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Arriba y abajo

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En la parada de Ópera, los taxis se acumulan formando una espiral que recorre la plaza en dos direcciones y se prolonga hasta invadir un tramo de la calle Arrieta. Los taxistas prefieren tirarse dos, tres horas esperando a que les llegue el turno, antes que rodar por ahí de vacío y consumir combustible sin ton ni son. Aparcan, abren la puerta por el lado del conductor, descansan un pie sobre el asfalto, y se quedan mirando a lo lejos, como espiando signos en el cielo. ¿A qué aguardan? Al final de la crisis. ¿Por qué el final de la crisis tendría que anunciarse en el cielo? Presumo que es un atavismo. Escrutan el cielo como sus abuelos, sentados en el rulo de piedra, al borde de la era, iban buscando nubes en el horizonte, después de meses de sequía. El cielo se encona, la crisis se encona. Uno no puede hacer nada contra la crisis, ni contra el cielo. Uno sabe el oficio que sabe; uno está en lo suyo; nada alienta; hace calor, más del que corresponde a las fechas que corren; el taxista recoge del lateral un botellín de plástico, que ha llenado con agua del grifo, da un sorbito, y vuelve a posar los ojos en el cielo.

El estío desusado y la falta de lluvia han adelantado el otoño en falso. Los castaños de Indias del Retiro han adquirido una calidad roñosa, como de hierro. Al pasar en coche, rasando el parque, se tiene la sensación de que los árboles fueran tinglados metálicos, abandonados por alguna razón que no se alcanza. Los impresionables, los inquietos, imaginan presagios. Los que no dominan la jerga económica, se hacen un lío. «Lo que nos faltaba: mañana nos suben el PIB», me dijo un placero el otro día en un mercado del centro de Madrid. Y otros se hacen un lío, no con las palabras, sino con los sentimientos. He repartido agosto entre el tostadero madrileño y un pueblo asturiano al que me ligan lazos que cabe llamar familiares. La comarca se arrastra, apuntalada en menos vacas cada año y las pensiones agrarias. Entré en una tienda de moda, de cuya dueña soy amigo desde que conservo memoria. Un paisano, acodado en el mostrador, ponía el grito en el cielo. Dos días antes un carnero había topado a la madre, la madre había rodado prado abajo, y se había roto la nuca. Tenía que comprarse el traje negro del luto, pero, sin la pensión, ya no se le arreglaban las cuentas. Le dolía la madre y le dolía la pensión, pero sobre todo le dolía que, con la mengua de la pensión, no pudiera guardar el luto a la madre. Dos dolores confundidos que no están al alcance de cualquier fortuna. Siendo más exactos: un dolor mixto al que sólo puede aspirar el que carece por completo de fortuna.

La crisis, vivida a ras de tierra, es el tiempo inmóvil en una cola de taxis o un carnero que te quita el pan y la ceremonia. Desde el FMI, a lo mejor, la crisis suena a otra cosa.

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Ficha técnica

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