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Las alas herméticas y las cadenas de los pedantes

LA REIVINDICACIÓN DE LA FILOSOFÍA EN GIORDANO BRUNO

Miguel Ángel Granada

Herder, Barcelona

198 pp.

17,7 €

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En el Renacimiento se produjo una apertura intelectual que llenó Europa de ideas portentosas, quizá desmadradas, pero nunca aburridas. La vieja escolástica aristotélica predicaba un mundo doméstico, finito y limitado por la esfera de las estrellas fijas a unos veinte mil radios terrestres de nosotros, situados en el centro del cosmos. La Tierra era mutable e imperfecta, mientras que, a partir de la Luna, el mundo era incorruptible y perfecto. Dios había creado todo esto cuando, como y porque le había dado la gana y nos había revelado unas cuantas verdades que nuestras débiles mentes nunca habrían de alcanzar solas, por lo que debíamos respetarlas en nuestros devaneos filosóficos. La Iglesia católica velaba por ello.

Lo peor de la escolástica cristiana era no ya la heteronomía y miseria a que reducía al hombre, sino sobre todo sus aires de superioridad y la pretensión de disponer de un conocimiento demostrado, cuando en realidad sus tratados alcanzaban conclusiones a lo sumo plausibles tras hacernos soportar un texto pesado, aburrido y pedante.

La salvación vino de Egipto. A lo largo de la segunda mitad del siglo XV, Marsilio Ficino proporcionó a los europeos lo que necesitaban: el saber remoto y la prístina teología de Hermes Trimegisto (aún se tardaría siglo y medio en descubrir que los textos herméticos ni eran egipcios ni de la época de Moisés, allá por el siglo XIV a. C., sino griegos y del siglo II d. C.). Tradujo también las obras de Platón y de neoplatónicos como Porfirio y Plotino. El neoplatonismo era un modo de filosofar abierto.Aristóteles había escrito tratados sesudos sobre todos los aspectos del saber humano que bastaban ellos solos para cubrir casi todos los aspectos de las enseñanzas universitarias. El neoplatonismo, por el contrario, lo tenía todo por hacer, pero ofrecía otra manera de enfocar las cosas y sobre todo no había sido domesticado como Aristóteles para acomodarse al cristianismo. Ficino, por ejemplo, pretendió aunar la teología platónica con el cristianismo, no sin dificultades.Así la metempsicosis platónica (la eternidad y transmigración de las almas individuales) se esgrimió en su contra y fue oportunamente condenada por la Inquisición en 1490. Muchos otros neoplatónicos tendrían también dificultades con la Iglesia católica.

El neoplatonismo abrió la veda a las novedades creadoras, imaginativas e inquietantes. Su teología daba cobijo filosófico al sentimiento religioso de estar envueltos por algo superior e inasible que nos atrae (el amor platónico de las criaturas por la forma perfecta de la que carecen) y con lo que deseamos fusionarnos. Pero esa entidad divina no era el familiar vejete barbudo y con malas pulgas de la Biblia que se comporta como un cacique quisquilloso («Yavé es un dios celoso», se reitera en dicha obra). El dios neoplatónico, antes que una persona como nosotros pero más fuerte, es el orden, perfección y belleza del cosmos; mientras que la naturaleza, lejos de ser una creación suya arbitraria y temporal (de 3760 a. C., según la cronología bíblica reconstruida por Eliezer Shulman), es la eterna emanación de su abundancia y, por tanto, su espejo. De ahí que el estudio de la naturaleza sea la forma adecuada de conocer la teología y practicar la religión. De ahí que la ciencia (vale decir la filosofía) sea más importante que la supuesta revelación. Del Uno emana eterna y necesariamente una procesión de entidades de perfección decreciente: ángeles, almas, astros vivientes, animales, plantas, minerales, elementos y materia prima sin cualidades. Esta escala de perfección puede recorrerse en ambos sentidos y de ahí que el filósofo pueda elevarse gradualmente hacia el conocimiento del Uno y progresar moralmente hacia su contemplación, pues todo el cosmos es una unidad transida de conexiones simbólicas, de interacciones a distancia, con lo que se sancionan esas formas de influencia arcana que son la astrología y la magia. Desde luego, el neoplatonismo prometía mucha más diversión que el escolasticismo seco y áspero, lo que se unía además a la esperanza de obtener magnos efectos con causas insignificantes, que es en lo que consiste la magia natural. Por otro lado, la unidad del cosmos,de los cielos y la Tierra nos colocaba entre los astros divinos negando que esta Tierra fuera un dechado de imperfección y la nuestra, una naturaleza caída. Por eso el copernicanismo tendía a ser bien visto. Pero el mayor atractivo del neoplatonismo para los renacentistas era que devolvía al hombre al centro del escenario moral y lo convertía en un ser autónomo capaz de conocer por sí mismo la naturaleza del mundo, del hombre y de los dioses como habían hecho los orgullosos griegos clásicos.

Esta visión moral del hombre como sujeto capaz de conocer y actuar en busca del bien por sí mismo era más disolvente aún que la cosmología platónica en que se basaba. En efecto, el filósofo podía trepar por las jerarquías cósmicas de perfección sin necesidad de la revelación y de la intermediación de curas, obispos y papas, quienes llevaban siglos insistiendo en la esencial debilidad o imbecilidad humanas y en la necesidad de aceptar servil y humildemente los preceptos revelados controlados por ellos.Ya Ficino había rozado el precipicio al divinizar los cielos astrales y poner a los textos herméticos en pie de igualdad, si no por encima, del Génesis, cuyo sentido explicaban, pero fue en el siglo XVI cuando tuvo lugar la persecución de muchos filósofos italianos, como Cardano,Telesio, Patrizi, Bruno y, más tarde, Campanella, porque sencillamente la Iglesia no podía ceder el control de la verdad dejando que cada filósofo se tornase en un sacerdote que buscase por su cuenta el contacto con Dios; eso estaba bien para los protestantes, pero no debía permitirse a los católicos. Como la filosofía libre era una amenaza seria para el monopolio doctrinal, moral y político de la Iglesia, exigía leña; esto es, hoguera, como la que consumió a Giordano Bruno por orden de la Inquisición en 1600.

La reivindicación de la filosofía que menciona el título del libro de Miguel Ángel Granada que comentamos apunta acertadamente al meollo del mensaje de Bruno. La filosofía, el saber racional acerca de la naturaleza, es la única vía de acceso al conocimiento de la realidad, incluyendo la teológica. El resto de su pensamiento se me antoja relativamente secundario y poco novedoso, pues no hizo sino vocear con exceso de entusiasmo y desmesura los aspectos más radicales del neoplatonismo.Aunque quizá estrictamente no fuese panteísta, lo parecía. El universo era una unión indisoluble de la materia y el alma del mundo, que es su causa eficiente y su principio de vida. El universo es resultado necesario de la infinita potencia y bondad de Dios que se difunde en esa emanación asimismo infinita y homogénea como él, conectada en todas sus partes mediante la jerarquía que va de la infinita unidad del acto puro divino a la infinita pluralidad de la materia, mediada por las animaciones intermedias. Siendo infinito, constaba de infinitos mundos vivos, aproximadamente uno por cada una de las infinitas estrellas, en torno a las cuales giran los gigantescos animales planetarios. Para acabar de arreglar este gallinero astral, incluía en el lote la magia junto con el copernicanismo y el atomismo entendidos a su modo. No tenía la menor intención de aprender matemáticas para computar órbitas, pero le encantaba que la Tierra se moviese, pues el movimiento es propio de los animales vivos; no tenía la menor intención de computar los intercambios de movimiento en los choques entre partículas indiferenciadas, que es el aspecto mecanicista que hizo del atomismo renacentista algo importante para la ciencia, pero hablaba de átomos de materia, de alma y de otros tipos (Dios mismo es la monada atómica por excelencia). Con todo, le atraía convertirse en un mago como Cornelio Agrippa y disfrutaba realizando proezas de magia mnemotécnica.

La sorpresa de que pudiese viajar por Europa durante tres lustros (entre 1576 y 1592) predicando semejantes ideas sin dar inmediatamente con sus huesos en la mazmorra de un asilo revela que no eran tan descabelladas como ahora pudieran parecer y que entonces muchos se sentían a la vez atraídos y consternados por ellas. Bruno, que empezó su carrera de dominico estudiando a Tomás de Aquino, hubo de poner pronto pies en polvorosa cuando la orden descubrió sus opiniones. Pasó más tarde a Ginebra, donde los calvinistas lo encarcelaron.Anduvo enseñando luego por Francia y acabó en París, donde gozó del favor del rey, que lo envió a Inglaterra. Permaneció allí entre 1583 y 1585 actuando posiblemente como espía contra los católicos ingleses y escribió sus seis famosísimos diálogos italianos sobre cosmología y moral, ganándose la enemiga de los filósofos de Oxford, que interrumpieron sus charlas acusándolo de plagiar a Ficino Miguel Ángel Granada ha preparado excelentes ediciones de estos diálogos italianos: La cena de las cenizas (1987), Expulsión de labestia triunfante (1989), Cábala del caballo Pegaso (1990) y Del infinito: el universo y losmundos (1993), todos ellos en Alianza.También ha editado De gli eroici furori para las obras completas aparecidas en Les Belles Lettres (París, 1999) y De la causa, principio etuno para Herder (en prensa).. Tras volver a Francia, donde tuvo problemas con su universo vivo, probó fortuna en las universidades alemanas, en algunas de las cuales llegó a enseñar, cosechando prohibiciones y aun excomuniones. Finalmente, a finales de 1591,un noble veneciano, Zuan Mocenigo, atraído por sus presuntas habilidades mágicas, lo invitó a ir a Venecia para entregarlo a los pocos meses a la Santa Inquisición.Tras casi ocho años de encierro y habiéndose negado a retractarse, fue quemado vivo con una estaca en la boca para que no hablase.

Hoy es fácil decir que Bruno pecó de ingenuo al difundir su filosofía y retornar a Italia; pero en aquellos años también otros pensaban que la Iglesia necesitaba una reconducción frente a los errores filosóficos, religiosos y políticos que aquejaban a una Europa dividida, y para ellos la filosofía platónica aparecía como un correctivo adecuado. El mismo año de su vuelta a Italia, Francesco Patrizi había publicado su Nueva filosofía del universo, donde ofrecía a la Iglesia católica una nueva teología platónica para sustituir a la escolástica y unir de nuevo a los cristianos. El plan no era tan descabellado y el papa Clemente VIII lo llamó como profesor a la Sapienza de Roma, si bien su libro acabó siendo condenado en 1594. Pero tres años antes Bruno habría creído que el papa se había hecho platónico y desestimaba las corrupciones del cristianismo, por lo que esperaba participar en la renovación filosófico-religiosa. Para él, los dogmas cristianos y la revelación eran una corrupción indigna del filósofo, si bien podían servir como mitos útiles para mantener atemorizada y esperanzada a la plebe. Después de todo, también el divino Platón propugnaba la invención de mitos falsos para manejar al vulgo, según cuenta en la República (III, 414-415), reservando la verdad para los espíritus filosóficos.

El mensaje renovador de Bruno se refleja en un estilo de prédica en el que la argumentación filosófica ceñida se sustituye por un tono propagandístico, el recurso a imágenes emblemáticas y una retórica que sugiere que, si no estás de acuerdo con él, eres un asno. Su moral, como la de Epicuro en su día, se basaba en la física para exorcizar el temor a los dioses. Dado que el universo y Dios son infinitos y homogéneos, el individuo humano no es sino un modo finito, una efímera singularidad, una alteración local en esa inmensa sopa cósmico-teológica, proveniente del todo y abocada a fundirse de nuevo en él con pérdida de su identidad individual. No hay, pues, que temer las infantiles penas del infierno ni apetecer las insulsas glorias celestes. Son supercherías cristianas útiles para la plebe. La moral del filósofo es, por tanto, una suerte de moral de ecologista que se consuela con la idea de disolverse en compost y retornar a la naturaleza. No produce una gran juerga, pero conduce a la ataraxia, esa forma de ausencia de inquietud en que consiste tomar las cosas con filosofía y aceptar lo inevitable. Como dice en Losheroicos furores: «El placer no es para él placer, al tener su fenecer presente, del mismo modo que la pena no es pena, porque […] tiene presente su límite». Sin alma inmortal individual, sin premios ni castigos ultramundanos, el filósofo comprende que sólo hay un alma universal, indistinta e impersonal en la que nos fundiremos inconscientemente; y acepta entonces que la felicidad es hacer lo que es bueno por sí mismo como habían hecho Sócrates y los filósofos paganos.

Ya hemos señalado que la voz de este filósofo que era un «pálpito del universo entero, misterioso y excelso» (por decirlo con Alfredo Germont) se tornó en humo en el ocaso del siglo XVI. En el siglo siguiente, en que la revolución científica alcanzó su acmé, su huella estuvo por todas partes y su nombre por ninguna. Dada la inclusión de sus obras en el Índice, pocos católicos habrían de osar mentarlo, mientras que el hecho de que muchas de sus obras fundamentales estuviesen en italiano, mermaba su difusión entre los protestantes. Entre éstos, Kepler lo citaba con mezcla de atracción y temor ante sus ideas, y entre aquéllos, apenas lo hicieron el influyente y protegido jesuita Athanasius Kircher y su discípulo Gaspar Schott. Con todo, la sombra de su presencia cruza por muchos textos, incluso de Galileo, y más claramente por los de Leibniz y Spinoza. Su vindicación vendría en el siglo XIX de la mano de los panteístas alemanes y de los librepensadores, que lo convirtieron en mártir de la ciencia.

El libro de Miguel Ángel Granada hace hincapié en el rasgo imperecedero de Bruno: su reivindicación de la filosofía, del pensamiento científico y racional, como el único método humano de poner orden en el mundo natural y moral, como el baluarte de la autonomía humana. Granada es una de las autoridades europeas en el pensamiento de Bruno, participa en la edición de sus obras y publica artículos regularmente en las revistas especializadas. De tanto en cuanto, reúne algunos de esos artículos en un libro en beneficio del público general Por ejemplo, Cosmología, religión y política enel Renacimiento: Ficino, Savonarola, Pomponazzi, Maquiavelo (Barcelona,Anthropos, 1988); El debate cosmológico en 1588: Bruno, Brahe,Rothmann, Ursus, Röslin (Nápoles, Bibliopolis, 1996); El umbral de la modernidad (Barcelona, Herder, 2000); Giordano Bruno. Universo infinito, unión con Dios, perfección del hombre (Barcelona, Herder, 2002)., y ése es el origen de este volumen. Eso tiene ventajas e inconvenientes. Entre éstos está la tendencia del autor a mantener largas citas en latín u otros idiomas, lo que no incomoda a los eruditos, pero no ayuda al resto. O el carácter necesariamente incompleto del tratamiento de las cuestiones. Por ejemplo, el lector común puede preguntarse por qué la disolución del individuo finito en el todo infinito lleva a la ataraxia y al eudemonismo más bien que a una orgía de drogas, sexo y rock & roll. Sin embargo, tales cabos sueltos palidecen ante la capacidad del autor para hacer vivir el pensamiento de Bruno y sus claves, de manera que la lectura de la obra resulta recomendable incluso como preparación para enfrentarse a la bulliciosa y zumbante confusión de los diálogos brunianos que el propio autor ha vertido con mimo al español.

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