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Lecciones de microhistoria

Formas de historia cultural

PETER BURKE

Alianza, Madrid, 312 págs.

Trad. de Belén Urrutia

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La lectura simultánea de estos libros plantea varias cuestiones de actualidad historiográfica. Entre ellas, las nada fáciles relaciones entre teoría y práctica de la investigación del pasado, y las distintas maneras de resolver la permanente tensión entre la generalización y el reconocimiento de lo específico e individual. En especial, los tres estudios llaman la atención del lector sobre los muchos logros –y algunos de los puntos débiles– de la historia cultural, presente en sus dos principales acepciones, la clásica historia de las ideas y la «nueva historia cultural», es decir, la aproximación a las culturas pasadas desde los esquemas analíticos de la crítica literaria y la antropología. El encuentro con las obras más recientes de dos de las cabezas más visibles de la historia cultural actual permite tomar el pulso de esta corriente historiográfica, dentro y fuera de las fronteras peninsulares.

Tanto Peter Burke como Carlo Ginzburg son historiadores bien conocidos, no sólo por los especialistas en historia moderna, sino también por el público lector general, que desde hace tiempo ha valorado sus múltiples esfuerzos de innovación temática, y en particular su empeño por rescatar el estudio de la cultura popular del olvido al que fue condenado por la historiografía tradicional. Cada uno, con su peculiar combinación de imaginación conceptual y profunda familiaridad con las fuentes –mezcla nada corriente entre el común de los historiadores–, ha ofrecido una serie de propuestas para la renovación de nuestro conocimiento de la cultura moderna. Abarcando una gama extraordinariamente amplia de temas y problemáticas, los dos –con las contribuciones paralelas de otros estudiosos como Natalie Z. Davis, Roger Chartier y Robert Darnton, todos deudores de la obra pionera de E. P. Thompson y los demás marxistas británicos de la posguerra– pusieron en marcha, a partir de la década de los setenta, una auténtica revolución en la historiografía modernista. Defendiendo una historia «desde abajo», abrieron las páginas de sus libros a nuevos protagonistas: campesinos, artesanos, trabajadores y mujeres, es decir, la gran mayoría de las personas excluidas de los círculos de poder que habían sido el objeto casi exclusivo de atención por parte de historiadores de generaciones anteriores. Al mismo tiempo, propugnaron nuevos métodos de investigación, entre ellos la microhistoria, entendida por lo común como algo enfocado sobre casos particulares en vez de las categorías más amplias (y abstractas) de la historia social, otra subdisciplina cuyas vías de renovación cada vez la aproximaban más a una antropología histórica. Sobre todo, insistieron en la necesidad de abarcar un análisis específicamente cultural del pasado. Eso significaba dirigir la atención hacia las creencias, costumbres y prácticas que articulaban y hacían inteligibles las diversas dimensiones –políticas, económicas, espirituales, etc.– de la experiencia humana.

La Bastilla ha sido tomada, y la revolución cultural, por llamarla así, ha triunfado en casi todas partes. Entronizada en lo alto del mundo historiográfico, la historia cultural ––que ya tiene un sinfín de encarnaciones, incluyendo, por ejemplo, los llamados «estudios culturales», la última moda de la academia angloamericana– ha perdido algo de frescura y, desde luego, casi todo su élan revolucionario. Por eso es tanto más llamativa la capacidad de estos dos autores para continuar ofreciendo sugerencias novedosas, y para seguir pensando y repensando una historia en vías de permanente transformación.

El libro de Burke es una antología de ensayos, la mitad enfocados sobre casos particulares de la Italia moderna y la otra mitad dedicados a cuestiones historiográficas y metodológicas más generales. Los primeros consisten en una serie de primeras prospecciones de diversos aspectos de la cultura moderna, por ejemplo, los gestos y los chistes, entendidos como sistemas comunicativos paralelos a los lenguajes más formalizados de la expresión literaria y artística. Cada capítulo da un toque de atención sobre un tema descuidado hasta ahora, indicando las fuentes disponibles y ofreciendo sugerencias para su estudio. Los demás ensayos tratan materias como la memoria colectiva, los sueños y el traspaso de fiestas y otros rituales de una cultura a otra (por ejemplo, el largo viaje del carnaval desde la Europa mediterránea hasta Brasil), además de la definición y evolución de la misma historia cultural. Dotadas de una llamativa claridad y sencillez expositiva, estas breves incursiones en territorios poco conocidos constituyen verdaderos ejemplos de cómo enriquecer la lectura histórica a través de la incorporación deliberadamente ecléctica de elementos de análisis provenientes de las otras ciencias sociales y humanas, desde la interpretación de los sueños de Freud hasta las schemata o estereotipos culturales estudiados por el historiador del arte Aby Warburg.

El talento de Carlo Ginzburg como historiador es de otro orden. Mientras Burke se dedica a tareas «horizontales» como la identificación y exploración tentativa de nuevos temas de investigación y el repaso sistemático del estudio de la cultura como subdisciplina de la historia, Ginzburg trabaja en vertical, escarbando en las profundidades de la historia de las ideas y los conceptos filosóficos. En Ojazos de madera, cuyo título proviene del Pinocchio de Carlo Collodi, el autor examina desde varios puntos de vista la noción de «distancia». Ésta la entiende literal y metafóricamente como un punto de vista crítico ante la realidad, una perspectiva nacida del spaesamento, es decir, el desplazamiento desde una situación de familiaridad a una radicalmente distinta, donde predomina la falta de pertenencia cultural. Ginzburg mide la distancia y sus múltiples efectos contrastando las actitudes de diversos individuos y grupos: judíos y cristianos (incluyendo al papa Wojtyla), Aristóteles y san Agustín, san Pablo y Orígenes, Diderot y Walter Benjamin, y muchas parejas más. Fruto de una solidísima erudición clásica y de la lectura minuciosa y atenta de un amplísimo abanico de textos, estos ensayos someten a interrogación una serie de conceptos –representación, mito, imagen– mientras sigue sus a menudo sorprendentes itinerarios por la historia del pensamiento occidental.

Muchos de los que conocen a Ginzburg por su ya famoso El queso y los gusanos (publicado originalmente en 1976) o sus estudios sobre la brujería en la Europa medieval y moderna apenas lo reconocerían en el autor de estos ensayos tan volcados hacia cuestiones filosóficas, y enfocados sobre tan diversos derroteros de significado lingüístico En otros trabajos recientes, Ginzburg emplea la misma táctica de profundizar en el conocimiento de un texto confrontándolo con otros. Por ejemplo, en No Island Is an Island: Four Glances at English Literature in a World Perspective (Columbia University Press, Nueva York, 2000), propone una nueva lectura de la Utopía de Tomás Moro a partir de un encuentro no sólo con fuentes clásicas como Luciano, sino también con la lectura casi contemporánea del obispo de Michoacán, Vasco de Quiroga. Y en términos aún más amplios, en History, Rhetoric, and Proof (Brandeis University Press-Historical Society of Israel, Hanover NH, 1999) rechaza la «contigüidad» entre historia y retórica defendida por Hayden White, demostrando la importancia concedida a las pruebas empíricas en los textos de retórica clásica, sobre todo las obras de Aristóteles.. El paso desde la recuperación de la trágica historia del molinero herético Menocchio hasta la intervención continua en debates de alto nivel teórico es uno de los temas centrales de Cómo se escribe la microhistoria, de Justo Serna y Anaclet Pons, ambos profesores de Historia Contemporánea en la Universidad de Valencia. Aunque hacen un cuidadoso repaso del presente historiográfico en general, la trayectoria del pensador italiano es el auténtico eje vertebrador del libro. Prestan particular atención a las implicaciones metodológicas de su propuesta de una nueva aproximación «morfológica» a la historia, basada en la exploración de convergencias temáticas y formales en situaciones de ausencia de transmisiones textuales directas Una lectura alternativa de las relaciones entre los polos «microhistóricos» y «morfológicos» de la obra de Ginzburg se encuentra en el curioso y muy original libro de Florike Egmond y Peter Mason, The Mammoth and the Mouse: Microhistory and Morphology (Johns Hopkins University Press, Baltimore, 1997).. Al mismo tiempo sitúan esta nueva historia cultural en el mundo más amplio de la historiografía italiana, y en relación particular con la obra de otros distinguidos defensores de la microstoria como Giovanni Levi y el malogrado Edoardo Grendi, estudioso singular cuyas contribuciones a la teoría de la historia han tenido demasiado poco eco fuera de Italia Quaderni Storici, 105, 2000, págs. 823834, contiene una relación completa de las publicaciones de Grendi, cuya inesperada muerte en mayo de 1999 privó a la historiografía actual de una de sus voces más interesantes. .

El estudio de Serna y Pons constituye un esfuerzo pionero de tomar en serio la propuesta de la microhistoria. El profundo conocimiento de la obra de Ginzburg mostrado por los autores se extiende también a los muchos estudiosos y tendencias que han influido en su evolución intelectual, desde la erudición historiográfica de Arnaldo Momigliano y la antropología estructural de Lévi-Strauss, hasta el marxismo crítico de Gramsci y la Escuela de Frankfurt. Pero hay que reconocer que las aspiraciones del libro a veces superan sus logros reales. Los autores malgastan muchas energías dando respuestas excesivamente complicadas a interrogantes banales, sobre todo la pregunta de partida del libro: ¿Cómo explicar la popularidad del libro sobre Menocchio? Y en algunas ocasiones estas respuestas pecan de un exceso de literalismo. Por ejemplo, dan la impresión de haber perdido de vista el significado más profundo de la aportación a la microhistoria de Grendi, debido a que prestan atención sólo a sus declaraciones pragmáticas, y no a las aplicaciones prácticas de este enfoque en su amplia obra de investigación. Pero es tal vez en el terreno expresivo donde el libro muestra sus puntos más débiles. Su estilo enredado y repetitivo no podría estar más lejos de la forma sumamente precisa de escribir del mismo Ginzburg, que no malgasta ni una coma, y que mide cada palabra con impresionante exactitud.

Estas salvedades aparte, gracias a su ambición y al interés intrínseco de su tema, Cómo se escribe la microhistoria ofrece una de las poquísimas introducciones disponibles a un experimento historiográfico de indudable interés. El futuro de esta y otras formas de historia cultural es, claro está, bastante incierto. Como todas las tendencias que triunfan, la historia cultural corre el riesgo del agotamiento de las inspiraciones combativas que marcaron sus etapas anteriores. Y es precisamente aquí donde uno se da cuenta de la auténtica importancia de estos ensayos. Lejos de ser una miscelánea de menudencias, ofrecen desde la práctica numerosos elementos de innovación historiográfica. Si tenemos la suerte de contar en el futuro con otras obras de la misma altura, tendremos materia para pensar –y retos a que responder– durante mucho tiempo.

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