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La tienda planetaria de parada única Jean Dubuffet: Affluence.

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A mí lo de la compra de Time Warner por AOL no me ha hecho ninguna gracia. Lo digo porque una de las cosas que más me ha llamado la atención acerca del modo en que se ha comentado la noticia en buena parte de la prensa española, es precisamente el unánime entusiasmo ante la absorción y el escaso interés suscitado por problemas de índole menos espectacular. Y el asunto llama tanto más la atención si tenemos en cuenta que en este país, y hace todavía muy poco tiempo, todo el mundo parecía hipersensibilizado ante la pérdida de libertad de expresión que pudiera resultar de la acumulación de medios en pocas manos. Una acumulación que a la luz de «la primera gran fusión del milenio» ahora parece pura filfa.

Más allá de los triunfalismos, lo cierto es que AOL Time Warner va a ir a por todas. Es un artefacto perfecto desde el punto de vista de la lógica de la aparentemente imparable concentración de la información-ocio y su distribución. AOL (American On line) controla uno de los más difundidos portales de acceso a la Red: una autopista temática muy bien organizada y de uso sencillo y fiable. Y barata: los que no quieren complicarse la vida navegando en solitario por el caos de la Red, tienen en este tipo de portales su más cómodo aliado por muy poco dinero. El porcentaje de usuarios de AOL entre los internautas es significativo: 22 millones de personas son sus clientes, 4 de los cuales residen fuera de los Estados Unidos. AOL, uno de los prodigiosos casos de crecimiento meteórico de la «nueva economía norteamericana» descubrió hace tiempo que Internet necesita llenarse de contenidos, de oferta. Había que conseguir hacerse con esos contenidos para poder distribuirlos por la Red y saciar el hambre. Probablemente la rapidez y la sorpresa con que se ha realizado la fusión tiene mucho que ver con la constatación del aumento espectacular de la venta de productos y servicios por Internet durante las últimas navidades. Y algunas previsiones advierten de que el comercio electrónico, que en 1998 suponía unos 43 millardos de dólares, podría alcanzar los 1.300 en el 2003. Han leído perfectamente: imagínense qué pastel y en qué tiempo hay que zampárselo. Tonto el último.

Time Warner –la añosa novia cuya historia comenzó en 1923, cuando fueron fundados la revista Time y los célebres estudios cinematográficos Warner– le proporciona a AOL todo lo que el brioso galán necesita. Piénsenlo: cadenas como la CNN (mil millones de espectadores potenciales), y algunos de los canales de cine y dibujos animados por cable más populares entre los estadounidenses. Cadenas con pies en Europa (en Francia con Canal +, en España con Sogecable) y audiencia solvente y sedienta de entretenimiento. Y prensa leída por millones: Time, People, Life, Sports Ilustrated, Fortune, Money. Una compañía que, además, posee productoras cinematográficas con ubérrimos productos de masas (The Matrix, sin ir más lejos) y estudios de televisión en los que se han producido más de 30.000 episodios de esas comedias de situación que destilan urbi et orbi la ideología de lo que, en cada momento, es lo políticamente correcto en la megatienda norteamericana. Time Warner tiene estrellas del rock –Eric Clapton, por ejemplo– e iconos mediáticos a escala planetaria: Madonna. Artistas que venden muchos cedés, que movilizan mucho dinero con sus videoclips, que crean estilo. Y mucha música que vender por la red. Es, también, el 8º grupo editor de libros de Estados Unidos, lo que tampoco está nada mal. Y lo más importante de todo: es uno de los grandes proveedores de televisión por cable. Y cable significa más rapidez en la red: más rapidez para poder distribuir eficazmente los contenidos audiovisuales, que requieren a toda costa la alta velocidad. Para vender más. Para que el control del mercado sea mayor.

Pero la verdad es que todo esto podría significar, también, que la libertad de expresión no está precisamente garantizada por la probable consolidación de AOL Time Warner y el previsible surgimiento de algunos –no demasiados– grupos competentes. Es muy sencillo: más poder en menos manos. Mucho más poder, mucha más influencia, concentrados en corporaciones que a menudo parecen haber usurpado una soberanía que antes correspondía al Estado. Uno ya se pone en lo peor y comienza a preguntarse si esas megacorporaciones, esas tiendas totales –según el modelo de los grandes malls y de los parques temáticos–-, no terminarán controlando también los tribunales de competencia que tendrían que pronunciarse en última instancia sobre los peligros de oligopolio. El dinero y, sobre todo, la velocidad con que se genera tiene poco que ver con el de los ritmos de la vieja economía o economía real (como opuesta a virtual). Aquí se necesita mucha más rapidez, y la voluntad de seguir unificando los gustos del planeta desde Estados Unidos. A nuestro alrededor están los ejemplos: las películas de dibujos más consumidas por los niños, los largometrajes más taquilleros, la música más escuchada por los jóvenes son norteamericanos. Y los mensajes también. La uniformidad tiene ventajas y no sólo económicas.

Steve Case (AOL) y Gerald Levin (Time Warner) han iniciado un proceso que tendrá continuidad inmediata. La nueva empresa sería el ejemplo de ese sueño del vendedor americano que es la One Stop Shop: la tienda en la que se consigue todo sin salir de ella. Y podría llevar el marbete de «servicios y contenidos por la Red» porque, en definitiva, de eso se trata. A esos contenidos (información, prensa, libros, cine, música, software, megatiendas) se llegará mediante teléfono móvil, ordenador o pantalla de televisión: y todo lo que se les vaya ocurriendo. Hagan números. Uno de los problemas menos espectaculares que la megafusión suscita es el del propio acceso a Internet. ¿Cuántos países, cuánta gente va a poder pagárselo? Porque lo que está ocurriendo es que, hoy por hoy, la brecha entre los pobres y los ricos no deja de hacerse más profunda. La facilidad o dificultad de acceso a ese prodigio de la tecnología que es Internet lo hace más patente. Y suscita enormes interrogantes acerca de la dependencia y de la pérdida de identidad. Pero nadie había advertido que las nuevas tecnologías no acabarían necesariamente con la desigualdad y, mucho menos, podrían fomentarla como efecto colateral.

Todavía quedan unos días para visitar en Madrid Los Dubuffet de Dubuffet, una buena muestra de la obra de uno de los pintores del siglo XX. La universalidad de su propuesta acerca de los contenidos –y también de los materiales– del arte queda acreditada por la huella dejada en opuestos como la abstracción y el Pop. Este antiguo comerciante de vinos y pintor tardío se enamoró de lo puro-impuro, estudió los enigmáticos graffiti de los muros de las ciudades y descubrió el arte de primitivos, enfermos mentales: arte bruto que se fija en dadá pero recela de la actitud dadaista. A Dubuffet le interesaban demasiado los materiales impuros, brutos. Su correspondencia con Witold Gombrowick (Gallimard) es apasionante. Dubuffet tiene un museo sutil y perfecto en París. Más que un museo, un antiguo taller en el que se exhibe una selección de su obra, con especial atención a la colorista época de los Hourloup, de los años sesenta. Se encuentra al fondo de un largo pasillo que atraviesa el patio delantero de una casa retranqueada: un lugar privilegiado en plena Rue de Sèvres (número 137), con algunos arbolitos y vecinos que comparten el disfrute del entorno. Si van a París, inclúyanlo en su visita.

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