofiado «yo». Por ello, su pretendido liderazgo intelectual tuvo que fracasar desde el principio. Y es que careció de actitud constructiva y de método intelectual. En realidad, dejó utilizarse como bandera, primero con el socialismo incipiente, luego por la República y, finalmente, por la contrarrevolución. No fue un hombre de partido, sino de partidos. Le ocurrió en la cosa pública lo mismo que en los demás ámbitos: frecuentó orillas opuestas, sin afincar en ninguna definitivamente. Más constructiva fue la posición de Ortega y Gasset.

Sin embargo, sus incursiones en la vida pública fueron una sucesión de clamorosos fracasos. Sus empeños en movilizar lo que denominaba España «vital» en torno a sus consignas se quedaron en agua de borrajas; y sus propósitos de «nacionalizar» la monarquía alfonsina y luego construir una república liberal fallaron estruendosamente. Su único objetivo logrado fue exclusivamente negativo: el derrocamiento de la monarquía. En ello influyó no sólo la debilidad de la sociedad liberal-burguesa española, presuntamente «vital», o su carencia de dotes políticas, sino la propia ambigüedad e inconcreción de las propuestas orteguianas. Ortega y Gasset fue, en el fondo, un conservador, algo que fue incapaz de asumir, por la propias características de las derechas españolas hegemónicas. Ramiro de Maeztu fue menos brillante, aunque más realista que los otros dos. Fue un pensador de ritmo fluctuante, carente de postura fija, aunque la constante que dio coherencia a su obra fue el nacionalismo español. Sólo en la última etapa de su vida pudo articular una concepción sistemática del mundo que empezó a formular en La crisis del humanismo y que no pudo culminar en su inconclusa Defensa del espíritu. Su asesinato a manos de los republicanos en 1936 le impidió influir en la ulterior trayectoria de su patria, si bien sus ideas formaron parte del acervo ideológico del régimen político nacido de la Guerra Civil.

Su proyecto intelectual catalanista adoleció no sólo de un profundo utopismo, sino de un no menor localismo

El caso de D’Ors fue distinto. Mientras los intelectuales afincados en Madrid actuaron, por decirlo de alguna forma, a la intemperie, por libre, D’Ors disfrutó de apoyo oficial. Prat de la Riba y los suyos construyeron, dentro de sus posibilidades, un «Estado Cultural» (Marc Fumaroli). Como señalaría muchos años después Rafael Sánchez Ferlosio, la «cultura» se convirtió en un «invento» del gobierno, en este caso de la Mancomunidad. Así, Xenius pudo disfrutar, durante algún tiempo, de un estatus intelectual privilegiado. Sin duda, se sintió el Goethe catalán. Supo, además, articular, siguiendo el ejemplo francés, una suerte de filosofía política, cuyos contenidos nunca, en rigor, abandonó. Sin embargo, su proyecto intelectual catalanista adoleció no sólo de un profundo utopismo, sino de un no menor localismo. Como afirmó el Maeztu maduro, nadie se tomó muy en serio aquellos «dislates imperialistas» de Prat de la Riba y D’Ors. Con una pequeña región española y un idioma minoritario, poca labor política y, sobre todo, intelectual seria podía llevarse a cabo. Además, pronto pudo enterarse de que, en política, los intelectuales suelen ser unos seres bastante inermes.

Su defenestración se debió, en parte, a la miopía y sectarismo de Josep Puig i Cadafalch, a la arrogante independencia de D’Ors y a su inadaptación a las consignas políticas. Quedó demostrado entonces que no era un hombre maleable. Su posición «neutralista» en la Gran Guerra fue, en el fondo, más aparente que real. Sus Cartas a Tina reflejan una posición más bien germanófila, consecuencia de su aversión al liberalismo. Como señaló en su réplica a Maurras y a los maurrasianos en la revista España, los nacionalistas, los monárquicos, los autoritarios, deberían autodenominarse «germanizados», al igual que entre los españoles podría denominarse «afrancesados» a quienes se mostraron partidarios de los planteamientos liberales napoleónicos.

Sin embargo, en Madrid ya no pudo ejercer el liderazgo intelectual. Allí no existía «Estado cultural»; y debía competir con Ortega y Gasset: de ahí su animadversión hacia el filósofo madrileño. Así que no tuvo mucho donde escoger. La dictadura de Primo de Rivera careció de sensibilidad intelectual, como se vio con el propio Maeztu. Y en la Segunda República, mientras Maeztu acaudillaba a las derechas monárquicas a través de Acción Española, D’Ors apostó por la derecha católica, que nunca se caracterizó por la densidad intelectual de sus proyectos políticos. No en vano el Padre Ángel Ayala afirmaba que el propagandista católico debía ser un hombre de acción, no un intelectual. Como muestra Javier Varela, D’Ors siempre chocó, tanto en Barcelona como en Madrid, con la cerrazón de los clericales, ya estuviera representada por Enrique Plá y Deniel o por Rafael García y García de Castro. Frustración político-intelectual, pues.

Por otra parte, como ya he adelantado, caracterizó a D’Ors, a diferencia de Unamuno, Ortega y Maeztu, una gran continuidad y coherencia en sus planteamientos políticos. En realidad, pese a su abrupta ruptura con el catalanismo, D’Ors siguió pensando lo mismo, sólo que lo expresó primero en catalán y luego en castellano. Xenius pasó coherentemente de Teresa la Bien Plantada, mito y arquetipo catalanista, a Isabel la Católica, mito y arquetipo nacionalista español. Lo cual significa que siguió defendiendo el corporativismo, el imperialismo, el clasicismo estético y el autoritarismo. Nada cambió. De ahí su apoyo a la dictadura y su rechazo a la Segunda República, al igual que su adhesión al alzamiento de 1936. Incluso su supuesta inflexión «izquierdista» de comienzos de los años veinte entra en la lógica nacionalista maurrasiana. No olvidemos que L’Action française tuvo entre sus precursores y maestros a Proudhon, al que Maurras interpretaba como nacionalista francés, antisemita, enemigo del marxismo y antijacobino. Maurras y su grupo tuvieron contacto con el Círculo Proudhon a comienzos del siglo XX; de ahí nació la síntesis nacional-sindicalista, cuyo máximo representante fue Georges Valois, luego fundador de Le Faisceau. D’Ors conocía perfectamente dicha experiencia, por lo que no es extraño que se interesara por la figura de Salvador Seguí. El poeta y escritor Josep Maria Junoy defendió una perspectiva análoga en su obra Conferencies de combat, 1919-1923.

Coincido con Javier Varela en que no puede conceptualizarse a D’Ors, a diferencia de lo sustentado por Vicente Cacho Viu, como un «fascista», aunque, como veremos, influyera en Falange. En mi opinión, su Política de Misión no es más que una versión culturalista y remozada del aristocratismo platónico y del despotismo ilustrado del siglo de la razón y de las luces. Es una posición sin las tentaciones demagógicas y populistas características de los fascismos. De ahí sus preferencias por Salazar y Pétain. Su prólogo a El espíritu de la revolución fascista, de Mussolini, se caracteriza por su ambigüedad y contenido elusivo, mientras que en el que escribió a la obra de Antonio Ferro, Oliveira Salazar. El hombre y la obra, expuso sistemáticamente su Política de Misión. A Pétain le dedicó su libro Aldeamediana.

Su influencia en Falange es indudable, pero desigual. El más cercano al catalán fue José Antonio Primo de Rivera. De hecho, Xenius fue uno de los pocos intelectuales que rindió homenaje al joven líder y a su movimiento. Incluso parece que tuvieron trato personal e intercambio epistolar. Uno de sus hijos militó en Falange. De la misma forma, D’Ors influyó en Rafael Sánchez Mazas. Su impronta en Ramiro Ledesma Ramos es mucho menos perceptible. A diferencia de Baroja, Menéndez Pidal y Maeztu, el catalán rechazó colaborar en La Conquista del Estado. Además, Ledesma polemizó con él acusándolo, en la revista Atlántico, de deshonestidad intelectual. Tampoco la huella d’orsiana es perceptible en las teorías estéticas de Ernesto Giménez Caballero. Y dudo que Onésimo Redondo, hombre de acción más que de pensamiento, hubiese leído el Glosario. Su influencia fue mayor en los falangistas de segunda hornada como Dionisio Ridruejo o Pedro Laín Entralgo, o en el primer López Aranguren. Como señalaría Ridruejo en Casi unas memorias, en el pensamiento d’orsiano «entró a saco nuestro fascismo con el mayor provecho». Ello fue evidente en el contenido de la revista Jerarquía. Sin embargo, el líder intelectual de los falangistas siguió siendo, en realidad, Ortega y Gasset, cuyo retorno a España en 1946 eclipsó, al menos en parte, la influencia de D’Ors.

Por otra parte, Varela no tiene en cuenta la labor divulgadora realizada por Xenius no sólo con la obra de Maurras o Sardinha, sino con la filosofía italiana. D’Ors fue uno de los pocos intelectuales españoles que conoció la filosofía de Giovanni Gentile, sobre todo en su vertiente pedagógica. Otra fuente sería el Boletín de la Institución Libre de Enseñanza. En 1916 impartió en Barcelona un curso sobre la pedagogía del filósofo italiano y le dedicó tres glosas en 1924. En alguna ocasión hizo referencia a la posibilidad de una «derecha idealista» frente al positivismo dominante en el nacionalismo integral maurrasiano. Cuando fue asesinado en Florencia en 1944, escribió una glosa necrológica. De la misma forma, conoció la sociología de Vilfredo Pareto, enfatizando su contenido cíclico, al igual que su elitismo.

D’Ors fue la principal figura intelectual de la España nacional en guerra. De nuevo, como en la etapa catalanista, intentó ejercer el liderazgo intelectual en el nuevo régimen. Sin embargo, no acertó a colocarse en el lugar adecuado o a identificarse plenamente con algunas de sus «familias»: falangistas, social-católicos, tradicionalistas, monárquicos, etc. Nuevamente, se quedó sólo. Gonzalo Fernández de la Mora, ministro de Franco, señaló en una ocasión: «D’Ors estuvo cerca de ser al nuevo Estado español lo que Gentile al italiano. Para consumar el paralelo, al filósofo de la ironía, aunque políticamente definido y rotundo, le faltó voluntad de poder, y a los gobernantes les faltó receptividad intelectual». Claro que, como ha señalado la historiadora italiana Alessandra Tarquini, Gentile estuvo lejos de ser el intelectual orgánico indiscutido de la Italia fascista. Tuvo que competir con no pocos adversarios y enemigos dentro del régimen. En cualquier caso, Eugenio D’Ors contribuyó, en los años intelectualmente oscuros de la posguerra, a dar un relativo esplendor a la cultura de la derecha española, especialmente en el campo de la estética. Sólo a última hora, los gobernantes españoles, con los falangistas liberales a la cabeza, rindieron homenaje al gran pensador.

¿Fue D’Ors filósofo? Autores como José Ferrater Mora, Alfonso López Quintás, Gonzalo Fernández de la Mora o Mercé Rius dan una respuesta afirmativa. Javier Varela sostiene lo contrario. En cualquier caso, articulara o no un sistema coherente de pensamiento, hay que reconocer que tuvo una clara vocación filosófica. En rigor, fue un autodidacta, como casi todos los intelectuales sobresalientes de la época, lo que supone una tremenda acusación contra el sistema pedagógico dominante en la supuesta «Edad de Plata» de la cultura española. Su vocación filosófica no fue disciplinada en su paso por la universidad, ni luego incorporada a los niveles docentes. D’Ors consumió la mayor parte de su vida en una actividad menor, la periodística. Su obra más ambiciosa, El secreto de la filosofía, la compuso apresuradamente en los ratos libres que le dejaba su tarea de forzado de la pluma. Y su obra básica, La ciencia de la cultura, vio a la luz inconclusa años después de su muerte. La falta de sistematización, las insuficiencias de argumentación, los zigzagueos y contradicciones internas y, en general, la escasez de ethos científico explica la escasa fecundidad de la filosofía d’orsiana. De Xenius nos queda la pulcritud de su estilo, el estímulo de centenares de opiniones inteligentes, sobre todo en el ámbito de la estética –fue, sin duda, el principal crítico de arte de su tiempo?, y la gloria de su formidable talento.

Javier Varela ha escrito un libro claro, erudito en el mejor sentido de la palabra, excelentemente escrito, y que, sin la menor duda, servirá de referencia no sólo con respecto a la figura de su biografiado, sino a la vida política y cultural de la España contemporánea.

Pedro Carlos González Cuevas es profesor de Historia de las Ideas y del Pensamiento Político Español en la UNED. Es autor de Acción Española. Teología política y nacionalismo autoritario en España (1913-1936) (Madrid, Tecnos, 1998), Historia de las derechas españolas. De la Ilustración a nuestros días (Madrid, Biblioteca Nueva, 2000), Maeztu. Biografía de un nacionalista español (Madrid, Marcial Pons, 2003), Conservadurismo heterodoxo. Tres vías ante las derechas españolas: Maurice Barrès, José Ortega y Gasset y Gonzalo Fernández de la Mora (Madrid, Biblioteca Nueva, 2009), La razón conservadora. Gonzalo Fernández de la Mora, una biografía político-intelectual (Madrid, Biblioteca Nueva, 2015), Estudios revisionistas sobre las derechas españolas (Salamanca, Universidad de Salamanca, 2016) y El pensamiento de la derecha española en el siglo XX. De la crisis de la Restauración (1898) a la crisis del Estado de partidos (2015) (2ª ed., Madrid, Tecnos, 2016). Es coordinador de Historia del pensamiento político español. Del Renacimiento a nuestros días (Madrid, UNED, 2016).

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