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El cerebro visionario y los orígenes de la abstracción

Inteligencia visual

DONALD D. HOFFMAN

Paidós, Barcelona

Trad. de Daniel Menezo

381 págs.

3.500 ptas.

Inner Vision. An Exploration of Art and the Brain

SEMIR ZEKI

Oxford University Press, Oxford

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Las metáforas son como el minotauro: nacen del cruce o coyunda entre dos especies en principio inconciliables. Repare si no el lector en este verso impresionante de Góngora:

cada sol repetido es un cometa

Procede de un soneto intitulado «De la brevedad engañosa de la vida». Los días que se suceden son equiparados tácitamente a soles, y éstos, igualados a cometas. De momento, no ha pasado nada. Irrefutablemente, un día es la cantidad de tiempo comprendida entre dos apariciones contiguas del sol en el mismo punto del horizonte; y el sol y los cometas comparten la condición de cuerpos celestes, y no se va a venir el mundo abajo porque venga un poeta y nos los ofrezca servidos en la misma bandeja. El efecto total, sin embargo, es explosivo. La progresión de soles evoca una secuencia, que es una de las expresiones del infinito. Y un cometa sugiere lo contrario: lo fugaz, lo que apenas dura. Las dos imágenes se funden y lo que al cabo descubrimos es que nuestra vida, proyectada indefinidamente hacia adelante, abraza un tiempo que de repente es nada. Bocángel formuló el mismo concepto en un español más fanfarrón:

Huye del sol el sol, y se deshace
la vida a manos de la propia vida,
del tiempo que, a sus partos
[homicida,
en mies de siglos las edades pace.

La superposición de contextos que antes estaban separados, y el alumbramiento consiguiente de una novedad, ocurre igualmente en las artes plásticas. La diferencia, ahora, es que el destinatario de la metáfora es nuestra inteligencia visual, no verbal. Pensemos en el cézanne –en realidad no hay uno, sino tres o cuatro– que circula por ahí con el nombre de Dos jugadores de cartas. ¿Qué ve el espectador cuando contempla el cuadro? Pues dos sujetos que, mesa por medio, truecan los naipes. Y también, manchas coloreadas sobre una superficie rectangular. En orden a describir la escena tabernaria, el espectador enumerará hechos, acciones y objetos en el espacio. Y para reflejar lo que llega a sus ojos cuando retrae la pupila sobre los valores pictóricos del cuadro, hablará de tonos cromáticos, líneas y texturas. Las dos percepciones se producen y cobran cuerpo en contextos dispares. Pero la vivencia plástica completa surge de la hibridación de cada contexto por el contexto complementario. A la postre, no vemos a dos sujetos a pelo, sino a dos sujetos estilizados cézannianamente. Se verifica una doble transformación, una reubicación de contenidos, cuando registramos formas que son signos o cifras de cosas. Por eso, por eso precisamente, en cada acto de aprehensión plástica está escondido el movimiento en zigzag de una metáfora. Entendida la última… en un sentido lato, o si me admiten el retruécano, metafórico a su vez.
 

I

¿Cómo se las compone nuestro ojo para metaforizar? ¿Cómo ejecuta las diabluras y destrezas que son menester en el trance de relacionar imágenes con imágenes, o imágenes con conceptos? Existen dos maneras de abordar esta cuestión. Una de ellas, la más familiar en los pagos del arte, consiste en hacer fenomenología estética, al modo como la cultivaron Ruskin, Wölfflin u Ortega. La otra, la que nos va a ocupar a lo largo de este artículo, nos lleva a la neurología. Esto, en principio, parece un salto mortal. Pero no tiene, en realidad, por qué serlo. Disfrutamos del arte porque somos inteligentes, y somos inteligentes porque poseemos un cerebro. En consecuencia, los neurólogos deberían tener bastantes cosas que decir sobre nuestra sensibilidad estética, cosas tanto más interesantes cuanto inesperadas para el que se ha formado en las escuelas de arte o las facultades de letras. Así que enfilo, alegremente, el camino real de la neurología. Abro fuego con la siguiente noticia, indiscutible para los neurólogos contemporáneos: en rigor, no recibimos pasivamente imágenes del exterior, sino que creamos lo que vemos.
Así reza, precisamente, el subtítulo del libro de Donald D. Hoffman, un cognitivista de la Universidad de California. El título del libro –Inteligencia visual– nos previene ya sobre la orientación del autor. Lo que creemos ver, o lo que somos conscientes de ver, es el resultado de una elaboración, o si prefieren, es un artificio. Esto se comprueba sin dificultad alguna. La figura que reproduzco a continuación fue pergeñada por los sicólogos Shipley y Kellman (Fig. 1):

Figura 1

Por las trazas, representa un círculo con las dos propiedades siguientes: la de ser oclusivo (el círculo oculta la zona en que concurren los rayos o aspas), y la de ser más luminoso que el fondo. Lo segundo, sin embargo, es falso: los fotómetros no registran mayor luminosidad en la zona que asociamos al círculo. Y el propio círculo es una construcción de nuestra inteligencia visual.

Figura 2

Observen la figura 2, fruto de nuevo del ingenio de Shipley y Kellman. El círculo luminoso ha desaparecido, o al menos se ha hecho más débil e incierto. ¿Por qué? Porque las cúspides de los rayos se han redondeado. El diagnóstico rige para otros muchos casos. Obviemos las explicaciones, todavía tanteantes, que se han ofrecido del fenómeno estupendo. Lo notable es que vemos más cosas de las que podría predecir un óptico ignorante de nuestras especificidades neurológicas, y que estas cosas de más que vemos no surgen al azar sino que constituyen el fruto de un mecanismo inferencial sujeto a pautas de naturaleza sistemática. Lo explicó soberanamente bien Helmholtz, uno de los pioneros ilustres en este asunto: «Las actividades síquicas que nos llevan a concluir que delante de nosotros, a cierta distancia, hay un objeto o carácter determinados, por lo general no son conscientes, sino inconscientes. Según su resultado, son equivalentes a una conclusión… Es factible hablar de los actos síquicos de la percepción normal como de conclusiones inconscientes, estableciendo así una distinción entre las últimas y las así llamadas conclusiones conscientes normales».

¿Algo que añadir? Sí, y muy urgente: los estímulos visuales son ambiguos, o lo que es lo mismo, autorizan interpretaciones múltiples e incompatibles entre sí. Pese a ello, dos observadores distintos acostumbran a reaccionar concordemente frente a un mismo estímulo visual. ¿Por qué? La respuesta está implícita en Helmholtz: extraemos las mismas «conclusiones» visuales… porque apelamos a mecanismos inferenciales comunes. En el fondo, nuestras inferencias visuales son como las inferencias especulativas de los científicos, con la diferencia de que, aparte de ser inconscientes, son unánimes, entiéndase bien, invariables de un miembro a otro de la especie. Gracias a ello, pudo Cézanne sacar la semblanza de sus dos jugadores por el expediente de repartir unas cuantas manchas coloreadas sobre un lienzo blanco. Conocía, intuitivamente, el orden que imponemos a nuestras percepciones, y a él se atuvo para anticipar el efecto de las manchas sobre el espectador. He aquí cómo el episodio del círculo y las aspas desvela algunas de las claves que hacen posible la comunicación de mensajes complejos entre creador y gustador de arte.

El texto de Hoffman está bien escrito, y es divertido y didáctico. La traducción, por cierto, también es buena. Sólo la afean las erratas, no infrecuentes. La edición debería ser revisada si es que, por ventura, se procede a una segunda tirada. Así que todo bien. O casi todo, porque las ciencias tienen límites, y todavía más los tienen aquéllas que están dando sus primeros pasos. Hoffman, inspirándose en el programa lingüístico de Chomsky, intenta desenterrar el equivalente óptico de la gramática universal chomskyana. O sea, un corpus de reglas o algoritmos que expliquen nuestra destreza visual. Constatamos pronto que el enfoque nos deja bastantes metros más acá de la diana.

Fíjense en la figura 3. Tinbergen, el etólogo, descubrió que los pollitos y crías de pato huyen espantados de una cometa que exhiba la silueta del dibujo superior, pero no se inmutan cuando la cometa ostenta el perfil del dibujo inferior. La causa es que el primero evoca a un halcón, y el segundo, a un ganso. El primero significa peligro, y el segundo, no. La respuesta de los pollos es innata. Todo indica que están programados genéticamente para reaccionar de este modo, y que el programa es resultado de la presión evolutiva. Explicaciones de la misma índole pueden darse en lo que toca a la mayor parte de los algoritmos visuales formulados por Hoffman.

En 1930, Kopfermann estudió la figura 4. Por supuesto, es infinitamente ambigua. En particular puede interpretarse, bien como un hexágono plano, con todas sus diagonales claramente dibujadas, bien como la proyección bidimensional de un cubo, colocado de forma tal que una de las diagonales interiores que van de esquina a esquina coincida con la perpendicular a la hoja de papel. En este caso, uno de los vértices del cubo tridimensional «taparía» el vértice que se encuentra en contacto con el papel. ¿Qué observó Kopfermann? Pues que una mayoría abrumadora de los sujetos se pronunciaba por la primera interpretación: veía un hexágono plano. No ocurre lo mismo con la figura 5, casi idéntica a la anterior.

La interpretación preferida, ahora, es la cúbica. ¿Por qué? Hoffman lo explica formulando una regla general, «la regla de las visiones genéricas»: «Construir sólo aquellos mundos visuales para los cuales la imagen es una visión estable». De hecho, la interpretación cúbica es estable: un cubo, proyectado bidimensionalmente, suele producir una figura en que los vértices no coinciden. La figura 4, sin embargo, no invita a este tipo de lectura. Sólo cuando la visual atraviesa perpendicularmente dos vértices opuestos del cubo se obtiene una proyección hexagonal. Inferir un cubo habría resultado por ello poco prudente. Habría supuesto dar por sentado que estamos ocupando un punto de vista altamente improbable conforme a las leyes de la estadística.

El experimento de Kopfermann, y otros semejantes, confirman que nuestra inteligencia visual indaga constantes. Evolutivamente, esto tiene sentido: nos interesan las relaciones estables, no las de índole impredecible y saltimbanqui. Hoffman funciona por tanto bien en el plano de nuestras reacciones innatas, y por innatas, mecánicas o automáticas. Las cosas, por desgracia, se complican apenas subimos uno o dos peldaños. He aquí una figura nueva.

Es dable ver en ella la cabeza de un conejo. Ni al que asó la manteca (y tampoco a Hoffman, por supuesto) se le ocurriría afirmar que hemos sido programados evolutivamente para percibir, a la vista de la figura, la cabeza de un conejo. Elaboramos la cabeza en una acepción más literal, contrastando indicios y percepciones parciales con hipótesis interpretativas no por fuerza conscientes. El proceso será, en fin, mucho más complicado. Pero esto es lo de menos. Lo de más, es que se aprecia una asimetría decisiva entre el episodio del disco –o el del halcón para los pollos de ganso– y el episodio del conejo. En el caso del disco, somos víctimas de un trompe-l'oeil perfecto; creemos de verdad, con la fe del carbonero, que hay un disco luminoso en nuestro campo visual, y sólo damos nuestro brazo a torcer cuando viene el tipo del fotómetro y nos saca de nuestro error. El hecho de que no exista, objetivamente, el disco luminoso, no resta un ápice de realidad a la sensación correspondiente.

No ocurre tal cuando miramos la efigie del conejo. Al tiempo que vemos un conejo, somos por entero conscientes de no ver un conejo. Es más: basta que interpretemos los apéndices de la izquierda como las dos piezas del pico de un pato, y no como las dos orejas de un conejo, para que el conejo, con su boquita sumida, se transforme en un pato. Oscilamos a voluntad entre las dos interpretaciones, sin alarma ni signo alguno de sorpresa. Cabría hacer justicia a la circunstancia inédita afirmando que ahora, al revés que antes, nos dividimos disyuntivamente en dos estados cognitivos: nuestra inteligencia se dirige, intercadentemente, al dibujo y al conejo sugerido por aquél. Sabemos que la ilusión es una ilusión, lo que implica que acertamos a separar la percepción del conejo de la percepción del dibujo que representa al conejo.

En el contexto estético, esto es importantísimo. Primero, porque podemos disociar la imagen del dibujo, y concentrar nuestra atención en los valores formales de este último. Segundo, y en dirección contraria, porque ganamos holgura para proyectar sobre el objeto virtual las deformaciones, o simplificaciones, que nos vienen sugeridas por el dibujo como tal dibujo. El esquema de Jastrow –así se conoce entre los expertos a la cabeza híbrida conejo/pato– resulta demasiado simple para ilustrar el enorme placer que nos proporciona la libre expansión de nuestras capacidades proyectivas. De modo que invito al lector a que piense en obras de arte de verdad. Sin ir más lejos, en La madonna dal collo lungo del Parmigianino, o en la virgen que, en La anunciación de Simone Martini, se retrae del nuncio angélico describiendo una curva de odalisca en trance. Estas imágenes no nos seducen sólo por la belleza de la ejecución. Nos subyugan, asimismo, porque resulta fascinante, y en el caso del Parmigianino, vagamente morboso, imaginar mujeres genuinas que fueran una réplica, o un eco, de las que ha efigiado el pintor. Hemos penetrado, en fin, en el mundo de la metaforización visual, en el sentido que defendí al afirmar antes que no es lo mismo ver a dos tipos jugando a las cartas, que verlos estilizados a la manera cézanniana. Se trata de un mundo donde los conceptos se entrelazan con las sensaciones; donde el aire es más raro y más fino, y al que no podemos ascender sólo con las laboriosas cuerdas e ingeniosos piolets que Hoffman guarda en su mochila de alpinista valiente aunque todavía un poco tosco y en barbecho.

II

Hasta el momento, he hablado sólo de arte figurativo. Pero existe también el arte no figurativo, o arte abstracto. Ello suscita una cuestión ineludible: ¿metaforiza el pintor abstracto? Formulado lo mismo desde la otra orilla: ¿metaforiza el contemplador de arte abstracto? Conviene señalar, antes de ir más adelante, que el calificativo «abstracto», aplicado al arte abstracto, sólo sirve para meter a bulla y despistar. Un alienígena inteligente que supiese lo que significan «arte» y «abstracto», y que, partiendo de estas noticias fragmentarias, se hubiera hecho una idea preliminar acerca del tipo de criatura que denota el sintagma «arte abstracto», experimentaría una sorpresa mayúscula al echarse a las barbas un mondrian neoplasticista o un rothko. El motivo es que abstraer es un acto intelectual que implica el establecimiento de una relación. Cuando, tras haber examinado una serie de cosas o ítems de apariencia aproximadamente circular, llegamos a la idea abstracta de un círculo, el círculo no se reduce para nosotros a una forma geométrica pura. A la vez, integra un trasunto de las formas sucesivas y todavía irregulares que habíamos percibido al recorrer la serie inicial.

El fenómeno se repite en el arte figurativo. Los volúmenes elipsoidales del De Chirico de la etapa metafísica son abstracciones deliberadas de cabezas humanas. Más sutilmente, el pecho semiesférico de una Eva de Durero es la esquematización o sublimación de un pecho de mujer. No nos limitamos a registrar la semiesfera, sino que la aceptamos o recibimos como la idealización de un pecho. Esta remisión oblicua de la geometría pura a sus encarnaciones impuras no acontece, es obvio, en el arte abstracto, donde falta uno de los referentes que autorizan el contraste entre el objeto representado y su estilización plástica.

En realidad, en el arte abstracto no hay estilización, puesto que no hay asunto que estilizar. En consecuencia, tampoco hay metaforización, en el sentido que ya conocemos. ¿Se sigue de aquí que el arte abstracto suprime algunas de las complejidades que son inherentes al figurativo? Más específicamente: ¿disponemos de una base neurológica para abordar esta pregunta? En torno a la cuestión, y otras muchas de parecido calibre, se pronuncia

Semir Zeki en Inner Vision. An Exploration of Art and the Brain, el segundo de los libros que se reseñan en este trabajo. Semir Zeki, professor de neurobiología en el Universtiy College de Londres, es un científico eminentísimo que ha revolucionado los estudios sobre el procesamiento cerebral de la visión. Además, se interesa por las cosas del arte, y ha sacado otro libro –La Quête de l`essentiel– en colaboración con Balthus. Con estos precedentes, cabía esperar una obra realmente redonda sobre arte y neurología. Pero Dios no escribe siempre derecho con los renglones torcidos. En ocasiones hace lo contrario, y escribe torcido con los renglones derechos. Quiero decir con ello que Inner Vision es un libro francamente malo. Y no porque Zeki semeje haberse enemistado con la lengua inglesa; o porque se extienda en consideraciones absurdamente ponderosas sobre hechos triviales –en la página 169 afirma: «la mejor manera de reconocer a la gente es mirarle a la cara: la cara encierra mucha más información que, pongamos, los hombros»–; o porque se meta una vez sí y otra también a hablar de asuntos que no domina –sus amigos deberían haberle sugerido que dejara en paz a Platón, Kant o Hegel–. El libro es ante todo malo, porque las preguntas están mal formuladas, y por ende, mal contestadas. La confusión deriva en esencia de dos causas. La primera es en parte verbal. Para denotar la aproximación neurológica a la experiencia estética, o «neuroestética», Zeki se deja llevar por un exceso retórico: el de que los artistas son, por así decirlo, neurólogos experimentales. Si convenimos en entender por lo último que los pintores explotan con sagacidad máxima procesos síquicos de interés neurológico, no habrá nada que objetar. Los pintores serán neurólogos, así como lo serán también los músicos, los escritores, los demagogos políticos, los chefs de cocina, los periodistas o las chicas de alterne. Todos estos profesionales rentabilizan los procesos cerebrales que más coadyuvan a la buena marcha de sus operaciones, y por consiguiente, todos pertenecen al macrogremio de la neurología. Lamentablemente, sin embargo, Zeki, bien que de modo intermitente, se toma su metáfora al pie de la letra. Así, en la pág. 202: «Este hallazgo confirma el punto de vista general que ya he expresado en varias ocasiones: y es que los artistas son neurólogos que estudian la organización del cerebro visual con técnicas que les son propias, hasta el extremo de que su trabajo, explotado científicamente, desvela leyes de la organización cerebral que habían pasado inadvertidas para los científicos». La cosa empieza a oler a chamusquina, aunque todavía no es grave. Más grave es pensar que un pintor que explota efectos especialmente simples, y por especialmente simples, especialmente aptos a su comprensión por una ciencia aún en pañales, es un gran neurólogo. Tan grande, como el neurólogo titulado que analiza la importancia o significado del efecto en cuestión. Esto es una descomunal simpleza, un tosco error metonímico, en el que Zeki se pierde como un pardillo en la red traidora del pajarero. Pero no quiero adelantar acontecimientos.

El segundo factor de confusión es menos risible. Lo expondré con cierto detalle, dejando para luego en qué sentido preciso desorienta a Zeki. Se ha descubierto –conjeturo que Zeki ha colaborado decisivamente al descubrimiento–, que el cerebro visual es «modular». A fin de que se comprenda qué significa esto, cito al propio Zeki: «Manipulamos los distintos atributos de la escena visual desde subdivisiones del cerebro que son también distintas y se hallan espacialmente localizadas. En consecuencia, la visión se organiza con arreglo a un sistema modular, de vías o caminos en paralelo» (págs. 58-59). Verbigracia: existen células que responden sólo a determinados colores, e ignoran la forma o el movimiento del objeto percibido. Y existen células que ignoran el color y se activan sólo según la forma, orientación o movimiento del estímulo que ha impresionado la retina del observador. Todo eso, después, se cocina de alguna manera, y terminamos viendo objetos que se mueven en el espacio, ostentando una forma concreta y un color concreto. Zeki divide el cerebro visual en cinco grandes áreas. La primera, la corteza visual primaria, conocida también como V1, opera a modo de centralita, y tiene una relación privilegiada con la retina: puntos adyacentes de la retina están conectados con puntos adyacentes de V1. Si a usted le funden la corteza visual primaria, se quedará ciego sin remedio. En asociación con V1, operan otras cuatro zonas –V2, V3, V4 y V5– a las que corresponden funciones más especializadas. Una lesión en una de esas zonas no se traduce, por fuerza, en ceguera total. Por ejemplo, una lesión en V4 puede producir acromatopsia, una afección que se manifiesta por la incapacidad para percibir el color. El acromatópsico, sin embargo, registra formas, movimientos y sombras. En realidad, todo es más complicado, y existen más zonas activas que las enumeradas. Pero estamos ya en grado de pasear los ojos en derredor y hacernos una idea genérica del paisaje: el cerebro registra y procesa los datos por separado, y a continuación los integra, por procedimientos que en buena medida no terminamos de entender aún. Lo que se deduce de aquí es claro, y coincide con la tesis de Hoffman: el cerebro no recibe sin más datos del exterior, al modo de una cámara fotográfica, sino que los combina o sintetiza, y en pareja medida, construye o inventa la visión.

El lector, aguijado por unos prolegómenos tan ambiciosos, presume que Zeki, a lo largo de su itinerario neuroestético, le aupará a los pisos más altos de la actividad cerebral, aquellos, quiero decir, donde se verifica la integración de los procesos primarios en que se ha empleado el cerebro modular. Pero se lleva un chasco, porque el autor prefiere pasearse por el sótano, el bajo y, a todo tirar, el principal. Una suerte, por cierto, ya que es aquí donde tiene más recados sustanciosos que transmitirnos. Tocaré sólo dos extremos, ambos sumamente intrigantes.

Se denomina «campo receptivo» de una neurona X a las porciones o cualidades del entorno inmediato cuya modificación activa a X. Rozamos con un alfiler el dorso de nuestra mano, y cambia el promedio de descarga de X. Se dirá entonces que el punto al que hemos aplicado el alfiler pertenece al campo receptivo de X. Si desplazamos el estímulo a la derecha, o a la izquierda, nos saldremos del área a que X es sensible, y ésta no reaccionará de forma alguna. El campo receptivo de la neuronas implicadas en la visión coincide, por supuesto, con zonas del campo visual. Y es también extraordinariamente específico, tanto en lo que hace a la posición, como a la forma o carácter del estímulo. Detallemos: en las áreas V2 y V3 se apiñan neuronas sensibles a la orientación de líneas. Una neurona que se activa estimulada por una vertical, no se activará ante una horizontal, o en todo caso tenderá a reaccionar menos cuanto más difiera la línea de la posición vertical. Y hay también muchas neuronas que responden sólo cuando la línea orientada se mueve. En relación con lo último, relata Zeki un lance curioso. Jean Tinguely, en tiempos, tomó un malevich –una reproducción, se entiende– e inventó un ingenio para ponerlo en movimiento. Se puede comprobar que este malevich, o por aceptar la terminología de Tinguely, este metáMalevich, excita una reacción cerebral más enérgica que un malevich estático. Naturalmente, sería prematuro establecer correlaciones entre la violencia de una descarga cerebral, y la calidad plástica de la obra que la ha producido. Los malevich son justamente famosos, en tanto que los metáMalevich, justamente también, constan sólo a los especialistas en historia del arte contemporáneo.

Encontramos, asimismo, campos receptivos referidos al color. Las neuronas correspondientes abundan en la zona V4 –y V1–. El tamaño de la mancha coloreada es determinante, así como lo son su forma y la relación entre el color de la mancha y el del fondo. Puede ocurrir que un cuadrado azul excite más a la neurona cuando el fondo es blanco, que cuando es negro. Zekir compara los campos receptivos de estas neuronas con un malevich real, y sugiere que el pintor ha maximizado, por el método experimental, un efecto neurobiológicamente contrastado. En la página 104 anticipa su tesis: «Sea como fuere, descubriremos que se da una relación notabilísima entre mucho de lo que ha generado el arte moderno y la fisiología de las células individuales del cerebro visual». Las cursivas son mías. En su momento sabrán por qué las he introducido.

El capítulo 18 está monográficamente consagrado a la percepción del color. El del color es acaso el terreno donde más elocuentemente se manifiesta el carácter inventivo y creador del cerebro. Los colores, al mezclarse, producen colores, y todos los colores se pueden expresar como la suma de otros colores. De hecho, los fotorreceptores de nuestra retina registran sólo tres colores: el azul –alta frecuencia–, el verde –frecuencia media–, y el rojo –frecuencia baja–. Cuando la frecuencia de la radiación lumínica es más alta que la del rojo, aunque más baja que la del verde, se activa un determinado porcentaje de fotorreceptores sensibles al rojo, y un determinado porcentaje de fotorreceptores sensibles al verde. Lo que percibimos entonces, es el amarilloLo que acabo de decir no coincide con lo que saben los pintores. Lo que estos últimos saben, es que los colores primarios son el rojo, el azul, y el amarillo. El verde no sería primario sino secundario: se obtendría combinando el azul con el amarillo. No existe, sin embargo, una contradicción, porque pintores y ópticos hablan de cosas distintas. Los primeros, de colores-pigmento, y los segundos, de colores-luz. Al mezclar dos pigmentos, el pigmento resultante reflejará sólo la luz que es rechazada por los dos pigmentos anteriores. A esto se le llama «síntesis sustractiva». Tomemos azul, y tomemos amarillo. El pigmento azul es azul porque refleja el azul puro y, en dosis menores, el verde, y absorbe el rojo y el amarillo. Y el pigmento amarillo absorbe el azul y refleja el amarillo y, en dosis también menores, el verde y el rojo. El único color comúnmente reflejado es el verde. Éste será el color que ostente la mezcla de pigmentos.. Por qué percibimos lo rojo –lo fenomenológicamente rojo– cuando la frecuencia es baja, o lo azul cuando ésta es alta, integra un misterio. Locke, en su Essay Concerning Human Understanding (II, VIII, 13), conjeturó que es la voluntad discrecionalísima de Dios la que ha decretado que ocurra estoLa doctrina de Locke es, por supuesto, de origen cartesiano. Según Descartes, no sólo las sensaciones, sino también las pasiones, han sido «instituidas por la naturaleza» a fin de que podamos relacionar hechos de conciencia con episodios que atañen al mundo externo o a nuestro cuerpo.. Los científicos modernos expresan la perplejidad lockiana en otros términos: signamos la información que nos llega de fuera –la cantidad de energía radiada– mediante sensaciones cromáticas. Existe una correlación entre frecuencia y sensación, y gracias a esta correlación las sensaciones nos sirven para obtener información sistemática en torno a lo que pasa por ahí. Pero no hay mucho más que decir.

O sí… En puridad, el color que vemos al mirar un cuerpo está determinado, no por el color del cuerpo en sí, esto es, por el color que exhibiría el cuerpo aislado, sino por la relación entre el color del cuerpo aislado y los colores de los cuerpos circundantes. La figura a pie de página ha sido apodada «Mondrian», por razones obvias. El hecho de que no dispongamos de impresión en color impide percibirla tal como es. Supla el lector la carencia imaginando una retícula en que se alternan caóticamente cuadrados de un amarillo cantarín, un rojo destellante, un verde rabioso, o cualquier otro tono de los comprendidos en la paleta de un pintor. Ahora, reparemos sólo en uno de los cuadrados verdes. Ampliemos la escala, y hagamos que el cuadrado ocupe todo nuestro campo visual. El color que percibamos, dependerá exclusivamente de la frecuencia dominante en la luz que refleja el cuadrado. En el presente caso, una frecuencia correspondiente al verde. De momento, permanecemos en la doctrina que dominó la fisiología de la visión hasta hace no mucho tiempo. Pero la doctrina renquea cuando se empiezan a complicar las condiciones experimentales. Reintegremos el cuadrado en el panel, e iluminemos el conjunto con tres fuentes de luz: roja en un 30%, verde en un 60%, y azul en un 10%. El cuadrado verde, circundado, pongamos, por cuadrados rojos, seguirá pareciendo verde. Nada sorprendente, puesto que el cuadrado, que devuelve luz verde cuando es iluminado con luz blanca, rechazará todavía más cantidad de luz verde si lo iluminamos con luz verde a su vez. Lo bueno viene después. Alteremos los focos de luz, de manera que ésta sea verde en un 30%, roja en un 60%, y azul en un 10%. Estamos bombardeando el cuadrado con luz predominantemente roja, y el cuadrado nos devuelve, en consecuencia, luz predominantemente roja. Sin embargo, sigue pareciendo verde. ¿Por qué? Porque los cuadrados de alrededor escupen aún más rojo que el cuadrado central. ¿Conclusión? No percibimos colores, sino relaciones entre colores.

Nos tropezamos con un fenómeno ya conocido: el cerebro indaga constantes. Y esto, otra vez, reviste sentido desde el punto de vista de la evolución. Una manzana madura, rodeada de follaje verde, varía de color según la hora o la nubosidad. Pero lo que nos importa es poder comerla con garantías a la hora que fuere, esto es, captar una señal cromática que no dependa de las condiciones ambientales de iluminación. La evolución ha saldado la cuestión haciéndonos percibir, no los colores discretos de las cosas, sino las relaciones entre colores de cosas contiguas. El color que atribuimos a la manzana incorpora, en su transcripción neurológica, el verde del follaje circunstante. De resultas, filtramos o suprimimos los cambios de iluminación: afectan al fruto, aunque también al follaje, y al anularse recíprocamente, causan baja en el balance que del evento total efectúa nuestro cerebro.

Un análisis neurológicamente más fino revela que el cerebro actúa como un termostato: recoge las radiaciones lumínicas de los cuerpos discretos, y calcula luego la relación entre estas radiaciones. Lo primero corre a cargo de neuronas sitas en V1, y lo segundo es efectuado por neuronas localizadas en la zona V4. Lo que vemos, o somos conscientes de ver, responde a la segunda operación. Un tipo al que una lesión había dañado la zona V4, se mostró incapaz de ver los colores que vemos usted o yo. Un objeto multicolor le afectaba inarmónicamente: cada color local le impresionaba por separado, como si no hubiera nada a su alrededor. Estos experimentos mueven a ponderaciones inmediatas sobre determinadas doctrinas estéticas. Por ejemplo, sobre la importancia concedida por el crítico Clement Greenberg a los grandes formatos en el Expresionismo Abstracto. Greenberg se las ha pintado siempre a las mil maravillas para dar explicaciones tontas de intuiciones agudas, y es mejor olvidarse de lo que literalmente dijo en este caso. Pero ahora comprendemos por qué un rothko gigantesco es con frecuencia impresionante, en tanto que tiran a flojos los rothko pequeños o medianos. La causa reside en que, en el rothko descomunal, la influencia del fondo extrapictórico sobre el haz del lienzo, resuelto por lo común con muy pocos tonos, es mínima. En consecuencia, Rothko consigue que veamos colores casi puros, o lo que es lo mismo, colores que no han sido procesados todavía por las neuronas que están repartidas por V4.

En general, la discusión de Zeki, fascinante en este tramo del libro, sustancia convincentemente su tesis central: la de que mucho arte moderno, al simplificar el vocabulario plástico, ha sabido explotar, unilateralmente, funciones neurológicas que en los actos de visión normal están integradas en procesos más complejos. Usando sus propias palabras: cierto arte moderno moviliza los mecanismos de células cerebrales de un mismo tipo o especie. Se comprueba lo mismo, por antífrasis, estudiando el comportamiento cerebral de un espectador interpelado por un cuadro figurativo. Lo mismo los cuadros realistas, que los que desafían –como sucede con el fauvismo– las relaciones habituales entre forma y color, desencadenan reacciones cerebrales mucho más complejas que los cuadros abstractos. No se activan las mismas regiones en la pintura fauvista y en la naturalista, por cierto. Pero en ambos casos se activan muchas más regiones que en el arte no figurativo. Cito al propio Zeki: «Pensamos que son tres los estadios cerebrales implicados en la percepción normal del color, dejando a un lado subestadios de los que ahora no es ocasión de hablar. En el primer estadio el cerebro mide la composición ondulatoria de cada punto. De ello se encargan las células de V1. El segundo estadio consiste en la extracción de relaciones entre longitudes de onda y en la construcción del color. El cerebro descuenta las oscilaciones constantes en la composición ondulatoria; el proceso corre a cargo del complejo V4 y desemboca en resultados que son independientes de la naturaleza concreta de la superficie o cuerpo percibidos. En el último estadio, se atribuye a cada objeto un color y se verifica si éste es correcto. En el proceso intervienen varias áreas, entre otras, la corteza temporal inferior, el hipocampo y la corteza frontal» (pág. 203).

Esto era, si bien se mira, perfectamente esperable. La pintura figurativa apela, junto a la forma y al color, a una concepción del mundo físico que es anterior a la ejecución del cuadro en sí. En parejo sentido, es por fuerza más compleja. Sería ilícito, claro está, extraer de aquí la conclusión de que las sensaciones que se experimentan frente a una anunciación barroca son más finas, excelsas o respetables que las que experimentamos al ponernos delante de un mondrian. La neurología demuestra lo que demuestra, y no más: si al tiempo que contemplamos un mondrian, extrayésemos mentalmente la raíz cúbica de 13, o rememorásemos una película pornográfica, nuestro cerebro echaría más chispas que si nos redujéramos a contemplar el mondrian. Y no por ello habría mejorado la calidad de nuestra experiencia estética. Con todo, se hace irrresistible la idea de que los vocabularios plásticos simplificados se dirigen a funciones mentales de índole, por así decirlo, preliminar, y de que bloquean con eficacia y deliberación las estrategias metaforizadoras del ojo. ¿Por qué insiste entonces Zeki en presentarnos esos vocabularios como un culmen, un más allá, en la excursión del espíritu por los pagos del arte?

El motivo es que, como se ha señalado ya, el autor confunde el interés de cierto arte moderno para un estudio modular del cerebro, con el avance que ese arte supone desde un punto de vista estético. El error se aprecia clarísimamente en una sola frase: «Esto acrece mi admiración por lo que los artistas abstractos, y en particular Mondrian, estaban intentando, y por el alcance de su éxito, al menos en términos neurológicos» (pág. 200; las cursivas son mías).

Zeki se ha hecho un lío. Las afasias, por ejemplo, constituyen una fuente inestimable de datos para contrastar teorías gramaticales, y la Neurolingüística no podría prosperar sin ellas. Ahora bien, sería absurdo afirmar que un afásico que ha perdido la capacidad de establecer tales y cuales oposiciones binarias entre tales y cuales rasgos distintivos jakobsonianos, ha progresado en el manejo del lenguaje. Sea dicho con absoluto respeto hacia el arte abstracto, y sin pretensión ninguna de pescar en río revuelto.

III

Concluyo aquí la parte expositiva y crítica de este artículo. No resisto sin embargo la comezón de intentar incursiones más personales, pese a que no soy historiador de arte, ni, mucho menos, neurólogo. Pienso, con todo, que uno ha de ser juzgado por sus actos, no por sus ejecutorias. Así que me lanzo alegremente a la brecha. Quiero ventilar dos cuestiones, ambas vinculadas a muchas de las cosas que nos han contado Hoffman y Zeki. La primera se refiere al arte del retrato. La lesión de una parte muy específica del cerebro –circunvolución fusiforme– provoca una discapacidad conocida como «prosopagnosia»Para una descripción fascinante de la prosopagnosia, léase El hombre que confundió a su mujer con un sombrero (Oliver Sacks, Muchnik Editores).. El prosopagnósico distingue perfectamente los rasgos faciales de una persona: los ojos, la nariz, la boca, las orejas. Aprecia incluso las expresiones de contento, enfado o miedo que la cara en cuestión asume a lo largo del tiempo. Pero no sabe reconocer esa cara como la cara de una persona concreta. Ni siquiera reconoce su propia cara cuando se mira en el espejo. Es posible que comprendamos mejor el síndrome pensando en lo que nos pasa cuando intentamos recordar una cara que no termina de ser eficazmente resucitada por la memoria. Componemos rostros provisionales, los cuales, sin embargo, no aciertan a precisarse en el rostro de un individuo con nombre y apellidos, el nombre y apellidos, justamente, de la persona que infructuosamente pugnamos por representarnos. Hasta que de pronto las piezas alcanzan una congruencia portentosa, y entonces sí, entonces «vemos» a la persona. La vemos como a ella misma con exclusión de cualquier otra.

Es esta fase última la que, precisamente, no logra nunca culminar el prosopagnósico. El reconocimiento de rostros es una actividad tan específica, que resultaría un milagro que no hubiera surgido por selección natural. Nos importa, a efectos de supervivencia, saber quién es quién, si amigo o enemigo, si miembro del clan familiar o de un clan ajeno. Así que hemos desarrollado una capacidad innata para seguirle la pista facial a un fulano cualquiera. Pero dejemos la biología y vayamos al arte. Es obvio que el retratista, a fin de sacar el parecido del retratado, apela a las claves visuales de que habitualmente nos valemos para distinguir a nuestros semejantes. Y como estas claves conforman un mundo o universo muy peculiar, es obvio también que un retratista será tanto más certero cuanto más diestro en el manejo de las claves pertinentes. Esto establece ya una separación notable entre el retrato y los restantes géneros pictóricos: en el retrato cuentan las destrezas que más fructuosamente operan sobre las neuronas que se congregan en la circunvolución fusiforme. ¿Hemos terminado? No. Probablemente, el retrato sea el único género donde ocurre algo que está próximo al trompe-l'oeil. Nos disparamos a reconocer a una persona. Más intrigantemente, nos disparamos a «reconocer» a personas que no hemos visto nunca. El gran retrato es intrínsicamente verosímil, entendiendo por tal, humanamente inconfundible. Reparen en los cuadros reproducidos en esta página. La cabeza velazqueña de Inocencio X es de una verosimilitud casi sobrecogedora. Ahí está el papa semibarbado e ingrato, con su nariz carnosa y su belfo caído. La efigie de Cranach, sin embargo, no apura la evocación del rey Carlos. Constatamos que se trata de un joven rubial, prognático y de faz acaballada. Pero estas noticias no componen una cara individual: nos retraen hacia una fase anterior, genérica, en la percepción de un rostro de verdad. No estamos en la prosopagnosia, pero tampoco en el triunfo agnitivo de quien prueba a rememorar el rostro de un viejo conocido y, ¡albricias!, por fin lo consigue.

¿Guardan estos hechos alguna trascendencia estética? Sí: la estilización es más expresa, y más evidente, en el cranach que en el velázquez. Al no quedar absorbidos, o distraídos, por la presencia humana que se trasluce a través de la efigie pintada, nos demoramos con más sosiego en lo que es el juego de la línea pura. Casi podemos ver al efigiado como una imagen plana, de la que registramos, sin embarazo alguno, las cualidades de índole formal: la tendencia de la línea a ondularse, o formar ángulos agudos, etc. El Inocencio X también es, por supuesto, susceptible de una descripción formal. Pero fíjense en esto: para captar la forma, y admirarnos del oficio soberbio de Velázquez, invertimos el movimiento natural del ojo. Lo dirigimos más a las manos, a la esclavina, a los pliegues y puntillas del halda, que a la cabeza en sí. Sólo después de que estas incursiones periféricas han impreso velocidad a nuestra mirada, conseguimos domesticar, o procesar en términos pictóricos puros, el rostro impertinente y vivísimo que nos espía desde detrás de la tela.

La pintura moderna, de vocación formalista, conecta más con Cranach que con Velázquez. Los pintores modernos, exactamente por las razones enumeradas, suelen tener enormes dificultades para evacuar retratos en el sentido riguroso de la palabra. Echemos una ojeada al que Picasso pintó de Gertrude Stein (pág. 27). Por aquel entonces (1906), Picasso estaba enfilando el camino de lo que después sería el Cubismo. Quería depurar geométricamente la cabeza, y conservar también el parecido, y las cuentas no le salían. Pintó y borró varias veces la cabeza de Gertrude Stein, hasta contentarse con la que ahora se puede ver en el Metropolitano de Nueva York. Se trata de una testa espléndida, de sabor ibérico arcaico. Pero no es la cabeza de una mujer que alguna vez hubiéramos podido encontrarnos en la calle. En realidad, constituye el reflejo axial… de un autorretrato del propio Picasso, ejecutado también en 1906.

Bacon ha pintado, famosamente, varios d'aprés del «Inocencio» velazqueño. Ahora bien, son escenografías, no retratos. Y Sutherland ha cultivado el retrato, aunque no sin imprimir a su estilo un sesgo por completo distinto al de su pintura habitual. El pintor abstracto, con dejes surrealistas, que es Sutherland, se convierte de pronto en un pompier, que no escatima el modelado clásico o el brillo en la punta de la nariz. Los expresionistas, cierto es, han sabido conciliar su modo de pintar con el retrato/retrato. Mi argumento, en consecuencia, debería ser afinado. Lo he expuesto aquí al desgaire, como una pura provocación neurodialéctica.

El segundo punto se refiere a un asunto perfectamente conocido en la historia del arte. Me refiero a la relación genética entre Impresionismo y Abstracción. Por supuesto, hay que interpretar «genético» en un sentido lato. No hay determinismo en arte, y nada conduce por fuerza a nada, y nada se desprende necesariamente de nada. Pero el Impresionismo abrió compuertas que al cabo facilitaron el aterrizaje en la abstracción. Existen versiones oficiales del fenómeno, por lo común correctas. Por ejemplo: entre finales de la década de 1860 y 1880, Monet y Renoir convierten las pinceladas rápidas y breves que habían usado para reproducir los efectos de la luz al filtrarse entre el follaje o refractarse en el agua, en un entramado que recorre el lienzo con un brío indomeñable y musical. No falta ya tanto… para la abstracción. Los fauvistas van más lejos: pintan un brazo de amarillo o una cortina de rojo, pero dejan que el rojo o el amarillo se salgan de madre y jueguen entre sí ignorando o contraviniendo la silueta del brazo y la de la cortina. Y así de seguido. Las explicaciones oficiales, en fin, son perfectamente recibibles. Pero yo les voy a proponer un argumento más general, más potente, y directamente endeudado con la ciencia de la visión. Les adelanto el diagnóstico, para que vayan haciendo boca y esbozando quizá un gesto de discrepancia: tenemos abstracción, porque antes hemos tenido Barroco. Mejor: tenemos abstracción, en la medida en que el Impresionismo es una forma tardía del Barroco. Les he dicho que el hilo del argumento iba a ser neurobiológico. De manera que principiaré por repescar algunas de las enseñanzas de Hoffman, el cognitivista. La figura 8 sugiere cinco protuberancias y una hendidura, iluminadas todas ellas por una única fuente de luz que brilla desde lo alto de la página. Bien, dénle la vuelta a la revista y tornen a mirar la figura. Verán cinco hendiduras y una protuberancia, otra vez iluminadas por una fuente única que arroja su luz desde arriba (recuerden que «arriba» es ahora lo que antes era «abajo»). Hoffman se vale de este experimento para extraer dos conclusiones generales acerca del modo como el ojo recoge e interpreta una escena visual. Primero: se conjetura un número mínimo de fuentes virtuales de luz. Si sólo una, mejor. Dos: se coloca la fuente de luz por encima de los objetos. Obsérvese que no podríamos haber visto cinco protuberancias y una hendidura en el primer caso, o cinco hendiduras y una protuberancia en el segundo, a no haber realizado inconscientemente estas dos operaciones. En términos escuetamente lógicos, nada nos habría vedado interpretar cada círculo, arbitrariamente, como una hendidura o una protuberancia. Para ello, habría bastado imaginar una fuente singular de luz arriba o abajo de cada círculo: arriba cuando vemos una protuberancia y la parte más clara ocupa la parte superior del círculo, abajo cuando ese mismo círculo es interpretado como una hendidura, y así sucesivamente. Pero no operamos así. Elegimos una fuente de luz única, y la situamos arriba. Lo hacemos instintivamente, como si no existiesen alternativas.

El Barroco se dejó llevar en este aspecto por la tendencia espontánea del ojo. Algunos artistas, es verdad, iluminaron sus escenas desde abajo. Tal, Georges de la Tour. Basta, no obstante, pasear un rato por las salas de El Prado, para comprobar que De la Tour fue una excepción. Fíjense en El martirio de san Felipe de Ribera –ambientado en el exterior, todo hay que decirlo–. La luz se derrama desde lo alto, desde un cenit ubicado a la izquierda del espectador y varios palmos por encima de la margen superior del lienzo, y modela cuerpos y objetos dentro de un espacio interiormente trabado. De momento, parece que no hay novedad. Pero sí que la hay: al revés que el esquema de Hoffman, ejecutado a partir de blancos, grises y negros, el cuadro de Ribera contiene azules, marrones, y verdes. Esto es, contiene colores. Y los colores, por lo general, dificultan enormemente la creación de un espacio visual homogéneo. El Mondrian para uso de neurólogos del que he hablado antes puede aclarar la situación. Recuerden que consistía en cuadrados de distintos colores, distribuidos al azar sobre la superficie del panel. Lo que percibía entonces el ojo era una sopa juliana de tonos, inmune, eso sí, a los cambios de iluminación. Habría sido imposible que una representación realista de gusto barroco prosperase bajo este régimen desenfadadamente policromo. Los brazos que se cruzan y parcialmente desaparecen detrás de otro brazo u otro cuerpo, los objetos en escorzo, las difuminaciones perspectivas, nos habrían introducido en un caos óptico de dimensiones formidables. Podemos asirnos a esta conclusión provisional: el uso de tonos puros tiende a romper la coherencia del espacio figurativo. Ello es especialmente así cuando la composición reposa sobre el juego de la luz al derramarse sobre cuerpos u objetos.

Redistribuyan ahora los cuadrados del Mondrian estableciendo entre los colores transiciones graduales. Imaginemos que el cuadrado amarillo queda en la esquina inferior izquierda, y conforme más nos desplazamos a la derecha, más tienden los cuadrados al rojo, y cuanto más nos corremos hacia arriba, más se acentúa el azul. El panorama… se transforma dramáticamente. Ningún cuadrado individual ha cambiado de color, pero lo que vemos ahora es un espacio único, alumbrado por una luz colocada junto al cuadrado amarillo. A medida que nos alejamos de este cuadrado, el espacio va ensombreciéndose, hasta sumirse en la obscuridad. Esto se puede explicar científicamente. Un color, o mejor, el efecto sobre nosotros de un pigmento brillante, depende, como ya sabemos, no sólo del pigmento y su brillo, sino, también, del contorno cromático. En particular, cuando se pone un pigmento contiguo a otro, cambia para nosotros el color de ambos. ¿Cuál será ese color nuevo? Aquí el ojo es libre de reconstruir la situación de distintas maneras: puede decidir que ha cambiado el pigmento local, o también que ha cambiado la iluminación. Las estrategias del cerebro visual siguen, sin embargo, pautas verificables. Hoffman nos da estas dos reglas: 1) Interprete los cambios graduales de tono, saturación y brillo en una imagen como cambios en su iluminación. 2) Interprete los cambios bruscos de tono, saturación y brillo en una imagen como cambios en las superficies (pág. 165). Podemos concluir, pues, lo siguiente: al yuxtaponer tonos espectralmente próximos, reconstruimos las gradaciones como cambios suaves de la iluminación, dentro de un continuum o espacio homogéneo donde se borran o atenúan los bordes de las superficies.

¿Y bien? Pues resulta que nos vemos abocados a una suerte de aporía. Antes descubrimos que modelar las figuras, anulando el color, generaba espacios coherentes. Ahora sabemos que el color, graduado, genera también un espacio coherente. Pero no admite cuerpos en su interior, esto es, formas con los bordes definidos. ¿Cómo meter cuerpos en el cuadro, sin sacrificar el color? O dicho a la inversa: ¿cómo conservar los cambios de color que señalan los límites de las superficies, sin romper la continuidad del espacio?

La cuestión viene de lejos. Alberti, en Della pittura, recomienda modelar el cuadro en blancos y negros, sin incurrir nunca en el blanco puro o el negro puro, y añadir luego los colores locales. Debajo de éstos, y templando el concierto de contrastes cromáticos, permanece soterrada, como en los palimpsestos la escritura original, la gama previamente obtenida a partir de tonos neutros. De este modo se concilian color y coherencia espacial.

El modelado previo en blanco y negro, o blanco y tierras, antecede, claro está, a Alberti. Lo usaron, por ejemplo, los Van Eyck. Ahora bien, los góticos, lo mismo que los primitivos italianos, no se contentaron con organizar la superficie plástica mediante un modelado inicialmente monocromático. También subrayaron el color local, realzaron los perfiles y acentuaron el carácter convexo o cerrado de las formas. De resultas, la luz se reduce a un discretísimo expediente para modelar cada cuerpo por separado. El espectador percibe los cuerpos serialmente, como los dedos del ciego el bulto de los signos al repasar una página en alfabeto braille, y a partir de ahí alcanza una percepción integral del conjunto. Falta mucho aún, en el fondo falta todo, para que la luz se erija en principio organizador del lienzo.

La innovación técnicamente genial que desembocaría en el Barroco, o en buena parte de él, consistió en reducir la paleta –no ya Ribera, sino Velázquez o Rubens usan muchos menos colores que Uccello, Van der Weyden o El Bosco–, templar al máximo las gradaciones, e introducir el claroscuro, entendiendo por tal el contraste sistemático entre luz y sombra. En los casos límite, este contraste generó los énfasis tenebristas. Otras veces, se apoyó sobre gamas más claras: el rosa, el amarillo y el azul cyan alientan pudorosamente bajo un velo nácar o gris perla. Pero no se observan rupturas bruscas en las transiciones cromáticas, las rupturas que justamente necesitamos para precisar el entorno de los objetos. Esas rupturas habrían menoscabado la coherencia del espacio figurativo. En compensación, se delegó en la luz la tarea de construir las formas. La luz, constreñida hasta entonces a imponer su ley en el entorno de cada cuerpo, asumió funciones de intendente general. Su resplandor pobló de beatos, dianas, padres de la Iglesia, papas y magdalenas en éxtasis un espacio pictórico en que las cosas tendían a borrarse o zafarse lo mismo que una piedra pesada al caer en aguas profundas. Y floreció sobre el haz del lienzo la pasamanería lumínica barroca; surgieron los efectos orquestales del Barroco, en que las partes, subordinadas al movimiento de una luz única, con sus torbellinos, sus resplandores, sus exasperaciones súbitas, componen un mosaico de difícil interpretación para quien no tenga su aparato ocular bien ahormado por un trato prolongado con la historia del estilo.

En esencia, el proceso resulta análogo al que hemos presenciado ya a propósito de la figura de Hoffman: sólo que ahora es incomparablemente más complejo y sutil. Y comprende, por supuesto, al color. En sus Principios fundamentales de la historia del arte, Wölfflin denominó a esta manera de resolver el cuadro, «pictórica», y la contrastó con la «lineal», en que el todo aparece articulado por partes claramente delimitadas y aprehensibles cada una por sí misma. Y con esto, me planto en el Impresionismo. El Impresionismo es la última expresión del Barroco. Es verdad que el modelado clásico ha sido reemplazado por el modelé sommaire; lo es también que los volúmenes se han aplastado, y pujan por integrarse con el fondo. Pero el Impresionismo es barroco: luces y sombras –unas sombras cada vez más claras– siguen tejiendo sus fantasmagóricos trasuntos de la realidad ambiente. Y es pictórico en la acepción wölffliniana: las partes adquieren sentido plástico con respecto al todo, y no al revés. Es una pintura orgánica, holista, no una pintura que surge por la agregación de partes. Y en esta pintura orgánica, y de inspiración aún figurativa, irrumpen los complementarios, lo que científicamente se conoce como colores oponentes: rojo/verde, amarillo/violeta, azul/naranja.

Los complementarios se vigorizan mutuamente: el rojo es más vivamente rojo junto al verde, o el naranja más intensamente naranja cuando se le yuxtapone un azul. Los complementarios vulneran, en una palabra, las delicadas gradaciones que mantenían íntegro el espacio de la pintura clásica. ¿Entonces? Pues acontecieron dos cosas: no sólo el espacio exento e iluminado por un solo foco o lumbrera empezó a dislocarse, sino que sufrió una mutación no menor el código figurativo enunciado por los artistas en el siglo XVII y finales del XVI . Me refiero al delicado repique de la luz sobre las formas bidimensionales, a los recortes y dibujos que la luz hace cuando se derrama por el cuadro y destaca lo que se debe ver o sepulta en sombras lo que no se debe ver. Todo esto sucedió, de suyo va, de modo progresivo, sin que se suprimieran de golpe las claves que permiten identificar esta forma o la de más allá. Pero la abstracción estaba, por así decirlo, a la vuelta de la esquina.

Que la explosión colorista no habría sido suficiente para provocar este desenlace, sino que fue necesario que se verificara en el contexto compositivo barroco, queda confirmado por el hecho de que cierta pintura expresionista, o artistas como De Chirico, emplean colores vivos y saturados, o complementarios, pero no rozan siquiera la abstracción. Y es que, por una suerte de atavismo, esos pintores han retornado a los modelos prebarrocos: marcan férreamente las siluetas, o bien encierran el color en formas fácilmente aprehensibles. No importa que éstas sean poco realistas, u ofendan el sentido del decoro del espectador de gusto académico. Lo decisivo es que los amarillos, rojos o azules se han puesto al servicio de un texto visual inequívoco. Sin esto, dicho sea de paso, no habrían sido los expresionistas los grandes narradores que sin duda fueron. En realidad, los últimos narradores modernos, colectivamente considerados, son los expresionistas. Porque los surrealistas formaron equipo, pero, desde un punto de vista estrictamente plástico, ya no son una escuela.

No tengo más remedio que desgranar algunas palabras sobre el cubismo analítico, el cual parece no encajar en la historia que acabo de relatarles. En efecto, los cubistas analíticos lindaron con la abstracción, aun restringiendo su paleta al gris y al ocre, con incursiones timidísimas en el verde. La supuesta dificultad, sin embargo, es una seudodificultad. El que la liberación del color dentro de un contexto estilístico determinado, franqueara el paso a la abstracción, no excluye que se pudiera llegar hasta ésta por otros caminos. Desde una perspectiva histórica, lo que importa es establecer qué motivó la implosión del modelo figurativo. Y el itinerario señalado sigue antojándoseme el más determinante. Rotos los diques, ocurrieron después cosas para todos los gustos.

Me interesa más estudiar la conexión entre el cubismo analítico y el sintético, en que vuelve a darse de alta al color. En el cubismo analítico existe luz, y la luz modela –desde ángulos, bien es cierto, múltiples y contradictorios–. Por ello precisamente, la inhibición del color es inherente a las composiciones analíticas: el modelado finge relieves en el espacio, mediante suaves gradaciones. Además se mantiene, con inflexiones y agonías, la distinción entre primer plano y fondo. En aquellos casos en que el facetado funde el primer plano con el fondo, dejamos de ver, o casi, qué es lo que hay representado, y el cubismo analítico vira delicadamente a la abstracción.

El uso del papier collé y la aparición del color iniciaron la transición a la segunda variante clásica del cubismo. Los papiers collés –tiras de papel adheridas a la superficie del cuadro. Más tarde se emplearon telas, chapas, etc…– tuvieron dos efectos inmediatos. De una parte, suprimieron la tercera dimensión. Integraban superficies autónomas en el haz del lienzo, intrusiones objetuales que entorpecían la incursión del ojo en profundidad. En segundo lugar, divorciaron la forma del color, originando disfunciones de índole referencial. Por ejemplo: cuando un retazo rectangular de papel irrumpe con su azul intenso en el tablero de una mesa velador resuelta en grises o blancos, no sólo quedan impugnadas nuestras expectativas perceptuales en torno al color de la mesa, sino que nos enfrentamos a la dificultad añadida de conciliar el perímetro supuestamente ovalado del tablero con la geometría hostil engendrada por el papel collé. En vista de todo esto, lo normal habría sido que Braque y Picasso coronaran su itinerario sintético abrazando de lleno la abstracción. La eludieron… gracias al bricolaje. Unas veces el dibujo esquemático, aunque fácilmente legible, completaba lo que la mancha, en sí misma, no conseguía decir. Otras, el dibujo penetraba en la propia mancha, tejiendo un segundo motivo, en clave figurativa ahora, sobre el ajedrezado policromo del lienzo. La técnica inventada por Braque y Picasso dio origen a piezas hermosísimas. Pero era artificiosa, porque la superficie plástica, en rigor, no estaba ya pensada para acoger imágenes de intención figurativa. Se había creado un universo pictórico independiente, que sólo mediante manipulaciones ad hoc era posible reconducir hacia una evocación del mundo circunstante. La abstracción palmaria seguía siendo una respuesta estable al conflicto, y ese fue el camino que al cabo eligieron varios pintores. La reintroducción, al menos parcial, del color en la silueta de cada cosa, era otra alternativa. A ella se apuntaron Braque y muchos artistas de la Escuela de París. La démarche supuso un retorno a los modelos prebarrocos, conmovidos ahora por la división cubista del lienzo en planos. Nos hallamos de nuevo, como puede verse… en terreno familiar.

Y no digo más. Lío el petate y me voy con la música a otra parte. El viaje desde el Impresionismo hasta la abstracción fue vertiginoso y breve: cincuenta años a todo tirar. Es lo más estupefaciente que ha ocurrido en la pintura moderna, por no hablar de la pintura en general. En el orden metafórico, que es el que hemos estado explorando aquí, significó un pendulazo descomunal, un vuelo entre puntos extremos. Con Cézanne, con Gauguin, con Matisse, el ojo es todavía libre de metaforizar a su antojo. Suprimido de raíz el trompel'oeil, el ojo puede contraponer alegremente forma y contenido, y entregarse a toda clase de diabluras. Con la abstracción, sin embargo, al ojo se le niega una de sus vocaciones: la figurativa. Si bien se considera, el arte abstracto ha generado más repeticiones que los estilos anteriores. Nada emparenta al Mondrian neoplasticista con Pollock, pero entre un mondrian neoplasticista y otro mondrian neoplasticista, o entre dos pollocks de 1951, existen muchísimas menos diferencias que entre dos goyas o dos rembrandt estrictamente coetáneos. El fenómeno se presta a una exégesis neurológica. Construimos lo que vemos, y por tanto, tanto menos veremos, cuanto menos construyamos. Al constreñir al ojo y sus jeribeques a la edificación de formas geométricas puras, o de manchas no interpretables en clave figurativa, los abstractos redujeron nuestra capacidad para maniobrar visualmente. Una hazaña. Y también, una limitación.

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