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La lógica de las cosas

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No pasa semana sin que tengamos noticia de una nueva clasificación en la que nuestras universidades  salen malparadas, con el consiguiente aluvión de propuestas para su reforma. Ahora bien, no parece que ésta pudiera en ningún caso frenar una tendencia que, consolidada ya en los circuitos universitarios de primer nivel, se ha reforzado en nuestro país durante los últimos años, para amargura de la mayor parte de los afectados: la creciente cuantificación de la calidad investigadora. Suena algo abstruso, alejado del interés de los ciudadanos que viven fuera de la burbuja –no en el sentido de progresiva hinchazón, sino de mundo autorreferencial separado del resto– académica. Pero, si bien se mira, el problema que aquí se plantea es el mismo que aqueja a otras esferas de la vida social y personal: quién vigila a los vigilantes. O cómo se decide quién atesora los méritos necesarios para avanzar en detrimento de otros.

Pues bien, lo que me gustaría sugerir aquí es que, a pesar de sus desventajas, el denostado sistema que ha terminado por imponerse es una solución perfectamente lógica para el problema que trata de resolver, que resulta básicamente de la suma de dos circunstancias: por un lado, el aumento del número de profesionales de la investigación; por otro, la necesidad de limitar la influencia de las relaciones de patronazgo sobre el proceso de su selección. Ni que decir tiene que, por la propia estructura de su mercado académico, este último problema ha sido especialmente agudo en países como España. Y eso mismo contribuye a explicar la particular rigidez de nuestro sistema de evaluación, un mal necesario a la vista de la corruptibilidad de las alternativas.

Hace unas semanas, Rafael Argullol publicó en El País un artículo titulado La cultura enclaustrada, que refleja fielmente el malestar provocado por el actual estado de cosas. Haciéndose eco de una pieza de Nicholas Kristof en The New York Times, que llamaba a los académicos de su país a salir al ruedo de la opinión pública en términos inteligibles para el ciudadano medio, Argullol sostenía que la vida política y social de comienzos de nuestro siglo está conociendo una fuerte deriva antiintelectualista. Y eso, a su juicio, tiene que ver con la tendencia de la universidad a replegarse sobre sí misma,  causada a su vez por una creciente especialización rayana en el autismo. Esta última determina también la clase de vida académica que llevan sus profesores, condicionados por el sistema de evaluación de sus méritos:

Además de atender a sus labores docentes, los profesores universitarios emplean buena parte de su tiempo en la elaboración de papers, textos con frecuencia herméticos, destinados a denominadas «revistas de impacto», publicaciones que tienen, por lo común, escasos lectores –siempre del propio ámbito de la especialización–, aunque con un gran poder, ya que son las únicas «que cuentan» en el momento de evaluar al universitario. En consecuencia, los profesores, sobre todo los jóvenes y en situación inestable, hacen cola para que sus artículos sean admitidos en publicaciones de valor desigual, pero insoslayables. Se conforma así una suerte de mandarinato que rige el microcosmos. Los profesores son calificados, mediante las evaluaciones oficiales, de acuerdo con el acatamiento a aquellas normas. La ilusión o vocación de escribir obras de largo alcance –algo que requiere un ritmo lento, que a menudo abarca varios años– debe aplazarse, quizá para siempre.

Es una descripción fiel del actual estado de cosas; siempre que excluyamos de la misma a la mitad de los profesores funcionarios españoles, que, según algunos cálculos, no investiga en absoluto. Pero, para quienes nos esforzamos en hacerlo, los sinsabores derivados de esta situación no son pocos: sin que puedan compararse con los que padecen muchos otros profesionales, sobre todo aquellos, la mayoría, que disfrutan de mucha menor libertad en el desempeño de sus funciones. Sin embargo, no cabe duda de que yo mismo desearía que algunas cosas fueran diferentes y, por ejemplo, uno pudiera dedicarse a estudiar tranquilamente durante años antes de sentarse a escribir un libro, sin necesidad de producir papers con regularidad. Sucede que lo que Argullol o, incluso, un servidor puedan querer tiene poco peso en relación con la lógica implícita en el sistema vigente. Y esta racionalidad de lo real, por decirlo hegelianamente, es lo que me gustaría subrayar.

Vaya por delante una matización. A menudo, estas quejas provienen de los cuarteles de las ciencias sociales y las humanidades, cuyos practicantes se consideran atrabiliariamente arrastrados hacia un modelo de producción y evaluación propio de las ciencias naturales. En éstas, por ejemplo, el libro no ha desempeñado nunca un papel relevante como unidad de intercambio científico. Y lo mismo cabe decir sobre los requisitos metodológicos, que son esenciales en las ciencias naturales y han obligado, en las disciplinas basadas en la reflexión normativa o hermenéutica, al desarrollo de una jerga superflua que sirve para fingir que hay un método allí donde no lo hay: salvo que leer, tomar notas, pensar y escribir valga como método.

Hasta cierto punto, esta queja está justificada. Pero, como veremos enseguida, sólo hasta cierto punto; porque la generalización del paper no responde solamente a la estandarización de los sistemas de evaluación de los méritos investigadores. La comparación entre las ciencias naturales y las demás apunta hacia un problema más amplio, que es la dificultad de verificar la relevancia de las aportaciones en estas últimas, frente a la mayor facilidad que, en principio, ofrecerían las primeras. Ya he contado en este blog cómo, en cierta ocasión, en una reunión en la que éramos mayoría los teóricos políticos, un geólogo británico nos preguntó cómo hacíamos en nuestro campo –podemos sumar a las humanidades– para comprobar el valor de lo que cada uno dice, dado que la refutación no puede aplicarse en los mismos términos que en las ciencias naturales. La referencia es la relevancia al margen de su publicación, e incluso del impacto de esa publicación medida por el número de citas que produce. Y no hay otra respuesta más que la continuidad de su influencia en el tiempo, medida, de nuevo, por su vigencia en la obra ajena. Pero no hay correspondencia alguna con una verdad susceptible de verificación experimental.

En cualquier caso, ¿cuál es la racionalidad de un sistema tan aparentemente irracional, basado en la producción de papers constantes en revistas de prestigio, evaluados al margen de su contenido y tomando como elemento objetivo su misma aparición en esas publicaciones indexadas? Yo señalaría al menos cuatro razones; aunque bien puedo estar equivocado.

1) La especialización es la consecuencia natural de un abundante y sostenido intercambio de argumentos, protagonizado por un número cada vez mayor de investigadores. ¡Cómo no van a ser herméticos los papers para un lector no especializado! Pero sucede que un investigador no puede debatir con sus colegas empleando argumentos y razones susceptibles de ser presentados tal cual en un diario generalista. Cualquier tema ha sido ya debatido hasta la extenuación, las rendijas para la originalidad han sido ya ocupadas, cualquier aportación debe basarse en el conocimiento de lo que se ha aportado ya previamente… Si uno asiste a un congreso de alto nivel, percibe enseguida hasta qué punto cualquier disciplina es hoy en día también una escolástica. Pero que el académico deba expresarse así hacia dentro no impide que pueda hacerlo de otra manera hacia fuera, si posee la habilidad para traducir su conocimiento especializado a los términos propios del debate generalista. Algo que muchos son perfectamente capaces de hacer y, de hecho, hacen.

2) Somos tantos que, si queremos leernos, es más fácil hacerlo en un paper que en un libro: se ahorra tiempo. Si, para saber lo que dice cada uno de nuestros colegas sobre el tema o temas en los que trabajamos, tuviéramos que leer un libro suyo cada año, nunca terminaríamos de hacerlo; en consecuencia, leemos sólo algunos libros de algunos colegas; otros apenas los consultamos. El aumento del número de investigadores es una consecuencia del incremento en el número de universidades, así como de la globalización –de la mano del inglés– del conocimiento. Y el formato del paper, así como la tendencia al acortamiento de las tesis doctorales y de las propias monografías, refleja la escasez del tiempo disponible, demandando de cada investigador que condense aquello que es específico de su contribución, facilitando así el debate. Es verdad que el libro posee características propias que lo hacen valioso en el contexto de las humanidades y las ciencias sociales; se dicen con él cosas que no pueden decirse de otra manera, porque se dicen con mayor nivel de detalle. Pero es que por eso siguen escribiéndose libros, a pesar de que hayan decrecido –para el progreso en la carrera– los incentivos para escribirlos: porque no valen o valen menos. Pero no es el caso de todos los libros: nadie va a cuestionar el valor de una monografía publicada en Oxford University Press. Lo que remite al siguiente punto.

3) En aquellos sistemas académicos que no se orientan hacia la eficacia, sino a la autoperpetuación corporativa y el consiguiente reparto de las posiciones existentes entre las familias correspondientes, la evaluación discrecional de los méritos de cada candidato se convierte en una puerta abierta a la corrupción: entendida como elección teledirigida del protegido propio frente al aspirante ajeno. En estos contextos, la racionalización meritocrática –o algo parecido a eso– sólo puede lograrse reduciendo al máximo la discrecionalidad del evaluador. De ahí que se tienda a una objetivación de los méritos que reduce al mínimo la valoración de la calidad de las aportaciones, o, mejor dicho, las mide exclusivamente en relación con el lugar en que han sido aceptadas para su publicación: una revista indexada o una editorial de prestigio, lugares donde publicar es más difícil porque sus criterios de aceptación son más exigentes. Porque si el evaluador en un sistema endogámico puede decidir que la monografía publicada por A (candidato propio) en la editorial de la Universidad de Móstoles es mejor que la monografía publicada por B (candidato ajeno) en Oxford University Press, así lo decidirá. ¡Por eso no hay que dejarle que decida! De hecho, es lo que sucede en el actual sistema dual español, donde la acreditación de una agencia centralizada es sólo el primer paso de dos, siendo el segundo la convocatoria de la plaza por parte de cada universidad, momento en el que son aplicables todas las discrecionalidades imaginables en beneficio del candidato preferido por el departamento en cuestión. Y en ese contexto operamos todos, porque es el contexto que tenemos; pero deberíamos tener otro.

4) Dar a los profesores tiempo para estudiar con calma y rendir los frutos correspondientes sólo cuando tengan algo significativo que decir sería lo ideal en un mundo ideal. Pero, ¿cómo estar seguros de que quien nada publica está realmente estudiando? John Rawls apareció de la nada para publicar un libro que marcó el debate de la filosofía política durante décadas; sólo volvió a publicar una monografía veinte años más tarde. ¿Podemos ser todos John Rawls? Por definición, no; tampoco es necesario. Sin embargo, un sistema que conceda tiempo para el estudio confiando que éste, efectivamente, se producirá puede terminar en la estadística antes citada, según la cual la mitad de los profesores funcionarios en nuestro país –garantizada su plaza ya– ha dejado de investigar. En consecuencia, sólo un mercado académico abierto, en el que la calidad de la investigación determine la posición profesional, crea los incentivos suficientes para que esa investigación se lleve a cabo.

Me parece que este conjunto de factores, que podrían matizarse hasta la extenuación y que admiten no pocas réplicas, incluido un recuento de las patologías que provocan, ayudan a explicar la racionalidad del actual sistema de evaluación de los méritos investigadores. Bien es cierto que su adopción responde, al menos en parte, a distintas razones en sistemas distintos: en los sistemas académicos orientados a la así llamada excelencia, sirven para introducir criterios en un mercado de contratación libre y amplia movilidad; en los sistemas endogámicos, tienen por objeto introducir unos filtros mínimos en la selección del profesorado, que elimine los aspectos más escandalosos de una selección puramente clientelar. En estos últimos es, lógicamente, más disruptivo.

Finalmente, una nota sobre el enclaustramiento de la cultura. Señalaba Argullol en su artículo que la universidad se ha retraído, cediendo a los embates del antiintelectualismo y dejando a la sociedad privada de su saber, con el consiguiente empobrecimiento del debate público. Pudiera ser; pero también pudiera ser lo contrario. ¿No vivimos la era dorada del libro divulgativo? Daniel Kahnemann ha sintetizado su carrera en un libro convertido en best-seller; Thomas Piketty está haciendo lo propio con su tratado sobre la desigualdad; y la sección de ciencia de cualquier librería está plagada de títulos atractivos para el lector medio. ¿Y los blogs? ¿O las revistas como ésta? ¿No escriben los profesores universitarios en los periódicos, no discuten en Twitter, no hay un circuito constante de conferencias en toda clase de instituciones? Se comprende bien que el tremendismo, del que ya se ha tratado en este blog, es el modo en que se sitúa por defecto el humanista contemporáneo. Ahí estaba el poeta francés Yves Bonnefoy diciendo a la prensa este pasado fin de semana que «las condiciones que favorecen una vida digna son cada vez más escasas». Pero no parece que, en lo relativo a la creación y la difusión del conocimiento, estemos pasando precisamente una mala racha.

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