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Bearn, de Villalonga

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La suerte de las novelas es impredecible. Cuando Lo­renzo Villalonga publica en 1956 Bearn o la sala de las muñecas cuesta creer que no tuviera una resonante acogida: era un relato de familia contado de modo sencillo y enjundioso a la vez, sin ostentación ni retorcimiento estilísticos, que incorporaba la historia de España a la vida cotidiana y a la decadencia de una casa mallorquina de rancio abolengo con envidiable naturalidad. Pues bien, aparte de tratarse de una edición semiprivada, no tuvo el eco que merecía. Quizás asuntos tales como la decadencia, la francmasonería y el volterianismo de don Antonio de Bearn no eran materia grata al espíritu de una España entre provinciana y empeñada en la autarquía imperial, pero no es suficiente razón, pues, aunque escasos, no faltaban los buenos lectores. Acaso lo fuera el hecho de que viniese escrita por un intelectual mallorquín, ale­jado de los dos grandes centros emisores de cultura tradicionales: Madrid y Barcelona. Tampoco es explicación suficiente. Lo cierto es que se publicó en castellano en el 56, pero que sólo alcanzó el reconocimiento crítico en 1961, al aparecer la versión catalana y obtener el Premio de la Crítica Catalana, lo que puso sobre aviso al resto del país. Sea como fuere, una nueva edición castellana en 1969, debida al gran editor Carlos Barral y prologada por Jaime Pomar, asegura al fin la acogida en el ámbito peninsular a quien empezaba a ser considerado ya como un clásico vivo de la literatura catalana del siglo XX.


Lorenzo Villalonga, tras unos inicios en el periodismo, estudió medicina y se especializó en psiquiatría en París, lo que acabaría llevándolo a la subdirección del Manicomio Provincial ya en tiempos de la República, cargo del que se jubiló en 1967. Sin duda su profesión apoyó no poco el componente psicologista de sus novelas. Durante la Guerra Civil se retira a Binissalem, donde comenzará a escribir sus novelas. El ciclo o mito de ­Bearn no se ciñe sólo a la novela homónima, sino que aparece ya en su novela Mort de dama, donde el personaje de la baronesa de Bearn le da nombre,y se extiende a dos obras de teatro, Faust y Filemó i Baucis, y a dos libros de narraciones: El lledoner de la clasta y Fora de Mallorca.
 

Bearn o la sala de las muñecas es, sin lugar a dudas, su obra maestra. Está dividida en dos partes perfectamente equilibradas. En la primera encontraremos una representación del mito fáustico en la cual, aunque disponemos de una Margarita en la persona de su sobrina Xima, el señor de Bearn se atiene más a la figura del Fausto como buscador de verdad que como buscador de juventud. Ahora bien, la expresión de la pasión existe; ya no se trata sólo de los escarceos del señor con mujeres de la localidad (con su clásica secuela de posibles bastardías), sino de una pasión concreta, especial y también última pues, tras vivirla, se retira de ella y se reúne definitivamente con su esposa, aunque la pasión no desaparezca de su memoria. La segunda parte es la expresión del amor como serenidad y de la sabiduría como adquisición y resumen de una vida. Así es como Antonio de ­Bearn retorna al matrimonio, acepta la quema de sus libros –ahora ya no los necesita, pues lo leído, leído y asimilado está, y lo que importa es dar salida al conocimiento adquirido– y acepta asimismo el final de una época. Se lo dice a su esposa en uno de los pensamientos más sugerentes del libro, que reúne tanto su conformidad final con la vida como su sentido de la belleza: «Nuestro mundo se va, Maria Antonia, y a mí me parece ahora tan luminoso, tan suave, que desearía hacerlo durar un poco más. Eso es todo».

El equilibrio compositivo de Llorenç Villalonga no sólo se manifiesta en esa partición de la novela en sus dos secciones, la fáustica y la conyugal; lo hace también en la elección del narrador. Éste, don Juan Mayol, capellán de la casa de Bearn, es un muchacho nacido en el lugar, de origen incierto, acogido por los señores y dedicado a la carrera eclesiástica. La novela se de­sarro­lla a través de una relación epistolar que Juan hace a don Miguel Gelabert, amigo y secretario del cardenal primado, de su historia y su relación con los Bearn a cuenta de consultar con él el destino de las memorias de don Antonio de Bearn, memorias que éste ha legado a Juan Mayol junto a una suma de dinero con la condición de que las dé a la luz, aunque dejando a su criterio el modo en que debe llevarse a cabo la publicación de las mismas.

Pero el uso de este narrador, que es narrador único en apariencia –y en la realidad del texto–, es más complejo de lo que pueda parecer a primera vista. Si el lector de la novela se fija bien descubrirá enseguida que Juan Mayol es, a la vez que la voz narradora, el notario de la voz de Antonio de Bearn. En otras palabras: que gracias a esta sencilla argucia, la voz del señor de Bearn suena en la novela con la misma fuerza que la de Juan Mayol, pero a la debida distancia. Es entonces cuando nos encontramos con el segundo gran contraste en que se afirman la estructura y el pensamiento de la novela. El primero, recordémoslo, es la relación entre la pasión fáustica por la verdad (subrayada por la relación pasional amorosa) y el conocimiento de la relatividad de la verdad (subrayado por la serenidad del amor conyugal). Ambos se manifiestan, como hemos visto, en la misma división de la novela en dos partes. El segundo contraste es el que se manifiesta entre la vida en el dogma y el orden de la verdad de la Santa Madre Iglesia y el poder de la razón representado por la Enciclopedia y la Ilustración. Como dice Juan Mayol de su bienhechor Toni de Bearn, «él creía en la Raison, y sólo en la Raison sentíase seguro de hacer pie y de no ser arrastrado por el fluir inexorable del tiempo». Este conflicto resultará ser rector.

El tercer y último gran asunto del libro –aunque todos están necesariamente conectados entre sí, lo que muestra la fortaleza del trabajo del autor– es el sentido del tiempo, del paso del tiempo, lo que, en los términos en que Villalonga plantea su novela, se convierte en el elemento-guía de los pasos de nuestros personajes. Es un asunto que la novela no resuelve, pero sí certifica, que está en ella como el aire que respiran sus personajes: está ahí sin que nos demos cuenta y rige la vida de cada uno de ellos; es el que les permite vivir a ellos y a nosotros, como lectores, leer.

A ello debe añadirse una cautela: todo el conjunto del mundo que retrata tiene un aire final grotesco, de máscaras que representan personas, incluso de exceso en la representación de personajes. Es un medio del que se vale para establecer la distancia que necesita interponer entre el texto y él mismo. Y, con todo –y ahí se ve el talento–, los personajes están magníficamente trazados, incluso en casos como el del hábito y la peluca de Toni de Bearn, o el exceso cómico, casi satírico, que hallamos en la escena del artilugio a vapor, por poner dos ejemplos evidentes.

Así pues, la estructura en dos partes bien equilibradas, el reparto astuto de voces que permite colocar frente a frente dos caracteres y dos visiones del mundo y la imagen del paso del tiempo permanentemente aleteando sobre el relato, confluyen en una narración que pertenece por derecho propio a la más exigente novela moderna. La narrativa moderna nace, en mi opinión, con Edgar Allan Poe, pero la aparición de la novela moderna se produce de la mano de Gustave Flaubert y su La educación sentimental, porque en ella, por vez primera en la historia de la literatura, se funden el relato personal y el relato histórico. Es un avance espectacular de la expresión narrativa y ya nada será igual desde entonces, como nada es igual desde que Poe escribe El corazón delator y sitúa por vez primera la voz en el interior de un personaje, innovación genial que acabará desembocando en la gran revolución narrativa del siglo XX. Pues bien, Llorenç Villalonga se encuentra en el camino abierto por Flaubert con su Educación sentimental.

Esto supone algo extraordinario, y mucho más en la época en que se escribe Bearn. La literatura española de posguerra se caracteriza bien por seguir el mandamiento oficial de la España oficial proclamada por el régimen franquista, bien por atender a la atracción tradicional por el realismo, trufado además de lo que más tarde se conoció como «realismo social». La lucha entre el verbo florido y la escritura de denuncia era un combate estéril debido a la esencial falsedad literaria de sus respectivas producciones. Al menos la segunda ofrecía un deseo de mostrar la realidad donde la primera trataba de disfrazarla y sólo el talento de unos pocos escritores lograba levantar cabeza en medio de tanta mediocridad. Pero no es de extrañar que, constituyendo las dos opciones antedichas la única oferta considerable, una novela como la de Llorenç Villalonga no tuviera el eco que debió corresponderle como una de las propuestas más inteligentes y literariamente valiosas de la época.

Cuando leí por primera vez Bearn o la sala de las muñecas me vino a la cabeza una de las pocas grandes novelas de la literatura española: La familia de León Roch, de Benito Pérez Galdós. No tienen mucho en común, aparte de la calidad, pero sí una coincidencia: el tema de la mujer que se encuentra entre la Iglesia y su marido. En el caso de Galdós, este asunto es el centro de un conflicto dramático que desborda lo local para alcanzar la universalidad: se trata de la lucha por la posesión de una mujer, tema de enorme ambición simbólica. La anécdota trágica no coincide en Bearn, pero sí los componentes. De Maria Antonia de Bearn dice Juan Mayol, con esa rectitud y perspicacia que le caracterizan: «La señora, fuerte y prudente como la Lía de la Biblia, carecía de vuelo». Y más adelante: «Ella siguió siempre los senderos conocidos y era tan imposible que pudiera extraviarse como que llegara a ningún resultado glorioso». Esa mujer en cuyo sentido de la vida descansa la paz final de Toni de Bearn, también se encuentra entre la Iglesia (el vicario y Juan Mayol, cada uno bien distinto en el fondo) y su marido; la diferencia es que ella no tiene que elegir entre uno y otro, como sí se ve impelida a hacer por su propia falta de personalidad y fanatismo María Egipcíaca de Roch, pero el conflicto entre tolerancia e integrismo es común a ambas historias. Lo que sucede es que mientras la familia Roch se ve rodeada del también fanático Paoleti y el místico Luis Gonzaga, en la familia Bearn las exigencias del vicario se atemperan por la rectitud intelectual y moral del capellán Juan Mayol. Para Galdós, el drama se eleva al terreno de las ideas, la lucha es por el poder y por el futuro, mientras que en Villalonga lo que está en cuestión no es una lucha por el futuro, sino una comprensión del pasado. La lucidez de Llorenç Villalonga corre pareja con la nobleza de su estilo literario, nada recargado, muy eficiente, muy reflexivo también; sobrio y directo, pero no simple. Con ello hace de Bearn un retrato de la España del siglo xix centrado en una familia mallorquina en decadencia y trazado por dos personalidades contrapuestas: el viejo señor, librepensador, volteriano y herido por la insuficiencia del entendimiento, y el joven cura afecto al dogma y al orden, y torturado también por la búsqueda del sentido de la vida. Curiosamente, el deseo de ambos es el de saber. El primero, Antonio de Bearn, ha conseguido cerrar su vida sin certezas; el segundo, Juan Mayol, no deja de aferrarse a las certezas para no dejarse dominar por el miedo a la incertidumbre.
El final es tan violentamente romántico como efectivo. Las muertes, por error, por decisión y por delirio, se producen en un brevísimo intervalo de tiempo y dejan al capellán sumido en la soledad. Tras la visita de los enviados del príncipe de Bismarck, que desean adquirir la casa y con ella el archivo de los Bearn, el capellán resuelve quemar el contenido de la sala de las muñecas, contenido que él desconoce y que no desea conocer. Prender fuego al archivo secreto con la ayuda de Tomeu es un acto ciego con el que entierra la voluntad de no saber los oscuros secretos de la familia, y se deja claramente insinuado que uno de ellos es el de su propio nacimiento. Al fin y al cabo, la divisa de la familia es: «Antes la muerte que mezclar mi sangre». La decadencia y desaparición de la familia es, así, real y simbólica. La consulta de Juan a su amigo, el secretario del cardenal, respecto a la conveniencia de la publicación de las memorias de Antonio de Bearn es el verdadero final de la novela, ya que en él se muestra cómo Juan no quiere ni traicionar su fe ni traicionar a su bienhechor, cerrándose así también el conflicto central de la novela: la pugna entre la razón y la fe. La figura de Juan tiene ahí una presencia agónica que desgarra sus convicciones más íntimas y se levanta como una formidable imagen del misterio de la vida y del tiempo. Es un final absolutamente dramático, que deja la novela en todo lo alto. Ante él, los episodios vividos recuperan su dimensión cotidiana y anecdótica y su espacio histórico para dejar paso a la única pregunta que los engrandece: ¿por qué vivimos? Todo lo cual eleva a esta novela a la categoría de las grandes creaciones novelescas en un país, el nuestro, donde lo que no abundan, precisamente, son las grandes novelas. Por eso Llorenç Villalonga es y será siempre un clásico: alcanzó a serlo en vida y lo reafirma ahora, a los cincuenta años de la aparición de su obra maestra. 

 

Bearn o la sala de las muñecas, de Llorenç Villalonga, acaba de ser publicado por el Institu d'Estudis Balearis. Existe también una edición de Seix Barral.

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