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La última ofrenda

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Thomas Mann escribió Der Tod in Venedig en 1911, cuando tenía tan solo treinta y seis años y parecía estar, por tanto, muy alejado del prototipo del autor consumado y en la recta final de su vida que representa Gustav von Aschenbach. Benjamin Britten compuso, en cambio, Death in Venice en 1973, a tan solo tres años de su propia muerte. El relato de Mann parte de una peripecia personal, cuando se encaprichó de un jovencito durante una estancia con su familia en el Lido de Venecia en medio de una gran crisis creativa (¿cómo puede evitarse atravesar una después de la proeza de publicar Los Buddenbrook con veintiséis años?). La ópera de Britten fue quizá su intento de mayor envergadura para conjurar un fantasma que lo perseguía desde su juventud: la atracción incontrolable por los muchachos adolescentes. Mann se casó y tuvo seis hijos (tres de ellos al menos homosexuales confesos), pero mantuvo a raya, con mayor o menor éxito, y con un grado de sufrimiento personal que nunca podremos conocer del todo, unas poderosísimas tendencias homoeróticas que lo acompañaron toda su vida. Britten no se casó oficialmente, pero convivió con el tenor Peter Pears durante casi cuarenta años, al principio orillando al establishment, pero luego departiendo y codeándose amistosamente con la reina madre y, en menor medida, con Isabel II (aun así, hubieron de padecer la doble ignominia de que Britten disfrutara del honor de poder ser llamado Baron Britten of Aldeburgh sólo durante los últimos cinco meses de su vida y que Pears no fuera distinguido como Sir Peter Pears hasta dos años después de morir su pareja). El relato de Thomas Mann proporcionaba a Britten todos los elementos para realizar un profundo ejercicio de introspección, quizá largamente demorado, cuando ya se sabía herido de muerte. En pleno proceso de composición de la ópera, sus cardiólogos quisieron operarlo con urgencia, pero él se negó tajantemente hasta que no hubiera concluido la obra, que por nada del mundo quería dejar a medio acabar porque sabía muy bien que se trataba de una operación de alto riesgo (de hecho, sufrió un infarto en el quirófano y nunca llegó a recuperarse de sus secuelas, que le dejaron paralizada la mitad del cuerpo). Thomas Mann amaba la música; Benjamin Britten adoraba la literatura. Aunque no fuera quizás en las mejores condiciones posibles, sus caminos parecían condenados a converger en algún momento.

Aunque nunca llegaron a conocerse personalmente, Britten no era ningún extraño para Mann. El 9 de marzo de 1948, Mann escribió en su diario que había oído en disco la Serenata op. 31 (para tenor, trompa y orquesta de cuerda) del británico y anotó su deseo de volver a escucharla. Y aquel fue, quizás, el primer contacto que tuvo con su música, ya que dos meses antes, el 16 de enero, había escrito a Ida Herz que conocía el nombre del compositor (probablemente a través de su hija Erika, que contrajo un matrimonio de conveniencia con Wystan Hugh Auden, amigo de juventud de Britten y compañeros ambos de edificio en Brooklyn al comienzo de la Segunda Guerra Mundial; otro de los vecinos era Golo Mann, el tercer hijo de Thomas), pero no su música. Mann volvió a escuchar la Serenata, esta vez en compañía de Erika, y comparó la música con la de Adrian Leverkühn, el compositor ficticio de su Doktor Faustus, la novela que acababa de terminar de escribir: «La “rosa enferma” de Blake bien podría ser de Adrian», escribió, en alusión a la tercera canción de la Serenata, que pone música al poema «O Rose, thou art sick», de William Blake. Y cuando, mucho tiempo después, Britten escribió en 1970 a Golo Mann para solicitar la autorización familiar a fin de utilizar el relato de su padre Der Tod in Venedig como punto de partida literario para su próxima ópera, Golo le contestó: «Por cierto, que mi padre solía decir que si alguna vez se creara algún tipo de ilustración musical de su novela Doktor Faustus, tú serías el compositor para hacerla […] una ópera sobre Muerte en Venecia de BB habría hecho feliz al autor de Muerte en Venecia»«My father, incidentally, used to say that if it ever came to some musical illustration of his novel Doktor Faustus, you would be the composer to do it […] a Death in Venice opera by BB would have made the autor of Death in Venice happy».. Curiosamente, una adaptación al cine de Doktor Faustus, la dirigida por Franz Seitz en 1982, hacía pasar música de Britten, sobre todo de su War Requiem, como las composiciones de Adrian Leverkühn.

En lo que es un paralelismo mucho más certero con la música de Adrian Leverkühn que él mismo describe, Mann se habría sorprendido al ver cómo, al comienzo mismo de la ópera de Britten, Aschenbach empieza a cantar en lo que es una perfecta serie dodecafónica (las doce notas de la escala cromática, sin que se repita ninguna de ellas), desde un Fa hasta un Mi bemol una séptima por encima: una para cada una de las doce sílabas de «My mind beats on, my mind beats on, and no words come». Britten y su libretista, Myfanwy Piper, querían transmitir la imagen de una mente que sigue latiendo, palpitando, pero que no logra producir nada aprovechable. Los muy mejorables sobretítulos del Teatro Real, por cierto, convirtieron ese sugerente y poético «my mind beats on» en el mucho más banal y prosaico «mi mente sigue activa», arruinando así lo que es una certera pincelada inicial para definir la compleja psicología de un personaje cuyas cavilaciones a modo de latidos –lentos y bien estructurados unos, rápidos y alborotados otros– van a acompañarnos durante toda la ópera. Y en ello radica precisamente la principal dificultad para una puesta en escena de Death in Venice: ¿cómo hacer viable dramáticamente una ópera que se sustenta en gran medida en los monólogos del personaje principal, en su flujo de conciencia? Desde la primera escena, con un Aschenbach enfrentado a un montón de borradores inservibles en una inmensa mesa negra que parece anegarlo, estaba claro que Willy Decker iba a rehuir cualquier aproximación fácil o simplista al relato de Mann, seguido por Benjamin Britten y Myfanwy Piper con mucha mayor fidelidad y hondura que en la película de Luchino Visconti. Decker consigue, de entrada, algo enormemente difícil, como es que las diecisiete escenas de la ópera se sucedan como un continuum perfectamente engarzado no sólo desde el punto de vista técnico (los cambios de escenografía, ejecutados en lapsos de tiempo brevísimos, parecen casi cosa de magia), sino también conceptual, sin que se noten costuras ni cesuras en lo que se asemeja casi a una estructura cinematográfica. Es como si Decker no quisiera alejarse nunca demasiado de la mente del protagonista y de una iluminación que raramente va más allá de la semipenumbra, consciente de que es dentro de ese cerebro, y no en el exterior, donde está dilucidándose todo aquello que nos interesa.

Así, aunque Venecia –como símbolo, como escenario y como productora de sus propios sonidos– tiene un peso capital tanto en el relato original de Mann como en la ópera de Britten, no tiene representación visual alguna en esta puesta en escena, excepción hecha de un par de pequeñas góndolas identificables como tales en lo alto del teatrito de guiñol del segundo acto: es decir, representaciones de góndolas, teatro dentro del teatro, ni siquiera góndolas reales. Porque la embarcación que traslada a Aschenbach al Lido en la tercera escena (mientras suena la obertura y ese tema musical bamboleante que, con su ritmo dactílico, representa a la Serenissima en varios momentos de la partitura) presenta un aspecto tan neutral y estilizado que nadie la identificaría con la típica góndola veneciana: de hecho, se trata de una prolongación de esa mesa de trabajo de Aschenbach que habíamos visto al comienzo mismo de la ópera. Y la chistera negra del misterioso gondolero poco tiene que ver con el característico sombrero canotier de color claro rodeado por una cinta que prolifera por doquier por los canales venecianos. Para acentuar el elemento tanático de este moderno Caronte, Decker nos muestra de él sólo el perfil de su sombra recortada sobre un fondo de aguas grisáceas en lo que parece una clara alusión a la imagen de la Muerte –allí guadaña en mano– en la película Vampyr, de Carl Theodor Dreyer. Luego la escenografía sigue planteando alusiones pictóricas o cinematográficas, como en esas nubes blancas sobre un cielo azul claro que vemos tras los grandes ventanales de la habitación de Aschenbach en el Hotel des Bains (hoy cerrado a cal y canto, un mero vestigio semirruinoso del que visitara Thomas Mann en sus años de esplendor) y que parecen remitirnos a cuadros de René Magritte; o esas tumbonas frente a un mar invisible y sólo presentido, iluminadas lateralmente, que apuntan a escenas pintadas por Edward Hopper. Pero ni siquiera allí donde el libreto parece reclamar una presencia real de los canales, los puentes y la arquitectura veneciana –como la fabulosa escena de la persecución del segundo acto–, hay señal alguna de la ciudad, confinada aquí a espacios siempre interiores, como la propia mente del protagonista. En uno de ellos vemos un inmenso cuadro de Caravaggio, el Muchacho con una cesta de frutas, que hoy puede verse en la Galleria Borghese de Roma. A Decker no le importa en absoluto esta transmutación espacial: le interesa la imagen, la del muchacho joven (Mario Minniti, el modelo de Caravaggio, futuro pintor él mismo), inconscientemente seductor, con su hombro desnudo, una invitación a que Aschenbach cobre conciencia de que su atracción por Tadzio no es nada nuevo y de que los artistas sensibles –como sin duda lo es él, como sin lugar a dudas lo era el propio Britten, como con toda seguridad lo es también Decker– pueden caer rendidos, inermes, ante la belleza de un cuerpo adolescente del mismo sexo. Pero Decker no nos muestra el retrato real de Caravaggio, sino la imagen de Dexter Fletcher, un Minniti de carne y hueso, y con mucho más que el hombro al descubierto, en la película Caravaggio (1986) de Derek Jarman, un director homosexual británico que tres años después realizaría una conmovedora versión cinematográfica del War Requiem de Britten. Como vemos, nada es casual ni arbitrario en la puesta en escena de Decker, que no da una sola puntada sin hilo.

La mayor licencia que se toma el director alemán es introducir a un grupo de personajes –al cabo descubriremos que son los músicos ambulantes de la décima escena del segundo acto– que sustituyen de algún modo a esa Venecia ausente y, sobre todo, que introducen un elemento burlesco, onírico, colorista y a ratos absurdo en lo que es una constante inmersión en la mente seriamente atribulada de Aschenbach. Lo que en otro tipo de producción habría sido un capricho prescindible, aquí funciona como un contrapunto mundano a esas racionalizaciones estéticas de corte neoplatónico sobre la belleza y sobre el mundo griego que formuló Mann y que hizo suyas, resumidas, Britten. Este grupo de personajes, que tienen también mucho de bufones y que Decker utiliza inteligentemente como un comodín cohesionador de escenas, sirven también para acentuar la imagen de Aschenbach como un ser derrotado, abatido, al albur de lo que otros quieran hacer de él. Incapaz casi de tomar decisiones por sí mismo, son estos personajes quienes lo llevan de un lado para otro, quienes lo sientan, lo levantan, lo dejan a merced de su pasión autodestructiva. Aschenbach es un artista sensible que se ha visto deformado y confundido por una sociedad que no aprueba sus inclinaciones sexuales, largo tiempo reprimidas, si bien a todo ello se le brinda (tanto en el relato como en la ópera) un respetable marco filosófico y estético, con esas disquisiciones sobre la belleza de corte neoplatónico que difuminan lo que podría ser una restrictiva y errónea interpretación estrictamente sexual del argumento. Por eso el Aschenbach de Decker remite en tantos sentidos a Britten, obsesionado durante toda su vida por esos adolescentes que representaban para él no tanto un objeto de deseo sexual como el epítome de la inocencia y la pureza, y atrapado por lo que Auden, que lo conoció bien, definió como su «rechazo y evasión de las exigencias del desorden»«denial and evasión of the demands of disorder».. Peter Pears, que lo conoció muchísimo mejor, lo expresó con toda crudeza al explicar qué poco le gustaba a Britten «the gay life», ya que estaba «más interesado en la belleza y, por tanto, en el peligro que existía en cualquier relación entre seres humanos: hombre y mujer, hombre y hombre; el sexo realmente no importaba»«more interested in the beauty, and therefore the danger, that existed in any relationship between human beings – man and woman, man and man; the sex didn’t really matter».. Pero el sexo sí importa y así supo mostrarlo de forma magistral y paradójica el propio Britten con las criaturas del bosque teóricamente asexualizadas de su ópera A Midsummer Night’s Dream.

Musicalmente, gran parte de la ópera descansa sobre el papel de Aschenbach, escrito en su origen para Peter Pears, como tantos otros personajes operísticos de Britten. Hay un testimonio grabado, pero es mejor olvidarse de él y que cada tenor construya su propio personaje, tal y como ha hecho John Daszak, sin duda guiado milimétricamente por Willy Decker. Con una voz absolutamente ideal para el papel, un dominio total de ese estilo recitado que remeda en Britten el del evangelista de las Pasiones de Heinrich Schütz (de las que Pears fue, por aquellos años, un intérprete pionero e hiperexpresivo), su composición del escritor es creíble de principio a fin, ya no sólo por la perfecta caracterización, sino por la congruencia con que va perfilando el personaje desde que lo vemos aplastado casi por aquella mesa-góndola negra inicial hasta que sucumbe al cólera, solo, en su habitación frente al mar escondido (y no en la playa misma, como en el relato de Mann), cuando cae de su mano ya inerte esa pelota roja que simboliza a Tadzio y a su pasión prohibida pero, por fin, autoconfesada y fugazmente disfrutada. Daszak no carga nunca las tintas, ni cuando elucubra sobre la belleza, ni cuando sucumbe a los encantos del joven Tadzio. Su momento de mayor desenfreno es justamente su declaración de amor al final del primer acto, ese «I love you» al que Britten pone música de un modo magistral: «I» como un ascenso de una tercera en fortissimo, molto rallentando y crescendo. Luego, de repente, sobre un sencillo acorde de cuarta de trompa y contrabajos, very slow (muy lento) y almost spoken (casi hablado), el «love you» desanda el mismo camino, también de una tercera, ahora descendente, en la octava inferior y en piano, casi como si se susurrara a escondidas. Justo antes de la exclamación, Britten escribe en la partitura: «realising the truth at last» (reconociendo por fin la verdad). Y Daszak supo transmitir, en apenas unos segundos, todos estos matices: el yo enfático, el amor casi susurrado, la verdad que aflora tanto tiempo después, el inicio, «por fin», de un tiempo nuevo y, por tanto, una invitación a seguir a Aschenbach durante el segundo acto, en la vigilia y en un nuevo sueño, también ahora de tintes helénicos: Tadzio había salido triunfador en los oníricos Juegos de Apolo del primer acto (esencializados de manera genial por Willy Decker), mientras que Apolo y Dionisos contrapondrán sus diversos puntos de vista en el segundo.

Tadzio no pronuncia palabra en el relato de Mann y, en consonancia, tampoco abre la boca en la ópera de Britten, que desde muy pronto entrevió con claridad que confiaría su papel a un bailarín. Entre él y Aschenbach sí hay, en cambio, destellos, fogonazos de contacto físico –reales o soñados– y Decker lo muestra elegantemente desnudo (en su origen, Britten y Piper pensaron que los Juegos de Apolo los danzaran bailarines completamente desnudos pero, por temor a interpretaciones malintencionadas, desistieron de la idea), irresistiblemente carnal, como sin duda lo ve también Aschenbach cuando se quita y deja a un lado su careta filosófica. Sin embargo, si alguien busca morbo en estas representaciones de Death in Venice, no va a encontrarlo. Todo está perfectamente medido, iluminado con la luz justa, ofrecido con el ángulo preciso, reflexionado con el necesario grado de consciencia, dejando que reine una leve ambigüedad allí donde el momento teatral lo requiere, y explicitando Decker su interpretación del texto (siempre con las numerosas pistas que brinda la propia música) cuando piensa que debe ofrecerla.

Si la prestación vocal y escénica de Daszak es impecable, otro tanto puede decirse de Leigh Melrose, que se ve obligado a interpretar a una sucesión camaleónica de personajes, desde el gondolero misterioso de la obertura hasta la voz de Dionisos, pasando por el viejo engreído de la segunda escena, el director del hotel, el barbero o el cabecilla de los músicos ambulantes. Con una soltura, agilidad y desparpajo admirables, Melrose encarna a todos ellos con total convicción y con recursos vocales sobrados: disfruta con un cometido tan plural y asume de manera creíble el desfile constante de personalidades. Del resto del reparto –pequeños papeles e intervenciones puntuales– destacaron Anthony Roth Costanzo como la voz de Apolo (con el cantante fuera de la vista del público y colocado, muy acertadamente, en el anfiteatro: una voz llegada de ultratumba) y Duncan Rock en su doble cometido del empleado inglés y el guía de Venecia. Excelentes las intervenciones del coro, extraordinario el movimiento de cantantes, figurantes y bailarines y correcta, sin que se preste a excesivos ditirambos, la dirección musical de Alejo Pérez. Todo estaba en su sitio y concertó con eficacia, aunque le faltó inspiración y poesía en muchos momentos. Al argentino le falta personalidad y trascender la letra de a partitura: no puede hacerse siempre igual, por ejemplo, el tema que representa a Venecia, sino que deben introducirse pequeñas inflexiones en función del contexto, ya que se trata de una ciudad igual y siempre diferente. La breve passacaglia de la persecución, en la novena escena, podría haberse traducido con mayor claridad, y los pasajes percutivos (en imitación del gamelán javanés, metáfora de un ideal lejano y, por ello, inaprehensible) que retratan a Tadzio podrían haber sido más incisivos rítmicamente, pero fue, en general, una lectura musical correcta, a ratos casi en segundo plano, al servicio de una puesta en escena deslumbrante.

En el postludio instrumental del final de la ópera, una música de una sinceridad lacerante, suenan por primera vez conjuntamente los motivos que representaban a lo largo de la ópera a Aschenbach (Mi mayor) y Tadzio (La mayor): tan solo la muerte del primero ha podido, por fin, unirlos. En la tercera de las canciones del Nocturne de Britten, a partir de un poema de Samuel Taylor Coleridge, «The Wanderings of Cain», asoma de nuevo la imagen de la belleza inocente («a lovely Boy», «that beauteous Boy»), y lo hace de nuevo en La mayor. La obra, de 1958, un repaso de la mejor poesía inglesa (Shelley, Tennyson, el ya citado Coleridge, Middleton, Wordsworth, Wilfred Owen, Keats y Shakespeare, nombres todos ellos omitidos en el exiguo programa de mano) constituye, no sólo por este vals lento en La mayor («Encinctured with a twine of flowers…»), un perfecto compañero de viaje de Death in Venice. De hecho, las diversas representaciones de la ópera se han visto secundadas en Madrid por un ciclo sobre El universo musical de Thomas Mann en la Fundación Juan March, la exposición Otra muerte en Venecia en la Biblioteca Nacional y la proyección de la película homónima de Luchino Visconti en la Filmoteca Nacional. Pero este concierto del Teatro Real suponía un muy oportuno recordatorio de las fortísimas conexiones con la literatura que encontramos en la música de Britten y una pequeña inmersión en su mundo literario. En la primera parte sonaron los cinco Canticles, obras escritas a lo largo de más de un cuarto de siglo y cuyo denominador común es la presencia de un tenor (el omnipresente Peter Pears) y, excepto en el quinto, de un piano. Para cuando compuso el último, en 1974, Britten ya no podía tocar en público y prefirió escribir la parte instrumental para arpa, interpretada en el estreno por su amigo Osian Ellis. El texto de los dos últimos Canticles es de T. S. Eliot, una de las pocas lecturas que lograron aliviar el pesar de Britten durante su convalecencia en el hospital. El músico admiraba sin reservas al autor de Four Quartets «por la claridad y seguridad de su lenguaje», a pesar de que confesó no comprender muy bien de qué trataba el poema elegido para su Canticle V, «The Death of Saint Narcissus».

El tenor Ian Bostridge fue un Gustav von Aschenbach de referencia en el famoso montaje que firmó Deborah Warner para la English National Opera en 2007. Y Bostridge es, además, un intelectual y un gran conocedor de la literatura inglesa, algo que ayuda, y no poco, a interpretar el repertorio de Britten más marcadamente literario, como puedan serlo estos cinco Canticles y el Nocturne (las dos obras que ha elegido para este concierto madrileño planteado como complemento y prolongación de Death in Venice), pero también Les Illuminations (sobre textos de Rimbaud), la citada Serenata op. 31 (a partir de poemas de Cotton, Tennyson, Blake, Jonson y Keats), Seven Sonnets of Michelangelo, The Holy Sonnets of John Donne, Winter Words (inspirado en poemas y baladas de William Hardy), Sechs Hölderlin-Fragmente o Songs and Proverbs of William Blake. Pocos músicos del siglo XX mostraron un instinto poético tan certero y feraz como el de Benjamin Britten.

El esfuerzo de cantar en las dos partes de un mismo concierto los cinco Canticles y el Nocturne es probablemente superior, en tiempo y exigencia, al de cantar la totalidad de Death in Venice. Bostridge salió airoso de su empeño gracias, sobre todo, a su dominio de la prosodia, a una dicción inmaculada y a que sabe disimular las carencias de su voz (la casi total ausencia de graves, por ejemplo) con musicalidad y con una amplia gama de recursos expresivos. Su manera de cantar y declamar a un tiempo, como pide Britten en la partitura, el «Sleep no more» conclusivo de la tercera canción (a partir de un fragmento de The Prelude, de William Wordsworth) compensó con creces cualesquiera otras carencias. El propio Pears no lo hace mejor. En los Canticles volvió a acompañarlo con una precisión y talante poético encomiables Julius Drake, al que admirábamos hace pocas semanas en la Fundación Juan March. Cumplieron, sin alharacas, Anthony Roth Costanzo y Duncan Rock en los Canticles segundo y cuarto; demasiado medroso se mostró el trompista Fernando Puig en el tercero (no es fácil remedar a Dennis Brain, el intérprete del estreno) y mucho más decidida Mickaele Granados en la idiomática parte para arpa del quinto. Lo más deficiente, con mucho, fue la dirección de Alejo Pérez del Nocturne. En una obra escrita para cuerda y una sucesión de diversos instrumentos obbligati, cometió el error de situar a estos (fagot, arpa, trompa, timbales, corno inglés, flauta y clarinete) en segundo plano, semitapados al fondo del escenario, lo que provocó un claro desequilibrio con respecto a la voz solista, con la que han de sonar hermanados. Y su versión fue, en general, descuidada, de trazo grueso, de brocha gorda, sin diferenciar –como pide a gritos la escritura de Britten– las dinámicas y permitiendo una ejecución de la parte de cuerda –exquisita y llena de matices– que parecía a ratos leída casi a primera vista. Aquí volvió a mostrar todas las debilidades de que había hecho gala en el olvidable Don Giovanni que él y Dmitri Tcherniakov perpetraron la pasada temporada. En Death in Venice mostró su mejor cara, bien fuera por el largo período de ensayos, por el mayor rodaje intrínseco a cualquier representación operística o por la influencia benéfica de Willy Decker. En este concierto, sin embargo, de segundo plato y con Ian Bostridge como estrella indiscutible, más bien escurrió el bulto y se quitó de encima el maravilloso y conmovedor Nocturne con una larga cambiada, aparentando una mínima implicación.

Britten, recién operado y aún convaleciente, no pudo asistir al estreno de Death in Venice, que se celebró en Aldeburgh el 16 de junio de 1973. La primera vez que vio su ópera representada fue, también en The Maltings, el 12 de septiembre, justo antes de que la compañía viajara a Venecia para ofrecer varias funciones en el Teatro La Fenice. Tampoco pudo viajar con Peter Pears a Nueva York cuando se estrenó allí en octubre del año siguiente. El 17 de noviembre, solo, en The Red House, su extraordinaria casa de Aldeburgh, Britten encendió la radio, y escuchó la transmisión de un concierto que él y Pears habían ofrecido en The Maltings el 22 de septiembre de 1972, que sería el último que ofrecerían ambos artistas en Gran Bretaña y en el que habían interpretado canciones de Purcell, Haydn y Ireland, además del ya citado ciclo Winter Words y una selección de arreglos de canciones populares, ambas del propio Britten. Embargado por la emoción y por la nostalgia, Britten apagó la radio, cogió un bolígrafo y escribió la siguiente cartaMy darling heart (perhaps an unfortunate phrase – but I can’t use any other)
I feel I must write a squiggle which I couldn’t say on the telephone without bursting into those silly tears – I do love you so terribly, & not only glorious you, but your singing. I’ve just listened to a re-broadcast of Winter Words (something like Sept. ’72) and honestly you are the greatest artist that ever was – every nuance, subtle & never overdone – those great words, so sad & wise, painted for one, that heavenly sound you make, full but always coloured for words & music. What have I done to deserve such an artist and man to write for? I had to switch off before the folk songs because I couldn’t [take] anything after – ‘how long, how long.’ How long? Only till Dec. 20th – I think I can just bear it

But I love you,
       I love you,
           I love you – – –
                                        B. a Peter Pears, que estaba entonces cantando justamente el personaje de Gustav von Aschenbach en el estreno de Death in Venice en la Metropolitan Opera de Nueva York:

Alma mía adorada (quizás una frase desafortunada, pero no puedo utilizar ninguna otra):

Siento que tengo que escribir un garabato que no podría decirte por teléfono sin que se me saltaran esas estúpidas lágrimas – te quiero tan terriblemente, y no sólo a tu glorioso , sino a tu canto. Acabo de escuchar una reemisión de Winter WordsUn ciclo de canciones sobre poemas de Thomas Hardy, compuesto por Britten en 1953. (de algo así como septiembre del ’72) y sinceramente eres el mayor artista que ha habido jamás – cada matiz, sutil y nunca exagerado – esas grandes palabras, tan tristes y sabias, pintadas de un modo único, ese sonido celestial que produces, lleno pero siempre coloreado para las palabras y la música. ¿Qué he hecho yo para merecer escribir para un artista y a un hombre semejante? Tuve que apagar la radio antes de las canciones folclóricas porque después ya no podía [oír] nada más – «cuánto tiempo, cuánto tiempo»Las últimas palabras del último poema de Winter Words, «Before Life and After», un lamento por nuestro exilio del Edén, son «how long, how long».. ¿Cuánto tiempo? Sólo hasta el 20 de diciembre – creo que podré soportarlo por los pelos.
Pero te quiero,
      Te quiero,
             Te quiero – – –
                                         B.

A los pocos días (la carta no lleva fecha, pero el matasellos es del 21 de septiembre), Pears le responde desde Nueva YorkMy dearest darling,
No one has ever ever had a lovelier letter than the one which came from you today – You say things which turn my heart over with love and pride, and I love you for every single word you write. But you know, Love is blind – and what your dear eyes do not see is that it is you who have given me everything, right from the beginning, from yourself in Grand Rapids! Through Grimes & Serenade & Michelangelo and Canticles – one thing after another, right up to this great Aschenbach – I am here as your mouthpiece and I live in your music – And I can never be thankful enough to you and to Fate for all the heavenly joy we have had together for 35 years.

My darling, I love you,
                                         P.:

Mi amado querido:

Nadie ha recibido nunca una carta más amorosa que la tuya que me ha llegado hoy. Dices cosas que me llenan el corazón de amor y de orgullo, y te quiero por cada una de las palabras que escribes. Pero ya sabes, el Amor es ciego, y lo que tus queridos ojos no ven es que eres tú quien me ha dado todo, desde el principio, ¡desde a ti mismo en Grand Rapids!La ciudad de Michigan en que Britten y Pears se hicieron amantes en 1939., pasando por Grimes y la Serenata y Miguel Ángel y los CánticosEn referencia a varias obras de Britten escritas para Pears. En el mismo orden, la ópera Peter Grimes (1945), la Serenata, op. 31, para tenor, trompa y orquesta de cuerda (1943), los Seven Sonnets of Michelangelo, op. 22, para tenor y piano (1940) y los cinco Canticles opp. 40, 51, 55, 86 y 89 (1947, 1952, 1955, 1974, 1975). –una cosa detrás de otra– hasta este gran Aschenbach. Estoy aquí como tu portavoz y vivo en tu música. Y nunca podré estar lo suficientemente agradecido a ti y al Destino por toda la dicha celestial que hemos tenido juntos durante 35 años.
     Cariño mío, te quiero,
                                             P.

Ese «I love you» que cierra ambas cartas –por triplicado en la de Britten– era con seguridad para los dos, y justamente en esos días, ya no sólo una fórmula más o menos convencional para expresar su amor, sino también, como hemos visto, las mismas palabras que canta Gustav von Aschenbach al final del primer acto de Death in Venice. Tadzio no las escucha, pero para Aschenbach es importante decirlas, decírselas a sí mismo, cruzando con ello el puente que hasta ese momento se había negado siempre a atravesar. Cada uno a un lado del Atlántico, Britten y Pears tampoco podían oírse, pero Death in Venice los mantenía unidos, porque Britten la había compuesto para dar forma y expresión a sus propios fantasmas, sí, pero también para regalar a Pears una ópera más antes de morir y antes de que el tenor afrontara, por su edad, la inevitable retirada de los escenarios. Los dos sabían que con ello se cerraba el círculo que se había iniciado casi cuatro décadas atrás con Peter Grimes y por ello Death in Venice debe entenderse no sólo como un a ratos doloroso ajuste de cuentas de Britten consigo mismo, sino también, y sobre todo, como la última ofrenda de su amor generoso, incondicional e inquebrantable a Peter Pears.

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