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Del coro al caño

Arte de amor. Primera traducción al castellano del «Ars amandi» de Ovidio

Fray Melchor de la Serna

Valladolid, Agilice Digital, 2016

164 pp. 14 €

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Yerra en grave quien pretenda poner puertas al campo, porque la vida fluye al margen de toda norma. Ni el mismísimo Concilio de Trento, convertido en ley para los reinos de España por decreto de Felipe II, ni los afanes represivos de la Iglesia con su brazo inquisitorial, fueron suficientes para sosegar esas leyes del gusto, que, según Cervantes, eran «poderosas sobremodo». Así lo prueba a las claras la obra de fray Melchor de la Serna, que, después de haber tenido vida en el mundo, y hasta una incipiente carrera como hombre de leyes, terminó por ser monje benedictino en el conventual salmantino de San Vicente. Acaso esa experiencia más allá de los muros eclesiales y sus muchos conocimientos del latín pudieron ser causa y excusa para justificar sus ires y venires por entre una literatura profana y muy carnal.

Los frutos de esos ejercicios de escritura fueron varios y gustosos: todo un Jardín de Venus de poesía erótica; varias novelas en verso, con El sueño de la viuda como enseña; un tratado bien armado de Cómo han de ser amadas las mujeres y varias traducciones ovidianas, entre las que destaca este Arte de amor, que aquí traemos en la fina edición de Javier Blasco. Por más que fuera predicador de nombre, fray Melchor sólo alcanzó su mejor registro al entonar notas atrevidas y deshonestas. Al menos es lo que se deduce de la declaración de un contemporáneo como Juan de la Cueva, que, aun sin mencionar su nombre, hizo memoria del fraile en los versos de su Ejemplar poético (vv. 358-363):

Claro tenemos el ejemplo de esto
en el que hizo el sueño a la viuda,
y a Venus el jardín tan deshonesto,
que siempre fue su musa tosca y ruda
en no siendo lasciva y descompuesta,
y, en siendo obscena, fértil fue y aguda.

Esta literatura picante, y hasta decididamente obscena, tuvo sus propios cauces de difusión, que, desde luego, no eran los oficiales. Del mismo modo que no se emite pornografía explícita en los canales generalistas de televisión, ninguno de estos textos conoció la letra impresa. Su mundo ?y el de sus lectores?  era el de la copia manuscrita, que los interesados intercambiaban con un gusto secreto. De ahí la presencia reiterada de la obra de fray Melchor en un buen número de manuscritos contemporáneos, que parecen haber pertenecido, sobre todo, a clérigos, eruditos y estudiantes, un público asentado en el centro mismo de la cultura oficial, pero atento a estas manifestaciones marginales de la literatura.

Han sido esos los cauces por donde nos ha llegado este Arte de amor, como primera traducción del Ars amatoria de Ovidio, en tres testimonios manuscritos. El primero de ellos, fechado hacia 1580, se custodia en la Biblioteca del Palacio Real como parte del códice 961; el segundo ?un poco posterior, en torno a 1587?  se integra en el manuscrito Corsini 970 de la romana Biblioteca dell’Accademia dei Lincei, como parte de un elenco de poesía española, donde el fraile benito tiene una notable cabida. Del tercero y último conocemos la historia con detalle. Resulta que Girolamo da Sommaia, un joven italiano de posibles, anduvo asentado en Salamanca entre 1599 y 1607 para estudiar ambos derechos. Entre libros, confesionarios y prostíbulos, encontró tiempo para conformar una interesantísima antología de Poesía española, que hoy se conserva en la Biblioteca Nazionale de Florencia con la signatura Cl VII-354. Entre los folios 209v-328v del códice, Sommaia se detuvo a copiar el Arte de fray Melchor.

Javier Blasco, editor de la obra para la colección Letras Áureas de Agilice Digital, se ha tomado el tiempo y la molestia de cotejar esos tres testimonios verso a verso para poner en pie que la copia florentina es, sin duda, la más fiable y próxima al original. Así lo evidencia el detallado aparato crítico con que se cierra el libro y que respalda la constitución del texto. Pero como el fin último de los libros no ha de ser nunca la autosatisfacción masturbatoria de la filología, este Arte de amor se nos ofrece sensatamente modernizado para los lectores ajenos al negocio de la literatura antigua y acompañado de una anotación ligera y suficiente para el recto entendimiento del sentido y de las alusiones cultas. Sobra y basta para que aquellos que quieran aventurarse en esta pequeña joya tengan entre sus manos una obra que les sorprenderá, y les aseguro que para bien.

Hay que tener en cuenta que fray Melchor vertió los dísticos del Ars amatoria de Nasón en octavas reales, siendo el primero en hacerlo en lengua castellana y sin más antecedente que su propio ingenio. El benedictino es un excelente traductor, que maneja con soltura los matices de la lengua latina, pero que no dudó en liberarse de ataduras para que su versión tuviera vida propia. Por ello, decidió aliviar sus versos de referencias cultas y mitológicas para dar prioridad a los argumentos eróticos. Aun ateniéndose el espíritu ovidiano, el fraile supo plasmarlo en una lengua que fluye con naturalidad y que todavía alcanza a los lectores del siglo XXI. Valga como muestra esta descripción del varón perfecto, de la que no podría quejarse ni el hipster de barbas más atildadas (pp. 70-71):

El rostro limpio, aunque campesino;
la capa, bien compuesta y no manchada;
la lengua limpia, el diente alabastrino,
y la chinela al pie proporcionada.

El cabello, cortado con buen tino;
la barba, muy bien hecha y atusada;
las uñas cortas, limpias, y no tengan
las narices más pelos que convengan.

La boca no te huela y ten cuidado
de apercibirte de la sobaquina.
Lo demás a las damas sea dejado
y a quien a mal amor se determina.

Fray Melchor de la Serna tuvo que construir una lengua poética original con la que dar expresión, como apunta Javier Blasco, «a unos contenidos que no formaban parte de las fuentes habituales en que se nutría la literatura oficial del momento» (p. 21). Y es que el petrarquismo y el neoplatonismo habían terminado por desterrar el amor del cuerpo. El amor cortés, ideado en la Provenza medieval, tenía buena parte de su razón de ser en la tensión carnal entre los amantes; pero la cristianización de sus usos y su metamorfosis en petrarquismo vino a generar un amor asexuado y metafísico, donde la carne brillaba por su ausencia. Basta releer las recomendaciones de Baltasar Castiglione en El cortesano para saber de lo que hablamos: «debe luego proveer en ello con presto remedio, atajando de tal manera los pasos a la sensualidad y cerrando así las puertas a los deseos, que ni por fuerza ni por engaño puedan meterse dentro. Y para esto ha de considerar primero que el cuerpo donde aquella hermosura resplandece no es la fuente de donde ella nace, sino que la hermosura, por ser una cosa sin cuerpo y, como hemos dicho, un rayo divino, pierde mucho de su valor hallándose envuelta y caída en aquel sujeto vil y corruptible, y que tanto es más perfecta cuanto menos de él participa».

El cuerpo, lo carnal, el sexo, se situaron, pues, en el terreno de lo bajo, lo pecaminoso y lo marginal, de manera que sólo cabía traerlos a cuento como motivo de risa o de degradación. Pero la misma rigidez del código terminó por ser causa de su agotamiento y los poetas tuvieron que buscar nuevos modelos, lenguajes y temáticas nuevas. Fray Luis de León, por esos mismos años, encontró una vía de renovación en las moralidades de Horacio; fray Melchor, su vecino conventual en Salamanca, recurrió a la pauta de Ovidio, abriendo la puerta a un lenguaje y a unos motivos amatorios bien distintos.

El yo petrarquista, que analizaba minuciosamente la pasión mental y las penalidades del amante, deja aquí paso a otro yo poético, que se presenta como alguien experimentado en las satisfacciones del amor carnal y que se muestra dispuesto a compartir tales conocimientos con sus lectores. El cuerpo hace entonces acto de presencia y se sitúa en el centro mismo de un discurso poético que tiene su propio y único fin en el acto sexual. Este maestro ducho en amores, adoptando la voz de Ovidio, guía desenfadadamente a hombres y mujeres hasta el lecho para que disfruten de los placeres de la carne, sin que encuentre inconveniente alguno en recordar a sus usuarios que no todos los orgasmos son auténticos (p. 133):

Cuando lleguéis al fin de la corrida,
sabed sentir aquellos dulces puntos
por que gustan galán y dama juntos.

No falten allí voces presurosas,
de aquel murmurio dulce y regalado;
ni falten las palabras cosquillosas
en el medio del juego delicado.
Las que en esto sentir no son dichosas
muestren gozo fingido y disfrazado.
¡Ay de la que en aquella parte es fría,
donde él y ella reciben alegría!

Mira a lo menos, cuando lo fingieres,
que tu ficción no sea conocida:
los ojos turba, y cuando te movieres,
sal fuera de compás: serás creída.
Podrás gemir, dar voces si quisieres,
asesar en deleite convertida.
Y lo demás, en que no me entrometo,
que la natura quiso ser secreto.

Bien se entiende que fray Melchor conocía de sobra el camino que llevaba del coro al caño. Este Arte de amor, donde el erudito encontrará materia para reconstruir la historia de otra literatura tan real como la que se estudia en los manuales, ofrece también al lector curioso un Ovidio llano, licencioso, alegre y escrito en un castellano más próximo a nosotros del que en principio cupiera imaginar. Gracias le sean dadas a Javier Blasco, su editor, que, con estas tareas de rescate y recuperación de una literatura erótica, ha querido traer a la luz unas voces y unos textos que tuvieron una vida oculta –pero muy transitada– en la España de los siglos XVI y XVII, y que siguen vivos todavía, porque, al fin y al cabo, arraigan en lo más hondo de la naturaleza humana.

Luis Gómez Canseco es catedrático de Literatura Española en la Universidad de Huelva. Ha editado obras de Benito Arias Montano, Francisco de Borja, Miguel de Cervantes, Mateo Alemán y Alonso Fernández de Avellaneda, entre otros, y es editor de Fragmentos para una historia de la mierda. Cultura y transgresión (Huelva, Universidad de Huelva, 2010).

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