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Schoenberg como Schoenberg

Schoenberg

Charles Rosen

Barcelona, Acantilado, 2014

Trad. de Ferrán Díaz

128 pp. 12 €

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1. Presentación

Una de nuestras mejores editoriales, Acantilado, ha tenido la estupenda idea de publicar este librito –por el tamaño, sólo por él– sobre uno de los compositores, y teóricos, más importantes del siglo XX. Para ser más precisos, el libro ya se publicó en español en 1983 (la edición original en inglés es de 1975) por Antoni Bosch, con la misma traducción de Ferrán Díaz que se ha recuperado aquí.

Tal vez lo mejor sea empezar diciendo lo que no es este libro: una biografía exhaustiva como la de Hans Heinz Stuckenschmidt, un estudio sistemático de toda la obra de Arnold Schoenberg, incluida su teoría de la música. El objetivo, se diría, es presentar al compositor, y al teórico, en un marco musical (y cultural) general, pero sobre todo mediante el análisis –excelente– de algunas de sus obras. Hay, sin embargo, elementos biográficos, incluyendo alguna anécdota, todo ello organizado del modo impecable y sabiamente dosificado por el autor.

La organización del libro es sencilla: a un breve prólogo siguen tres capítulos dedicados a los períodos en que suele dividirse la obra de Schoenberg –expresionismo, atonalismo, serialismo y neoclasicismo–, con sólo un corto paréntesis dedicado a la Sociedad de Conciertos Privados. Hay quien no hubiera añadido «y neoclasicismo», pero más abajo volveremos sobre el asunto. Y ya el cortísimo prólogo incide en la lucha que Schoenberg libró con la resistencia que despertó siempre (y que en cierto modo continúa hoy) su música, sin la cual no puede entenderse su obra. Al principio del primer capítulo se insiste todavía en que «continuó provocando hasta el fin de sus días una enemistad, incluso un odio, que no tienen parangón en la historia de la música». Por ejemplo, llegó a criticarse (¡en el Parlamento!) su nombramiento para un puesto de poca importancia en Viena. 

Charles Rosen fue alguien poco común. No es el único pianista importante que ha escrito –alguno muy bien, como Alfred Brendel, otros sin ningún interés–, pero sí el único que ha ejercido de musicólogo a muy alto nivel. Su libro El estilo clásico (trad. de Elena Giménez, Madrid, Alianza, 1986) fue un éxito y se tradujo pronto al castellano. Su otro gran libro, The Romantic Generation (1995) tuvo menos suerte y está aún esperando una editorial española que se atreva a hacerlo. Pero es que Rosen se doctoró también en Literatura Francesa en la Sorbona (hablaba la lengua perfectamente) y en sus estupendos escritos, que continuó publicando hasta el final de su vida en The New York Review of Books, se ocupó igualmente de literatura y otras muchas materias, mostrando unos conocimientos y una sabia manera de administrarlos que se reflejan también en el libro objeto de esta recensión: uno de sus aciertos consiste en mostrar el entorno cultural y artístico del primer Schoenberg, y no sólo el musical (pp. 16-25).

Charles Rosen fue un muy buen pianista –sin llegar al nivel de Maurizio Pollini, Krystian Zimerman o Alfred Brendel– de repertorio muy amplio, desde Bach hasta por lo menos su íntimo amigo Elliott Carter (1908-2012), fallecido menos de un mes antes que él, como si sus destinos estuvieran unidos. Grabó también bastantes discos, no fáciles de encontrar, y fue profesor y escritor de obra abundante en artículos, libros grandes como los citados y libritos estupendos como éste sobre Schoenberg o como El piano: notas y vivencias (trad. de Luis Gago, Madrid, Alianza, 2005), donde el lector encontrará más material sobre nuestro músico. No sabemos si Rosen dio recitales de piano en España; en todo caso, pocos. Sí impartió varios cursos en la Universidad de Alcalá de Henares y uno recuerda su intervención en un curso de verano de la Universidad Complutense en El Escorial, organizado por Revista de Libros y dirigido por Álvaro Delgado-Gal y Luis Gago. Allí dio una conferencia sobre, digamos, la situación de la cultura, y luego, en un piano renqueante (que le obligó a cambiar el programa) tocó un recital con tres Valses de Chopin y una espléndida versión de las Davidsbündlertänze de Schumann. Quienes tuvimos la suerte de hablar con él pudimos comprobar que poseía una cultura musical amplísima y una memoria apabullante: se sabía de memoria cualquier aria de Vincenzo Bellini.

2. Del expresionismo al atonalismo

Entre las primeras obras de Schoenberg, sin duda la más conocida es Noche transfigurada, de 1899, impregnada de cromatismo wagneriano. Alguien dijo: «Suena como si alguien hubiese emborronado la partitura de Tristán cuando la tinta estaba todavía fresca». Los monumentales Gurrelieder (1901), en los que se percibe también la influencia de la orquesta hipertrofiada de Strauss, le proporcionaron su único éxito de público en Viena en 1912, cuando estaba ya en otra fase de su evolución, tanto que casi inmediatamente vivió, compartido con su discípulo Alban Berg, uno de sus más sonados escándalos vieneses. Ahí empieza una nueva etapa: «Las realizaciones de Schoenberg y su escuela entre los años 1908 y 1913 tienen, incluso hoy día, unas implicaciones tan explosivas que puede decirse que apenas estamos comenzando a comprenderlas. Esos años vieron la creación de varias de las mejores obras de la escuela», entre ellas Pierrot lunaire y Erwartung (Espera). Esta última obra la compuso en diecisiete días, «como casi todas sus obras, en un frenesí de inspiración. Le ocurría que, una vez perdido el hilo de una pieza, casi nunca podía volver sobre ella sin que fuera un desastre».

Este testimonio, y otros que siguen, chocan frontalmente con la afirmación tan frecuente de que su música es algo frío, artificial, matemático, fruto de unas recetas de regla y compás, algo difícilmente compatible no sólo con lo que él mismo afirmaba, sino con los muy largos períodos de silencio y con el hecho de que varias obras importantes quedaran incompletas. El mismo compositor habla de «una compulsión interior que es más fuerte que cualquier educación». Y nos dice que la práctica y la teoría de Schoenberg no siempre iban juntas.

Rosen analiza con detalle las relaciones entre «estilo y violencia emocional» y señala cómo el cromatismo «se adapta en un grado mucho más que fortuito a la representación de estados emocionales extremos». Tenemos así servida una variante musical de la eterna, y eternamente sobada, contraposición entre fondo y forma en literatura. Termina este capítulo con el examen de los cambios que sufre en esos momentos el papel estabilizador que la tonalidad venía teniendo en la música y de lo que se ha llamado el «abandono de la tonalidad», así como de la importancia creciente –también para Stravinsky–de los intervalos más disonantes, lo que ha dado en llamarse la «emancipación de la disonancia», que ha solido compararse con el abandono de la perspectiva clásica en pintura.

Y con consideraciones sobre las disonancias empieza precisamente el capítulo dedicado al atonalismo. Una disonancia no es algo que suena mal, sino «cualquier sonido musical que debe ser resuelto, es decir, ir seguido de una consonancia». Por otra parte, es «el medio primario de la expresión musical». El abandono de la necesidad de la resolución da a Schoenberg hacia 1908 la capacidad de «expresar lo angustioso y lo macabro». Con Wagner, la ambigüedad de las relaciones tonales se incrementa extraordinariamente, lo que tiene consecuencias de todo orden, «porque [la tonalidad] implica un complejo conjunto de suposiciones respecto a la melodía, el ritmo y la forma, ninguno de los cuales puede existir independientemente de los otros».

Las Cinco Piezas op. 16 y su espléndida orquestación sirven a Rosen como ejemplo de cómo «la emancipación del colorido tímbrico fue tan significativa y característica de las primeras décadas del siglo XX como lo fue la emancipación de la disonancia». Termina este apartado con el problema de las grandes formas. El cultivo minucioso y de técnica exquisita de la miniatura –no sólo para piano, sino igualmente para gran orquesta: piénsese en Webern– por parte del maestro y los discípulos es algo bien visible. Pierrot lunaire supone un intento de lidiar con formas intermedias valiéndose de técnicas contrapuntísticas.

El, o los, análisis de Erwartung, obra correspondiente al período atonal, no se hace de una tirada, sino que va apareciendo en diversos lugares, de acuerdo con aquellos aspectos que Rosen quiere ilustrar: «Tradicionalmente se ha supuesto que el análisis musical pierde todas sus esperanzas con Erwartung». Rosen no acepta sin más la afirmación de un colega (George Perle) de que se trata «de una escritura que parece un flujo de conciencia y se resiste a todo análisis objetivo». Un primer aspecto abordado es la contraposición fondo-forma, aunque «no podemos separar tan simplemente la forma y el significado, y menos aún si se trata de una obra musical. La expresividad implacable e intensa de cada uno de los momentos de una obra como Erwartung tiene tanto de dispositivo formal como de significación extramusical». La obra representa también «la renuncia a la forma temática […] Erwartung es atemática o no motívica en cuanto que su comprensión y apreciación no están ligadas al reconocimiento de motivos que van apareciendo a lo largo de la obra, como ocurre con toda la música desde Bach a Stravinsky».

Pero Rosen avanza más allá: «Llegamos así a la más delicada de todas las innovaciones de Schoenberg y la más difícil de entender: su reconstrucción de la relación de consonancia y disonancia sin el empleo de la tríada perfecta, que durante más de cuatro siglos había estado en su misma base», y para ello se llega a a una especie de síntesis: «Esta expresividad radical, tan próxima al temperamento de Schoenberg y, por supuesto, tan estrechamente vinculada a los movimientos existentes en las demás artes de su tiempo, es también, por consiguiente, un desarrollo lógico en la extensión por parte de Schoenberg del lenguaje musical.

Técnicamente hablando, puede ser descrita como un desplazamiento de la tensión armónica a la línea melódica». Debe incidirse, para terminar, en el papel representado por la obra a la hora de mostrar la capacidad del serialismo para elaborar grandes formas (pp. 67-72), que culmina con el análisis pormenorizado de la célebre última página de la partitura y su influencia posterior.

3. Serialismo y neoclasicismo

Rosen se detiene en 1914 para hacer balance. Una fecha muy adecuada, no sólo por el comienzo de la guerra, sino por el silencio casi total que Schoenberg guardará hasta 1923. Antes de entrar en la exposición y tratamiento de los nuevos y difíciles problemas que planteaba la música atonal, donde las dificultades de equilibrio y resolución ya no podían resolverse mediante el empleo de repeticiones simétricas, ahora prohibidas, el autor abre un paréntesis dedicado a la Sociedad Privada de Conciertos (1918-1921), donde, además de describir su funcionamiento, se permite una digresión sobre la comercialización de la música (pp. 77-80). Sin embargo, su intento de educar al público no da resultado.

Tras este descanso para tomar aire, viene el capítulo «Serialismo y [la cursiva es nuestra] neoclasicismo», un título interesante porque, como ya se verá, neoclasicismo puede entenderse de varias maneras, no tan fáciles de distinguir. Para empezar, de ésta: «La preocupación más apremiante de Schoenberg después de la Primera Guerra Mundial era volver a la gran tradición central de la música occidental». Esto da pie a Rosen para enlazar con la confesión hecha, al parecer, por el compositor a un amigo, según la cual «su invención del serialismo aseguraría la supremacía de la música alemana durante los siglos venideros» (afirmación, dicho sea de paso, algo peregrina, porque los extranjeros bien hubieran podido aprender también la nueva técnica). Aquí se habla de «esa arrogante patriotería prusiana tan típica de los habitantes no prusianos de los Estados alemanes fronterizos» (p. 81), frase a menudo repetida.

En los años veinte, el lenguaje tonal se utiliza, por así decir, en segundo grado, a modo de cita: «Sólo Stravinsky, tratando la tonalidad como si fuese un idioma arcaico y extranjero, pudo crear un estilo neoclásico genuino y viable» cuya obras «emplean y explotan los elementos de la tonalidad conforme a un elegante conjunto de nuevas reglas». Aquí tenemos, se diría, otro sentido de neoclásico, que le sirve a Rosen, antes de entrar en la exposición detallada del serialismo, para diluir un tanto la oposición Schoenberg-Stravinsky, tan cara a un Adorno jamás citado: «más que opuestos, fueron en realidad movimientos paralelos». También anticipa, brevemente, otro asunto muy sobado: el de la oposición del serialismo y las formas neoclásicas o, dicho vulgarmente, saber si el revolucionario devino en reaccionario: «[…] pero lo que quería Schoenberg con la invención del serialismo era, a la vez, resucitar un antiguo clasicismo y hacer posible uno nuevo». Hay que ir a otro lugar («Should we adore Adorno?») para saber qué opina Rosen de Adorno. Éste quiere hacer con la música contemporánea lo que hizo Benjamin en su famosa tesis (rechazada) sobre el drama clásico alemán, pero malinterpretando su pensamiento: «Hoy debería ser obvio que el alejamiento de Schoenberg de la libertad del atonalismo hacia lo que Adorno llamaba “el rígido andamiaje del sistema con doce notas” era fundamentalmente neoclásico y conservador, un intento de reconstruir formas clásicas respetables como la sonata y las variaciones, que se habían vuelto imposibles en el expresionismo atonal, y que el uso idiosincrásico de las formas tonales del XVIII que hace Stravinsky en su período medio era de hecho profundamente radical y hasta subversivo en muchas de sus obras».

Se entra así en la presentación del serialismo, hecha, estupendamente para quien escribe, a partir del análisis de tres obras, las opp. 23-25, sobre todo la primera y la última (pp. 84-93), con las que el compositor rompe el silencio –reflexivo silencio– de años. Suele decirse que la primera obra dodecafónica es el Vals de la op. 23, algo que nuestro autor –dejaría de ser él si no lo hiciera– matiza finamente: «Las cinco piezas [op. 23] se rigen por dos principios de composición que son practicados desde hace mucho tiempo: el principio de la unidad del material musical y el principio del desarrollo motívico y la variación. De estos dos principios, extendidos y sistematizados, se deriva la técnica dodecafónica. Estos principios fueron expandidos con el objeto de llenar el vacío que dejó la tonalidad y para asumir sus funciones, y este poder expansivo, que les confiere el estatus de sistema, proviene de la tendencia de la música cromática a llenar el espacio cromático». Una síntesis así es difícilmente superable.

En un análisis más detallado de este movimiento, Rosen afirma: «Sin embargo, el vals es un paso tímido hacia el serialismo, puesto que la serie aparece primeramente como melodía». Y sigue un análisis técnico de una página que le lleva a decir que «generalmente se atribuye a este vals la fama de ser la primera pieza dodecafónica, cuando, de hecho, apenas representa dicha técnica y ni siquiera su estética […]. Las otras piezas de la op. 23 son más indicativas del futuro por la forma en que sus motivos se transforman». Y esto no es todo: «Sin embargo, hay un aspecto revolucionario en esta pieza. El Vals violenta la estética predominante,
con grandes consecuencias para el futuro, por la concepción no melódica que presenta su motivo básico o serie».

Al referirse a la Serenata op. 24, sale a relucir otra (?) manera de abordar el neoclasicismo: «recrear el tipo de frase propio de los últimos años del siglo XVIII y de los primeros del XIX», y asoman con ello los nombres de Richard Strauss e Igor Stravinsky. Un asunto relacionado es el de «la reconstrucción de efectos tonales por medio del serialismo, que es algo que muchos consideran inútil e incluso indigno. Schoenberg y Berg lo enfocaron con la más profunda seriedad». Se ha citado siempre en este punto lo llevado a cabo por Alban Berg en esa maravilla que es Wozzeck, pero no es el único ejemplo. Esto lleva a su vez a la cuestión de la forma, de la relación de las formas clásicas, tan ligadas a la tonalidad, con lo que había de venir de manos –principal, pero no únicamente– de alguien tan buen conocedor de ellas, y tan ligado a ellas, como era el propio Schoenberg, para quien «la forma era básicamente lo mismo que para el siglo XIX: un conjunto ideal de proporciones y configuraciones que trascendían el estilo y lenguaje; siempre, y en cualquier estilo, podían ser realizadas porque eran absolutas. Los tres grandes tipos de forma eran la sonata, la variación y la forma da capo». Y Rosen subraya, se diría que con toda razón, el contrasentido que supone esta postura por parte de Schoenberg «si se piensa que él comprendía, mejor quizá que cualquier músico de su generación, que las formas clásicas, y especialmente la sonata, estaban ligadas íntimamente a la tonalidad».

En el ámbito personal sobrevendría entonces el terrible salto forzado el exilio con la llegada de los nazis al poder, instalándose enseguida en California, cerca de Hollywood, por cierto que en una vecindad de un nivel intelectual y musical incomparable: Thomas Mann, Alma Mahler y su tercer marido Franz Werfel,
los directores Bruno Walter y Otto Klemperer, Theodor Adorno y Max Horkheimer, etc. Imaginen ustedes las juntas de la comunidad de vecinos… Allí se escribió Doktor Faustus, allí decidió Mann, tras leer la parte dedicada a Schoenberg de la Filosofía de la nueva música de Adorno, que éste era la persona adecuada para proporcionarle el material musical que empleó en la novela, que no agradó a Schoenberg y dio lugar a incidentes. En su nuevo país, desde el que nunca volverá a Europa, no tiene demasiado éxito como compositor, da clases en la Universidad de California, que le deja una pensión miserable y tiene que seguir dando clases particulares de composición hasta su muerte en 1951. Las obras de este período son más variadas, algunas tonales, y las hay de cierto éxito como el Concierto para piano, otras ignoradas, y el sorprendente Trío de cuerda op. 45, reconocido como una (¿inesperada?) obra maestra –para Rosen es «maravilloso»– y que también fue escrito a toda velocidad: «La forma de este Trío es una síntesis asombrosa del neoclasicismo y el expresionismo cromático». Arnold Schoenberg muere en el exilio dejando inconclusa su ópera Moisés y Aarón.

4. Balance final

Llegados aquí, viene un balance (pp.108-119) del serialismo, de sus consecuencias y de lo que supuso como estética. La serie ayuda a aunar unidad y diversidad. Pero «constituyó un grave retroceso con respecto al enfoque de sus primeras obras, en las que se habría esforzado para que el timbre, el colorido sonoro y la textura no fueran meros accesorios, sino elementos tan importantes para la música como la altura de los sonidos» (p. 109). En la misma dirección parece ir la crítica de Pierre Boulez (en el famoso «Schoenberg ha muerto», recogido en Notas de aprendizaje): «Podemos reprochar amargamente a Schoenberg esta exploración del dominio dodecafónico, que ha sido realizada con tal persistencia en el contrasentido que es difícil encontrar en la historia de la música una óptica tan equivocada».

No sólo coincide, más o menos, Boulez con Rosen en esta visión del dodecafonismo, sino también en la del período a partir de 1908, en el que, entre las obras con números de opus del 11 al 22, estarían «las más importantes, y las más significativas […]. En este universo no tonal, pero que aún no es serial, mostrará sus mayores capacidades y su mayor vitalidad; la fuerza de renovación de su lenguaje se manifiesta mucho más en estas obras que en las posteriores en que adopta el principio serial».

Para Rosen, «la música de Schoenberg se cuenta entre las más expresivas que jamás se hayan escrito. El motivo expresivo le resulta fundamental […] Schoenberg nunca renunció a una concepción de la forma en la que el motivo expresivo o la melodía desempeñaran el papel principal. Esta es la base de su neoclasicismo. La técnica serial fue inventada para sostener esa expresividad en circunstancias en las que la tonalidad había llegado a un estado tan débil y difuso».

Al principio intentamos decir lo que no es el libro, y esperamos que sí haya quedado claro, al menos implícitamente, lo que sí es: un estudio de la música del compositor y de su evolución de acuerdo con sus teorías, desarrollado con un considerable despliegue técnico que puede plantear dificultades al lector. No puede decirse que sea un libro fácil, aunque tampoco más complicado de lo necesario, y tampoco menos. En cuanto a las referencias a otros compositores, es claro que Alban Berg y Anton Webern, discípulos y amigos, ocupan el lugar principal. También porque ambos contribuyeron al desarrollo del serialismo; y aun del serialismo integral que vino después, sobre todo Webern. Pasan pronto de su papel de discípulos al de colaboradores, anticipándose incluso al maestro en ciertos desarrollos de sus ideas. Más tarde las trayectorias se separarán, antes incluso de hacerlo físicamente con el exilio de Schoenberg y la temprana muerte de Berg.

Stravinsky aparece en muchos lugares, aunque no se dice nada acerca de su tardío (y muy personal, como todo) período serial. Algo parecido sucede con Beethoven y Wagner, cuya influencia en obras juveniles como Noche transfigurada se ha señalado siempre. Sólo se dedican unas líneas a Béla Bartók, quien, «en sus mejores logros mantuvo la vida del estilo expresionista, sólo un poco afectado por sus investigaciones tonales». Johannes Brahms sólo merece una mención de pasada y nada se dice del famoso ensayo de Schoenberg «Brahms el progresivo», bien representativo de la deuda contraída con él por quien demuestra ser un buen conocedor de su obra. Poco más Mahler, del que solamente recuerda el empleo camerístico de grandes masas orquestales, desarrollado por Schoenberg en varias de sus obras.

Muchas obras de Schoenberg ni siquiera se mencionan. Y de algunas importantes, como la Sinfonía de cámara op. 9 o las Variaciones op. 31, se habla más bien de paso. Tampoco se dice mucho de Moisés y Aarón, aunque sí se señala su carácter de obra derivada de una única serie y el uso de la Sprechtstimme, ese discurso medio cantado, medio hablado, también empleado con brillantez en Pierrot lunaire. No se dice nada del director de orquesta (en general poco apreciado) ni de sus tratados teórics, como el de armonía; tampoco de sus escritos recopilados en El estilo y la idea ni de la correspondencia (Cartas, trad. de Ángel Fernando Mayo, Madrid, Turner, 1987). Apenas se toca su faceta de pintor (y autor de los decorados para alguna de sus óperas cortas) y su relación con Kandinsky, muy fuerte en la época de Der blaue Reiter). Muy poco de su afición al tenis y nada de sus enfermedades (asma, enfisema). Sí se mencionan de refilón sus estancias en Barcelona, pero sin precisar que allí se escribió buena parte de Moisés y Aarón. Curiosamente, en el librito de Rosen sobre el piano se da, seguramente por confiar en su memoria, una descripción equivocada del viaje al exilio, que hace pasar por Barcelona, cuando no fue así. El nombre de su único discípulo español, Robert Gerhard, aparece sólo citado en una anécdota.

En cuanto al libro de Acantilado, digamos que la traducción es buena; curiosamente, la «vulgar religiosity [of Parsifal]» del original se queda sólo en «religiosidad». Se ha añadido algún título a la bibliografía con criterio poco claro: puede sorprender que no se incluya otro libro de la misma editorial: Arnold Schönberg. Ética, estética, religión, de Jordi Pons. Ni tampoco Schoenberg. Vida, contexto, obra, de Hans Heinz Stuckenschmidt (trad. de Ana Agud, Madrid, Alianza, 1991), aunque sí otro menos importante del mismo autor.

Empezamos levantando acta de cómo este libro, ya en sus primeras líneas, pone en primer plano las resistencias, y aun odios, despertados por Arnold Schoenberg, y la singularidad de su figura, «sin haber obtenido en su vida la aceptación pública que se dispensó sin regateos a figuras menores». Sin espacio ya para más, digamos que esta singularidad sigue manifestándose en alguna aparición de su
nombre en artículos de prensa recientes, no tanto en uno de Enrique Vila-Matas («En el futuro, por deseo de Schoenberg»), en el que el compositor sirve sin más para ir contra Thomas Mann por el asunto de Doktor Faustus y hablar de «el fin de los novelistas todopoderosos», como en dos de Félix de Azúa («Sólo quiero lo mejor para ti» y «Triste atraso de los avanzados»), en los que Schoenberg queda bien singularizado en «su fracaso (que no comparte con Webern y Berg)» y en el diagnóstico de que la «dificultad que plantea Schoenberg es de un orden totalmente distinto a la que plantean compositores exigentes y, sin embargo, accesibles como Bartók», amén de volver sobre la contraposición con Stravinsky planteada por Adorno.

Sin espacio, una vez más, nos atrevemos a sugerir que puede que no sea del todo así, que las diferencias no sean tan tajantes, que los innegables rechazos que todavía vemos no afecten sólo a Schoenberg (¿o «Schoenberg como metáfora», que dice Azúa?), que, como dijo muy bellamente alguien que sabía también de música, Claude Lévi-Strauss, en Lo crudo y lo cocido, «Il se pourrait que la musique sérielle relève d’un univers où la musique n’entraînerait pas l’auditeur dans sa trajectoire, mais l’éloignerait de lui. En vain il s’evertuerait à la rejoindre: chaque jour elle lui apparaîtrait plus lointaine et insaisissable. Trop distante, bientôt, pour l’émouvoir, seule son idée resterait encore accessible, avant qu’elle ne finisse par se perdre sous la voûte nocturne du silence».

Jesús Hernández es profesor de Matemáticas en la Universidad Autónoma de Madrid.

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Ficha técnica

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