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Los inmóviles

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En el comienzo de La Chunga, una obra ambientada enteramente en un bar de mala muerte, cuatro jugadores de dados interrumpen una partida para entonar, al compás de una guitarra, el «himno» de su amistad: «Somos los inconquistables / que no quieren trabajar; / sólo chupar, sólo vagar, sólo cachar». Alzan la voz como en son de guerra, pero más bien acusan la derrota con que cargan. ¿Qué más pueden hacer esos zánganos si no es chupar, vagar y cachar? La dueña del barcito, una mujer curtida a la que llaman o apodan La Chunga (Aitana Sánchez-Gijón), los mantiene aceitados con una botella de cerveza tras otra y, cuando intentan sobrepasarse, les frena enérgicamente el carro («Alto ahí, concha de su madre»). La escena, en esencia, es siempre la misma. Estamos en los años cuarenta en Piura (Perú), y en una sociedad donde la pobreza es proporcional al paternalismo y ambos a la injusticia; la inmovilidad recuerda casi el infierno sartreano.

Los cinco personajes parecen condenados a revivir el momento en que despuntó un cambio. Una noche, Josefino (Asier Etxeandía), el chulo de los inconquistables, apareció en el bar con Meche (Irene Escolar), una «hembrita» que valía «su peso en oro» y que dejó embobados a todos, incluida La Chunga, cuyas preferencias sexuales (le dicen «marimacho») quedaron en evidencia en cuanto la chica entró por la puerta. Poco después, Josefino perdió a los dados hasta la camisa y le vendió a Meche a La Chunga por el resto de noche. Qué pasó entre ellas es la pregunta que todos se hacen en el presente, doblemente intrigados por la posterior desaparición de la chica. Y como La Chunga no suelta prenda, Meche queda nimbada por el halo de la fantasía, de manera que los demás se representan en el teatro de la mente –y se representa ante nosotros en el teatro– los sucesos posibles de aquella noche en blanco. El autor presta a cada personaje una imaginación libidinal distinta, mostrándonos la imaginería de un romántico, un onanista y un pedófilo, que se intercalan con los recuerdos más o menos fiables de La Chunga y Josefino.

Al atenerse a versiones puramente subjetivas, la obra presenta historias creíbles y, al mismo tiempo, nos invita a desconfiar de su veracidad. El efecto desestabilizador se juega en varios niveles. La escenografía de Sebastià Brosa –un establecimiento recreado con todas sus sillas, mostrador, botellas, nevera, etc.– es plenamente naturalista, pero en algunos momentos la dirección de Joan Ollé modula el tono hacia lo fantástico o la ensoñación. El clímax de la obra, por contrapartida, es de un realismo brutal, con un violento enfrentamiento físico y hasta una violación. La pregunta que eso suscita es la siguiente: ¿el realismo es signo de algo que ocurrió «realmente», o una forma más de la imaginación de los personajes? Aunque al espectador le resulte imposible contestarla, estas manipulaciones lo comprometen emocionalmente con la duda. En muchos sentidos, uno se encuentra en la misma posición que los personajes: privado de una respuesta tranquilizadora.

No todos las imágenes son igual de efectivas. Me convenció sólo a medias la escena en que las dos mujeres, en ropa interior y enmascaradas como venecianas, encarnan la fantasía del sadomasoquista, invitándolo a acostarse con ellas y torturándolo con un cuchillo: visualmente, el cuadro es impactante, con los tres actores subidos a una tarima e iluminados por un reflector casi vertical, pero hay demasiado lloriqueo, demasiado aspaviento, demasiado teatro, para que uno suspenda la incredulidad (el cuchillo, a todo esto, es una invención desavisada del montaje; en el texto sólo se mencionan azotes). Algo parecido ocurre en las escenas en que los cuatro amigos se provocan, se desafían o se dan la réplica el uno al otro, en pos de un tibio remate cómico. Los diálogos quedan prisioneros del artificio, y el texto se desinfla en réplicas informativas: «¿Con qué vas a seguir apostando? Ya has perdido dos mil soles, tu reloj y tu pluma fuente». Tampoco la dirección de actores encuentra el norte en las escenas de hombres solos. Me parece significativo que de Rulo Pardo no recuerdo una sola réplica, mientras que de Tomás Pozzi, el torturado, sólo me viene a la cabeza una retahíla de grititos y monerías. El personaje se llama Mono, pero, ¿es necesario que parezca recién salido de la jaula?

Por si fuera poco, Pozzi, que es argentino, habla en un retintín ascendente que recuerda el tono de las peores telenovelas de su país. Su acento en sí no especialmente problemático, o no más que el español de los demás actores, que al parecer ignoran la nacionalidad de los personajes. Irene Escolar directamente enuncia cada modismo peruano en perfecto madrileño, y hasta se le escapan algunos «le» que nadie diría en Perú («le quiero»). El único que ensaya una especie de tonada peruana, como asistido por un preparador de voz propio, es Etxeandía. No se le da mal, si uno tiene una idea aproximada de la geografía: quizá su voz salta de Perú a algunos países limítrofes, pero al menos no cruza el Atlántico. Ante este efecto panhispánico, cabe preguntarse por qué un montaje que tiene en tan alta estima la verosimilitud descuida un aspecto tan central de la caracterización como es el habla de los personajes. Tal vez la respuesta resida en la tradición española, pero la inercia no es excusa. Y los actores, con buen entrenamiento, serían muy capaces de traer el sonido de otras voces. He visto obras de Tennessee Williams en Inglaterra en las que intérpretes ingleses se las apañaban muy bien con el norteamericano sureño. Hablar en latinoamericano para un español ha de ser incluso más fácil. Ni siquiera tiene que cambiar las vocales; con suavizar la s y quitar la z tienen la mitad del trabajo hecho.

Acentos aparte, hay que destacar el trabajo de los tres protagonistas. Irene Escolar camina con gran aplomo por la cuerda floja de la inocencia, matizando un personaje que podría quedarse en el estereotipo. Algo igual de delicado logra Asier Etxeandía, al cautivar al público interpretando a un sujeto deleznable, lo que de alguna manera explica que su personaje pueda embobar a Meche, a la que hace «ver estrellitas». Conmigo no llegó a tanto, pero lo cierto es que mi atención, como la del resto de la sala, estaba puesta en la estrella cardinal de la obra, Aitana Sánchez-Gijón, que compone una Chunga soberbia. Sánchez-Gijón ha trabajado en otras obras de Vargas-Llosa, con quien la une no sólo el respeto profesional sino la amistad, por lo que no sorprende verla sumada a este proyecto, que da inicio en el Teatro Español a un ciclo dedicado al teatro completo del autor. Sin embargo, puede resultar sorprendente, como dijo medio en broma Vargas Llosa al terminar el estreno, que una actriz «tan bella, tan culta, tan elegante, tan fina, tan inteligente» se meta en la piel de una mujer endurecida y desangelada. En un sentido, no hay ningún misterio: se llama actuar. Pero una actuación de este calibre sería imposible sin ese gran misterio llamado talento.

*      *      *

Una de los objetivos de Vargas Llosa al escribir La Chunga, según su introducción de 1985 a la obra, era desarrollar un lenguaje dramático que explorase nuevos caminos, «en vez de seguir transitando», entre otros, «los divertimentos del teatro del absurdo». La obra es no poco innovadora en su mezcla de flashbacks y fabulación; pero al compararla con Esperando a Godot, una pieza absurdista que la precede en treinta años, caemos en la paradoja de que la más antigua es la más novedosa. Podemos intentar explicarla de distintas maneras, por ejemplo echando mano de aquella definición de la gran literatura como el tipo de novedad que siempre es novedad; pero, por supuesto, nos quedamos en la tautología. Tanto vale el asombro: ¿de verdad han pasado sesenta años desde que Godot se estrenó por primera vez en París?

En el ínterin, la obra se ha representado en todos los lugares imaginables, inclusive en Sarajevo durante la guerra, con la famosa dirección de Susan Sontag. Las inflexiones que se le han dado van desde lo filosófico a lo farsesco, con mayor o menor énfasis en la ironía o las ideas que flotan medio muertas en la superficie del texto. El estupendo montaje de Alfredo Sanzol se distingue por acentuar dos dimensiones a menudo relegadas: el humor y la acción física. Logra así montar un Beckett moderno y, al mismo tiempo, reavivar algunas de sus afinidades más soterradas. Al ver a Vladimir (Juan Antonio Lumbreras) y Estragón (Paco Déniz) dar vueltas, perseguirse, caer al suelo, casi hacer acrobacias o acudir a las manos, uno recuerda cuánto hay de Buster Keaton o Chaplin en Beckett. Y el humor sirve además para tender puentes. Vi la obra con un público que no se caracterizaba por su capacidad de atención –una sala llena de alumnos de instituto– y todos reían a mandíbula suelta, no sólo en respuesta a la comedia física sino a las extravagancias del texto. Beckett, era obvio, les hablaba.

Buena parte del mérito pertenece a los actores. Lumbreras y Déniz, los mejores Estragón y Vladimir que he visto en mucho tiempo, no sólo se lucen en la comedia, sino que renuevan matices más sutiles del texto, como la corriente homoerótica que circula entre los personajes. Juan Antonio Quintana (Lucky) y Pablo Vázquez (Pozzo) los secundan introduciendo oportunos cambios de ritmo. Quintana convierte el monólogo deshilvanado del esclavo Lucky en una pieza a la vez tensa y divertidísima; Vázquez, en el papel de amo, combina expertamente lo temible con lo grotesco (convendría ajustar, con todo, su vozarrón de barítono, que retumba varios decibelios por encima del de los demás actores). Los cuatro están muy bien coordinados, y se siente con cuánta soltura interpretan la obra. No vendría mal, sin embargo, algo menos de soltura por parte de la dirección: algunas bufonadas parecen inspirarse más en Buster Keaton que en los tres chiflados. Y, en el mismo sentido, el vestuario de Alejandro Andújar, que es responsable también de la florida escenografía, se apoya innecesariamente en el ridículo: por alguna razón, Vladimir está privado de pantalones y, al abrirse el abrigo, exhibe unos eslips blancos como los de una comedieta setentera.

Con una duración de una hora y cuarenta y cinco minutos, la obra se interpreta deprisa, casi sin dejar silencio entre réplicas, algo atípico en los montajes de Beckett. Pero el inesperado efecto de la aceleración es el de potenciar la ansiedad que causa precisamente el silencio. No está nada mal, porque de eso trata en gran parte la obra. «Lo que está en juego –escribió Beckett en una carta– es un habla cuya función es no tanto significar algo como presentar una especie de batalla, espero que pobre, contra el silencio, y que conduce de vuelta a él». En un sentido banal, lo mismo puede decirse de cualquier texto. Los inconquistables de Vargas Llosa, sin ir más lejos, luchan contra el vacío de sus vidas con una seguidilla de cánticos, fantasías y bravatas. Pero Esperando a Godot viene a decir algo mucho más despiadado: al cabo de la lucha, siempre gana el silencio. De ahí quizás el final, consignado una de las didascalias más impresionantes de la historia: 

VLADIMIR: ¿Qué? ¿Nos vamos?
ESTRAGÓN: Vamos.
(No se mueven)

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Ficha técnica

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