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Un Aleph llamado Reyes

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El ensayo es el más ingrato de los géneros. Con la señera excepción de Montaigne, que tiene el rasgo excepcional de ser considerado el inventor del género, es raro el ensayista que ocupa un lugar central en el panteón de las letras de su lengua. Poetas y novelistas menores acostumbran a agotar los capítulos de las historias literarias antes de que lleguemos a las pocas y apresuradas páginas dedicadas a los ensayistas. En el caso de muchos clásicos, los géneros consagrados, a veces compuestos de volúmenes tan delgados como exiguos, opacan jugosas hileras de su obra ensayística. La más oblicua de las excepciones es Jorge Luis Borges, que supo barajar el cuento de ideas con el ensayo imaginativo, haciendo que leamos ambos indistintamente. Nada más cabal, por tanto, que muchos de los lectores de uno de los más grandes ensayistas, el mexicano Alfonso Reyes (1889-1959), muerto hace cincuenta años, lleguen a su obra gracias a la hidalga declaración de Borges de que fue con Reyes con quien aprendió a escribir prosa.

Rápidamente hasta el lector apresurado se da cuenta de que Reyes es mucho más. Es un excelente poeta, incluso –como opinaba Octavio Paz, que lo equipara con Valéry– uno de los grandes del siglo XX en el género tan escaso como difícil del poema lírico largo. Es un narrador cuyos cuentos pertenecen a la historia secreta de la ficción latinoamericana. Es un memorialista de primeras aguas, amplio, variado, curioso, universal e interesante, con un diario y una correspondencia (parcialmente inéditos) que prometen estar a la altura. Es también un crítico, erudito, filólogo, helenista e historiador digno de leerse junto a las incursiones en terreno de especialistas de otros impagables amateurs como Benedetto Croce. Y tiene el mérito entrañable, para sus apreciadores, de tener una obra que rebasa con sus veintiséis gruesos volúmenes (hasta ahora) un anaquel de longitud normal. Casi la totalidad de sus doscientos títulos cumplen con el precepto de su amado Goethe, que decía que la buena literatura es la sombra de la buena conversación. Uno comienza por leer a Alfonso Reyes y termina por frecuentarlo.

Ese género de autor exige cierto género de obra. Un caso comparable es el de Stendhal. Su gloria estaba asegurada desde el momento en que publica sus dos grandes novelas; pero los verdaderos lectores de Stendhal –que ya han sido tildados, para diferenciarlos, de beylistes– son los que sólo se complacen con todo Stendhal: diarios, correspondencia, periodismo, libros de circunstancia o de pan comer, incluidos sus libros plagiados, y hasta sus indescifrables anotaciones en volúmenes generosamente olvidados desde hace casi dos siglos. Como Stendhal, Reyes previó un lector futuro, que sólo podría comenzar a existir con la caudalosa publicación de sus obras completas, cuando se dejaría de leerlo para entablar una conversación permanente.

Los happy few que ya lo leían y lo celebraban en prosa y verso –las mejores plumas de la lengua castellana– llegaron en su momento a flaquear en su fe. Su amigo y mentor, el gran crítico dominicano Henríquez Ureña, habría dicho, al ser prematuramente nombrado albacea literario de Reyes: «Bueno, lo malo es que no hay obras». Y esos dos creadores de obras breves y perfectas, que tantas veces y tan públicamente se declaraban discípulos del mexicano, Borges y Bioy Casares (que cuando querían saber si un párrafo estaba bien escrito lo leían «en el tono con que lo leería Reyes»), comentan en una desabrida medianoche de 1960: «¿Para qué escribe todo esto? Y si lo escribió, ¿para qué lo publica?». Pero Reyes sabía lo que hacía cuando ejerció su minuciosa vena de filólogo para editar su propia obra en una alarmante cantidad de volúmenes. Lejos de ser una vanidosa «manera de buscar el olvido», como dice Borges en esa fatigada conversación nocturna con Bioy, Reyes organiza en su forma verdadera y hasta entonces inédita una obra que sólo encuentra su unidad en una vertiginosa variedad enciclopédica. El joven Octavio Paz observa, ya en El laberinto de la soledad (1950), cómo la obra dispersa y sumergida de Reyes va apareciendo «en sus verdaderas dimensiones»: «Reyes es un grupo de escritores, su obra es una literatura».

Eso explica por qué Alfonso Reyes es, en el sentido más amplio de la expresión, un escritor para escritores, donde todos se encuentran y reconocen. La virtual unanimidad en declarar su prosa un modelo impar en castellano de gracia, sabor, exactitud, riqueza de registros, ductilidad y tersura va más allá del elogio hasta convertirse en aprendizaje. El más ilustre y leal de esos discípulos es nada menos que ese milagro de natural originalidad que fue Borges, y eso bastaría para la gloria de Reyes. Es imposible, por ejemplo, no reconocer con asombro un Borges único y futuro, con todos sus pliegues y destellos, en una oración como ésta (de un cuento de El plano oblicuo, 1920): «Allewelt tenía en los ojos la expresión de inocente asombro que se advierte en los retratos del sensible Hardenberg, a quien los libros llaman Novalis».

Pero su ejemplo va más allá del manejo de la prosa. En 1921, cuando Borges ya era su inédito amigo y lector, Reyes publica una frase que es casi un programa para uno de filones más característicos de la poesía de Borges desde su primer libro: «algunos, que sólo quiséramos ser poetas, acaso nos pasamos la vida tratando de traducir en impulso lírico lo que fue, por ejemplo, para nuestros padres, la emoción de una carga de caballería, a pecho descubierto y atacando sobre la metralla». Reyes veladamente describe la muerte épica de su padre pocos años antes. Borges, a partir de Fervor de Buenos Aires (1923), hace casi un género personal de la evocación lapidaria del coraje de sus mayores («Inscripción sepulcral», «El general Quiroga va en coche al muere», «Isidoro Acevedo», etc.).

Hay más. En el prólogo a su traducción de El hombre que fue Jueves de Chesterton, de 1919, Reyes articula casi un programa estético del Borges que sólo sería nuestro Borges más de dos décadas después, hablando de una ficción «policíaco-metafísica […] una novela policial del universo», en que dos fuerzas «casi amándose, se combaten» y a veces «creemos que se transforman la una en la otra». Hay otro eco igualmente nítido y premonitorio. En su célebre ensayo de 1929 sobre las «Jitanjáforas» –poemas con palabras inventadas que constituyen un artefacto pura y sugestivamente sonoro– Reyes enumera las disquisiciones, desde los sofistas griegos hasta Mallarmé, sobre el azar y la palabra. Allí cita a un poeta mexicano, Díaz Mirón, que afirma que la casualidad jamás podrá rehacer una página de Cervantes. Con asombro y sin malicia podemos aquí reconocer la hazaña de «Pierre Menard, autor del Quijote» publicada por Borges en 1941. Lo que nada desdice de Borges, como el propio Reyes declara en 1943 al describirlo como «uno de los escritores más originales y profundos de Hispanoamérica».

Por lo demás, otros escritores igualmente originales y profundos deben a Reyes mucho más que el placer de leerlo. «Al enseñarnos a decir nos enseña a pensar», ha dicho Octavio Paz de Reyes, y, efectivamente, Reyes inaugura una gloriosa estirpe de poetas-ensayistas mexicanos que prosiguió con Paz y es representada hoy día por Gabriel Zaid. El caso de Paz, gran poeta, ensayista y prosista, es tan interesante como el de Borges. El insistente reconocimiento del Reyes poeta corre en paralelo al reiterado emprendimiento de poemas líricos de gran aliento, como Piedra de sol (1957), cuyo modelo, más que Valéry o Eliot, es la más cercana Ifigenia cruel de Reyes. La imponente e indispensable hilera de los fornidos volúmenes de las Obras completas de Octavio Paz es la continuación de la «tentativa prometeica» de Reyes, como dice su otro heredero, Gabriel Zaid: «más que una desmesura individual (abarcar muchas cosas que en otras partes son obra de especialistas), parecen cumplir una necesidad histórica: ser sujetos actuantes, no sólo contemplados, de la cultura universal». Y la lección del maestro se siente, como en Borges, hasta en el timbre íntimo de un estilo inconfundible. Hablando de otro escritor dice Reyes: «Cada estrella de figuras nos arranca una máscara y nos devuelve una cara: despojo y conquista». La imagen y su metamorfosis binaria, y el desdoblamiento final, podrían ser de Paz.

Hasta el casi olvidado Reyes ficcionista de sus inicios sigue repercutiendo. Uno de los grandes narradores de la actualidad, el mexicano Sergio Pitol, dice en sus memorias que «La cena» (1912), uno de los primeros cuentos publicados de Reyes, es una de las raíces de su obra, y que «buena parte de lo que más tarde he hecho no ha sido sino un mero juego de variaciones sobre aquel relato». De hecho, hasta fuera de la literatura podemos rastrear a Reyes: ¿hasta qué punto el más famoso de los ensayos de Reyes, Visión de Anáhuac [1519], escrito en 1915, con su límpido abarrotamiento panorámico, inspira el caleidoscópico México visual de los murales de su amigo de juventud Diego Rivera?

Esa presencia omnímoda, que atraviesa géneros y generaciones, es atribuida por Borges a «la indescifrable providencia» que «Nos dio a los unos el sector o el arco, / Pero a ti la total circunferencia». Es cierto. Hay algo casi de milagroso en el Reyes que, con ajustes y afinaciones menores, encuentra su voz como escritor desde el primer envión, antes de los veinte años. El primer volumen de sus obras se lee con el mismo encantado reconocimiento con que leemos el Pickwick del imberbe Dickens. Sus contemporáneos lo reconocen inmediatamente. Gabriel Zaid pinta el momento en una frase: «Todos los dones eran suyos, casi desde la cuna: había leído todos los libros, conocía a todo el mundo, publicaba en el extranjero, era hijo de un general que parecía destinado a gobernar el país. Reyes se aceptaba con naturalidad, con gracia, con malicia, como heredero de la grandeza universal». No menos extraordinaria es la larga, continuada plenitud de su obra, con mínimos desfallecimientos, casi siempre frutos de su cortesía oficial.

Este factor es decisivo para entender el significado de Reyes. No es la suya una volcánica y voluntariosa erupción de genio como la de su amigo de juventud José Vasconcelos, gran escritor de proyección continental y prócer revolucionario, que al final de su larga carrera literaria –cuando las obras completas de Reyes emergen como un vasto y presentido archipiélago que de repente acapara el horizonte– no supo sobreponerse al rencor del rival inseguro del fallo de la posteridad. Vasconcelos, románticamente, quiso ser único y fundacional. El clásico Reyes, como Newton, quiso encaramarse a los hombros de los gigantes que lo precedieron para ver y llegar más lejos. De nuevo, ya el primer volumen de sus obras nos da la pauta: el teatro ateniense y Homero alternan con autores nacionales mal conocidos fuera de México, emparejados con Góngora, Goethe, Mallarmé y Bernard Shaw. Es decir, no reivindica desafiantemente una cerril provincia literaria ultramarina, sino que se pasea con naturalidad de heredero y dueño por todos los predios de la cultura occidental, que vistos desde América –donde se funden con todas las sangres– no constituyen un hacinamiento de naciones e idiomas sino los variados ámbitos de la casa familiar.

Si, como dijo en frase famosa, «nuestra América» llegó tarde al festín de la civilización, Reyes fue ese primer invitado que introduce a los suyos con todos los honores. Acogido y tratado de igual a igual por ese Who’s Who del refinado banquete de la cultura occidental que es la primera mitad del siglo XX –una brillante lista que va de Valéry a Rilke, de Juan Ramón y Azorín a Ortega, de Gabriela Mistral a Borges, con un largo etcétera–, Alfonso Reyes encarna la final integración del extremo occidente. La ubicua e inevitable presencia de Borges en la literatura mundial de hoy no deja de ser, por todo lo dicho anteriormente, un indirecto homenaje a Reyes. Pero más que una obra, más que toda una literatura, Reyes es nuestro íntimo cuando hablamos con nosotros mismos al leer en castellano. Si el estilo es el hombre, el suyo es una grata compañía. De él podemos decir, como Reyes dijo de Montaigne, que su inteligencia es una especie superior de la alegría.

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