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Arte, ostentación y fraude

THE ART INSTINCT. BEAUTY, PLEASURE, AND HUMAN EVOLUTION

Dennis Dutton

Bloomsbury Press, Nueva York

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Durante el período que va desde 1937 hasta el final de la Segunda Guerra Mundial, Han van Meegeren, un pintor menor resentido con el mundo del arte, se las arregló para engañar a los expertos más notables del momento con una docena de falsificaciones de Johannes Vermeer. La primera de estas falsificaciones fue Los discípulos de Emaús, a la que enseguida siguieron otras. Aunque las obras eran en realidad pastiches de escaso valor estético, fueron muchos los que las tomaron por verdaderas obras maestras del gran pintor holandés. No hace falta decir que, cuando finalmente Van Meegeren fue descubierto (en un primer momento no por sus falsificaciones, sino por vender una de ellas, entonces tenidas por patrimonio nacional, a un líder alemán), los falsos Vermeer fueron inmediatamente arrumbados y reconocidos como trabajos mediocres. Aun encontrándose en un serio aprieto con la ley, a Van Meegeren debió de resultarle difícil esconder su satisfacción. Había conseguido plenamente su propósito: poner en evidencia a esa institución formada por críticos, marchantes y académicos que había despreciado previamente sus pinturas, cuando iban firmadas por él mismo y no presentadas como obras de un gran pintorUna narración más detallada del caso Van Meegeren puede encontrarse en Hope B. Werness, «Han van Meegeren fecit», en Denis Dutton (ed.) The Forger’s Art. Berkeley, University of California Press, 1983.. La cuestión que había conseguido plantear al mundo del arte es formulada por Dutton en los siguientes términos: «Si un objeto estético ha sido ampliamente admirado, ha proporcionado placer a miles de amantes del arte, y luego se revela como una falsificación o una copia, ¿por qué rechazarlo?» (p. 178).

Esta y otras paradojas de nuestra actitud hacia el arte pueden aclararse, según Dutton, si atendemos al origen evolucionista de nuestras intuiciones estéticas: «Las paradojas de la falsificación son resultado del conflicto entre las funciones adaptativas de las obras de arte. Por una parte, tenemos el impulso natural de tratar las obras de arte de una forma contemplativa o distanciada, como objeto que da placer en la imaginación. Por otra parte, y de forma que entra en conflicto con lo anterior, las obras de arte son exhibiciones de habilidad, tests de adaptación darwiniana, y dependen de un sistema de información innato que emergió en la selección natural» (p. 188).

¿Qué es lo que nos dice la psicología evolucionista acerca del origen del arte? Una de las propuestas más llamativas de las que expone Dutton es la que presenta la actividad artística como una forma de selección sexual. La idea tiene su origen en el propio Darwin, quien vio la necesidad de introducir un mecanismo distinto de la selección natural para explicar la multitud de rasgos no adaptativos que encontramos en la naturaleza. La selección natural premia con mayor éxito reproductivo a los organismos cuyos rasgos son funcionales, económicos y adaptativos. De esta manera puede explicarse la presencia de rasgos claramente útiles para la supervivencia, la reproducción y el cuidado de la prole en especies como el propio ser humano. Es fácil especular con que algunas de las facultades implicadas en ciertas modalidades de actividad artística tienen este origen adaptativo. Por ejemplo, nuestra capacidad de imaginar lo que ocurriría si realizamos esta o aquella acción tiene una utilidad evidente, pues nos permite contemplar las consecuencias de nuestras acciones sin necesidad de ejecutarlas y, por tanto, nos permite omitirlas si advertimos, en la simulación, que esas consecuencias son malas. Dutton nos explica que esta capacidad está en el origen de nuestra tendencia a construir ficciones narrativas y a disfrutar de ellas. Sin embargo, en la naturaleza hay otros rasgos que no son adaptativos. El caso emblemático es la cola del pavo real. La hipótesis de Darwin es que son el resultado de la selección sexual. En pocas palabras, las hembras del pavo real eligen a los machos que tienen el plumaje más brillante y vistoso, y esa preferencia acaba influyendo en el genoma de la especie, pues sólo los pavos más vistosos consiguen transmitir sus rasgos a la siguiente generación. Para explicar la razón última de este mecanismo, Amotz Zahavi propuso lo que denominó el «principio del hándicap»: hay rasgos que son seleccionados no por su eficiencia, sino precisamente por lo contrario, por poner en desventaja a los individuos que los poseen. Un rasgo inútil es un hándicap, y eso es algo que sólo los mejores pueden permitirse, de ahí que sea interpretado por las hembras como un signo de buenas cualidades genéticas.

Aplicado al mundo humano, el principio del hándicap sirve para explicar conductas como la ostentación y el despilfarro, incluidas ciertas formas de altruismo. Se trata de realizar actividades caras, difíciles e inútiles, para que sólo estén al alcance de quienes poseen inmensos recursos, extraordinarias capacidades y grandes dosis de empeño. El arte surgió en la historia evolutiva del ser humano, según explica Dutton, como una actividad de este tipo. Por parte del artista, se trata de una estrategia de seducción encaminada a exhibir sus buenas cualidades como pareja potencial. Por parte del consumidor, es una ostentación de gasto en productos caros e inútiles que revela riqueza y, con ello, capacidad de protección de la familia. En esto Dutton da la razón a Thorstein Veblen, quien, en Teoría de la clase ociosa, había señalado la profunda conexión entre arte y dinero. Así se explica, según Dutton, nuestra aversión a las copias o reproducciones de obras del arte visual: «Nuestro sentido de la belleza general de los objetos se ve influido por nuestro conocimiento de que uno de ellos ha sido producido en masa, mientras que el otro ha sido hecho a mano» (p. 155). Esta aversión a las copias tiene su origen en una profunda intuición innata, que la psicología evolucionista explica en términos de selección sexual. Si en sus orígenes la actividad artística era una forma de exhibición de las capacidades personales que tenía en el derroche y en el lujo su certificado de autenticidad más fiable (pues el lujo, por su propia naturaleza, es difícil de imitar), las copias provocan todavía hoy nuestro rechazo porque carecen de ese carácter único y valioso que define al trabajo original.

Nuestro rechazo a las falsificaciones puede explicarse de modo similar, recurriendo también a intuiciones que tienen su origen en la selección sexual. La obra de arte no es un objeto aislado más o menos bello, sino un producto de su autor, y este origen tiene una importancia crucial para su correcta interpretación. Vemos la obra como una expresión sincera del modo de percibir y entender el mundo que tiene el autor, así como de sus capacidades para comunicar con éxito esa visión. La falsificación, incluso aunque sea bella como objeto considerado aisladamente, interfiere en esta función del arte, introduciendo un elemento de fraude y de engaño al que nuestras intuiciones son particularmente sensibles.

Lo que acabo de contar es sólo una pequeña porción del contenido del libro de Dutton, un libro escrito con amenidad y con un profundo conocimiento del arte. El libro tiene además un marcado carácter polémico cuando critica el relativismo cultural, un relativismo que ha dominado la antropología en buena parte del siglo pasado y que ha dado amparo, según Dutton, a experimentos artísticos en los que se presuponía que nuestros gustos estéticos eran ilimitadamente modificables bajo las presiones culturales. Contra todo esto esgrime Dutton los espectaculares avances de la psicología evolucionista, que revelan que la mente humana es el resultado de presiones selectivas y viene equipada con un conjunto de capacidades, preferencias e intuiciones innatas que determinan nuestra conducta cuando ésta es descrita a un nivel suficientemente abstracto y que, en todo caso, ponen un límite a lo que puede llegar a interesarnos sinceramente en el arte.

Aunque simpatizo plenamente con el proyecto general de Dutton, quiero exponer aquí brevemente algunas dudas que tengo sobre la lógica de su argumento. Dutton está presuponiendo, en su exposición, que existe una conexión entre explicaciones evolucionistas, intuiciones innatas y consideraciones normativas. En el ejemplo que hemos tomado aquí como referencia, la consideración normativa es que la falsificación merece nuestro rechazo, la intuición innata es esa tendencia natural nuestra a rechazar las obras insinceras y donde se ha corrompido la función comunicativa del arte, y la explicación evolucionista apela a la función original del arte en nuestro pasado evolutivo, una función vinculada al mecanismo de la selección sexual. Mi primera duda puede formularse así: ¿qué papel desempeña en la justificación de nuestro rechazo a las falsificaciones la explicación de nuestras intuiciones innatas en términos evolucionistas? No deja de parecerme que lo que hace de verdad el trabajo de justificación de nuestra actitud valorativa es la constatación de que tenemos esas intuiciones, y que se trata de intuiciones profundas, que forman parte de nuestra naturaleza, y no de una moda superficial. No dudo de que las explicaciones evolucionistas puedan afianzar nuestro conocimiento de qué intuiciones son innatas y cuáles no lo son. Pero si nuestras intuiciones pueden desempeñar un papel en la justificación de nuestras actitudes normativas, lo harán independientemente de si tenemos o no una explicación evolucionista de ellas.

Quizá pueda verse esto mejor con un ejemplo del que también habla Dutton: nuestra preferencia por los paisajes verdes, levemente ondulados y con presencia de agua y de aves. Si tenemos que diseñar un parque público o un campo de golf, todo lo que necesitamos saber es que tenemos una preferencia profunda por este tipo de paisajes, una preferencia que no puede verse contrarrestada, pongamos por caso, por una campaña de márketing cuyo eslogan rezara: «Lo seco es bello». Si además tenemos una explicación evolucionista de nuestra preferencia, tanto mejor para nuestro conocimiento. Pero esa explicación no desempeña el papel justificador que los psicólogos evolucionistas y el propio Dutton parecen concederle. Para ese papel nos basta con saber que se trata de una intuición profunda e innata.

Mi segunda duda se refiere a la conexión entre estas intuiciones innatas y la justificación de nuestras evaluaciones. Veamos cómo se establece esta conexión en un caso concreto: el de las copias de pinturas y esculturas. Mientras que los originales son artículos de lujo, las copias son productos baratos, quizás incluso reproducciones mecánicas. Si atendemos a la asociación innata entre arte y lujo que, según Dutton, tiene sus raíces en nuestra historia evolutiva, las copias no conservan el valor estético del original, por muy fieles que sean, precisamente por su bajo coste de producción. Pero el propio Dutton aboga por que tomemos distancia respecto a esta tendencia nuestra a utilizar el arte como una forma de ostentación de riqueza, por muy ancestral que sea. Podría argumentarse que, en la medida en que la tecnología permita realizar copias suficientemente fieles, la pintura y la escultura acabarán siendo lo que Nelson Goodman llama artes alográficasNelson Goodman, Languages of Art, Minneapolis, Bobbs-Merrill, 1968, capítulo 3. La pintura es considerada por Goodman como un arte autográfica y esencialmente no copiable., como la novela o el cine, en las que el original no tiene privilegio estético alguno. Y entonces nuestra tendencia natural a concebir el arte como una forma de ostentación, más que orientarnos en nuestras evaluaciones, se convertiría en una especie de obstáculo frente a nuestro mejor criterio. El propio Dutton lo reconoce: «No tenemos por qué ser esclavos de nuestras proclividades innatas, de nuestras pasiones» (p. 161).

El problema es que Dutton dedica muchas páginas a extraer consecuencias normativas de la concepción del arte como instinto, rechazando en su nombre, por ejemplo, algunas manifestaciones del arte vanguardista, como los ready-mades de Marcel Duchamp. Pero no hay en todo el libro una explicación de por qué unas veces debemos aceptar nuestras intuiciones naturales como guía para nuestros juicios estéticos, mientras que otras debemos combatirlas.

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