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España 1914 

1914. Aliadófilos y germanófilos en la cultura española

Andreu Navarra Ordoño

Madrid, Cátedra, 2014

256 pp. 18 €

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Nos hemos acostumbrado a que nuestros ritos y conmemoraciones (desde lo político en sentido amplio a lo cultural en sentido estricto) funcionen a golpe de efeméride, con los inconvenientes (muchos, en mi opinión) y las ventajas (algunas, debe reconocerse) que ello supone. Aceptamos por tanto con absoluta naturalidad que hay que recrear (¿re-pensar?) los grandes acontecimientos o las figuras señeras de nuestro mundo cuando se cumplen determinados años, cualquier fecha redonda para entendernos: antes eran los centenarios, pero ahora hay manga ancha para menos (diez, veinte, veinticinco, treinta, cincuenta años) y también, claro, para más (bicentenarios, tricentenarios, etc.) Bien es verdad que en esto, como en casi todo, la memoria es selectiva y por ello la rememoración –o magnificación– de algunos eventos y personajes en detrimento de otros, relegados a la indiferencia o la marginación, dice más sobre nosotros mismos que sobre los hechos o sujetos que presuntamente tratamos de evocar. Me bastará con recordar, sin irme por los cerros de Úbeda, que este año celebramos con toda pompa, apoyo político y aparato mediático el cuarto centenario de la muerte del Greco, o que acaba de celebrarse un congreso que recuerda el centenario de la publicación de un libro, las Meditaciones del Quijote de Ortega (hasta se ha hecho una edición facsímil y crítica conmemorativa de dicha obra con la participación de importantes instituciones culturalesJosé Ortega y Gasset, Meditaciones del Quijote y otros ensayos, Madrid, Alianza Editorial/Residencia de Estudiantes/Fundación Ortega-Marañón, 2014. Las Jornadas Internacionales sobre la obra en cuestión se celebraron en Madrid los días 29 y 30 de mayo de 2014, organizadas por la Fundación Ortega-Marañón, la Residencia de Estudiantes, la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense, la Facultad de Filosofía de la Universidad de Educación a Distancia, el Instituto Universitario de Estudios Europeos de la Universidad CEU San Pablo y la Asociación de Hispanismo Filosófico.). Sin entrar en juicios que no me competen, llama la atención –por contraste, claro– el discretísimo recordatorio de otros centenarios, como el del nacimiento de Julián Marías, una figura que, dejando ahora aparte sus valores intrínsecos, no resulta presa rentable para tirios y troyanos.

Con todo, debe reconocerse que hay centenarios y… centenarios, es decir, conmemoraciones traídas por los pelos y otras que parecen imponerse con una fuerza difícil de cuestionar. No es, obviamente, un asunto propio de nuestros lares, sino una tendencia general e imparable que podemos cargar sin mucho remordimiento a la cuenta de las exigencias mediáticas, que es como decir de los requerimientos de la época que nos ha tocado vivir. Todos esos hilos se anudan de modo natural, por entrar ya en materia, en la fecha de 1914, el año en que empieza la Gran Guerra –luego Primera Guerra Mundial– y, sobre todo, el año en que comienza el verdadero siglo XX (1914-1991) –el «siglo XX corto», en la certera acuñación popularizada por el historiador Eric Hobsbawm, tan repetida que es ya un lugar común–. 1914 es la puerta que conduce a nuestro mundo, el mundo actual. Eso nadie lo discuteUna de las novedades bibliográficas que han aparecido con ocasión de la efeméride, escrita por Antonio López Vega, lleva el expresivo título de 1914. El año que cambió la historia (Madrid, Taurus, 2014).. Podemos por ello en este caso ser más comprensivos con la avalancha conmemorativa que ha llegado a las librerías y ha tomado como motivo fundamental –como no podía ser de otra manera– el desencadenamiento de las hostilidades bélicas. No voy a entrar en ese terreno, que ya ha sido desbrozado con maestría hace pocas semanas por el historiador Borja de Riquer en estas mismas páginas. Apuntaré tan solo como complemento que, junto a la traducción española de algunas obras de referencia de notables autores extranjeros, algunos especialistas españoles se han apuntado a la evocación de aquella coyuntura, bien con obras de carácter generalPara el año en cuestión, véase el aludido ensayo de Antonio López Vega. Para la guerra propiamente dicha, el estudio más ambicioso es el de Álvaro Lozano, La Gran Guerra (1914-1918), Madrid, Marcial Pons, 2014., bien con estudios específicos de lo que supuso la conflagración para un país neutral, como España, que la sufrió de modo indirectoLas dos obras más notables de estas características aparecidas hasta la fecha son las de Fernando García Sanz, España en la Gran Guerra. Espías, diplomáticos y traficantes, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2014; y Eduardo González Calleja y Paul Aubert, Nidos de espías. España, Francia y la Primera Guerra Mundial, 1914-1919, Madrid, Alianza, 2014.. Y conviene añadir que la marea bibliográfica no sólo se circunscribe al terreno historiográfico, sino que llega al campo de la ficción, con algunas novelas que, por cierto, han tenido un considerable impacto mediático y un nada despreciable índice de ventasMe refiero en especial a las novelas de Jean Echenoz, 14, trad. de Javier Albiñana, Barcelona, Anagrama, 2013; y Pierre Lemaitre, Nos vemos allá arriba, trad. de José Antonio Soriano Marco, Barcelona, Salamandra, 2014, esta última galardonada con el premio Goncourt..

El libro de Andreu Navarra que motiva esta reseña, 1914. Aliadófilos y germanófilos en la cultura española, a pesar de centrarse en ese año y tener la Gran Guerra como telón de fondo, presenta unas características muy diferentes de todo lo expuesto hasta ahora. En puridad, no trata de la magna confrontación propiamente dicha, ni del nuevo escenario al que dio lugar, sino tan solo de un país, España, que se apasionó por la contienda pero no intervino en la misma, y de un debate político que puede resumirse en un punto: el papel o el lugar que debía desempeñar España en el mundo (puede afinarse, si se quiere: en el viejo mundo que contendía y en el nuevo que iba a surgir de la catástrofe). Para comprender la trascendencia de esa reflexión públicaTrascendencia relativa –tampoco conviene olvidarlo–, porque estamos hablando de un extravío nacional, mientras que el verdadero extravío fuera de nuestras fronteras era que medio mundo se destrozaba encarnizadamente hasta producir millones de muertes. De hecho, el arranque de las obras clásicas sobre el tema no ha variado. Ha sido y sigue siendo una pregunta desconcertante: «¿Cómo pudo llegarse a aquello?» Una de las obras más reconocidas de entre las últimas publicaciones, la de Christopher Clark, trata de responder a su propio subtítulo, Cómo Europa fue a la guerra en 1914, con un título que es, al mismo tiempo, una atrevida metáfora: Sonámbulos (trad. de Irene Cifuentes y Alejandro Pradera, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2014)., debemos hacer antes que nada un esfuerzo para pergeñar el sustrato que ocasiona la apasionada controversia. Y para ello nada mejor que tomar como punto de partida de nuestra reflexión esta sencilla pregunta: ¿qué pintaba España en el tablero internacional en 1914? Para no ser severos ni crueles, nos limitaremos a decir simplemente que no mucho. No es un dictamen personal ni una apreciación derivada de nuestra presente perspectiva histórica, sino una evidencia que se impone al observador –a cualquier observador, al nacional y al extranjero– el mismo año de marras. La cuestión es esencial para lo que aquí tratamos, como podrá comprobar inmediatamente quien siga leyendo.

La España de 1914 sigue siendo la España humillada del 98, que no sólo se lame las heridas, sino que parece regodearse en sus fracasos, que adquieren en la conciencia nacional dimensiones insondables. De imperio colosal a país de segundo orden, las vacilantes tentativas de recuperar el prestigio en el concierto de naciones mediante una renovada política colonial, ahora en el norte africano, se saldan, en el mejor de los casos, con acuerdos problemáticos (Conferencia de Algeciras, 1906: España, peón de brega en la disputa franco-germana), cuando no directamente con sonoros fiascos que, para seguir la estela crepuscular, son calificados de «desastres» (Barranco del Lobo, 1909; aún quedaba un tercer desastre, el de Annual, en 1921). No quiero, en todo caso, insistir en lo que he denominado en otro lugar «el peso del pesimismo» en el devenir hispano del siglo XX y, muy concretamente, en esos primeros decenios. Me limitaré a un registro empírico que considero sumamente imparcial y, al tiempo, sobradamente revelador. Del conjunto de obras generales aparecidas con ocasión del centenario, he manejado tres de las más sólidas: las que firman Max Hastings, David Stevenson y Margaret MacMillanMax Hastings, 1914. El año de la catástrofe, trad. de Gonzalo García y Cecilia Belza, Barcelona, Crítica, 2014; David Stevenson, 1914-1918. Historia de la Primera Guerra Mundial, trad. de Juan Rabasseda, Barcelona, Debate, 2013; Margaret MacMillan, 1914. De la paz a la guerra, trad. de José Adrián Vitier, Madrid, Turner, 2014. Los tres libros son reseñados en el citado ensayo de Borja de Riquer.. Prácticamente no existen menciones a España en la primera de ellas; son muy escasas y circunstanciales en la del segundo y algo más abundantes –aunque tampoco mucho– en el estudio de MacMillan, si bien sólo para recordar que España sufrió una aplastante derrota en 1898, que fue uno de los países europeos en los que más se cebó la «propaganda por el hecho» anarquista y que, además de tener un gobierno neutral, era un Estado débil, en el que «las huelgas y la violencia estaban llevando a grandes zonas del territorio rural al borde de la guerra civil». Sin ánimo de parecer sarcástico, creo, en definitiva, que podría decirse, sin mucha exageración, que la mención más extendida internacionalmente de nuestro país en estos años fue la que calificaba la espantosa pandemia de gripe causante de millones de muertes en 1918 como la «gripe española».

Los historiadores que destacan que algunos de los contendientes tuvieron un cierto interés en cortejar a España –bien para que participase al lado de uno u otro bando, bien –lo que fue mucho más normal y frecuente– para que mantuviera su neutralidad u obtener determinadas facilidades– reconocen, por otra parte, que, independientemente de esa voluntad de retraimiento de las autoridades españolas (el rey, el Gobierno y los partidos dinásticos), lo verdaderamente decisivo para la no intervención fue el hecho de que la implicación española era más un engorro que un refuerzo. En esto coincidían los Gobiernos y los Estados Mayores de las potencias en liza. Con una economía débil, unas extensas costas y, sobre todo, un ejército en bancarrota, España restaba más que sumaba. Ese amargo corolario, una vez más, no es únicamente el producto de una aviesa mirada foránea, ni una interpretación desde aquí y ahora, sino una extendida convicción entre la elite española de la época, y era –además– compatible con actitudes neutralistas o belicistas en uno u otro sentido. Dicho análisis, como bien subraya y glosa Andreu Navarra, constituyó la línea medular de las intervenciones públicas de personajes tan diferentes en todos los sentidos como Francesc Cambó, Antonio Maura y Luis Araquistáin. Y no sólo ellos. En cierto modo, era también la posición del francófilo Manuel Azaña –una figura capital en este asunto por la que, sin embargo, Navarra pasa como de puntillas–, sobre todo cuando sostenía con vehemencia –y con la retórica propia del momento– que jamás «un suceso de magnitud tamaña se ha encontrado un pueblo menos preparado que el pueblo español para afrontarlo». Esta certidumbre enlaza además directamente con lo antes expuesto y es la que permite a Andreu Navarra recordar, desde la primera página de su libro, la interpretación de Azorín de que 1914 era para España, por encima de todo, un nuevo 98.

Lo que se dilucidaba en el caso español, en opinión de los más perspicaces, no era, propiamente hablando, una cuestión de voluntad –mantener la neutralidad o intervenir a favor de unos o de otros–, sino más bien de falta o patología de aquélla, es decir, de impotencia, para ser exactos. De ahí el dictamen de algunos neutralistas (la neutralidad como obligación: ¿qué otra cosa podíamos hacer?), pero también, en el fondo, el voluntarismo de algunos belicistas, deseosos de curar la secular impotencia hispana con terapia de choque. En cualquiera de las opciones, el panorama nacional en aquel trance histórico se dibujaba con tonos particularmente sombríos: a nadie le interesaba, «y menos que a nadie a Francia, que España se alinease con ella como nación beligerante […]. Entrar en la guerra hubiera expuesto a España a ser otra Bélgica […] y Francia hubiera perdido el contacto directo con sus colonias y a un óptimo conjunto de proveedores vascos y catalanes» (pp. 57-58). Esa era la realidad de fondo, la triste realidad que trataban de enmascarar las proclamas histéricas o, en el mejor de los casos, el entusiasmo impostado de algunos sectores, básicamente aquellos que se autodenominaban aliadófilos. Bien es verdad que, llegados a este punto, se impone, o debe imponerse, la prudencia y la matización: ni es cierto que el país se dividió en dos bloques equivalentes enfrentados (germanófilos y aliadófilos), ni la división era un asunto ideológico y político de tintes definidos (progresistas contra conservadores), ni todos los partidarios del bando aliado estaban por la intervención, ni todo neutralismo era germanofilia encubierta, etc. Aunque esto no se explicita en el libro, no debe perderse de vista que toda esta discusión era asunto de unas elites políticas e intelectuales que poco o nada contaban con el país real, el que hubiera tenido que poner la carne y la sangre en el matadero europeo, y que, previsiblemente, prefería por razones obvias inhibirse por completo de la hecatombe.

Navarra insiste con razón desde las primeras páginas en que el investigador debe deshacerse «de ideas preconcebidas y de justificaciones ideológicas», pues no «existieron ni bandos monolíticos ni discursos unitarios». Las tradicionales «categorías de izquierda y derecha no se ajustan o lo hacen mal ante personalidades» inaprensibles como lo eran las del 98. Unamuno, Valle-Inclán, Azorín y Baroja, cada cual a su manera, «destacaron por su heterodoxia». Es cierto que, en general, hubo una cierta identificación entre conservadurismo y germanofilia por el peso de los valores que se asociaban tradicionalmente con Alemania: orden, disciplina, autoridad, fuerza, virilidad, trabajo, eficacia… De modo complementario, las izquierdas eran francófilas por los ideales conexos al vecino transpirenaico: libertad, democracia, laicismo, tolerancia, reformismo, progreso, revolución… Pero las excepciones a este esquema, sólo válido como punto de partida, fueron innumerables. No entraremos en ellas para no alargar en exceso este comentario, pero sí debe subrayarse que las combinaciones fueron múltiples incluso dentro de cada una de las opciones. Por ello sigue teniendo toda la razón el autor cuando sugiere que «el acercamiento más fértil es siempre el que atiende a las individualidades», y una vez más, recalca, «sin esquemas previos ni generalizaciones». Eso es en buena medida lo que hace él mismo, al distinguir y estudiar dentro de cada sector a una serie de figuras que destacan por algún motivo, sea su originalidad, su entusiasmo o su coherencia argumental: Cambó y Gabriel Maura entre los neutralistas; Unamuno, Valle, Araquistáin, Blasco Ibáñez y Azorín entre los aliadófilos; Baroja, Benavente, Ricardo León y Salaverría en el campo germanófilo; por último, Navarra hace un rápido repaso final de las argumentaciones dentro del nacionalismo vasco y, un poco más extensamente, del catalanismo, ambos pragmáticos y posibilistas, siempre en función de sus intereses específicos de autogobierno.

Echamos en falta en este esquema, como antes dijimos, una mayor atención a una personalidad central en la política española a partir de aquel momento, como la de Manuel Azaña, del mismo modo que lamentamos el olvido de otra figura capital, la del mayor agitador político-cultural de la época, José Ortega y Gasset. Hay que tener en cuenta, además, que el pensador madrileño fue, en nuestra opinión, una de las mentes más lúcidas en el análisis del conflicto y el examen de las consecuencias de la neutralidad española. Para Ortega, la guerra era una catástrofe porque suponía el fracaso total de la convivencia europea, la muerte de su ideal europeísta. Lejos de simplificaciones y consignas, su decidida aliadofilia no suponía, como en tantos otros casos, ningún tipo de germanofobia (¡él, precisamente, formado en Alemania y rendido admirador del pensamiento y la cultura germanas!). Frente a la miopía, el oportunismo o la impaciencia de tantos compatriotas, el análisis orteguiano rehúye conscientemente todo maniqueísmo: critica ese característico talante germano, entre imperialista y autoritario, ausente de todo «talento jurídico», pero procura evitar la caricatura de la propaganda francófila, porque en la dinámica bélica, lo primero que se pisotea –por parte de todos– es la razón. Al igual que Azaña, el filósofo supo captar el triste papel reservado a España en esa hora decisiva, no exactamente por el hecho en sí de que participara o no en el conflicto, sino por razones más profundas, de orden histórico, moral y vital. La pasividad y la impotencia hispanas denotaban que estábamos ante un nuevo fracaso, al margen de Europa y del mundo, sin interés por nada ni nadie, y sin que, correlativamente, a nadie le importara esta marginación. El país –concluía Ortega– se parecía mucho a un niño que contemplaba atónito una pelea entre mayores entre el estupor y la atonía.

La parte más original y discutible del libro de Navarra viene después de su correcta exposición de las actitudes en liza. Como –según hemos ya apuntado y él mismo se encarga de recordar– los esquemas habituales derechas/izquierdas o conservadores/progresistas no sirven para definir y caracterizar los campos de germanófilos y aliadófilos, propone otra perspectiva: «señalar hasta qué punto el nacionalismo (o mejor cabría decirlo en plural, los nacionalismos) atravesaba toda la cultura española del momento, y hasta qué punto distintos diseños o proyectos regeneracionistas patrióticos dieron como resultado la aliadofilia, la germanofilia o la neutralidad» (p. 223). Aunque la redacción o formulación es mejorable, lo que parece recomendar Navarra es acudir al criterio nacionalista –de distintos nacionalismos, el español y los periféricos– para entender la controversia intelectual sobre la guerra. El problema, en mi opinión, es que entra a saco con dicha conceptualización –como una especie de arma letal– y, aplicando el marchamo de nacionalista a diestro y siniestro, deja el terreno calcinado, es decir, queda una realidad necesitada de las mismas explicaciones que al comienzo del recorrido, amén de que con ello se sitúa en las antípodas de su propia recomendación sobre el tratamiento individualizado como mejor forma de acercamiento.

Según el autor, en efecto, todo animal pensante en el solar ibérico es per se nacionalista (español o vasco o catalán). Nacionalista (español) era Pi y Margall, como también lo era todo el pensamiento liberal, toda la nómina noventaiochista, toda la derecha –¡por supuesto!–, pero también toda la izquierda… Sobre esa base común operan las diferencias: «El nacionalismo liberal de intelectuales como Miguel de Unamuno o Rafael Altamira se oponen [sic] al nacionalismo tradicionalista de Jacinto Benavente o Antonio Maura» (p. 226). De este modo, los germanófilos eran nacionalistas españoles que querían aplicar aquí los valores alemanes, pues mantenían una concepción autoritaria e imperial muy semejante a la que representaba el régimen de Berlín. Pero los aliadófilos no eran menos nacionalistas, sino nacionalistas españoles de otro tipo, que tomaban como ejemplo la República francesa y sus ideales de libertad, igualdad y fraternidad. Para Navarra, si pensaban en España –¡y no digamos ya si pensaban en España en términos regeneracionistas!– la cosa no admite dudas: ¡eran nacionalistas!

Empezamos ahora a barruntar que la ausencia de Ortega, anteriormente aludida, no es una casualidad: es que el filósofo madrileño no encajaba en esos esquemas tan primarios. Aunque si lo pensamos bien, podríamos decir lo mismo de heterodoxos tan recalcitrantes como Baroja (¿también nacionalista?) El uso extensivo del concepto de nacionalismo y la decisión de calificar como nacionalistas a todos los partícipes del debate público, igualan el escenario y hacen imposible toda precisión. El propio Navarra parece darse cuenta de ello en algún momento y se excusa brevemente aludiendo a «otros factores» que «podrían haber sido claves», de tipo personal, familiar, educativo o intelectual. Sea como fuere, insiste en que la clave nacionalista revela, en su opinión, «por qué esas tendencias aparecieron de pronto, con una violencia inusitada, en el espacio público de una nación no contendiente» (p. 232). Pero, para explicar esto último, no hace falta apelar al nacionalismo, sobre todo si queremos emplear el término con cierta propiedad. Basta, como hemos apuntado antes, con situar la polémica en el contexto –político, social, histórico, cultural e intelectual– de una nación que, ante un tiempo nuevo y un mundo en transformación, se debatía entre dos modos distintos de afrontar la modernidad: recuperar sus esencias tradicionales, o imitar pragmáticamente otros modelos allende sus fronteras.

Rafael Núñez Florencio es Doctor en Historia y profesor de Filosofía. Sus últimos libros son Hollada piel de toro. Del sentimiento de la naturaleza a la construcción nacional del paisaje (Madrid, Parques Nacionales, 2004), El peso del pesimismo: del 98 al desencanto (Madrid, Marcial Pons, 2010) y, en colaboración con Elena Núñez, ¡Viva la muerte! Política y cultura de lo macabro (Madrid, Marcial Pons, 2014).

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