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Manuscrito encontrado en Zaragoza, de Jan Potocki

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Es habitual que las ficciones literarias interesantes lleven consigo una historia peculiar, pudiéramos decir novelesca, y Manuscrito encontrado en Zaragoza no es una excepción. La presente edición, de la que son responsables François Rosset y Dominique Triaire, con excelente traducción de José Ramón Monreal y una presentación breve de Marc Fumaroli, es un ejemplo notable de tales peculiaridades: en un apéndice muy interesante, los editores nos cuentan cómo, al hilo de una vida con las preocupaciones intelectuales y científicas propias de un ilustrado muy culto, y a lo largo de numerosos viajes por lugares lejanos a su Polonia natal, de los que hizo la crónica, el conde Jan Potocki (1761-1815) fue pergeñando esta extraña obra, de la que se nos ofrece lo que debe de aproximarse a su edición definitiva, pues aunque los editores demuestran haber sido meticulosos a la hora de ordenar los materiales, todavía quedan al parecer algunos cabos sueltos, ya que no existe un original cerrado totalmente por el autor, que acabó quitándose la vida.

La edición que ahora se nos presenta es la correspondiente a 1810, ordenada en seis «decamerones» –en realidad, sesenta y una jornadas– y nos narra las aventuras vividas y escuchadas por Alfonso van Worden, capitán de la Guardia Valona, durante esas jornadas –los primeros días de su estancia en España– en tiempos de Felipe V, mientras pretende viajar a Madrid a través de Sierra Morena. La obra, escrita originariamente en francés, conoció diversas versiones del autor. Una de ellas, la editada en 1804, fue presentada de nuevo en Francia por Roger Caillois en 1958 y publicada por Alianza Editorial en 1970, con traducción e introducción de José Luis Cano y prólogo de Julio Caro Baroja. Recogía el primer decamerón, cuatro jornadas más y tres relatos contados por el personaje llamado Avadoro. Sin duda la versión de Caillois tuvo el mérito de poner el libro de actualidad, y en 1964 el director de cine polaco Wojciech J. Has rodó una versión de aquellas catorce jornadas, con música de Krzysztof Penderecki, película memorable que en el año 2001 ha conocido una versión restaurada bajo el patrocinio de Francis Ford Coppola y Martin Scorsese. Luego, y a lo largo de estos años, en España han ido apareciendo otras versiones, algunas reducidas e incluso encuadradas en el género «de terror», otras más extensas que la que ahora presenta Acantilado, como la de René Radrizzani, que fue publicada sucesivamente en traducciones de Amalia Álvarez y Francisco Javier Muñoz, con prólogo de Federico Arbós (Palas Atenea, 1990), Mauro Armiño (Valdemar, 1997) y César Aira (Pre-Textos, 2001).

Quien conozca únicamente la versión de 1804, la que reúne las catorce jornadas iniciales de Alfonso van Worden y los tres relatos de Avadoro, imaginará que Manuscrito encontrado en Zaragoza es una obra de contenido fantástico, que se mueve sólo en el mundo de los sortilegios y en las fronteras del trasmundo. Sin embargo, la lectura de la versión de 1810 va mucho más allá, y nos ofrece un admirable relato de relatos que se entrelazan y se superponen a través de una interminable sucesión de simulacros, hasta componer un libro de singular originalidad y belleza, donde lo fantástico, desentrañado mediante una explicación racional, se introduce a su vez en otro nivel de ficción que nunca pierde la extrañeza. Los editores no citan Las mil y una noches –una de cuyas versiones había sido ya vertida al francés por el abate Antoine Galland entre 1704 y 1717– como fuente inspiradora de la estructura de la obra, pero es muy posible que lo haya sido, con muchos elementos más, pues la gran cultura humanística, científica y literaria de Potocki se está manifestando continuamente a lo largo del Manuscrito.

En el primer decamerón conoceremos dos escenarios decisivos a lo largo del libro: el patíbulo donde cuelgan los cuerpos de los hermanos del bandolero Zoto y la, al parecer, embrujada y maldita Venta Quemada, en la que el valiente capitán Van Worden pasará la noche y encontrará a sus hermosas primas árabes Emina y Zibedea –con las que más adelante intimará carnalmente– antes de conocer al ermitaño y al endemoniado Pacheco, al bandido Zoto, al cabalista Uzeda y a su hermana Rebeca, ambos hebreos, a los gitanos contrabandistas entre quienes se encuentran dos mujeres que parecen las primas famosas… Todas las historias de este primer decamerón –entre ellas, la del celoso asesino Tribulcio de Rávena y la del libertino Landulfo de Ferrara, con otras que se leen en determinados libros de la biblioteca del cabalista– pueden hacer pensar al lector que se enfrenta con una sucesión de relatos de contenido exclusivamente fantástico. Sin embargo, en el segundo decamerón las cosas empiezan a cambiar, y aparecen nuevos personajes. Avadoro, el jefe de los gitanos, comenzará a contar su historia, en la que irán entrelazándose los relatos de otros personajes, como don Felipe del Tintero Largo, maniático fabricante de tinta, o la de la princesa de Monte Salerno, o la sustitución que el propio gitano, cuando joven, disfrazado, hace de una muchacha para evitar una boda no querida, en la estupenda historia de María de Torres y del conde de Rovellas, o sus jóvenes travesuras en el colegio de los Teatinos, con la aparición de un ladrón de cadáveres.

Aunque los sucesos de corte fantástico no desaparecen del todo, cada vez se imponen más los enredos de corte amoroso, que en el tercer decamerón estarán representados por varias historias de amores, engaños, infidelidades y sustituciones –la historia de la duquesa de Medina Sidonia, por ejemplo– en un homenaje continuo a la literatura: «Sin embargo, como la mente tiene necesidad de esparcimiento, yo lo buscaba en la lectura de esos libros agradables, pero peligrosos, conocidos con el nombre de novelas. El placer que sentía leyéndolas me predispuso mucho a la ternura, pero como salía poco y no venían mujeres a nuestra casa, no tenía oportunidad de hacer uso de mi corazón», cuenta en cierto momento Lope Suárez, hijo de un comerciante enemistado con otro llamado Moro por la razón, casi surrealista, de que éste se ha negado a aceptar una parte de los beneficios de un negocio. En este tercer decamerón aparecerá un personaje fisgón y enredador llamado Roque Busqueros, que dará mucho juego a lo largo de toda la obra.

En el cuarto decamerón aparecen nuevos personajes: Frasquita Salero, el señor Cabronez y, sobre todo, el peregrino réprobo Blas Hervás y su padre, el sabio Diego Hervás, constructor de un plan de obras que incluye todos los conocimientos del ser humano, plan minuciosamente expuesto en uno de los momentos del libro, que acarreará un esfuerzo titánico y que tendrá un destino desafortunado. Digamos que del mundo de lo fantástico y del enredo amoroso hemos entrado en el de la sabiduría y la erudición. En el quinto decamerón habrá relatos de seducciones amorosas por parte de damas libertinas y amores imposibles con princesas aztecas pero, sobre todo, la historia del geómetra Pedro Velázquez, uno de los personajes más interesantes de todo el libro, un sabio en busca de un «sistema», que en un momento determinado nos explicará la creación del mundo.

Por último, en el sexto decamerón seguirá desarrollándose la historia del jefe gitano –pues muchas de las historias han ido entretejiéndose con la suya o derivando de ella–, e iremos asistiendo al desenlace de casi todos los asuntos planteados a lo largo del libro, se nos desvelarán las razones por las que el capitán Alfonso van Worden ha sido retenido hasta entonces, y le será revelado por fin un secreto de familia, que no por pertenecer al plano de la lógica abandona las constantes fabulosas que impregnan todas las páginas del libro.

Esta síntesis es apenas un torpe esquema de la riqueza de planos y recursos narrativos de la obra, de los innumerables asuntos que la componen, de la gracia con que todas las historias se imbrican y resuelven, a través de una composición muy meditada, del juego de la literatura dentro de la literatura, de la construcción de personajes que tienen mucho que ver con la propia tradición literaria española, mediante unas tramas que, entre lo racional y lo fantástico, suscitan siempre una mirada perpleja, desde una filosofía nada reduccionista, abierta a nuevas perspectivas y matices, y además continuamente impregnada de ironía.

Un aspecto muy importante es el de la composición. Las historias van encastrándose unas dentro de otras, y nos vamos dejando perder porque al fin se nos revela con seguridad la salida de la historia correspondiente. Muchas veces, la historia se interrumpe para dar entrada a otra, que puede interrumpirse también en determinado momento. Cuentan los editores que la estructura fue hasta tal punto una de las preocupaciones centrales en el proyecto de Potocki que, en una de las versiones, el personaje del geómetra Velázquez protesta: «Por más atención que preste a los relatos de nuestro jefe, me es imposible comprender ya nada: ya no sé quién habla o quién escucha. Aquí es el marqués de Val Florida quien cuenta su historia a su hija que se la cuenta al gitano que nos la cuenta a nosotros. La verdad es que es algo muy confuso. Siempre me ha parecido que las novelas y otras obras de ese tipo deberían ser escritas a varias columnas, como los tratados de cronología». Sin embargo, en la versión definitiva el laberinto no es tan desorientador, porque, además, las historias son todas muy sugestivas y están en general bien medidas, salvo alguna excepción, como la creación del mundo y el «sistema» de Velázquez, que al parecer tampoco al propio autor le parecieron del todo conseguidas.

El aspecto de lo que he llamado literatura dentro de la literatura –evidente en esa cita que acabo de recordar y que, aunque desaparecida del libro, muestra la idea subyacente en su elaboración– es otro de los aspectos que afloran continuamente, no sólo por el juego de las historias encajadas en otras sucesivamente, sino porque, como en el Quijote, el Manuscrito encontrado en Zaragoza, que ha sido hallado por un oficial francés en el sitio de Zaragoza, lectura primera en la que se recogen todas las demás, es resultado al parecer del diario del propio Alfonso van Worden.

Por otra parte, el libro es una galería de personajes singulares, que van contando sus vidas e intercalando sus presencias, pero que están nutridos en gran parte de la tradición literaria española. En el prólogo de la versión de Alianza a la que antes aludí, Julio Caro Baroja señalaba que «El conde Jan Potocki nos ha dado una visión romántica de España, anterior a la de los escritores románticos más famosos, con Borrow y Merimée a la cabeza». En la versión completa, que es la que nos ocupa, esa visión romántica se enriquece con muchísimas perspectivas, que cada decamerón irá matizando mediante diferentes facetas. En el personaje de don Roque Busqueros hay un vigoroso y divertido homenaje a la picaresca, igual que los enredos amorosos que se suceden a lo largo de todo el libro, con sus simulacros y disfraces, recuerdan el mundo de las comedias y de las novelas de Lope de Vega y de Tirso de Molina, o ciertos cuentos de María de Zayas y Sotomayor, y traen hasta nosotros celestinas y donjuanes con toda naturalidad. En el principio del quinto decamerón hay una descripción («Si queréis, podemos subir a esa roca desde donde descubriremos toda la línea de la caravana que sigue en el valle. En primer lugar, vuestra señoría ve a esos hombres vestidos de modo singular que abren la marcha: son montañeses de Cuzco y de Quito») que recuerda cierto punto del capítulo XVIII de la Primera Parte del Quijote en el que, subidos en una loma, don Quijote le explica a Sancho quiénes son los verdaderos personajes de las manadas de ovejas y carneros que se mueven a sus pies («Aquel caballero que allí ves de las armas jaldes…»). Y es que, aunque en el prólogo citado Caro Baroja dice que, en los años en que Potocki visitó España, no había «cabalistas, descendientes de los abencerrajes, judías voluptuosas, etc.», es evidente que el culto conde polaco había leído con interés y provecho a nuestros escritores del Siglo de Oro, y además se había dejado seducir por esa idea de España romántica, apasionada, misteriosa, fraguada desde muchas mezcolanzas culturales, que los españoles rechazamos sistemáticamente, aunque todavía sigamos ofreciendo al mundo ejemplos de dramas taurinos y desdichados amores de tonadilleras.

Marc Fumaroli, en su presentación –donde hay una errata que señala Murcia, y no Madrid, como destino final del viaje de Van Worden– dice que: «Lo maravilloso potockiano, como lo maravilloso cervantino, encantador o aterrador, deleita siempre dos veces, una cuando se deja uno engañar y otra cuando se descubre el error del que se ha sido víctima». A mí me gustaría matizar que ese engaño no es tan riguroso en el Manuscrito encontrado en Zaragoza, pues si bien los aspectos fantásticos van teniendo poco a poco una explicación racional, lo cierto es que la novela desemboca en lo maravilloso, pues no otra cosa viene a resultar ese mundo subterráneo y acuático de los moriscos donde nadan misteriosas ondinas y donde, mil escalones bajo tierra, ha existido un filón de oro que ha permitido mantener vigente una estirpe donde se mezclan las sangres y los imaginarios.

Mas no es sólo el afán por dar un sentido a los sucesivos misterios, aunque tal sentido lleve en sí mismo mucha ambigüedad, lo que convierte el Manuscrito encontrado en Zaragoza en una novela de la Ilustración o de las Luces, sino el afán enciclopédico de que se nutre, su voluntad de proyectarse sobre muchísimos aspectos de la realidad mental y material de su época, desde una filosofía abierta, tolerante, respetuosa con todas las formas de pensamiento.

Sin embargo, creo que ha sido el humor el elemento que ha permitido que el libro siga manifestando tanta vitalidad: esos pícaros metomentodo, esos espadachines petulantes, los sabios disparatados, los jóvenes inexpertos que van aprendiendo lo que es la vida, las damas cristianas, moras o judías capaces de urdir asombrosas intrigas, los nobles cuya única virtud es el orgullo, los ermitaños que tienen al mismo tiempo otra condición, los donjuanes, todas las conductas están observadas a través de un prisma irónico que, sin hacerles perder su encanto, su rareza o su trapacería, les da la distancia precisa para que las aceptemos con la complicidad propia de una mirada contemporánea.

Como todos los clásicos, Manuscrito encontrado en Zaragoza sigue vivo, vibrante y hablándonos con un lenguaje, tanto estético como moral, cercano e inteligible.
 

Jan Potocki, Manuscrito encontrado en Zaragoza (versión de 1810), Barcelona, Acantilado, 2009.

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