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J. M. Coetzee: ¿Quién recordará las historias?

El maestro de Petesburgo

J. M. COETZEE

Infancia, escenas de una vida de provincias

Desgracia

Juventud

Elizabeth Costello

En medio de ninguna parte

J. M. COETZEE

Vida y época de Michael K.

Esperando a los bárbaros

Foe

La edad de hierro

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A los veinte años, J. M. Coetzee (Ciudad del Cabo, Sudáfrica, 1940) ha tomado ya grandes decisiones: renunciar a su familia, a su lengua y a su país. Así lo cuenta en Juventud (2002), el segundo libro de sus memorias, narrado en tercera persona: «Sudáfrica fue un mal comienzo, una desventaja. Una familia rural anodina, una mala educación, el idioma afrikaans: ha escapado, más o menos, de cada una de esas desventajas».

A los veinte años, cuando J. M. Coetzee vive exiliado en Londres, trabajando para IBM y construyendo su propia tradición literaria con Ezra Pound, T. S. Eliot y D. H. Lawrence, su madre le envía desde Sudáfrica largas cartas que él nunca contesta.

Sus renuncias esenciales de los veinte años son los materiales con los que, tiempo más tarde, construye J. M. Coetzee todas sus novelas. Aunque, consciente del valor de esas renuncias, ya no las presenta desdeñosamente con una apariencia convencional. Si Ramón María del Valle-Inclán colocaba a sus personajes enfrente de los espejos deformantes del callejón del Gato para obtener una suerte de verdad grotesca, J. M. Coetzee limpia de ruido todo lo que no le resulta necesario para narrar sus obsesiones.

Ha renunciado a Sudáfrica a los veinte años y quiere que un maremoto desde el Atlántico se trague su país, pero Sudáfrica es el lugar en el que suceden las novelas de J. M. Coetzee. A veces, se trata de una Sudáfrica más alegórica y teatral, como la de la granja de En medio de ninguna parte (1977) o como la de la fortaleza en el desierto de Esperando a los bárbaros (1980), pero otras veces es una Sudáfrica atrozmente real, la que se muestra en los informativos, como la descarnada de después del apartheid de Desgracia (1999) o como la descarnada del desplome del apartheid de La edad de hierro (1990), con fuegos en las calles que son señales fronterizas y certidumbre de la amenaza.

J. M. Coetzee ha renunciado a su familia a los veinte años, pero las familias son en muchas de sus novelas el centro y la clave de los acontecimientos. Familias incompletas y disfuncionales. Familias perturbadas por algo que nunca se menciona. La turbia relación de un padre y su hija en En medio de ninguna parte, con un hermoso incesto sólo consumado con sus heces en la letrina. La relación de una madre y su hijo en Vida y época de Michael K. (1983), truncada por la muerte de la madre. La relación de un padre y su hija en Desgracia, con un intento desesperado de volver a convivir bajo un mismo techo, con un distanciamiento irreparable producido por el género sexual. La relación de una madre y de su hija en Las vidas de los animales, con una tensa disputa acerca de los valores que deben ser transmitidos a los hijos en la educación. También es fundamental la relación de una madre y una hija, rota por una distancia que va más allá de lo físico, en La edad de hierro. Y la relación de un padre y su hijo en El maestro de Petersburgo (1994), donde un Fiodor Dostoievski, no menos verdadero por imaginario, vuelve a San Petersburgo para averiguar las circunstancias de la muerte de Pavel, su hijastro.

J. M. Coetzee ha renunciado a los veinte años al mundo rural anodino, pero el mundo rural se enseñorea en En medio de ninguna parte, aunque ya no es exactamente anodino, sino brutal: amos y criados encerrados en el mismo lugar pero en muy diferentes prisiones. La granja de Magda recuerda, por el clima turbulento, a la granja Thrushcross de Cumbres borrascosas, la novela de Emily Brontë: amores fuera de orden. Y en Vida y época de Michael K. el mundo rural no es precisamente anodino sino algo que se parece bastante a una condena en el infierno. Cuando era un niño, J. M. Coetzee sabía que la granja era el lugar al que pertenecía: «la granja era eterna».

Ha renunciado a responder a las cartas a los veinte años y una carta es el eje de La edad de hierro, una larga carta escrita por una mujer que está a punto de morir y en la que consigue reunir por fin «amor y verdad». El amor se vive en las novelas de J. M. Coetzee sólo en interiores, resguardándose del exterior; como si el amor fuera algo vergonzante. La verdad tampoco es ajena a los intereses de los personajes de J. M. Coetzee. El viejo juez de Esperando a los bárbaros está obsesionado por ella y le pregunta a un militar torturador: «¿Oye si yo digo la verdad?». «Sólo hay dos cosas: verdad y mentira», afirma Franz Kafka en una de las anotaciones de sus Cuadernos en octavo, «la verdad es indivisible, o sea, no se puede conocer a sí misma; quien quiera conocerla tiene que ser mentira».

La única renuncia de sus veinte años en la que J. M. Coetzee se mantiene firme es en la de no usar la lengua afrikaans. Esa condición de escritor en una lengua aprendida le lleva a las novelas del irlandés Samuel Beckett. Samuel Beckett encontró en el idioma francés su verdadera lengua literaria, aunque no necesariamente su tradición literaria. J. M. Coetzee descubre en Samuel Beckett que hay otra forma distinta de escribir novelas. Redacta una tesis doctoral en la que analiza, con parámetros matemáticos e informáticos, el código lingüístico de Samuel Beckett. Pero aunque renuncia a la lengua afrikaans, el inglés de J. M. Coetzee tiene marcas singulares, propias: frases no muy largas, de estructura muy simple, cargadas de información y sin accidentes retóricos que libro a libro tienden a la desnudez.

J. M. Coetzee encuentra, además, en el escenario indefinido de las ficciones de Samuel Beckett un posible territorio en el que desarrollar sus propias ficciones. Un espacio que no sea Sudáfrica, pero que pueda representar a Sudáfrica: como la fortaleza en un extraño lugar cerca de la frontera de Esperando a los bárbaros ; como la granja perdida de Enmedio de ninguna parte.

J. M. Coetzee parece sentirse más cómodo cuando decide abandonar los espacios simbólicos, distanciarse de la abstracción que aprendió en Samuel Beckett, y situar sus ficciones en la realidad sudafricana: violencia, conflicto racial, desorden, esclavitud, dolor, autoridad, diferencia. En Vida y época de Michael K. una Sudáfrica en guerra aparece en primer plano, y el protagonista lucha por obtener un espacio de libertad. Pero es en La edad de hierro cuando J. M. Coetzee asume totalmente la Sudáfrica real. Una mujer, ex profesora de lenguas clásicas, escribe una larga carta a su hija, que vive al otro lado del mundo, ajena al clima de violencia del país y a la terrible enfermedad de su madre, un cáncer de huesos. Una mujer que recuerda mucho a la tía Annie de J. M. Coetzee, que ha visto algo especial en él, maestra, que muere después de una caída y cuyo entierro es el final de Infancia, escenas de una vida de provincias (1998), su primer libro de memorias.

En Desgracia cuenta cómo una nación, que ha vivido un terrible régimen de segregación, acepta rápidamente las trampas sociales de lo políticamente correcto, mientras encubre con total impunidad la ausencia de verdadera justicia. La idea de justicia recorre también Esperando a los bárbaros, que puede ser considerada una versión previa y fallida de Desgracia, en la que un viejo juez al servicio del Imperio acoge en su casa a una mujer «bárbara», con lo que traspasa los límites permitidos por la ley y su vida gira hacia el absurdo. La tutela de Franz Kafka, el Franz Kafka de En la colonia penitenciaria, de El proceso y de El castillo, es aceptada.

A los veinte años, J. M. Coetzee está convencido de que «todo hombre es una isla». Esa certeza se traduce a sus novelas también transformada: todo hombre es una isla, sí, pero dentro de un archipiélago. David Lurie, el profesor de universidad que es expulsado por haberse acostado con una de sus alumnas en Desgracia, es una isla sometida a un delirante tribunal académico en una Sudáfrica cuyas reglas ha dejado de entender. Su hija, que se ha ido a vivir a una granja y que da la impresión de aceptar mejor los acontecimientos, también es una isla, abandonada por la que ha sido su amante y violada por nativos africanos. Una isla es Magda, la narradora de En medio de ninguna parte, cercada por los que han sido sus esclavos. Y la protagonista de La edad de hierro es una isla, acompañada de un vagabundo y azuzada por una criada hostil. Elizabeth Costello, la escritora defensora de los derechos de los animales, también es una isla. Y Susan Barton, que secuestra a Daniel Foe para contarle una historia, en Foe (1986), también es una isla.

El único asunto que J. M. Coetzee no contempla a los veinte años, y que se termina imponiendo en sus ficciones, es la denuncia de las condiciones de vida de los animales: las granjas en las que se crían, el maltrato sistemático que reciben, la tortura que sufren. En Desgracia, David Lurie se redime de su delito inexistente ayudando a curar perros abandonados en una clínica veterinaria. En Las vidas de los animales (1999), Elizabeth Costello, firme defensora de los derechos de los animales, expone en unas clases de la universidad, no sin someterse a las réplicas de sus antagonistas y a las de su propia hija, su punto de vista sobre el asunto: «Todo el que diga que a los animales les importa la vida menos que a nosotros es que no ha tenido en sus manos a un animal que lucha por no perderla. La totalidad del ser del animal se implica en esa lucha sin reservas. Cuando se dice que a esa lucha le falta la dimensión del horror intelectual o imaginativo, no me queda más remedio que estar de acuerdo. No es propio del ser animal disfrutar del horror intelectual, ya que todo su ser se encuentra en su carne viviente». Parece que J. M. Coetzee pensara que los hombres ya no merecemos la piedad, que sólo los animales son dignos de merecer piedad. Como si ya se hubiera dado cuenta de que todo lo que ha escrito de la piedad que hay que sentir por los hombres no hubiera servido para nada.

A los veinte años, J. M. Coetzee deja de escribir poemas para empezar a escribir ficciones. Unos años antes, después de abandonar a su tía Annie a medio enterrar, ya sabía que tendría que recordar en su cabeza todos los libros, toda la gente, todas las historias, porque si no «¿quién lo hará?».

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