Buscar

Los roles sexuales: el ocaso de la supremacía masculina

Women After All. Sex, Evolution, and the End of Male Supremacy

Melvin Konner

Nueva York, W. W. Norton, 2015

400 pp. $26.95

image_pdfCrear PDF de este artículo.

Las mujeres no son iguales a los hombres; aunque más débiles desde el punto de vista físico, son superiores en otros aspectos biológicos y de conducta, rasgos que cada vez serán más apreciables en las sociedades futuras y supondrán el declive definitivo de la supremacía masculina. Esta es la tesis central del libro Women After All, que sirve de base para este comentario sobre un tema especialmente controvertido y sensible: las causas que subyacen a los distintos roles sexuales en las sociedades humanas. Para su autor, Melvin Konner, un prestigioso profesor de Antropología, Neurociencia y Biología del Comportamiento en la Universidad de Emory, estas diferencias no son sólo el fruto de la educación y del influjo cultural: tienen su raíz en los genes, en los cromosomas, en las hormonas y en los distintos circuitos nerviosos que desarrollan mujeres y hombres. No es, por tanto, un problema de aprendizaje, sino de diferencias intrínsecas que afectan al cuerpo y a la mente de ambos sexos.

Para Konner, las mujeres son más íntegras, formales, justas, trabajan mejor en equipo, resisten mejor las distracciones de los impulsos sexuales, y poseen niveles más bajos de violencia, fanatismo y prejuicios que los hombres. Además, son más resistentes a un buen número de enfermedades, viven más tiempo y tienen una menor probabilidad de sufrir determinados trastornos cerebrales que conducen a conductas destructivas para el propio individuo. Konner sostiene que la superioridad biológica de las mujeres incluye también una mejor habilidad en el razonamiento lógico, ya que, aunque son sensibles y expresan mejor sus emociones, no se dejan arrastrar por ellas en sus decisiones. Por si fuera poco, las mujeres son capaces de engendrar nueva vida, utilizando su cuerpo como fuente de alimentación y de protección del nuevo ser, un proceso costoso en términos biológicos en el que la contribución de los hombres es todavía imprescindible, pero mucho más insignificante. El autor es consciente de que, para la mayor parte de las características, existe una amplia variabilidad tanto en hombres como en mujeres y de que las distribuciones se solapan en gran medida, pero mantiene que las diferencias en promedio existen y, en algunos rasgos ligados a la agresividad y al deseo sexual, resultan lo bastante notables como para generar a su vez diferencias reales en el comportamiento de ambos sexos con independencia del medio cultural en que se desarrollen.

El plan genético básico corporal de los mamíferos es femenino, determinado por la presencia del cromosoma X. Las hembras son XX y los machos XY. En los machos, el desarrollo femenino se anula ante la presencia de un pequeño fragmento cromosómico situado en el segmento diferencial del cromosoma Y, la denominada región determinante del sexo (SRY, en sus siglas en inglés). Este segmento SRY es responsable de que se formen los testículos y supone para sus portadores la presencia de una deficiencia genética que no tiene cura: te convierte en un hombre y, con ello, te proporciona una menor esperanza de vida, una mayor mortalidad en todas las edades, la imposibilidad de engendrar vida, en ocasiones la pérdida prematura de cabello y una mayor probabilidad de experimentar varios desarreglos cerebrales que pueden traducirse en un déficit de atención, hiperactividad y desórdenes de conducta. El mecanismo directo responsable de estos trastornos es una suerte de envenenamiento andrógeno por dosis altas de testosterona, que va al cerebro en la vida prenatal tardía y prepara el hipotálamo y la amígdala para una vida con altas dosis de agresividad, un intenso deseo sexual y una fuerte tendencia a la temeridad. Mientras, las mujeres, a salvo de esta invasión hormonal, tienen cerebros más pragmáticos y menos sensibles a los efectos de dichas emociones. Las ventajas femeninas terminarán por imponerse en un mundo cada vez menos dependiente de la fuerza física gracias al desarrollo tecnológico. De este modo, la supremacía masculina irá declinando, lo que en opinión de Konner nos conducirá a un mundo no perfecto, pero sí esencialmente mejor tanto para las mujeres como para los hombres, más democrático y compasivo en lo social, más igualitario, menos agresivo y discriminatorio, y menos orientado hacia la hipersexualidad y la pornografía.

Dejando a un lado el afán de llamar la atención por posibles intereses comerciales, la forma provocativa, sexista, aunque en contra de los varones, con la que expone sus ideas nace sin duda de la sincera indignación que el autor siente hacia las atrocidades que han sufrido y sufren las mujeres en la mayor parte de las sociedades humanas. Esta discriminación se ha incrementado a medida que las poblaciones humanas han abandonado el modo de vida cazador-recolector y se han hecho sedentarias, cambiando su estilo de vida hacía la agricultura, la ganadería y la explotación de recursos. La exageración de que hace gala, lo categórico de sus afirmaciones sobre las ventajas femeninas, sin cuestionar en ningún momento la escasa evidencia disponible para la mayor parte de esos rasgos, y sin introducir siquiera una cierta dosis de relativismo acerca de qué puede considerarse mejor o peor, parece en buena medida un recurso para obtener una posición ganadora que favorezca que los lectores abandonen sus creencias en sentido contrario y, a su vez, una manera de compensar lo que han tenido que escuchar y soportar las mujeres acerca de sus limitaciones en comparación con los hombres.

El ensayo abunda en afirmaciones drásticas sobre el impacto de las diferencias biológicas entre mujeres
y hombres

Lo que más sorprende en este libro, ameno, divertido y bien escrito, proviene de que el autor atribuye a las diferencias biológicas entre sexos un papel principal tanto en los sucesos que condujeron a la supremacía masculina como en el inevitable declive de ésta, que ya ha comenzado y se incrementará en el futuro. La posición antropológica ortodoxa sobre estas cuestiones defiende, por el contrario, que mujeres y hombres son más similares que diferentes en su comportamiento; que las diferencias que existen en el nacimiento son amplificadas mediante la socialización, como consecuencia de la diferente educación que reciben niños y niñas, hombres y mujeres a lo largo de su vida, poniendo de manifiesto la enorme plasticidad del cerebro humano; y, por último, que no hay grupos de personas, con independencia de cómo se identifiquen sexualmente, que sean superiores a cualquier otro.

Una tesis antropológica similar puede encontrarse en un libro ya clásico que el propio Konner cita como antecedente de su obra. Nos referimos al ensayo del prestigioso antropólogo Montague Francis Ashley-Montagu titulado The Natural Superiority of Women, cuya primera edición se publicó en 1953, y a la que siguieron un total de cinco hasta la muerte del autor en 1999, y que, sin duda, ejerció una notable influencia en la expansión del movimiento feminista estadounidense en la segunda mitad del siglo pasado. Montagu argumenta también que buena parte de las diferencias biológicas entre ambos sexos favorecen a la mujer, destacando, sobre todo, su capacidad de procrear y su mayor resistencia a las enfermedades. Sin embargo, su explicación apuesta por la educación como el verdadero motor de las diferencias de comportamiento entre hombres y mujeres. Cabe preguntarse acerca de qué es lo que ha cambiado en la antropología en poco más de seis décadas para que dos libros, que comparten presupuestos ideológicos similares y manejan un mismo tipo de datos, le otorguen un rol diferente al alcance y a la relevancia de las diferencias biológicas entre sexos. La respuesta hay que buscarla no tanto en la aparición de descubrimientos recientes sobre las diferencias entre ambos sexos, especialmente en el ámbito neurobiológico, evidencias que generan en sí mismas una importante controversia sobre su interpretación y alcance real, como en el planteamiento evolucionista que utiliza Konner para su análisis. El libro de Ashley-Montagu surgió a mediados del siglo pasado en medio de un ambiente en el que lo cultural poseía un claro predominio sobre lo biológico, y ello se refleja de forma nítida en sus tesis. Por su parte, el texto de Konner está muy influido por las hipótesis de la psicología evolucionista, pero sin hacer explícito qué modelo maneja para explicar la conducta humana. Esta circunstancia quizá sea el principal problema de un ensayo que abunda en afirmaciones drásticas sobre el impacto de las diferencias biológicas entre mujeres y hombres, que harían las delicias de un sociobiólogo de primera generación, y, al tiempo, exhibe un cuidado extremo para evitar que sus ideas molesten al movimiento feminista ortodoxo. Volveremos a esta cuestión más adelante, pero antes revisaremos con más detalle los principales argumentos de Konner

La biología de la sexualidad

En la primera mitad del libro, Konner expone el impacto de la sexualidad en el mundo animal. De manera entretenida, provista de sentido del humor, pasa revista al significado evolutivo del sexo y a las diferentes estrategias de conducta que machos y hembras muestran en la naturaleza. «¿Por qué existe el sexo?» es una pregunta cuya respuesta más obvia –a saber: el sexo sirve para que los organismos se reproduzcan– explica poco, ya que muchas plantas, algunos animales y la mayor parte de los organismos unicelulares se reproducen de forma asexual. El sexo tiene costes relacionados con la necesidad de poner de acuerdo a machos y hembras para la reproducción, pero, sobre todo, tiene que afrontar el denominado coste de producir machos. En muchas especies animales pueden surgir hembras que se reproduzcan de manera partenogenética, esto es, a partir de óvulos que no reducen su número de cromosomas y que, sin necesidad de ser fecundados, dan lugar a otras hembras asexuales, idénticas a sus progenitoras. Si son iguales las demás condiciones, estas hembras terminarán por desplazar a las sexuales al no tener el coste de producir hijos machos que ya no son necesarios.

Varias hipótesis compiten y se complementan a la hora de explicar cómo la reproducción sexual ha compensado esa desventaja. Konner destaca que el sexo puede considerarse como un mecanismo capaz de conseguir variabilidad genética, el combustible que necesita el proceso evolutivo. La esencia del sexo es la mezcla de genes que se produce al fusionarse la dotación genética del óvulo y del espermatozoide, de manera que, de una misma pareja reproductora, surgen individuos diferentes entre sí. Desde luego, algunos de ellos pueden estar mejor dotados que sus progenitores y que sus hermanos para sobrevivir y reproducirse en un medio con recursos limitados y, de este modo, pasan a ser seleccionados. Además, el autor destaca otra razón que le parece, con buen criterio, la más importante: si los individuos de una especie no generan variabilidad y evolucionan, se exponen a que los organismos de otras especies con los que interaccionan –ya sean depredadores, presas o patógenos– lo hagan y se queden rezagados respecto de ellos en su adaptación al medio. Es la hipótesis conocida como la «Reina Roja», en honor al personaje de Lewis Carroll que en su novela Alicia a través del espejo corría siempre sin parar para mantenerse en el mismo sitio.

En las especies con reproducción sexual, la selección natural ha condicionado la aparición de dos tipos de individuos –machos y hembras– provistos a su vez de estrategias reproductivas diferentes y complementarias. Los machos producen numerosos gametos pequeños y móviles y pueden fecundar a muchas hembras, mientras que éstas producen pocos gametos inmóviles y grandes, provistos de reservas para asegurar la viabilidad del cigoto. Darwin argumentó que esto puede dar origen a un proceso de competición directa entre los machos por el acceso a las hembras y de selección por parte de las hembras de aquellos machos que les resulten más atractivos. Por ello resulta razonable interpretar las diferencias físicas, fisiológicas y de comportamiento que existen entre ambos sexos como una consecuencia evolutiva de la competencia entre intereses reproductivos también diferentes.

Konner pasa revista a un buen número de ejemplos en los que las estrategias de machos y hembras difieren y son especialmente llamativas, resultado de una lógica evolutiva en la que la selección natural trata de maximizar la transmisión de los genes de un individuo, no su supervivencia. Los machos del género mantis se dejan devorar por las hembras sin interrumpir la cópula y sin que esta muerte consentida suponga una pérdida real en su eficacia biológica, ya que la baja densidad de población convierte en poco probable un nuevo encuentro con otra hembra. Además, el suplemento nutricional que supone para la hembra devorar al macho incrementa el tamaño de la puesta. La biodiversidad de estrategias ligadas a la sexualidad es impresionante. Factores biológicos y ecológicos están implicados en esa variabilidad, que afecta incluso a especies muy próximas filogenéticamente. Konner focaliza su atención en los mamíferos y, dentro de ellos, en los primates como los referentes más cercanos a nuestra especie. En los mamíferos, por ejemplo, la hembra ha de alimentar en exclusiva a su progenie durante el período de gestación, lo que supone una inversión enorme en la progenie respecto a la que efectúan los machos. La presión selectiva ha favorecido en las hembras estrategias que favorecen el cuidado posnatal y una adecuada elección de pareja. Por su parte, los machos presentan mayor diversidad de unas especies a otras, pero en general son menos selectivos y no siempre contribuyen al cuidado parental, lo que les lleva a intentar maximizar el número de hembras con las que se aparean. Konner analiza la diferente sexualidad de chimpancés y bonobos. Las hembras de chimpancé durante el período de celo, en el que son receptivas sexualmente, copulan múltiples veces al día con los machos que se muestren predispuestos, sin más restricción aparente que la que surge de la competencia entre éstos. Los bonobos, por su parte, practican el sexo de manera muy activa, tanto hembras como machos, y en apariencia no sólo con afán reproductivo, sino también para relajar tensiones sociales.

Sylvia Pankhurst charla con sus partidarios

Nuestra especie no ha escapado a esa batalla de los sexos. La evolución de la sexualidad humana ha estado condicionada no sólo por la mayor inversión parental de las mujeres durante el embarazo, sino también por la necesidad de encontrar colaboración para el cuidado de los hijos después del parto. Otros factores también importantes provienen de la doble asimetría entre hombres y mujeres, que se deriva, por una parte, de la imposibilidad de tener otros hijos mientras dura la gestación y aún después, hasta que la mujer vuelve a ser fértil; y, por otra, de la confianza en la paternidad, casi siempre cuestionable en el hombreEl lector puede encontrar en nuestro ensayo «El mito de la promiscuidad sexual y otros cuentos» un comentario más detallado sobre las diferentes estrategias que los intereses reproductivos de hombres y mujeres han ocasionado en nuestra especie. . No es de extrañar, por tanto, que los hombres tiendan a estar en promedio más interesados que las mujeres en el sexo esporádico y las relaciones breves, ya que estos comportamientos incrementan potencialmente su eficacia biológica. Las mujeres, en cambio, atribuyen en mayor medida una aventura amorosa a su insatisfacción matrimonial y al intento de conseguir una relación duradera con un hombre más capacitado que su pareja actual. Konner menciona algunas investigaciones que sugieren que las mujeres distinguen a la hora de escoger pareja si se trata de sexo ocasional o de una relación estable. En el primer caso, prefieren hombres con rasgos claramente masculinos mientras que, para el segundo, el abanico se amplía a los hombres con rasgos andróginos, algo similar a lo que el conocido cantante El Fary denominaba, respectivamente, un «tío-tío» o un «hombre blandengue, de esos que llevan las bolsas de la compra». La cita no quiere ser sólo un recurso humorístico: estamos ante un terreno resbaladizo por la dificultad de discriminar el peso de la biología y de la cultura en la conducta humana, ya que ésta es resultado de la interacción entre factores innatos y ambientales, incluyéndose entre estos, con un papel decisivo, los culturales.

Sin duda es más que razonable admitir que existen diferencias biológicas reales entre hombres y mujeres que afectan a determinados aspectos del comportamiento sexual y de la agresividad hacia otros individuos. Sin embargo, la hipótesis de que un determinado comportamiento ha sido seleccionado debe hacerse con precaución, sin olvidar las enormes dificultades con que se enfrenta cualquier investigación que intente poner a prueba este tipo de explicaciones evolutivas. Resulta complicado realizar una experimentación en condiciones reproducibles, o evitar los factores culturales que actúan como condicionantes sobre la conducta de los individuos. Por si fuera poco, se conoce muy poco sobre los verdaderos escenarios de vida de nuestros antepasados, lo cual, unido al enorme impacto que dichos factores suelen tener en la evolución de la sexualidad, dificulta la posibilidad de extraer conclusiones fiables. En nuestra opinión, esto debería llevar a la prudencia en el uso de afirmaciones categóricas sobre las diferencias entre mujeres y hombres siempre que no estén lo bastante contrastadas, algo de lo que Konner prescinde.

Origen y fin de la supremacía masculina: caminando hacia un futuro mejor

Melvin Konner defiende que nuestra especie, durante más del noventa por ciento de su existencia, ha estado organizada en grupos de carácter igualitario. En su opinión, la supremacía masculina se implanta en las sociedades humanas cuando éstas abandonan el modo de vida cazador-recolector y adoptan un modo de vida sedentario. Utiliza para sus argumentos su propio trabajo como antropólogo en una de las pocas comunidades humanas que todavía mantenían este modo de vida primigenio: los Kung San del noroeste de Botsuana. Konner utiliza lo que se sabe sobre la conducta de hombres y mujeres en estas sociedades como un buen indicador de cómo lo hacían nuestros antepasados. Estos, que vivían en comunidades pequeñas y nómadas, tomaban las decisiones que afectaban al grupo cara a cara, con participación de hombres y mujeres que se conocían íntimamente. Los hombres trataban de dominar, pero no les resultaba fácil; las voces de las mujeres se escuchaban cada noche, alrededor del fuego, para poner límites y decir la verdad al poder masculino. Mujeres y hombres tenían división del trabajo, pero compartían, hablaban, escuchaban y cuidaban de los niños. Los hombres podían lucirse en la caza, pero la guerra, como estimulante universal de la hombría, no era común. Había violencia, principalmente masculina, pero más accidental que ideológica.

Esta situación próxima a la igualdad cambió de forma radical cuando los cazadores-recolectores se asentaron en poblados más grandes y modificaron su modo de vida. Tales sociedades lograron incrementar el número de sus componentes y llegaron a tener categorías sociales, lo que hizo que surgieran nobles, plebeyos y esclavos. A menudo fueron a la guerra, luchando por los recursos ajenos, matando a los hombres de otros grupos o convirtiéndolos en esclavos, y violando y raptando a sus mujeres. Los hombres tomaron distancia respecto a la familia y las mujeres se convirtieron cada vez más en el objeto de la lucha masculina. La política se convirtió en una actividad realizada en espacios públicos en los que los hombres podían excluir a las mujeres. Estas tendencias se hicieron más poderosas con el auge de la agricultura, los cacicazgos y los imperios. Grandes textos literarios y religiosos como la Biblia, la Ilíada, las grandes epopeyas hindúes, están llenas de sexo y violencia, y resulta verosímil que sean un fiel reflejo de esa cultura de la dominación masculina que no terminó con los antiguos, sino que se extendió y prevaleció durante la Edad Media y el Renacimiento.

Este modo de vida introdujo una fuerte competencia entre los hombres que se tradujo en importantes diferencias en el momento de ser padres. Hay pruebas genéticas que sugieren que este proceso de selección fuerte existió, al menos en algunos momentos de nuestro pasado, y que favoreció una mayor agresividad y una mayor actividad sexual de los hombres. Konner destaca algunos datos ciertamente curiosos: aproximadamente uno de cada doce hombres en Asia Central tiene una huella genética en el cromosoma Y compatible con ser descendientes directos de un único hombre que vivió en la época del emperador Gengis Kan, a principios del siglo XII, y que, posiblemente, haya sido el propio emperador. Un fenómeno similar se ha encontrado en Irlanda: se trataría de ese antecesor común de algún caudillo que vivió hace poco más de mil años, una época en la que los habitantes de la isla se hallaban enfrascados en constantes luchas tribales.

El ocaso de la hegemonía masculina comenzó a gestarse en los últimos dos siglos y Konner lo atribuye en parte a la influencia de las ideas de la Ilustración. La liberación de la mujer ha avanzado junto a la emancipación gradual de los siervos, los esclavos, los trabajadores y las minorías de todo tipo. Pero el factor más importante hay que atribuirlo a la tecnología, que ha vuelto cada vez más obsoleta a la fuerza física y la destreza militar de los hombres. Es muy probable que la agresividad masculina haya resultado decisiva en la supervivencia de nuestra especie en un medio ambiente lleno de peligros. De hecho, la guerra ha sido históricamente una actividad de hombres, pero ahora la fuerza masculina se ha visto reemplazada en gran medida por máquinas, robots y armas tremendamente sofisticadas. Hoy las mujeres manejan aviones y helicópteros de combate y pueden desplegar una capacidad letal con la que ningún guerrero de la antigüedad habría soñado.

Konner sostiene que, a medida que las mujeres se incorporen a posiciones dirigentes, el mundo cambiará para mejor

Konner sostiene que, a medida que las mujeres se incorporen a posiciones dirigentes, el mundo cambiará para mejor. A pesar de que mujeres como Margaret Thatcher, Indira Gandhi o Golda Meir han demostrado que pueden ser tan duras o más que un hombre, Konner sospecha que se habían masculinizado en su pretensión de liderar una pirámide política dominada por varones. El autor defiende que hay muchas razones para pensar que países dirigidos preferentemente por mujeres que ya no tengan que imitar a los hombres y que se relacionen con otros gobernados también por mujeres, serán menos belicosos. Según él, día a día aumenta la evidencia que muestra que las mujeres que ejercen de líderes operan de manera diferente. Todavía no hay suficientes mujeres jefas de Estado para estudiar su conducta de forma sistemática, pero sí las hay en otras funciones de gobierno. En un estudio publicado en 2006, la politóloga Lynne Weikart y sus colegas analizaron el comportamiento de ciento veinte alcaldes –sesenta y cinco mujeres y cincuenta y cinco hombres– de ciudades con más de treinta mil habitantesLynne Weikart et al., «The Democratic Sex. Gender Differences and the Exercise of Power», Journal of Women, Politics & Policy, vol. 28, núm. 1 (2006), pp. 119-140.. Las alcaldesas fueron mucho más sensibles a la búsqueda de consenso, prestándose a modificar el presupuesto para conseguirlo. Konner extiende estas mejoras, haciendo gala de un optimismo voluntarista, a otros ámbitos del comportamiento humano, como, por ejemplo, el incremento de la cooperación o la disminución de la corrupción financiera, que para él es típicamente masculina.

Konner sabe que los hombres son también responsables de las muchas cosas positivas que han logrado los seres humanos, pero está convencido de que el mundo mejorará cuando las mujeres se incorporen de manera plena e igualitaria. Aunque tengamos la impresión de que no existen diferencias reales para varios de los rasgos que Konner menciona, es difícil no compartir este pronóstico: primero, porque dejará de ser terriblemente injusto para las mujeres; segundo, porque es absurdo prescindir de un plumazo de la mitad de la población; y, tercero, porque quizá mujeres y hombres puedan complementarse y atenuar sus debilidades respectivas. Más difícil es compartir su seguridad de que este mundo igualitario no tiene vuelta atrás y se alcanzará más pronto que tarde. En este sentido, sólo cabe desear que esté en lo cierto, pero lo razonable es pensar que habrá que luchar todavía mucho para que la igualdad sea efectiva.

La determinación de la conducta humana

Decíamos al principio que se echa en falta en el texto un modelo de cómo se produce la interacción entre lo biológico y cultural en la determinación del comportamiento humano, algo sobre lo que dirigiremos nuestras reflexiones en la última sección de este ensayo. La tendencia mayoritaria en las ciencias sociales considera que la cultura desborda el componente biológico humano, lo supera y se erige en una segunda naturaleza, de manera que ningún contenido cultural relevante se encuentra determinado por nuestra herencia genética. Los individuos se comportan como recipientes más o menos pasivos de la tradición cultural en que se educan, de suerte que las acciones individuales, salvo las relacionadas con fines biológicos obvios, responden a motivaciones que se encuentran en la propia cultura. La idea de naturaleza humana que manejan describe a los seres humanos, siguiendo los dictados de Locke, como una tabla rasa colonizada por las distintas tradiciones culturales en que se hallan inmersos los individuos.

Esta manera de interpretar la conducta fue decisiva para romper los moldes de una visión esencialista del ser humano, que hacía derivar las condiciones de la existencia particular de cada sujeto –por ejemplo, su éxito o su fracaso social y económico– de ciertas virtudes morales y espirituales que Dios y la naturaleza habían repartido desigualmente entre los individuos. Frente a esa interpretación, la heurística social afirmó que los individuos son productos sociales y que, para dar cuenta de su actividad, basta establecer con rigor el marco institucional, las relaciones económicas y las representaciones colectivas en que se insertan, para después deducir, a partir de ellas, su condición social, que era tanto como decir su ser, pues lo que no es social o producto de la cultura es la mera materialidad biológica, algo inerte y poco relevante para comprender lo que son los actores sociales. Esta manera de concebir la realidad social, que supuso una corriente de aire fresco en un mundo asfixiado por la desigualdad, la tradición, los prejuicios y los privilegios de sangre, no sólo acepta la prelación de lo social sobre lo individual, sino que también lleva asociada la idea de que la evolución histórica de lo social produce a lo largo del tiempo formas de humanidad diversas, y hasta inconmensurables.

La síntesis neodarwinista de la teoría evolutiva en los años cuarenta del siglo pasado se elaboró respetando esa autonomía de la cultura frente a la biología. Sin embargo, cultura y biología están inevitablemente unidas en los seres humanos. Por una parte, las capacidades psicobiológicas que permiten y condicionan los procesos culturales, influyendo en la génesis de las acciones, creencias y valores que moldean la cultura, son producto de la evolución. Por otra, la cultura modifica el ambiente en que nos desenvolvemos los seres humanos y, por tanto, determina no sólo las condiciones en que se expresan los genes de cada individuo, sino también, en cierta medida, la acción futura de la selección natural. Esta interacción entre genes y cultura está en el origen de los distintos intentos de analizar el devenir cultural humano desde una perspectiva darwinista. Se trata de descubrir cuáles han sido los factores claves de la transformación de Homo sapiens en la especie cultural por excelencia y cuáles los que moldean la propia evolución de la cultura. No es de extrañar que la teoría evolutiva se haya aplicado en los últimos años al estudio de la cultura y haya proporcionado diversas aproximaciones teóricas al análisis de estos problemas.

A nuestro juicio, la comprensión profunda del comportamiento humano no puede prescindir de estos dos vectores de estudio: un conocimiento profundo de la naturaleza biopsicosocial de nuestra especie –incluida en ella toda la diversidad que alberga– y la reconstrucción meticulosa de los avatares históricos y locales del proceso de acumulación y transmisión cultural de tradiciones, creencias, prácticas e instituciones. Las ciencias sociales harían bien en introducir dentro de sus marcos teóricos ciertas líneas rojas que pongan límites a la supuesta plasticidad de nuestro aparato cognitivo, asumiendo que el espacio de los comportamientos sociales no está configurado como un conjunto de alternativas equiprobables. Si se admite esta restricción de la plasticidad, inmediatamente surge la obligación de repensar y suavizar determinadas afirmaciones relativas, por ejemplo, al alcance de los modelos individualistas y racionalistas del comportamiento; o al virtual alcance de las tesis constructivistas, hoy tan de moda; o a la posible intraducibilidad de los mundos culturales gracias a la capacidad que se le atribuye al lenguaje y a sus variedades empíricas locales –las lenguas– de construir en la mente de los hablantes mundos paralelos, sustancialmente distintos. El hombre ha sido imaginado como un ser producido por la gramática y la semántica, atrapado en ellas y obligado a vivir dentro de sus límites.

Por su parte, el naturalismo no puede reducir los fenómenos culturales a imperativos genéticos o psicobiológicos para los que no siempre dispone de pruebas ni parece que pueda encontrarlas. El programa naturalista fuerte tiende a subsumir cualquier fenómeno cultural bajo alguno de estos imperativos –sexualidad, agresividad, altruismo, nepotismo, instinto grupal, etc.–, de suerte que cualquier realidad social o cualquier patrón cultural se convierten en una manifestación local de éstos, modulada por el medio. El naturalismo no puede despojar a las ciencias sociales de sus hallazgos más lúcidos, como, por ejemplo, la construcción cultural de las categorías del pensamiento y la acción, para hacerlos depender por completo de determinaciones biológicas. Tampoco debe someter la cultura a un análisis destructor de la diversidad y transmitir cierto fatalismo en el acontecer de los sucesos, ni banalizar la cultura reduciéndola a un epifenómeno o prescindir de la vigilancia epistemológica que le brindan la sociología crítica, la historia y la sociología del conocimiento cuando analizan la producción científica. Además, en ningún caso, biología y cultura deben incurrir en la falacia naturalista, ya sea confundiendo lo natural con lo deseable o, desde el lado culturalista, tratando de forzar la naturaleza para que se adecue a lo que debe ser el mundo.

En el caso que nos ocupa, esto requiere otorgar la importancia precisa a la biología y no suscribir, sin más, una visión constructivista de la sexualidad y de los roles de género. Konner describe unos estudios realizados en las tierras altas del suroeste de la República Dominicana, en poblaciones pequeñas con una alta consanguinidad, con unas personas a las que popularmente denominan machihembras. Se trata de personas con genotipo XY (hombres desde el punto de vista genético) que en el momento del nacimiento son identificadas como niñas, por la ausencia de pene y testículos visibles, y como tal son educadas hasta la pubertad. En este momento comienzan a desarrollarse anatómicamente como hombres al transformarse lo que parecía un clítoris normal en un pene pequeño y producirse el descenso de los testículos, lo que les identifica como güevedoces, con pene y testículos a los doce años.

Una de las primeras personas en estudiar esta transformación fue Julianne Imperato, doctora por la Universidad de Medicina de Cornell, en Nueva York. En la década de 1970, llegó a esta región de la República Dominicana, atraída por la historia de que había niñas que se convertían en niños. Hoy se conoce con exactitud la causa de ese cambio. Las personas machihembras poseen cromosomas XY completamente normales. Durante el desarrollo fetal, la región determinante del sexo (SRY) del cromosoma Y inhibe el desarrollo de los órganos sexuales femeninos internos, como sucede en cualquier otro varón. El problema surge ante la presencia del alelo recesivo del gen SRD5A2, situado en el cromosoma 2, que los machihembras poseen en doble dosis: esto es, lo heredan de su madre y de su padre. Esta circunstancia es frecuente en esta zona debido al alto grado de consanguinidad al ser poblaciones pequeñas que viven aisladas. El gen en concreto sirve para fabricar la enzima 5 ?-reductasa que en su versión alélica común es capaz de convertir parte de la testosterona que se produce en el feto en un andrógeno más poderoso, la dihidrotestosterona (DHT). Esta nueva hormona es responsable de la formación del pene en el feto. En su ausencia, los genitales externos al nacer se asemejan a un clítoris y a los labios. Al llegar la pubertad se produce, como en cualquier adolescente, un incremento súbito de los niveles de testosterona que induce un desarrollo sexual masculino más o menos normal, a menudo acompañado de la aparición de barba incipiente y el cambio en el timbre de voz.

La doctora Imperato siguió la historia de dieciocho de estos niños, educados como niñas hasta la adolescencia, reportando que diecisiete de ellos habían conseguido adoptar un rol de vida completamente masculino sin especiales problemas de identidad, como predicen los modelos constructivistas. Se casaron, fueron maridos y hermanos según los patrones característicos de su cultura y alguno, con la ayuda de una clínica de fertilidad, llegó a ser padre. Cierto que esta transformación, que algunos padres ya intuían por su comportamiento en los juegos durante su niñez, cuenta con el beneplácito social, que la ve con alborozo. Muy distinta resulta la evolución de los machihembras entre los sambia de Papúa Nueva Guinea, una etnia bien conocida por sus rituales homosexuales ligados a la transformación de los chicos en adultos. Los niños cercanos a la pubertad realizan felaciones a los jóvenes solteros con el fin de que el semen les facilite su desarrollo como auténticos hombres. En la cultura sambia se considera a los niños güevedoces como hombres imperfectos y son rechazados y humillados por sus familias y la sociedad.

Estamos ante un buen ejemplo de la interacción entre genética y cultura. Cada marco sociocultural, constituido en tradición y transmitido de generación en generación por aprendizaje social, sitúa al individuo frente a un menú prefigurado y diferente. No es necesario adoptar un enfoque sociologista y determinista cultural para comprender que el mero hecho de que exista un antes cultural del individuo condiciona poderosamente las oportunidades del actor social. Este marco cultural, resultado de un proceso de evolución acumulativo, tiende a ser hipertrófico y está sometido a restricciones que proceden tanto de las condiciones ambientales (climáticas, geográficas, socioeconómicas, relativas a recursos, etc.) en las que se desenvuelven el individuo y su grupo como de un a priori inserto en nuestra propia constitución natural orgánica, perceptiva, cognitiva, emocional y relacional. Es decir, a restricciones que proceden de una naturaleza humana, de la que es necesario establecer correctamente sus características y definir su influencia en la construcción de los posibles espacios culturales que construyen los seres humanos. Dicho de otro modo, ni somos una tabla rasa ni todo es igualmente probable en el ámbito del comportamiento social, de las instituciones y de las formas culturales.

A este elemental principio debemos añadir un par de corolarios. Por una parte, las mismas condiciones biopsicosociales que están en la base de nuestra capacidad para construir mundos culturales son las responsables de que el individuo perciba su realidad cultural con la inmediatez, veracidad y singularidad que correspondería a la existencia de una única realidad cultural posible –mi mundo es el mundo– y encuentre extraordinariamente difícil y costoso aprehender lo otro –las culturas ajenas– como algo dotado de la misma consistencia interna, veracidad y valor subjetivo para sus moradores. Por otra, la aparente naturalidad con que los individuos asumen y tratan de integrarse en su ámbito cultural no presupone que todos lo consigan por igual ni que exista uniformidad en la forma en que los individuos se desenvuelven y habitan en los mundos complejos que configuran las sociedades humanasUn desarrollo en extenso de estas ideas puede encontrarse en el libro Quién teme a la naturaleza humana, de Laureano, Luis y Miguel Ángel Castro Nogueira (Madrid, Tecnos, 2008), cuya segunda edición revisada aparecerá en este año 2016.. Y esto es así, primero, por la biodiversidad que muestran los individuos: en este caso, las diferencias entre mujeres y hombres y, también, dentro de mujeres y dentro de hombres. Y, en segundo lugar, pero no menos importante, porque nuestra arquitectura cognitiva, emocional y relacional está configurada para acceder a la cultura no de una manera platónica, sino a través de un escenario social de pequeñas dimensiones, grupos primarios con una intensa interacción social, ligados por estrechas relaciones de cooperación y fuertes vínculos emocionales que tiñen de valor y verdad los contenidos culturales compartidos por el grupo. Esta red microsocial basada en la aprobación y reprobación social de la conducta, a través de la cual se accede a la cultura, es singular y exclusiva para cada individuo, y posee una incidencia enorme en cómo éste se inserta en el mundo cultural hipercomplejo que han producido sus antepasadosNos referimos aquí a lo que denominamos nuestra condición de Homo suadens (del latín suadeo: aconsejar, valorar), un conjunto de mecanismos psicocognitivos que nos han hecho receptivos, primero, a los consejos parentales y, después, a la opinión de los miembros de nuestro grupo social de referencia, es decir, de aquellas personas con cuya interacción descubrimos el mundo, con las que colaboramos y a las que estamos unidos por intensos lazos afectivos..

Laureano Castro Nogueira es catedrático de Bachillerato y profesor-tutor de la UNED. Es coautor, junto con Luis y Miguel Ángel Castro Nogueira, del libro ¿Quién teme a la naturaleza humana? (Madrid, Tecnos, 2008).

Miguel Ángel Toro es catedrático de Producción Animal en la Universidad Politécnica de Madrid. Es coautor, con Carlos López Fanjul y Laureano Castro, de A la sombra de Darwin. Las aproximaciones evolucionistas al comportamiento humano (Madrid, Siglo XXI, 2003).

image_pdfCrear PDF de este artículo.
img_articulo_5283

Ficha técnica

21 '
0

Compartir

También de interés.

Como un torrente