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Dichosa edad y siglos dichosos

Los inicios de la ciencia occidental. La tradición científica europea en el contexto filosófico, religioso e institucional (desde 600 aC hasta 1450)

DAVID C. LINDBERG

Paidós, Barcelona, 530 págs.

Trad. de Antonio Beltrán Marí

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Lo bueno de las coordenadas geográficas es que, exceptuando dos puntos del globo, siempre se puede decir que un sitio está al oeste de algo. Los inicios de la ciencia occidental, de David C. Lindberg, se beneficia de esta circunstancia. Trata del saber filosófico, matemático y natural, entre el Pleistoceno y el siglo XV, en zonas muchas de las cuales no son europeas o lo son marginalmente, como por casualidad. En la Antigüedad, Asia empezaba al este del Nilo, y África, al oeste. Durante los primeros tres milenios de historia, la acción se desarrolló por aquellos pagos, principalmente en lo que hoy es Irán, Irak, Turquía, Siria y Egipto, de los que sin duda se puede decir que están a occidente (del Japón, pongamos). Luego se difundió a las islas y penínsulas adyacentes, donde los griegos dieron un nuevo formato a la escritura y al saber, pero los griegos estudiaban con los babilonios y los egipcios, no con los oxonienses o los salmantinos. Durante aún otro par de milenios, el saber irradió desde allí al oeste y al este, primero por la colonización del Mediterráneo y luego por las conquistas de los mahometanos. Bien es verdad que, a partir del siglo XII, la parte (esta vez sí) occidental de este mundo letrado empezó a mostrarse más dinámica que la oriental. Pero todavía en el siglo XV de nuestra era, Ulugh Beg, nieto de Tamerlán, fundó a tiro de piedra de la China el observatorio de Samarcanda. Sus astrónomos inventaron las fracciones decimales y, con un error de entre dos y cinco segundos de arco, llevaron las observaciones astronómicas a un grado de precisión al que sólo se acercaron en la parte occidental un siglo más tarde. De manera que la mayor parte del libro se ocupa de cosas que ocurrieron en un área del mundo centrada sobre el meridiano 30 o E (Alejandría, Bizancio), con ramificaciones en Toledo y Samarcanda, a unos 35 o a occidente y oriente. Llamar a todo esto «occidental» se antoja arbitrario y es más un reflejo de lo que pasó mucho después, cuando las «religiones del libro» cristalizaron en dos tipos diversos de sociedad, con burgos, gremios y universidades dotadas de jurisdicciones independientes la una, y escasamente secularizada la otra.

Por la época en que Mozart componía el tercer movimiento de su Sonata K. 331, alla turca, los otomanos acampaban al otro lado del Danubio, que era, sí, la frontera entre dos mundos. La denominación occidental alcanzó su fruición más tarde aún, cuando la ciencia iniciada en la confluencia de Eurasia y África emigró al Nuevo Mundo y el Viejo se dividió por el Oder en Occidente y Oriente, designaciones políticas con nombre geográfico. Proyectar estas gracias modernas y contemporáneas sobre la Antigüedad y la Edad Media resulta al menos pintoresco en estos tiempos de multiculturalismo y apertura mental. Afortunadamente, el contenido es mejor que el título. Aun así, al tener en mente lo que será la ciencia en la Europa moderna o en los países «occidentales» contemporáneos, como si ese fuera el final necesario de la cadena de desarrollo, pierde la ocasión de plantear siquiera el problema de qué era la ciencia en aquellas sociedades antiguas y medievales, qué la sostenía y qué funciones desempeñaba. De este modo, carecemos de la menor pista de por qué la parte más atrasada tecnológica o culturalmente, la Europa occidental, acabó reclutando a la ciencia como instrumento de apropiación del mundo. Aunque sea trivial, debe repararse en que en el período histórico en cuestión, la ciencia no servía para la navegación, la artillería, la minería, la metalurgia o la industria en general. Exceptuando un poco de aritmética y geometría elementales para el cómputo mercantil y algo de astronomía de posición para ajustar el calendario, la ciencia no servía para nada; o, mejor dicho, el saber científico servía más bien para el tipo de cosas para las que servían la literatura, la poesía, la teología o la filosofía.

El gran atractivo de la obra es que el autor explica con singular facilidad los aspectos técnicos de las ciencias matemáticas y naturales que conforman las culturas antiguas y medievales junto con los aspectos religiosos o filosóficos, no menos técnicos, de esas mismas culturas. Tiene sin duda la suerte de escribir sobre un tiempo en el que, como decía Don Quijote, «todas las cosas eran comunes», de las matemáticas a la teología. Por ejemplo, la última personalidad matemática de la Antigüedad, Hipatia de Alejandría (370-415), escribió comentarios a las obras matemáticas superiores de Apolonio, Ptolomeo y Diofanto; pero esta dedicación tan «de ciencias» no le impidió desempeñar otras rabiosamente «de letras», como la dirección de la escuela neoplatónica de Alejandría. Desgraciadamente, se han perdido sus obras, por lo que no sabemos cómo combinaba las ecuaciones diofantinas con las doctrinas de Plotino, en las que el Uno indiferenciado y sin cualidades «efulgura» la Inteligencia y ésta, el Alma, en una «procesión» que convierte el mundo en un conjunto animado transido de simpatías. Menciono el caso por dos motivos: para mostrar la unidad de todo el saber durante todo el período estudiado y para señalar la inexplicable ausencia en este libro de Plotino, un autor cuyos filosofemas arrebataron a tantos matemáticos, desde Hipatia hasta Newton, quien fue justamente acusado por Leibniz de confundir a Yahvé con el alma del mundo de los neoplatónicos, tradición que se tiene en cuenta aunque no se mencione a Plotino.

Matemáticas, astronomía, filosofía, teología y política eran acerbo común de los intelectuales que las tomaban en serio por igual. Al final del período contemplado por Lindberg, Bizancio cayó en manos de los turcos y el cardenal Juan Bessarión vino a Europa desde Trebisonda para organizar una cruzada. De paso promovió la traducción del Almagesto de Ptolomeo, ya conocido a través de los árabes pero no vertido del original con los altos niveles filológicos y científicos humanistas. En realidad, ya existía una traducción del griego hecha un par de lustros atrás por su compatriota y rival, Jorge de Trebisonda, a quien odiaba por su aristotelismo crítico con Platón. Bessarión entró en contacto con los mejores astrónomos latinos, los vieneses Georg Peuerbach y Johannes Regiomontano. Peuerbach murió al año siguiente y Regiomontano tres lustros más tarde (sin terminar la tarea), según las malas lenguas, envenenado por los hijos de Jorge de Trebisonda. Por anecdótica que sea, esta historia muestra el carácter inextricable de religión, política, literatura, filología, filosofía natural y matemáticas en aquella época. Una de las grandes virtudes del libro de Lindberg es ofrecer todo ello como otros tantos rabiones y remolinos en el torrente común de la cultura humana. La unidad del saber y la cultura no iba a durar mucho, pero aún un siglo más tarde, el hijo de una bruja y un ocasionado, como decían nuestros clásicos y aún en nuestros días los corridos mexicanos, fue a estudiar teología a Tubinga con la intención de enderezar la tendencia familiar haciéndose clérigo. Se llamaba Johannes Kepler. Cuando las autoridades luteranas lo enviaron a Graz a dar clases de matemáticas, no encandiló a sus estudiantes, pues de unos pocos el primer año paso a ninguno en el segundo. Para ganarse el sustento hubo de dar clases sobre retórica y Virgilio. Este libro es la mejor introducción a la ciencia emanada de las culturas procedentes del área de los viejos imperios que, andando el tiempo, inspiraría la ciencia europea de la revolución científica de los siglos XVI y XVII, aunque eso no se sabía entonces y resulta irrelevante. Por eso Grecia aparece aquí dialogando con Babilonia y Egipto, mientras que la Edad Media se reparte entre las tradiciones mahometana y cristiana, que inicialmente eran muy parecidas en la ideología fundamentalista. Sin embargo, los conquistadores musulmanes se encontraron con tradiciones científicas llevadas a cabo por diversas escuelas que toleraron y de las que aprendieron mucho, como los nestorianos de Yundishapur, o los sabeos de Harrán, a los que pertenecía Tahbit ibn Qurra, y sólo a partir del siglo XII se pusieron generalizadamente picajosos con la ciencia y el saber extranjeros que hasta entonces habían tolerado sin incorporarlos al mahometismo. Sin embargo, los cristianos hubieron de establecer compromisos institucionales desde el principio con el paganismo. Aunque Clemente de Alejandría, Orígenes o Lactancio fuesen muy obcecados con el saber (este último se oponía a la esfericidad de la Tierra porque entonces el trigo crecería para abajo en los antípodas), el cristianismo no conquistó el imperio romano con la espada, sino que se insinuó en la élite de un estado ya hecho, con sus estructuras jurídicas, sus instituciones y su filosofía, por lo que tuvo que adaptarse a ellas. Incluso durante siglos no había más textos en las escuelas que los paganos. Esto es, los Padres debieron leer a Platón y aprender la lógica de Aristóteles, por lo que a la larga terminaron haciendo teología dialéctica y razonando sobre el poder, la iglesia, el estado y la cosmología.

Así pues, aunque las primeras sociedades islámicas fueron mucho más refinadas técnica, artística y científicamente que la cristiana, ésta hubo de desarrollar una mayor complejidad política, jurídica e institucional, que es una de las claves, siglos más tarde, del dominio de la cristiandad sobre el resto del mundo. Un ejemplo de ello es la diferencia entre las instituciones de la madrasa y la universidad, que fue crucial para la inserción social de la ciencia Sobre la ciencia entre los cristianos y los mahometanos, véase el artículo de Fernando Peregrín, «La ciencia árabe y su revolución pendiente» en Revista de libros nº 63 (marzo de 2002), págs. 19-25. . Por eso, aunque el objeto principal del libro sea la ciencia, ésta se inserta en el contexto global de la sociedad, ya que a lo largo de las páginas queda claro que las ciencias de la naturaleza no fueron un elemento extraño que se opusiese o a lo sumo se yuxtapusiese a las «humanidades», la ética, la política, la retórica o la religión, sino que era una parte integral, cuando no central, de la cultura total humana. Tal vez los animales jueguen, canten, hablen y hagan pactos y acuerdos políticos realmente sutiles Véase Frans de Waal, La política de los chimpancés, Madrid, Alianza, 1993., pero ninguno hace ciencia. En realidad, ni siquiera todas las culturas humanas practican una actividad tan delicada y evanescente como la ciencia. Aquí se puede ver cómo ciertas etapas y lugares permitieron el desarrollo fructífero de la ciencia para perderse o decaer años más tarde; cómo, al capricho de los Ptolomeos, se desarrolló en Alejandría uno de los períodos más brillantes de la cultura científica y filológica, para decaer con el fundamentalismo cristiano y los monjes fanáticos del desierto de Natria azuzados por Cirilo contra Hipatia; cómo una civilización, la islámica, que llevó la ciencia a alturas desconocidas para los clásicos, la dejó luego estancarse, y cómo paulatinamente y sin pretenderlo, las instituciones europeas ofrecieron un soporte institucional que hizo de ella una actividad continuada, cuya desaparición se tornó prácticamente imposible cuando, fuera ya del período aquí cubierto, la ciencia se conectó con la artillería, la navegación, el comercio y la industria. Así pues, el lector de este libro no sólo se enterará de las condenas que hizo el obispo Tempier de algunas tesis de alcance cosmológico y físico, o de la expansión y transformación política del islam, sino también, y sobre todo, de cómo era la teoría de la visión de Alhazén, la astronomía de Ptolomeo, la fisiología de Galeno o la teoría del arco iris de Teodorico de Friburgo, que es, después de todo, de lo que trata la historia de la ciencia. Pero lo hará sin lágrimas, pues todo está contado al alcance «del hombre culto y la mujer sensible» (como rezaba la propaganda de las obras de Ortega y Gasset). No obstante, quien quiera habérselas con los detalles de las anomalías planetarias, con las diferencias entre la ley del plano inclinado de Pappo y Nemorario y con otras exquisiteces similares, encontrará en la excelente bibliografía guía bastante para proseguir con sus inquietudes. Este es un libro de historia en el más simple y noble sentido de la palabra: cuenta llanamente qué pasó. En las universidades de nuestro país la historia de la ciencia suele investigarse y enseñarse en las facultades de medicina y en algunas de ciencias y de filosofía, mientras que en otros países una buena parte de la investigación se hace también en las facultades de historia. Tal vez este libro pueda contribuir a que los historiadores de aquí, amén del público general, entiendan que la ciencia es una parte considerable de la cultura humana, de las «humanidades», independientemente de que en determinadas épocas haya sido también crucial para la industria, el comercio y la economía. A ello contribuirá, sin duda, la corrección y aun elegancia con que el texto está vertido al español, no menos que la adaptación de la bibliografía, en la que se señalan las obras de consulta más accesibles a nuestros lectores.

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