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El caso del poeta amateur

COLLECTED POEMS, 1947-1997

Allen Ginsberg

Harper Collins, Nueva York

THE POEM THAT CHANGED AMERICA: «HOWL» FIFTY YEARS LATER

Jason Shinder (coord.)

Farrar, Straus and Giroux, Nueva York

I CELEBRATE MYSELF: THE SOMEWHAT PRIVATE LIFE OF ALLEN GINSBERG

Bill Morgan

Viking, Nueva York,

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Morir joven después de producir un libro notable es toda una estrategia en la lucha por la gloria literaria, un gambito en el que la pieza sacrificada es el autor. Además de la aureola romántica, casi nadie regatea elogios a un rival difunto y no es difícil beneficiarse por asociación. La alternativa es llegar a viejo, preferiblemente muy viejo: se tiene entonces la última palabra y los muertos no refutan. En términos de estrategia literaria, es probable que Allen Ginsberg haya cometido un error no muriendo (a pesar de sus honestos esfuerzos) a poco de la publicación de Howl (Aullido) en 1956. Su muerte, cuatro décadas después, no hizo sino quitar lustre a su obra, aunque sobrevivió a casi todos los miembros de su generación y del grupo beat. El desorbitado joven ebrio de poesía y drogas que declamaba memorablemente los versículos de Howl prometía un gran poeta futuro; el gentil señor afeitado y encorbatado, frecuentador de antologías colegiales, que muere en 1997, probó largamente que ése no era el caso. Incluso en el panorama más bien modesto de la poesía norteamericana de la segunda mitad del siglo XX, Allen Ginsberg parece ser una figura menor. La mejor síntesis crítica del período –The Wounded Surgeon de Adam Kirsch (2005)– no lo menciona, aludiendo sólo de pasada al grupo beat. Pero el interés que despierta va más allá de su obra: Ginsberg no sólo es uno de los poetas más leídos por los jóvenes, sino que encarna para muchos de ellos la idea misma del poeta. La de Ginsberg es una presencia que no puede ignorarse, y más vale tratar de entenderla.

La irrupción de Allen Ginsberg en la cultura estadounidense es legendaria. Para ello hay excelentes razones, no todas accidentales. Desde el principio hubo la voluntad –con más entusiasmo que cálculo, pero voluntad– de crear una leyenda y darle un prestigio fundacional: la lectura de Howl el 7 de octubre de 1955, en San Francisco, fue para los beats lo que, el 25 de febrero de 1830, fue el estreno de Hernani en la Comédie Française para los románticos franceses. El joven Victor Hugo estaba rodeado de sus amigos (Gauthier, Dumas, Balzac), y Ginsberg de los suyos (Kerouac, Cassady, Corso) que, como los franceses, dejaron testimonio para la posteridad de la importancia de Howl y de su autor. Kerouac, en el papel de Gauthier, describe la lectura en The Dharma Bums (1958, secuela de On the Road, del año anterior). La mutua mitificación del círculo de amigos fue una constante entre los ­beats. Ginsberg ya figuraba desde antes en la ficción de Kerouac (The Town and the City, 1946), y Ginsberg entona en Howl una lista de sus amigos en la que establece un santoral todavía vigente entre sus lectores: «Holy Peter holy Allen holy Solomon holy Lucien holy Kerouac holy Huncke holy Burroughs holy Cassady». Su fervor no era meramente narcisístico. El grupo beat fue inmediata y generosamente recibido en San Francisco por Kenneth Rexroth, y otro poeta, Lawrence Ferlinghetti, felicitó a Ginsberg por el recital con un telegrama que repetía exactamente, un siglo después, el que Emerson envió a Walt Whitman en 1855 al recibir Leaves of Grass: «Lo felicito por el comienzo de una gran carrera». A pesar de lo estudiado del gesto, Ferlinghetti era sincero y al año siguiente lo probó publicando Howl and other Poems con un prefacio de William Carlos Williams, lo que en la época suponía un considerable espaldarazo literario.

El éxito fue retumbante e inmediato, gentilmente ayudado, como de costumbre, por un desganado juicio por obscenidad en 1957. Pero el impacto de Ginsberg iba más lejos y más alto: hasta en Moscú también lo leían Pasternak y Yevtushenko, como lo lee­ría Vaclav Havel en Praga. Puede decirse que, casi como Byron, Ginsberg amaneció famoso un buen día de aquellos. Su biógrafo Bill Morgan dice que Ginsberg «tuvo un impacto en su época mayor del que su época tuvo en él», pero lo que cuenta su libro es rigurosamente lo contrario. Ginsberg fue un producto de la era de las comunicaciones de masa que comienza a finales de los cincuenta y que lo convirtió en una personalidad internacional en escasamente una década. Predecesor y conmilitón de los movimientos sociales de la época, se convirtió en un comodín mediático infaliblemente pintoresco: para la revolución sexual era el homosexual público; para el espiritualismo hippie era el veterano de la peregrinación al Oriente en busca de iluminaciones y gurús; para los defensores de las drogas era una especie de San Juan Bautista literario; para la izquierda estudiantil era el profeta que denunciaba el Moloch capitalista y burgués. Cuando la revista The New Yorker le dedica un largo perfil a lo largo de dos números consecutivos en 1968, Ginsberg se consagra como una institución: era el hermano mayor de la juventud que tomaba el escenario.

Es aquí donde se nota la discrepancia entre la fama y la obra de Allen Ginsberg. En la docena de años que va de Howl a la consagración de su imagen pública, Ginsberg sigue publicando, pero sus libros son avatares cada vez más ralos y menos memorables de su poema de estreno. Sólo uno de ellos, Kaddish (1959), está a la altura y, en realidad, forma un díptico con Howl. El propio The New Yorker se ve obligado a introducirlo como «Allen Ginsberg, el poeta», para distinguirlo entre la fauna de celebridades de quince minutos de la Edad de Acuario. Al contrario de Jack Kerouac, que detestaba la gazmoñería acomodada de la contracultura, Ginsberg se dejó absorber y, por un momento, creyó encabezarla hasta que lo desecharon sin muchas contemplaciones. Una de las estampas más degradantes de su vida fue la del siempre postergado acólito de Bob Dylan, esperando entre bambalinas un turno que no llegaba, inimaginable Rimbaud de un Aristide Bruant de clase media. Con el tiempo, la administración de su fama (que incluía ayudar generosamente a amigos y desconocidos) llegó a ocupar lo mejor de sus días. Leía poco y escribía desordenadamente, y trató de hacer una estética de esos hábitos. En 1984, en un poema comprensiblemente inconcluso, Ginsberg se autorretrata con típica franqueza: «Poeta, pero asqueado de escribir sobre mí mismo / Homosexual, modelo para la juventud notable por una pareja estable, pero separado del compañero y ahora preocupado por la falta de amor quién me cuidará en la senilidad de mi lecho de muerte / Profesional de la literatura pero casi no leo ya no tengo más paciencia / Manifestante pacifista pero cobarde y aburrido de enfrentarme a la izquierda / pero desconfío del comunismo y las revoluciones incluyendo la americana / antiburgués pero quiero una casa y jardín y automóvil». La vida le interesaba más que la poesía y tal vez se deba a eso que la mayor parte de su obra, en proporciones abrumadoras, nació muerta. La trayectoria de Ginsberg es espiritual y no literaria; la poesía es un medio y no un fin, y se nota. Los amigos peligrosos, el nomadismo bohemio, los éxtasis místicos y químicos, el poema como espejo, son un escape y una búsqueda. De ellos se podría decir lo que Santa Teresa de su religión: «Sea el Señor alabado, que me libró de mí».

El lector asiduo de Allen Ginsberg tiene veinte años o nostalgia de ellos. En 1976 el escritor publica Don’t Grow Old (No envejezcas), pero ni él ni sus lectores pueden evitarlo; ni su obra, que también ha caducado. Las más de mil páginas de sus Poemas reunidos, 1947-1997 constituyen una interminable cantera con contadas esquirlas de valor. Ginsberg es sobre todo el autor de un poema, Howl (el único poema largo en el que trabaja años), y un desdoblamiento, Kaddish, el lamento por la muerte de su madre que es el verdadero aullido: con el tiempo, al conmemorar los veinte años de la publicación de la obra, Ginsberg explicaría que Howl era un poema sobre su madre. Paulatinamente Ginsberg cultivó un resentimiento por el poema similar al que Conan Doyle dedicó a Sherlock Holmes, que tercamente eclipsaba, para los lectores, el resto de su obra (como veremos al final, el paralelismo entre Ginsberg y Conan Doyle no cesa ahí). Que Ginsberg terminara por producir una edición anotada de su propio poema constituye la más literal de las justicias poéticas.

Pero lo más inesperado de la obra primeriza de Ginsberg es la meridiana sensación que nos produce de una carrera frustrada, de promesa que prefiere no cumplirse. Las deficiencias de Howl son evidentes y fueron detectadas inmediatamente por críticos no necesariamente hostiles como Lionel Trilling (que había sido profesor de Ginsberg en la Universidad de Columbia) o Harold Bloom, y por poetas que se molestaban en aprender el oficio. En 1959, después de una visita de Ginsberg y Gregory Corso, Robert Lowell escribía a Elizabeth Bishop: «Han conseguido mucha publicidad con poco talento. […] Sin embargo, me imagino que están tratando de escribir poesía. Son fáciles de oír». Lo que recuerda al Unamuno de «Y déjales que pasen / ¡son los artistas!». Cuatro años después, cuando ya no se oía su estrépito debido a los viajes de Ginsberg, Lowell informa a Bishop: «Los beats se esfumaron, vuelven los profesionales».

El dictamen es fríamente certero. Y no deja de asombrar –después de haber estudiado literatura bajo la más exquisita disciplina universitaria y medio siglo de práctica poética constante e ininterrumpida– el irremediable amateurismo de Allen Ginsberg. Con la impávida honestidad que es otra de sus características, Ginsberg lo sabe y lo declara, incluso en Howl, donde admite el «estiércol sensible» de sus iluminaciones, la precariedad de su gramática, y el milagro insistentemente adverso de las gloriosas inspiraciones nocturnas que se trocan al amanecer en «estrofas de guirigay». Es crucial darse cuenta, por supuesto, que ese es el camino escogido por Ginsberg. Hasta Howl por lo menos, Ginsberg elabora artefactos literarios, hasta el punto de revisar cuidadosamente para la posteridad una nota de suicidio adolescente. Pero hay que recordar que ya en Howl, y más aún en Kaddish, Ginsberg cree fervientemente que en cada poema se le va la vida. La poesía es, antes de nada, una tabla de salvación, una manera de sobrevivir a la vida. Es esa seriedad solemne y genuina la que seduce al lector joven, que siempre comienza por tratar el poema como una concha en la que oye un mar unánime que es, sobre todo y ante todo, la sangre que corre por sus venas. Las dificultades comienzan cuando la crisis es sorteada y al equilibrio restablecido se le suman el éxito y la fama. Ginsberg no sólo sobrevive sino que lo hace como poeta. Salvado el yo, Ginsberg busca nuevas causas dignas de un embate cósmico-metafísico (nada menos que eso basta) y elabora una poética que trata de retener el personalismo de los primeros libros. Usando vagas nociones surrealistas llega a la conclusión –que combina con su vocación mística– de que no hay mejor idea que la primera que viene a la cabeza («First thought best thought»), pues es sin duda un eco del universo. Con el pasar del tiempo la reduciría a una poética de lo facilón: «Todo lo que hay que hacer es pensar cualquier cosa que te venga a la cabeza, y disponerlo en líneas de dos, tres o cuatro palabras cada una, no te compliques con oraciones, y divídelo en secciones de dos, tres o cuatro líneas cada una». Pero queda aún el hecho obstinado y concreto de que Howl y la personalidad poética de Ginsberg se han instalado ina­mo­vi­ble­men­te no sólo en la historia de la literatura norteamericana sino en nuestra memoria. Eso se entiende y justifica por razones de historia literaria y por un fenómeno estético poco estudiado.

La imagen mediática de Ginsberg ha usurpado de tal manera la lectura de su obra que es fácil olvidar que forma parte de un bien definido período literario estadounidense. Obviando la actitud adánica de sus lectores más comunes –con gustos displicentemente formados por la música popular– Ginsberg, hasta Howl y Kaddish, transita los mismos caminos de los mejores poetas de la época. Vale decir que participa de la reacción a la ortodoxia modernista que sus maestros de la Universidad de Columbia habían tratado de inculcarle. El culto a la pureza formal e impersonal del modernismo (para T. S. Eliot, la poesía «no es la expresión de la personalidad, sino un escape de la personalidad»), consagrado por el severo canon del New Criticism, lleva a un rechazo pendular que es la «poesía confesional» angloamericana de la segunda mitad del siglo. El expansivo poeta John Berryman redefine al poeta «no como un hacedor sino como un historiador espiritual», algo que en sus momentos más reflexivos podría ser suscrito por Ginsberg. De hecho, el ya citado libro de Adam Kirsch cataloga todo un universo personal de tragedias, locura y desesperación que abarca la materia poética de creadores tan rigurosos como Elizabeth Bishop o Robert Lowell.

Un cotejo entre la vida y obra de Ginsberg y Lowell ofrece sorprendentes paralelismos no simpre accidentales. La tragedia familiar como punto de partida vital y poético, la locura, el descubrimiento de la alternativa poética contemporánea de William Carlos Williams y la recuperación de la «visión whitmaniana». Puede decirse que sólo en la violencia y sordidez de la tragedia familiar, el caso Ginsberg es más hondo que el de Lowell. Pero el genuino hundimiento en la locura y la angustiosa precariedad de los períodos de cordura que definen la vida atormentada de Robert Lowell revelan la falacia descabellada, romántica y cultivada (con prestidigitaciones biográficas, con drogas, con gratuito comportamiento antisocial) del muy sensato Allen Ginsberg. Pero eso es mera biografía. Como poetas, lo crucial es lo que hacen de ello en relación con su obra.

A mediados de los años noventa, la crítica Helen Vendler, que ha analizado con autoridad la poesía estadounidense contemporánea, causó algún revuelo –el reconocimiento era tan señero como tardío– al dedicar un elogioso ensayo a los Poemas escogidos 1947-1997 de Allen Ginsberg. Vendler recoge y en buena medida ratifica las objeciones que inspira la obra de Ginsberg, pero le atribuye un mérito mayor: «ampliar la respiración de la poesía norteamericana» de su época (curiosamente, Vendler se hace eco de una frase de Jorge Guillén referida a Whitman: «Vida y poesía son como una respiración profunda»). Lo que equivale a decir que recupera y prolonga la «visión whitmaniana», aunque ésta nunca se haya perdido en la poesía estadounidense. El propio Lowell, que Vendler no menciona, reconoció ante la aparición de los beats y su estilo populista que sus refinados poemas «parecen distantes, cargados de símbolos, y difíciles a propósito […] como monstruos prehistóricos empantanados hasta morir por sus pesados caparazones». En 1946, Lowell había hecho estallar una revolución poética con su libro Lord Weary’s Castle, donde revivificó el ejemplo de rigor y densidad de Milton. Desde entonces, como Ginsberg, había descubierto y buscado a William Carlos Williams, y es bajo su influencia e, indirectamente, la de los beats, por lo que adopta «un verso libre rondado por la métrica». Y es eso lo que determina que Lowell sea un gran poeta y Ginsberg un aparte curioso. O, como discrimina Kirsch, «la decisión, por no decir heroísmo, de someter las experiencias más íntimas y dolorosas a la disciplina objetiva del arte».

Pero si la historia literaria brinda un reconocimiento a la obra de Allen Ginsberg y le asigna un nicho, la arrolladora y perenne popularidad de Ginsberg, apoyada casi exclusivamente en Howl, requiere otra explicación. Y ésta apenas debe incluir sus defectos y limitaciones, sino partir de ellos. No se aplica a Ginsberg el cervantino «quien sabe sentir, sabe decir». El defecto crucial de Ginsberg no radica solamente en su indisciplina y descuido formales: éstos reflejan –excepto en contados, breves momentos– un sentir del mundo y de su vida hecho de los lugares comunes de su época: sentimentales, psicoanalíticos, pseudorrevolucionarios, mediáticos. Es posible que Ginsberg haya aceptado esa realidad cuando terminó por reconocer que su obra mayor, Howl, representó «no un hito de la consciencia universal, sino el descubrimiento de mi propia consciencia». Es esta modesta hazaña la que encuentra un repetido eco en los adolescentes mal alfabetizados que son sus lectores más asiduos y vociferantes. El fenómeno fue definido en 1945 por George Orwell, en su agudo ensayo «Los buenos malos libros». En él Orwell examina la improbable gloria de libros evidentemente mal sentidos y mal escritos y que, sin embargo, seducen no sólo a los frecuentadores de la literatura popular, sino que llegan a tocar una fibra en todos, incluidos los lectores más exigentes. Orwell cita el caso paradigmático de las esquemáticas y acartonadas aventuras de Sherlock Holmes; podemos añadir, en una larga lista, el caso de Ginsberg. Pero no hay análisis estético que pueda derrotar la resonancia universal que tiene Sherlock Holmes, comparable en popularidad a don Quijote, sin olvidar que Cervantes prefería el Persiles. El lector tiene razones que la estética desconoce. 

 

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