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El cine, abreviatura del hombre

Julián Marías, crítico de cine. El filósofo enamorado de Greta Garbo

Alfonso Basallo

Madrid, Fórcola, 2016

384 pp. 23,50 €

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Del mismo modo que no puede hablarse de la filosofía española del siglo XX sin reservar un lugar destacado para la figura de Julián Marías (Valladolid, 1914-Madrid, 2005), tampoco es posible ponderar la crítica cinematográfica escrita en este país sin detenerse en su contribución. Considerado uno de los principales discípulos de Ortega y Gasset, Marías desempeñó el cargo de articulista de cine paralelamente a su fecunda consagración a la filosofía, generando con periodicidad semanal la reseña de películas durante casi cuatro décadas –primero en Gaceta Ilustrada (1962-1982) y más tarde en Blanco y Negro (1988-1997)–, hasta llegar a los casi mil quinientos artículos, aunque –como señala el autor de la monografía que nos ocupa– no es habitual considerar a Julián Marías un crítico de cine, sino más bien un intelectual «cinéfilo» o un ensayista «interesado en el cine»Cabe recordar el hecho de que el filósofo sería asimismo progenitor de dos escritores que han ejercido la crítica de cine de manera notable: con cierta asiduidad, el economista Miguel Marías –desde sus primeros artículos en la revista Nuestro cine a finales de los años sesenta– y, más esporádicamente, el novelista Javier Marías..

La siempre interesante editorial Fórcola –especializada en ensayo sobre cultura, historia y sociedad– reivindica en Julián Marías, crítico de cine, de Alfonso Basallo, una faceta del pensador de la cual no existía testimonio, fuera de la hemeroteca, más que en dos compilaciones que reúnen una gran parte de sus artículosJulián Marías, Visto y no visto. Crónicas de cine, vol. 1 (1962-1964) y vol. 2 (1965-1967), Madrid, Guadarrama, 1970, y Fernando Alonso Barahona (comp.), El cine de Julián Marías (1960-1965), Barcelona, Royal Books, 1994.. Basallo, periodista y autor de una tesis doctoral sobre el tema de este libro, realiza un minucioso repaso por los escritos del filósofo, desentrañando los criterios que guiaban su juicio a la hora de enfrentarse a una película.

En la semblanza biográfica que abre el volumen se relata la compañía constante que el cine significó para Julián Marías a lo largo de su vida, como él mismo cuenta en sus memorias: Una vida presenteJulián Marías, Una vida presente, Madrid, Páginas de Espuma, 2008.. Su infancia y adolescencia coinciden en el tiempo con la consolidación del cine como entretenimiento popular en las urbes de todo el mundo, y las películas «de aventuras, del Oeste, históricas, comedias» formarían parte de su educación sentimental junto a las lecturas de Dumas, Hugo, Flaubert o Galdós. Durante su época estudiantil en el Madrid de la Segunda República, aumenta la afición de Marías por ir al cine. El filósofo en ciernes no sólo encuentra en ello una vía de esparcimiento social, sino que descubre de esa manera un reflejo y un análisis de las preocupaciones esenciales dibujadas en su vida, retratadas por la literatura y estudiadas en el aula. Temas como el amor, la libertad, el azar, la justicia o la muerte podían ser diseccionados y transmitidos al gran público de modo tan iluminador como las grandes novelas y obras filosóficas lograron hacer a través de la palabra. Desde entonces su vinculación al cine será sobre todo la de un espectador curioso, y cuando a comienzos de los años sesenta –después de haber adquirido prestigio como escritor y filósofo– recibe el encargo de su primera columna de cine, lo acomete con entusiasmo juvenil. La nueva tarea le llega, además, en un momento de efervescencia profesional. Tras el destierro académico a que lo condenó el franquismo, su labor empieza a obtener un cierto reconocimiento en España y tres años después pasaría a ocupar un asiento en la Real Academia.

En sus críticas, el filósofo abordaba sin prejuicios los géneros más populares, dejándose sorprender por cada nueva película o por cada revisión –de Sopa de ganso (Duck Soup, Leo McCarey, 1933) a Pulp Fiction (Pulp Fiction, Quentin Tarantino, 1994)– y tratando de comunicar su asombro al lector, ya que «sin ingenuidad es muy difícil entender ni gozar nada». Ponía especial atención en el trabajo actoral y en la verdad que insufla el actor al personaje de ficción, pues para Marías el cine adquiría su mayor valor en cuanto representación de la vida humana. El pensador vallisoletano defendía una suerte de «antropología cinematográfica» que no llegó a desarrollar de forma sistemática en un libro, aunque fuera esbozando sus principales ideas en diferentes obras, especialmente en su ensayo La imagen de la vida humana, publicado en 1955. Marías mantiene vivo el consejo de Ortega de «abrir bien los ojos, hay que mirar, mirar, mirar», descubriendo en el cine una herramienta sin igual para observar al hombre y lo que le circunda: un regalo de la tecnología al desconcertado individuo de la modernidad para verse a sí mismo desde el exterior y, de ese modo, acceder a una imagen más justa de la realidad.

Para Marías, «el cine es, ni más ni menos, el arte del siglo XX», un arte que ha alcanzado cotas de popularidad sin precedentes como espectáculo y que satisface el deseo de, viviendo otras vidas como espectadores, vivir más intensamente la nuestra. Si acudimos a la sala para divertirnos, es porque –según explica el pensador–, en el sentido etimológico de la palabra, el cine nos di-vierte: nos separa de nuestra realidad para hacernos entrar en otra. El «dedo de la cámara» señala y selecciona fragmentos del mundo que, conectados a través del montaje, forman una realidad alternativa del orden de lo imaginario, aunque esté anclada en una presencia material. En la oscuridad de la sala de cine, en la soledad de nuestra butaca, asistimos como testigos privilegiados al acontecer del ser humano desplegado en la pantalla; a un relato de personas que podrían ser reales y gracias a las cuales experimentamos el drama de la vida en toda su plenitud.

Pero el efecto del drama en el cine es doble, pues al relato recreado en la pantalla hay que añadir, además, su particular condición evanescente, fantasmal, que lo diferencia, por ejemplo, del teatro o la literatura: «La imagen proyectada es dramática porque no está ahí […], ha surgido y se está yendo, es decir, está constituida por fugacidad, aparecer, visto y no visto: magia», escribe Marías, subrayando la irrealidad de la representación.

Según Marías, para aprovechar el potencial de que está dotado el lenguaje cinematográfico, toda película debería desarrollar tres rasgos principales: visualidad (es decir, un carácter eminentemente fundado en la imagen); imaginación (demostrando una capacidad para fabular); y una preocupación personal, aspecto en el que más insiste Marías a lo largo de sus escritos. Es necesario que las personas que vemos en la pantalla nos interpelen; que comprendamos en sus comportamientos el fruto último de una biografía. Para ejemplificar el punto de vista de Marías, el autor de este libro contrapone la serie de títulos protagonizados por James Bond a lo que el filósofo considera un paradigma del cine personal: el cine de Charles Chaplin. En las películas inspiradas por el héroe de Ian Fleming, lo único que prácticamente importa en términos narrativos es la acción exterior –en perjuicio de la interior–, y sus personajes, reducidos a cosas, «no alcanzan –ni siquiera el protagonista– ese mínimo “quién” que haría de ellos personas», dice Marías a propósito de James Bond contra Goldfinger (Goldfinger, Guy Hamilton, 1964), lo que también podría aplicarse a las propuestas cinematográficas que más público siguen congregando en las salas hoy en día. En cambio, el filósofo considera que un modelo de máxima personalización lo constituyen las películas de Chaplin, por su forma transparente y sencilla –sin énfasis ni subrayados– de insertarnos en el dramatismo verosímil de un personaje que vive en la pantalla, alentando nuestra espontánea empatía hacia sus vivencias.

Si el gran tema del cine, por tanto, es el hombre, y el mecanismo que más valor otorga a una película es su manera de plasmar la condición humana, en buena medida «el cine depende del atractivo, personalidad y talento de los actores». Incluso la aparición de un intérprete concreto, independientemente del personaje que encarne y el cineasta que lo dirija, es garantía de una experiencia inefable y de la transmisión de un sentimiento único, como Marías siente que ocurre con la actriz Audrey Hepburn, cuyo rostro es inmediatamente convocado al recordar Desayuno con diamantes (Breakfast at Tiffany’s, Blake Edwards, 1961). La primacía concedida por el pensador castellano al actor y a la progresión narrativa, concretada en el guión fílmico («la máxima aproximación a la realidad de la película»), justifica que manifieste poca estima por aquellos modelos de cine que no sitúan la construcción dramática en un primer término y prefieren reflexionar sobre otras dimensiones de la imagen en movimiento, como las corrientes que eclosionaron a comienzos de los años sesenta en forma de nuevos cines. En este sentido, por ejemplo, Marías encuentra en las obras de John Ford, Frank Capra o Alfred Hitchcock todo lo que considera que falta en los de Ingmar Bergman, Michelangelo Antonioni o Jean-Luc Godard. Incluso una película del prestigio crítico de Fellini ocho y medio (Otto e mezzo, Federico Fellini, 1963) la juzga deslavazada y exhibicionista, aunque tenga a su director por un virtuoso. En el extremo opuesto, la humildad con que el realizador Howard Hawks acoge el espíritu de aventura de un fatigado grupo de personajes en El Dorado (El Dorado, 1966) emparenta a este western con la cumbre de la literatura universal: el Quijote.

El riqueza de la visión de Marías y el rigor en el análisis de sus escritos por el autor de este libro convierten a Julián Marías, crítico de cine en obligada lectura para cualquier persona interesada en ampliar su perspectiva del cine y de la cultura en general. Poco hay que reprochar a su enfoque, aunque es discutible la importancia que Basallo atribuye, a la hora de objetivar la trascendencia de una película, a sus nominaciones o premios Oscar obtenidos, como hace repetidas veces a lo largo del libro. Pero estas valoraciones un poco caprichosas no desequilibran el bien construido conjunto.

Por lo demás, la edición del libro está muy cuidada, como es habitual en los productos de Fórcola, y sus páginas están profusamente ilustradas. El ensayo se completa con una bibliografía, un índice de obras citadas y otro onomástico. Con todo, los editores podrían haber evitado la mala costumbre de que las películas se mencionen sólo con su título de estreno en España –sin especificar el título original–, defecto en que incurren otras ediciones españolas de libros sobre cine, como el reciente Instrucciones para ver una película, de David Thomson (trad. de Nuria Pujol, Barcelona, Pasado y Presente, 2015), traducción de How to Watch a Movie (Londres, Profile Books, 2015). El lector desprevenido –o no español– no tiene por qué saber que cuando se habla de Perdición se hace referencia a la versión distribuida en España de Double Indemnity (Billy Wilder, 1944), adaptación de la novela homónima de James M. Cain y estrenada en Latinoamérica como Pacto de sangre. Al propio Basallo no le pasa inadvertida la confusión que puede generar la duplicidad de títulos o el modo en que se desvirtúa el sentido del título original, pues señala el hábito de Marías de especificarlo en sus críticas junto a la de su versión española y algún comentario sobre lo inapropiado del título español, como en el caso de Cheyenne Autumn (John Ford, 1964), bautizada en España como El gran combate, o Goodfellas (Martin Scorsese, 1990), sobre cuyo título Marías indica que en español «sería más propio “Buenos chicos” o algo parecido», como de hecho se tituló en Latinoamérica, en lugar de Uno de los nuestros, como fue estrenada en España.

Por último, apuntemos algunas erratas poco relevantes deslizadas en el libro: Kubrick aparece escrito como «Kubrik» (p. 48), Lubitsch como «Lubitch» (pp. 8 y 49) y Karel Reisz como «Karel Reizs» (p. 170). Y es Time After Time (Nicholas Meyer, 1979) –en España titulado Los pasajeros del tiempo y en Latinoamérica Escape al futuro–, el formidable largometraje elogiado por Marías, en cuya trama se conocen el novelista H. G. Wells y Jack el Destripador, al que se refiere equivocadamente el autor como «Escape to Future» (p. 200).

Jaime Natche es licenciado en Comunicación Audiovisual, estudió montaje cinematográfico en la EICTV de Cuba y es realizador de cine. Ha dirigido el largometraje palestino Dos metros de esta tierra (Two Meters of This Land, 2012).

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