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A contracorriente

CONTRAMUNDO

Ignacio Vidal-Folch

Destino, Barcelona

228 pp.

18 €

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Después de Turistas del ideal, Vidal-Folch vuelve a dar muestras de su intensa, hiriente y sardónica pluma en Contramundo, una novela brillante que apoya sus cimientos en el género farsesco o, si se quiere, en la parodia, la inversión y el humor crítico y subversivo, con el (los) nacionalismo(s) más provincialista(s) y cateto(s) como punto de mira sobre el que lanzar sus dardos. Y, para ello, forja un puzle que, en su aparente sencillez y, más allá de la crítica más evidente –con o sin referentes explícitos en nuestra realidad política más cercana–, manifiesta, una vez más, un proceso de elaboración a fuego lento y, ante todo, una intención clara de construir un relato con muy diversos niveles de lectura.

El primer gran acierto de Contramundo está, a no dudarlo mucho, en el narrador elegido. Se trata de una voz proteica y multiforme que, habiendo intervenido en la mayor parte de los acontecimientos que se cuentan, es capaz, en ocasiones, de asumir una omnisciencia casi plena en virtud de un distanciamiento chocarrero y burlón que le aproxima al demiurgo valleinclanesco. No es arbitraria, en este sentido, la comparación con el autor de Luces de bohemia, pues tan pronto observamos a las criaturas del relato desde una perspectiva cosificadora y grotesca como nos vemos implicados en sus cuitas y corruptelas, incluso asumiendo una jerarquía que sitúa a nuestro particular cicerone en una situación de inferioridad manifiesta. Con esta lente tan válida para miopes como hipermétropes, consigue Vidal-Folch un acercamiento bifronte a la acción y, en consecuencia, una percepción distorsionada –tanto vale decir farsesca– de una realidad tan absurda que sólo así podría ser contemplada con un mínimo de coherencia.

El elenco de dramatis personae –pues seres teatrales, más que novelescos, son– constituye otro de los grandes logros del narrador catalán, todos ellos bautizados con nombres parlantes que ejecutan una doble función: de un lado, los convierten en sombras de otros que en su tiempo fueron; de otro, abren el texto a un proceso febril de intertextualidad, sólo brindada a los lectores más exigentes. La acción se sitúa en un condado ficticio –o no tanto– comandado por un dirigente mesiánico que responde al nombre de Parvus, siempre acompañado –al modo de un Quijote devaluado– por un despreciable pelota llamado Socías –Sancho Panza pasado por los espejos deformantes del Callejón del Gato–. Para quienes leen estas líneas no pasará inadvertida la conexión subyacente entre el primero y el político ruso-alemán próximo a Trotski y después a Lenin, y, sobre todo, entre el segundo y el célebre Sosías, personaje central del Anfitrión de Plauto. Es precisamente en Socías donde reside la más acerba crítica de Contramundo, puesto que en él se hace manifiesto el proceso de alienación –y hasta locura– colectiva al que conduce un nacionalismo empeñado en negar la diferencia y acabar con el otro. Al modo del autor latino en su inmortal comedia, nuestro So­cías pretende ser doble de Parvus, en un proceso creciente de imitación mediante el cual renuncia a su personalidad, a sus orígenes y a su pasado para abrazar el ideario de falsedad gestado al calor de la nueva bandera. Junto a ellos, un surtido abanico de peleles en manos de nuestro particular demiurgo y cuyos nombres remiten, una vez más, a las características más básicas de su ser.

Con todo, el aspecto más atractivo de Contramundo reside en el diálogo continuo que el narrador establece con un pasado remoto y, de forma más específica, con un personaje real de nuestra historia política y literaria, Francisco de Aldana –el célebre poeta renacentista–, en lo que constituye un ejercicio paródico servido en bandeja de plata. Si cada uno de los personajes remite a un pasado histórico falseado, tan solo en apariencia heroico, como base nutricia para la forja de la realidad nacional, el narrador apela al ejemplo veraz de un poeta, en cuyos versos cree encontrar antídoto suficiente para toda la estulticia que lo rodea. A poco que conozcamos la biografía de Aldana entenderemos la bomba de relojería que Vidal-Folch aposenta sobre las bases del más mentecato nacionalismo, ya que el poeta, de familia extremeña y habiendo vivido gran parte de su vida en Nápoles –de ahí su condición perpetua de emigrado–, construyó con su palabra una realidad, ésta sí perdurable, y defendió en calidad de soldado tanto al imperio español como al portugués –de todos conocida es su muerte en la batalla de Alcazarquivir, relatada por extenso en Contramundo, al servicio del rey luso Sebastián–, consciente de que lo que menos importaba era la bandera y sí, sin embargo, la honestidad y la sensatez, encarnadas en la pluma o en la espada.

Así pues, nos encontramos ante una propuesta sólida que, disfrazada de una sencillez sólo aparente, ratifica algunas de las constantes más destacables de su autor. Tan solo un consejo de uso: en tiempos de realidades nacionales espoleadas por temperaturas extremas, sírvase frío y con espíritu farsesco, pues la risa crea más que destruye. 

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