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De metáforas y juegos: Cataluña conquista España

El imperialismo catalán. Prat de la Riba, Cambó, D’Ors y la conquista moral de España

ENRIC UCELAY DA CAL

Edhasa, Barcelona

1099 págs.

21,15 €

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En 1908, escribió Ortega dos años después, la efervescencia producida en Barcelona por el movimiento solidario había llegado a su punto máximo: «La espléndida ciudad era sólo un ruido, una inmensa turbulencia sonora: no se escuchaba a nadie y todo el mundo hablaba». Ecos de esa turbulencia nos llegan ahora en un libro singular por su ambición omniabarcante, por su abrumadora erudición, por los sutiles juegos de ideas que propone, por dar generosamente la palabra a una multitud de publicistas de primer, segundo y hasta tercer orden, muchos de ellos razonablemente olvidados, otros todavía vivos en la memoria del nacionalismo catalán. Todo el mundo hablando, nadie escuchando. Ortega, que captaba con tanta agudeza el humor de los tiempos, acertaba: aquello fue una turbulencia sonora de la que esta obra monumental es el mejor de los testimonios posible.

Y, sin embargo, por todo el ruido levantado, por tantas voces hablando al mismo tiempo, y por tanta algarabía en la estructura y el orden de su relato, el planteamiento que propone Ucelay es, como él mismo indica, muy sencillo: «El regionalismo y/o nacionalismo catalán que irrumpió en la política española con la Lliga y su victoria en 1901 tuvo como eje central de su pensamiento el rediseño de España». Al tiempo que afirmaban la «unidad cultural» de la nación catalana, los catalanistas pretendieron dibujar de nuevo el Estado español como un «imperio» moderno que ofreciera una salida política a las contradictorias identidades nacionales surgidas en torno a la definitiva pérdida del viejo imperio. Ucelay intenta explicar a lectores españoles el papel desempeñado por esta doctrina «imperial» ante la paralela evolución del españolismo.

Unidad cultural e imperio, siempre entre comillas, serán pues los dos grandes ejes en torno a los que va desplegándose aquella turbulencia, llamada cuestión catalana, en la que Ortega confesaba no ver muy claro. Unidad cultural de Cataluña, Imperio de España, fundidos en una relación de sentido: tal es el fulcro sobre el que gira toda la construcción de Ucelay porque tales son los dos pilares –en realidad, un gran pilar al estilo de la gran columna central de la iglesia de los Jacobinos de Toulouse de la que florece un palmeral de nervaduras–, de la actuación política de la Lliga Regionalista. Unidad hacia el interior, imperio hacia el exterior, que persistirán a lo largo del tiempo y que contagiarán ideológicamente al españolismo en su corriente fascista. Constituye un objetivo central del autor romper uno de los grandes tabúes de la historia contemporánea hispana y, puesto a ello, encontrar una relación directa, explícita, entre la persistencia catalanista en la doble temática de unidad e imperio y la formulación ideológica del fascismo español de la que se habría derivado nada menos que la invención inicial de la dictadura de Franco.

En el reino de las metáforas

Unidad cultural e imperio como doctrina, idea o pensamiento de la Lliga: esos son los cimientos del impresionante edificio. Pero, atención, aunque definidos por el mismo autor como doctrina, idea y pensamiento, se trata en realidad de metáforas ideológicas interrelacionadas, es decir, ofertas políticas de naturaleza distinta a un programa realizable. La cuestión, por tanto, se complica nada más empezar. ¿Qué es una metáfora ideológica? No un programa realizable, tampoco una falsa idea; la metáfora ideológica es, en palabras de Ucelay, un instrumento al servicio de la construcción de un movimiento potente de opinión que pueda aglutinarse alrededor de un partido núcleo. De modo que al lanzar su metáfora de unidad cultural al aire, lo que pretenden los nacionalistas es vincular a los simpatizantes a una idea inicial, esto es, a la idea de Cataluña como unidad de cultura, para infundirles un sentido de seguridad que se contraponga a la referencia estatal: ser español en cuanto parte de un proyecto imperial. Las metáforas, a la par que surgen, se entrelazan y se adjetivan: unidad cultural catalana, imperio español.

Salvando la inmediata tentación de leer los tiempos presentes con ayuda de los anteojos del pasado –Cataluña como sujeto colectivo consciente de su intrínseca unidad; España como sujeto plural destinado, si quiere subsistir, a acomodar diversas unidades culturales sin reclamar una para sí misma–, el juego de estas dos metáforas acabará por cristalizar en torno a 1901-1905 para codificarse plenamente en 1906. Entre una y otra fecha, el bullicio de ideas habrá coagulado en un partido político, la Lliga Regionalista, fundada en 1901; y el partido político habrá servido de cimiento al gran y unitario movimiento de la Solidaritat Catalana. Es entonces cuando Prat de la Riba da a la imprenta La nacionalitat catalana, faro que Ucelay proyecta hacia el pasado y hacia el futuro, de manera que a su luz adquiera sentido todo lo anterior y se cargue de sentido todo el porvenir. La nacionalitat catalana es, no por casualidad, el primer texto en que Prat de la Riba, que ha trabajado hasta ese momento en la tarea de catalanizar Cataluña, introduce la noción de imperio o imperialismo catalán, una rigurosa novedad respecto a sus publicaciones anteriores llamada a larga vida.

Iluminar el pasado significa, en el plan de esta obra, interpretar el recorrido del catalanismo desde Valentí Almirall a Enric Prat de la Riba situándose en el punto de llegada. Y así, en efecto, una vez establecida la sustancia del argumento, Ucelay da un salto atrás. Ya en el «punto de partida» –pero ¿hay realmente puntos de partida en la historia, ni siquiera que sea de metáforas?– establece una relación entre la unidad cultural y lo que de momento no pasa de ser un «sueño imperial». Almirall introduce en el magma del nacionalismo catalán que había despegado a mediados del siglo XIX el concepto de self-government dándole un sentido territorial y oponiéndolo al uniformismo propio del imperio del primer Bonaparte. A otros imperios había que mirar como modelos: al británico, país de individualismo y self-government; al alemán, fuerte precisamente por su escasa unificación, por estar formado por reinos y principados libres; al austrohúngaro, regenerado gracias al particularismo de las nacionalidades que lo constituyen.

De manera que el sueño imperial habría servido como modelo de lo que podría ser una Cataluña particularista, individualista, autogobernada, en una España escasamente unificada, no centralista. Así se echó a rodar este sueño que, por circunstancias de las que Ucelay da cuenta cumplidamente, tuvo un mal despertar, como si su sentido no resultara fácil de encontrar: en lugar de concebir a España como un Estado compuesto o como una confederación de Estados, al estilo del republicanismo federalizante, Almirall acabaría sirviendo al propósito de un Estado dual. Mientras la parte castellana se mantendría tan unificada y concentrada como le viniese en gana, la catalano-aragonesa se organizaría partiendo de una base particularista y reconociendo la personalidad de las grandes regiones. Y así, tras el nacimiento de Alfonso XIII, cuando se produce cierta excitación monárquica y la reina regente aparece ante los ojos de los catalanistas como archiduquesa de Austria, Cataluña querrá ser como Hungría. Se comprende la desesperación de Almirall y la ruina de su proyecto, evaporado ante un sujeto que a estas alturas del relato Ucelay introduce un poco abruptamente, el «liberalismo madrileño», del que únicamente sabemos que tenía una «fría mirada» y que no entendía los matices de las metáforas catalanas.

Entra Prat de la Riba

Así, dicho de la manera más sucinta posible, estaban las cosas cuando apareció alguien capaz de colocar todas las piezas en su sitio y disponer definitivamente el rompecabezas ideológico. Ese alguien será Enric Prat de la Riba, que procede al modo de los grandes sintetizadores: tomando una pieza de aquí, otra de allá, hasta completar el puzzle. No hay, por tanto, en contra de lo que en algún momento prometía el autor, una evolución discursiva; mucho menos aún se encontrará una interpretación del discurso a partir de las experiencias políticas. Ucelay, al tratar las ideas como metáforas sueltas, se siente tan libre como su mismo objeto: las metáforas han ido surgiendo en Cataluña, pero también en todo el universo mundo y flotan en el aire, rebotan de un lado para otro, a la espera de que alguien las baje a tierra y complete el rompecabezas, una metáfora de metáforas, como bien se puede ver.

Este trato con las ideas, además de reiteraciones que en otra disposición de los materiales serían innecesarias y que provocarán a más de un lector cierta impaciencia al verse obligado a re-visitar una y otra vez momentos, lugares y personajes a los que creía haber exprimido todo el jugo posible decenas o cientos de páginas atrás, ofrece el riesgo de presentar la gran síntesis como una alquimia en la que se van añadiendo distintos productos en diferentes dosis hasta dar con la mezcla adecuada a un fin previamente determinado por un sujeto clarividente. Algo de alquimista tiene el Prat de la Riba que Ucelay presenta en su capítulo cuarto: toma la noción de autogobierno de Almirall, pero la somete a una purga de su artilugio republicano a través de un filtro oportunamente proporcionado por De Maistre. Ah, pero esto habría dado tal vez una mezcla reaccionaria; para evitarlo, a Almirall filtrado por De Maistre se añaden unas gotas de pensamiento político liberal de raíz protestante y ya tenemos a Prat de la Riba convertido en alguien «radicalmente moderno, aunque no siempre lo pareciera».

Como por arte de birlibirloque, Prat de la Riba habría destilado un precipitado moderno no por una evolución que le lleva desde proclamar la bancarrota del sistema parlamentario o de denunciar los males que esperan a la sociedad y a la patria si se introduce el sufragio universal, hasta la creación de un partido político capaz de ganar elecciones, sino gracias a combinar en un imaginario laboratorio opuestos ideológicos. Al corazón revolucionario del programa federal, Prat de la Riba añade una reforma religiosa o espiritual de España, que funde con su opuesto más extremo, el esquema carlista, al que suprime lo que tenía de más dinámico, su cesaropapismo, lo cual le lleva a dar un rodeo por el distinguido obispo de Vic, Torras i Bages, que acabará también en sus manos, reducido, como Almirall, a mero antecedente glorioso de la nueva verdad que él mismo alumbra: la unidad cultural de Cataluña, no como derivada de la religión católica –Torras veía a Cataluña saliendo directamente del soplo divino–, tampoco como una mirada al mundo desde la montaña, sino como tejido social alternativo al poder público, como sociedad civil: leer a De Maistre como un romántico que defiende tejido social ante el poder y recoger la idea de self-government sin ceder nada ante el democratismo francés. Y así, sin romper ni manchar ninguno de los cristales atravesados con su fabulosa capacidad de síntesis, Prat de la Riba es radicalmente moderno, aunque en ocasiones se empeñara, con singular éxito en mi opinión, al menos hasta 1901, en no parecerlo.

Pues, se preguntará el deslumbrado lector, ¿cómo puede ser que un tejido social, una sociedad civil y una gran ciudad pujantes, activas, dinámicas, conciban el sueño de una «unidad cultural»? ¿Cómo se puede reclamar, a la vez, un individualismo de raíz protestante y una unidad espiritual de raíz católica? ¿Cómo se conjuga la creencia en un espíritu del pueblo, un alma de la nación, y la modernidad de una ciudadanía formada por individuos libres y autónomos? Pues muy sencillo: reformulando la unidad cultural «como axiomática». Es un hecho; la unidad cultural es un hecho, y con eso, Prat de la Riba «cerró la discusión estéril». Más aún, con eso, Prat de la Riba es un auténtico modernizador, porque de un postulado que podría evocar un propósito medievalizante o, en el mejor de los casos, una nostalgia romántica, con sólo convertirlo en axioma y liquidar la posibilidad misma de discusiones estériles, queda transmutado en motor de modernización. No había más que edificar activamente lo que se postulaba como hecho: la politización que Prat preveyó (sic: Ucelay tropieza en más de una ocasión con el verbo prever) para la unidad cultural catalana y su modélica sociedad civil implicaba pasar de ayuntamientos y diputaciones al Parlamento. Y eso sólo se podía conseguir politizando la cultura con el propósito de… ¡edificar activamente la unidad cultural! Así se cierra el círculo; así al rompecabezas no le falta ni una pieza, sólo que el dibujo final es el de la serpiente que se muerde la cola: la unidad cultural es un hecho, no una metáfora, que sostiene una política destinada a edificar activamente la unidad cultural. Un rompecabezas perfecto.

Imperio de la sociedad civil 

Construida la primera metáfora, quedaba por dar el paso a la segunda. Este Prat de 1901, que había mostrado su enemiga al parlamentarismo y se había manifestado una y otra vez contra el sufragio universal y por la representación estamental, emerge en 1906 como un auténtico «imperialista catalán». Para explicar cómo ha podido llegar a este nuevo postulado, Ucelay afirma que Prat de la Riba dio forma «al pensamiento catalanista» a fuer de sintetizar una vez más materiales de la más diversa procedencia, que no teme repetir: contrarrevolucionarios franceses, escuela histórica del derecho, tradición filosófica catalana. Con eso, la inteligencia sintética de Prat es capaz de establecer una «síntesis efectiva, moderna, flexible». Tan flexible es que aquí todo se aprovecha: la contrailustración sirve para corregir los excesos abstractos del pensamiento liberal, de la misma manera que la lectura de Emerson, Carlyle y, sobre todo, Roosevelt –recordadas como una docena de veces– servirán para corregir los excesos de la contrarrevolución. Lo cual ofrece la oportunidad de mirar a todas partes en busca de inspiración: Gran Bretaña y Estados Unidos, por un lado, Alemania y Austria-Hungría por otro. ¿Por qué no podría ser España una mezcla, la más lograda, de todos ellos y así tomar de unos su fuerza expansiva, de otros la pluralidad de reinos?

Dicho y hecho: acostumbrado a convertir axiomas en proyectos, Prat situó la unidad cultural que definía al nacionalismo catalán en un contexto imperial. El nacionalismo no es un sentimiento pasivo, sino activo: busca su expansión por cualquier medio. El catalán no podía ser menos: se hace, pues, imperialista. ¿Sólo metafóricamente? No, la metáfora adquiere un «sentido práctico». Prat es un moderno, al menos en 1906, aunque no aparezcan aquí muy claros los caminos por los que ha llegado a esta modernidad. Y como no es un neotradicionalista, sino un abanderado de la modernidad, deja caer una «bomba conceptual»: compara las Cortes de Cataluña con el Parlamento de Inglaterra para subrayar la originalidad inglesa al combinar señores temporales y eclesiásticos en una cámara, dejando a los comunes la otra. De ahí postula para Cataluña un imperialismo dentro de su espacio cultural que implicaba una «España nuevamente imperial», operación en la que percibe Ucelay una síntesis del programa federal con el tradicionalista: ¿un precipitado de Almirall con Torras? A tales alturas había llegado Prat de la Riba hacia 1906, año de plenitud conceptual.

Lo cual implicaba una nueva aspiración: Cataluña una, Cataluña imperio, sí; pero con el propósito de intervenir en los asuntos de España. Una nueva mirada al pasado, que no debe desanimar al lector impaciente tal vez por tantos rebotes hacia delante y hacia atrás como Ucelay propina a sus metáforas, para seguir en esta ocasión «los horizontes imperiales hispánicos». Sería buena hora de cumplir el propósito de indagar la «evolución paralela de españolismo» anunciada en las primeras páginas; pero lamentablemente todo se solventa con una evocación de Menéndez Pelayo, olvidando la tradición del pensamiento liberal que desde principios del siglo XIX , y aun en el XVIII , tuvo al imperio como causa de la ruina de la nación, una perspectiva que seguramente habría iluminado la otra parte del propósito anunciado.

¿Horizontes imperiales hispanos en la primera década del siglo? El asunto, la verdad, no da para mucho, de modo que se puede pasar directamente a desentrañar el enigma del «intervencionismo». ¿Qué significa exactamente que un nacionalismo imperialista catalán intervenga en los asuntos españoles? Y la respuesta no puede ser, en este caso también, más sencilla: intervenir significa poner a Cataluña a la cabeza de España para sacarla de su decadencia, regenerarla, impulsarla en su retorno a la civilización. Implica, pues, el postulado de una «superioridad catalana» que, teorizada en un «desvergonzado racismo» por Pompeyo Gener, tendrá su expresión, en los medios de la Lliga, en la afirmación de una mayor densidad y dinamismo de su sociedad civil: el imperialismo será, pues, el de la sociedad civil, pujante en Barcelona, inexistente en Madrid.

Es hora, por tanto, de que Francesc Cambó entre en escena y ocupe, junto a Prat, su lugar en la primera fila de este gran espectáculo en el que comienza a «dar vueltas» la idea imperial. Es curiosa la inflexión del libro cuando se trata de la relación entre decisiones políticas específicas y el mundo de las ideas. Cuando Cambó retorna al primer plano de la política en Madrid, después de su conferencia en Zaragoza y de las elecciones parciales de marzo de 1912, consigue establecer una provechosa relación con Canalejas y luego con Romanones. El proyecto de ley de Mancomunidad no parece tropezar con obstáculos insalvables. Ha triunfado, pues, la posición que Ucelay llama camboniana, estatalista; pero en Barcelona, Prat de la Riba ha reforzado su control de la Lliga. Triunfan los dos: Cambó en Madrid, Prat en Barcelona. Era, sin embargo, necesaria «una resolución ideológica adecuada» al potencial conflicto de estos triunfos en capitales por principio rivales. Hacía falta una ideología que, significando poco en el terreno concreto, permitiera a las diferentes posturas internas de la Lliga maniobrar sin que las hostilidades se hicieran visibles. La ideología aparece entonces como mera secreción de la política, como reconciliación en el falso mundo de las ideas de las desavenencias, muy reales, en la práctica; como enmascaramiento de luchas por el poder. La primera pretensión de que las metáforas sirven para conducir la acción, o para interpretarla en el terreno simbólico cede, cuando hay política por medio, a la más prosaica función de resolver en el plano de la ideología las divergencias estratégicas o los conflictos de poder.

En todo caso, cuando se entra en la cuarta parte del largo y en ocasiones laberíntico recorrido que nos propone Ucelay, la unidad cultural está ya firmemente asentada y la atención gira a partir de ahora en torno a la idea imperial, que Cambó hace suya, aunque llegar a ella le costara también lo suyo: Taine, Le Play, Fustel de Coulanges, Barrès, fueron sus maestros. Pero el modelo político, la Lliga, era made in Britain. Una mezcla, pues, de Barrès, hispanófilo notorio, filtrado ahora no por Emerson ni Carlyle sino por un aprendizaje político que le proporcionó «muchos elementos de contrapeso» en la dirección de orientar al conjunto del nacionalismo hacia la resolución de los problemas de España. Ucelay efectúa este sorprendente giro sin avisar previamente al lector. Se acabaron, pues, las evoluciones discursivas, las ideas que surgen en un lugar y un tiempo determinados y rebotan aquí y allá, iluminando la escena. Ahora manda la política y la idea pasa a ser una mera excrecencia, una especie de ungüento para sanar las heridas causadas por los conflictos prácticos.

Jugando a reyes emperadores

Imaginativos como eran, el enfrentamiento al que podrían estar destinados Prat, con su énfasis en la unidad cultural, en el trabajo político hacia dentro de Cataluña, con el propósito de hacer nación, y Cambó, con su decidido empeño en intervenir en la política española, representar a Cataluña en las Cortes, negociar con los políticos madrileños, utilizar la tribuna parlamentaria, se resuelve en un deep play, un «juego profundo», con un trío de reyes-emperadores que pueden servir «de farol para jugadores esperanzados».

Tres imperios, tres modelos ejemplares: Austria-Hungría, Alemania unificada, Gran Bretaña: federalismo imperial, gran bloque germano, hegemonía, jerarquía y democracia británica. No hay que excluir a ninguno, mejor jugar con todos. Tres cartas, tres imperios: serán precisos también tres jugadores. Las posiciones de Cambó, que juega a fondo la carta intervencionista, corren peligro de enfrentarse con las de Prat, que sigue dedicado a la causa nacionalista mientras se propone el paso del espejo irlandés al británico. Será en 1916 cuando aparezca una gran oportunidad y afirme su presencia el tercer jugador de esta partida, Eugeni d’Ors, que ha segregado ya suficientes metáforas como para pavimentar un terreno en el que es posible y hasta obligado el encuentro de la unidad con el imperio. Muy sencillo también: consiste en trasladar lo cultural de la primera al segundo, esto es, en definir el imperio como un estadio cultural. D’Ors, que realiza en su persona aquel aforismo de Ortega, nada moderno y muy siglo XX , que despreció el modernisme mientras alumbraba el noucentisme, leyó también a Emerson, a Carlyle y a Roosevelt, sobre todo a Roosevelt, viejos conocidos, y de ellos, como intelectual que era, sacó el proyecto de un imperio cultural que podía combinar, por tanto, acciones dentro y fuera de Cataluña: intervención en problemas locales y posesión de los instrumentos de gobierno; pero también intervención en los asuntos generales españoles, expansión comercial, espiritual, política. Son lecciones rooseveltianas que Ucelay deja de momento para darse una vuelta por las metáforas circulando sueltas por el mundo hispánico, quizá el más débil de sus capítulos, en el que, tras unas consideraciones sobre el hispanoamericanismo y el africanismo, define Iberia, la obra maestra de Isaac Albéniz, como «pequeños retratos locales para piano» y presenta a Manuel de Falla en la misma línea de Albéniz y Granados, aunque… «modernizando algo»: un incomprensible inciso como crítico musical no especialmente sagaz.

Pero volvamos al argumento principal, que Ucelay se siente obligado a tomar de nuevo desde su nacimiento, como si no nos hubiera presentado ya a Cambó y no conociéramos, explicadas por él mismo, todo lo que era preciso saber sobre sus «contradicciones con Prat». El argumento quedó en que hacia 1916 se habían presentado todas las circunstancias para fundir en una sola propuesta las diversas direcciones por las que había crecido el nacionalismo catalán tal como lo encarnaba la Lliga que, mientras tanto, había podido comprobar la naturaleza quimérica de convertir el axioma de unidad cultural en la realidad de una unidad política: la Solidaritat había durado poco y a la Lliga le salían competidores por la izquierda. El clímax llega de manera abrupta con la proclamación de una opción ideológica y una práctica política que funde los proyectos de Cataluña y España. Es, ya se puede suponer, obra de Prat, pero no andan lejos Cambó y D’Ors: Per Catalunya y l’Espanya Gran es su título, publicado a la vez en catalán y en castellano, parcial y tardía concesión a Unamuno, que en «El imperialismo catalán» había escrito que si los catalanistas querían realmente catalanizar España tendrían que «hacerlo en castellano» Y añadía: «Esta es la clave de la cosa: no se puede vasconizar España en vascuence, ni se puede catalanizarla en catalán». En castellano, pues, y en catalán proclamó la Lliga su propósito de trabajar por Cataluña y por una España grande, que Ucelay interpreta con una evocación de resonancias fascistas: trabajar por la Espanya gran significa salir a «la conquista del Estado».

Lo cual nos lleva como de la mano, y por pura contaminación imaginaria de conceptos, a la última incursión en el destino de las metáforas. Contaminación no viene aquí a cuento por casualidad. A lo largo del libro, Ucelay realiza arriesgadas aproximaciones de conceptos sostenidas en la afinidad, parentesco o anfibología de las palabras. Así, cuando equipara la propuesta de Prat, «Cataluña quiere una constitución española amplia, libre, expansiva», con el lema España «una, grande, libre», que ni el más imaginativo de los hermeneutas hubiera podido nunca atribuir al prócer catalán y que, si se cree a Dionisio Ridruejo, fue acuñado por Juan Aparicio, autor también de aquel otro «Por la patria, el pan y la justicia». O cuando asegura que Cambó fue de los primeros en asumir la idea de imperio, antes que Prat, porque ya en 1899 había escrito que el «regionalismo no es hijo de derechos históricos sino del particularismo o reconocimiento del imperio de la variedad». O, en fin, cuando nos dice que la definición de imperio de Fernández Cuesta no habría podido ser mejorada por el mismo Prat de la Riba, aunque sea algo más que dudoso que este connotado fascista hubiera ido a beber de la fuente pratiana.

Como se aprecia sin más en estos ejemplos, Ucelay no se siente nunca constreñido por el significado de las palabras escritas o pronunciadas en un determinado contexto; ni tampoco por lo que llama «evolución discursiva», que le habría obligado a tratar sus materiales desde una posición de culminación final, impregnándolos de sentido teleológico. Lo que en verdad pone en movimiento su imaginación es su asombrosa capacidad para conectar conceptos surgidos aquí y allá, libres de sus constreñimientos contextuales y de su posición en un discurso, como si fueran fogonazos destinados a ser absorbidos en el remolino de una síntesis posterior. Lo que queda entonces es acercar por encima del tiempo y del espacio, con conexiones puramente azarosas, a veces personales, otras meramente de oídas o de lecturas, palabras con significados bien distintos según quién y cuándo las pronuncia. Esta libertad que él mismo se toma como hermeneuta se la concede también a los publicistas, que pueden y de hecho realizan conexiones entre materiales como si se tratara de condimentar un plato que luego ofrecen a los comensales reunidos. La política, al cabo, aparece aquí como una oferta elaborada precisamente con el propósito de suscitar su propia demanda, un punto de vista muy sugerente para los tiempos que corren. A

La conquista del Estado 

Por todo lo cual no será pura casualidad que la idea de imperio, de raíz almiralliana, elaboración pratiana, proyecto camboniano y culminación dorsiana acabe connotada con la de conquista del Estado, título que Ramiro Ledesma dio a la primera publicación estrictamente fascista aparecida en España. La Espanya Gran, es decir, el imperialismo cultural catalán, es «la conquista del Estado». Tal vez lo presenta Ucelay en estos términos porque se dispone a emprender la postrera navegación de un libro rebosante de ellas: la de una vinculación genética entre el imperio propuesto por los catalanes de la Lliga y el imperio concebido por los españoles de Falange. Es la materia de un epílogo que nos lleva más allá de lo anunciado en el prefacio como límite temporal de un estudio que se proponía dilucidar la interacción entre catalanismo y españolismo entre 1885 y 1917. De españolismo hasta este momento no ha habido mucho: casi nada de los liberales del XIX , apenas Ortega, muy escaso Unamuno, hay Baroja a propósito de los judíos, una incursión por Sánchez de Toca y los mentados hispanoamericanismo y africanismo: todo sin el nervio habitual en el autor hasta que aparece el sin par Ernesto Giménez Caballero, imberbe en 1917, pero que ocupa buena parte de un largo epílogo dedicado a desbrozar las implicaciones para el futuro del imperialismo catalán.

Tesis de este epílogo es que el sintagma «comunidad de destino» vino del marxismo austríaco –o del austromarxismo– al fascismo español pasando por el nacionalismo catalán. Personalizando: D’Ors en Bilbao tratando con el grupo formado en torno a la revista Hermes y con la llamada por Ucelay «Escuela imperial del Pirineo», más conocida como Escuela Romana del Pirineo, y sobre todo Giménez Caballero como agente de Cambó avanzados ya los años veinte. Lo cual abre un nuevo campo a la exploración de las conexiones entre imperialismo catalán, tal como aquí se ha entendido, con el fascismo español, tal como será formulado por ese personaje cuyos artículos le parecían a Manuel Azaña lunáticos, pero al que últimamente se concede una importancia desmedida. Una exploración que culmina en 1930, cuando Cambó ve tirada por los suelos su ambiciosa perspectiva de coalición entre intelectuales de Madrid y Barcelona, no porque no se haya producido el encuentro al que tantos recursos dedicó, sino porque fueron otros, que Ucelay llama «izquierdosos», los que se alzaron con el santo y la limosna.

Mientras esperamos un segundo volumen, que indague en otras mil páginas la trayectoria aquí esbozada al modo epilogal, no será inútil un breve ejercicio, una reflexión al margen. Supongamos que, en efecto, el origen de los conceptos de unidad, destino, imperio utilizados por Falange en Madrid hubiera que ir a buscarlo a Viena o más cerca, a Barcelona. ¿Qué se derivaría de ese hallazgo? ¿Que los fascistas madrileños querían decir con esas metáforas exactamente lo mismo que decían los marxistas austríacos y los nacionalistas catalanes? O bien, ¿que el fascismo español es hijo legítimo, por vía directa, de la coyunda del marxismo austríaco con el nacionalismo catalán? El origen de una cosa no es su significación, escribió Ortega, hablando precisamente del movimiento regionalista catalán. El significado de un concepto nunca está determinado por su origen; los conceptos son como materiales con los que se construye sentido, pero el sentido no depende exactamente del significado que el concepto tuvo en su origen; tampoco depende de la cercanía o familiaridad léxica con otros conceptos. El concepto, la metáfora, la idea, sólo adquiere un significado en el relato del que forma parte. Especialmente cuando se trata de intelectuales, expertos en inventar grandes relatos, los conceptos pueden significar cosas distintas según a qué relato sirvan. Al optar por una hermenéutica que privilegia la absoluta libertad de los conceptos, entendidos como metáforas circulando sueltas por el mundo, metáforas rebotando, cualquiera puede pegar un salto, levantar la mano, atraparlos y apropiárselos para servir a un relato que nada o poco tiene que ver con el presuntamente original.

Por ejemplo, y para terminar. En el caso de «comunidad de destino» como definición de la nación, se podría haber buscado su origen en el célebre epílogo de Menéndez Pelayo a su Historia de los heterodoxos, como ya había hecho Florentino Pérez Embid, un distinguido miembro de Falange Española llegado a la madurez intelectual a la sombra de Rafael Calvo Serer, al presentar ese texto. Cierto, Menéndez Pelayo nunca habló de una comunidad de destino, y cuando habló de imperio fue para evocar el perdido, no para proponerlo como empresa de futuro; pero repitió varias veces, en pocos párrafos, las palabras unidad y destino; como habló también de destino Ortega cuando azuzaba a los jóvenes a «poner la mano sobre la historia y crear destino», de modo que se podría trazar una genealogía ideal del concepto central de unidad de destino en Falange Española con antecedentes en los que para nada entrasen ni la socialdemocracia alemana ni el nacionalismo catalán, sino Menéndez Pelayo y Ortega. Todo sería entonces cuestión de hermenéutica. Y de esto es de lo que va finalmente esta magna obra de Enric Ucelay, un torrente de sugerencias con hallazgos deslumbrantes y flujos y reflujos en ocasiones irritantes, por el que se avanza un poco a trancas y barrancas, hasta llegar exhaustos a la cumbre. Para el interesado en la historia intelectual y política de España y de Cataluña, de Cataluña como sueño de unidad cultural, de España como proyecto imperial de Cataluña, el viaje habrá merecido la pena: Ucelay nos ha regalado una obra verdaderamente excepcional.

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