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La Iglesia y el dinero (350-55O d.C.)

Por el ojo de una aguja. La riqueza, la caída de Roma y la construcción del cristianismo en Occidente (350-550 d. C.)

Peter Brown

Barcelona, Acantilado, 2016

Trad. de Agustina Luengo

1.232 pp. 48 €

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¿Cómo se justifica que se imprima hoy un libro tan voluminoso sobre un tema relacionado con el imperio romano tardío, que carece del glamour de la Roma de los grandes emperadores de los siglos I y II? En primer lugar, por el interés siempre vivo por el imperio más grande y duradero de Occidente, y por los orígenes y consolidación del cristianismo, que acontece precisamente en el mundo tardorromano. Si a este interés se une el debate continuo y actual sobre las riquezas de la Iglesia, aumenta notablemente el deseo de la lectura. Una segunda razón: porque el libro procede de un autor ya conocido y prestigiado por anteriores publicaciones sobre estos temas, quizás ante todo por su espléndida biografía de san Agustín (Agustín de Hipona, trad. de Santiago Tovar y María Rosa Tovar, Madrid, Acento, 2001) y por su obra El mundo de la antigüedad tardía (trad. de Antonio Piñero, Madrid, Taurus, 1989 y múltiples reimpresiones). En tercer lugar, porque el libro está bien estructurado, bien explicado en sus amplios desarrollos, con un buen engarce interno de las ideas, y por la síntesis, en ocasiones, de los resultados adquiridos en las páginas previas. En cuarto lugar, porque está muy bien escrito.

Es posible que el lector se pregunte si la riqueza, su creación y su uso será una buena herramienta para describir un mundo tan complejo como es el imperio tardorromano. Tenía mis dudas a priori, pero estas se debían a una cierta deformación profesional, al considerar el cristianismo ante todo como un fenómeno ideológico. Pero muy pronto caí en la cuenta de que elegir la consideración de la riqueza como instrumento heurístico en la investigación de la época bajoimperial (a partir del siglo IV), y en concreto en la formación del cristianismo, era totalmente acertado. Ciertamente, la acumulación de riqueza por parte de la Iglesia, los análisis sobre sus orígenes y sobre la posible renuncia siguiendo el mandato de Jesús («Vende cuanto tienes y dalo a los pobres»: Marcos 10, 21), fue y es importantísimo para ver la conformación del cristianismo y la constitución de la Iglesia.

El proceso histórico que describe Brown desde la época constantiniana, en torno a 312 –fecha del famoso pero probablemente falso «Edicto de Milán», ya que sólo lo citan Eusebio de Cesarea y Lactancio– hasta los inicios del siglo VII es en extremo interesante. Tengo un «pero», sin embargo, frente a la idea de la «conversión de Constantino». En mi opinión, no hubo tal edicto ni tampoco conversión. Constantino no se bautizó ni siquiera in articulo mortis. Esa presunta conversión, vinculada con la aparición del lábaro que llevaba inscrito el crismón, es una pura leyenda. Entre la escasa bibliografía que el autor cita en castellano noto aquí la ausencia de una obra muy bien documentada: el excelente libro de Pepa Castillo, de la Universidad de La Rioja, cuyo título es elocuente, Año 312. Constantino emperador, no cristiano (Madrid, Laberinto, 2010). Constantino amparó al cristianismo porque esa religión y sus dirigentes apelaban a una divinidad fuerte, porque estaban unidos y el bloque «político» que formaban era el más potente. El emperador buscó entonces y buscará más tarde el amparo del dios cristiano para sí y para el imperio a fin de que actuara con la misma eficacia con la que parecía haber protegido a su iglesia y a su pueblo, los cristianos, en época de persecución. Y a cambio de esta protección, Constantino recompensaría al clero con privilegios adecuados.

Según Brown, para entender el Bajo Imperio, e incluso la historia romana hasta ese momento (300), hay que dejar a un lado la mentalidad moderna según la cual «el poder depende en gran medida del dinero», para pasar a otra concepción: que «el dinero depende en gran medida del poder». El siglo IV no fue pobre en absoluto, pero sí fue una época casi eclipsada por los impresionantes logros del imperio en centurias anteriores. Como antes, los ricos no eran más que el diez por ciento de la población y los demás eran pobres o «mediocres» (este es el término técnico latino para la clase media) en cuanto a la riqueza. Esto afectó, naturalmente, a las donaciones a la Iglesia. Es falsa la noticia de la enorme donación constantiniana de bienes raíces a la Iglesia en su lecho de muerte. La síntesis de nuestro autor es acertada en cuanto a las relaciones emperador-iglesia en ese momento: Constantino otorgó a esta última bastantes privilegios, pero apenas riqueza. Lo que fue allegando la Iglesia no procedía de donaciones imperiales ni de donantes ricos, sino de los donecillos de los «mediocres», la verdadera base de las comunidades. Los ricos en el siglo IV eran prácticamente todos paganos y tenían su mente puesta en otros usos: practicar la beneficencia en pro de los ciudadanos de su propia ciudad (muestra del «amor a la patria»), y engrandecer su propia fama (su «esplendor») de buenas personas por medio de la construcción de edificios públicos, y ante todo divirtiendo a la plebe con memorables Juegos, que la distraían y animaban durante algunos de los muchos días festivos al año.

Según Brown, para entender el Bajo Imperio hay que dejar a un lado la mentalidad moderna según la cual «el poder depende en gran medida del dinero»

Peter Brown corrige estereotipos de los historiadores de esta época: 1) No hubo tantos latifundios como se ha pretendido; 2) Los colonos o agricultores no estaban necesariamente ligados a la tierra, aunque se hiciera presión para que no trabajaran en otros pagos; 3) Los terratenientes no eran absentistas, sino que vivían en un continuo viaje entre la gran ciudad y sus bienes rústicos; 4) En el siglo IV, hubo pocos superricos. Y, además, en este siglo los terratenientes de las provincias empiezan a llegar en número consistente hasta el Senado. El cambio en la composición del Senado (en la práctica, controlado hasta esos años por familias ricas y patricias de Roma) tendría consecuencias a la larga, sobre todo en el siglo VI. Y, desde luego, lo que no cambió en absoluto fue el antiguo esquema social «patrón-cliente», ya que era un buen modo de mantener unida a una elite fracturada entre los ricos que procedían sólo de Italia y quienes accedían a la riqueza de Roma desde las provincias.

De 312 a 370, el perfil social de la Iglesia latina occidental fue la mencionada «mediocritas», o prevalencia de la clase media. Es esta una época de transición, de «penumbra» o escasez de fuentes. En esos momentos, la riqueza de la Iglesia creció sólo por medio de donaciones de los «mediocres», si bien es verdad que los emperadores comenzaron a partir de 340 a donar a la Iglesia mediante la construcción de basílicas o iglesias, hecho que se ralentizó después de la desastrosa derrota del emperador Juliano («el apóstata») en Persia en 363; hubo entonces menos dinero disponible y las donaciones se redujeron, así como las exenciones impositivas. Comienza en este momento entre los laicos a perfilarse la idea de que la riqueza se recibe de Dios y que a Dios debe volver por medio de la Iglesia. La donación comienza a pensarse como oración (oratio) y la limosna, como acción buena (operatio). De esta concepción procede parcialmente el lema medieval de que la vida cristiana se resume en oratio et operatio, cambiando ciertamente el sentido a ora et labora. Hacer donaciones sustanciosas a los pobres innominados no se veía aún en el siglo IV como virtud cívica, sino puramente religiosa.

A partir de 350 comienza a remontar levemente el flujo de ricos que se hacen cristianos. Brown ofrece dos razones: 1) La Iglesia era un lugar donde podía conseguirse el perdón de los pecados; 2) En la Iglesia era posible la huida de la nerviosa intensidad de la vida exterior. De una manera silenciosa se había dado ya el primer gran cambio en la estratificación social: los pobres y los «mediocres» pasan del régimen del patronato tradicional a acogerse al poder y al calor de la Iglesia, un nuevo patronato.

Otro cambio se dio a finales del siglo IV e inicios del V. El sentido de la riqueza entre los romanos estaba gobernado por un cierto «sentir común» entre las gentes (p. 141: atención aquí a la traducción, pues este sintagma se vierte por «el sentido común», lo cual es algo muy diferente) que pivotaba sobre ideas sencillas: no era preciso indagar sobre el origen de la riqueza, sino hacer hincapié en unas necesarias relaciones asimétricas impuestas por la naturaleza misma de las cosas. En el mundo antiguo se distinguía muy bien entre el populus (plebs, con todos los derechos) y los pobres, sin derecho alguno Los obispos cristianos desaprobaron esta actitud –denominada «evergetismo cívico»– porque no incluía en las donaciones a los pobres de todas clases, sino a unos pocos. Brown describe minuciosamente la riqueza de las clases elevadas de la Roma del siglo IV, ejemplificada en la figura del rico senador Quinto Aurelio Símaco, que vivió entre 340 y 402.

Los grandes predicadores cristianos, como Agustín, clamaron contra este concepto pagano de la riqueza. Comenzaba así a dibujarse una competencia entre la Iglesia y la ciudad terrenal; así, a finales del siglo IV existe ya una distinción clara entre esa ciudad (terrenal y pagana) y la iglesia (celestial y cristiana), que era la única que defendía a todos los pobres. Los ricos podían comprar el cielo con los dones terrenales. Por tanto, entre 370 y 400 había surgido un sentido nuevo para la vetusta donación meramente cívica y terrena. Este nuevo sentido es ciertamente precursor de la Edad Media.

Brown dedica luego un par de capítulos a la figura de Ambrosio, nacido en Tréveris en 339 y elegido obispo de Milán en 374, donde ejerció hasta su muerte en 397. En lo que respecta al pueblo cristiano, Ambrosio, muy dadivoso con los pobres, recibió a lo largo de su vida el apoyo de ese «pueblo» (los pobres como populus cristiano) como si de un gobernador rico y secular se tratase. Fue pionero en escribir –a imitación de De officiis, «Sobre los deberes», de Cicerón– el primer tratado sistemático sobre los deberes del clero, lo cual supuso un primer paso para su aburguesamiento. La tesis principal de Ambrosio era que la ausencia de avaricia y de riquezas al principio de la historia de la humanidad había sido una edad de oro, corrompida luego por el vicio. Al reflexionar sobre el cultivo y ejercicio de la humanitas y de la benevolencia natural podía hacer regresar a las gentes a la edad dorada, feliz y desegoísta. La limosna no es condescendencia: es devolver lo que originariamente pertenecía a todos; significa la alegría compartida de una tierra feliz, aunque su tratado no significaba aún un programa de reforma social al estilo moderno, sino una nostalgia del pasado.

Brown trata con placer la figura de Agustín de Hipona (354-430). El motivo profundo radica en que este es un testigo privilegiado de una crisis del imperio más profunda que la que sus inmediatos antecesores podían haber imaginado. Agustín es, además, importante para los fines de este libro por lo que significa en Occidente: en primer lugar, la creación de una comunidad de amigos –primero filosófica y luego religiosa– que supuso la incorporación plena al mundo latino de la vida monástica iniciada ya en Egipto hacía casi un siglo, lo que será uno de los rasgos distintivos de la religión en la Edad Media. Y, en segundo, por las reflexiones y actitudes hacia la riqueza y su uso en la sociedad.

Tras su conversión al catolicismo en 386, Agustín percibió que el ensayo de la comuna filosófica no había funcionado, por lo que cambió a la idea de la comunidad estrictamente religiosa. Los fundamentos de esta última idea se basaban en un cierto misticismo religioso tomado de Plotino, en el deseo de practicar el celibato como signo de apartamiento de lo mundano (Agustín abandonó a la mujer con quien había convivido doce años), en la austeridad de vida y en la búsqueda del otium necesario para cultivar el espíritu. En el fondo, la concepción de esta pobreza en Agustín era una noción sapiencial judía: no el hecho de carecer de riqueza, sino desembarazarse del ansia de poseer más y más bienes. Lo que importaba al obispo de Hipona era la lealtad a la sociedad, no la abolición de la propiedad privada. Para Agustín, lo importante eran las consecuencias de las caídas del Diablo y de Adán debidas al pecado del orgullo y la avaricia. El ser humano era un desgraciado heredero de esa caída; el desprendimiento absoluto de la riqueza, al menos en los monjes, era el remedio más sencillo contra ambos pecados trascendentales.

San Agustín, de Caravaggio

Tras Agustín, Brown se concentra en otra figura básica para comprender la concepción y el uso de la riqueza en la Iglesia. Es aquí importante el tratamiento de la renuncia a los bienes del laico Paulino de Nola (nacido en realidad en Burdeos, pero que pasó buena parte de su vida en Hispania: fue ordenado sacerdote en Barcelona) y el uso que hizo de ella en favor de los pobres de la Iglesia y del culto a los santos. Tras su renuncia, Paulino seguía siendo rico, pero su riqueza era una «antirriqueza», ya que su vida era ascética en extremo: él y su mujer, Terasia, habían renunciado a las relaciones conyugales y vivían muy austeramente. Paulino sólo administraba sus bienes, no los «poseía»; en general, entregaba todo a los pobres cumpliendo el mandato expreso de Mateo 19, 21 («Vende todo cuanto tienes…»).

Los siguientes cuatro capítulos (15-18) tratan de Roma. Brown explica que esta no era sólo una ciudad extraordinaria por sus monumentos, sino también por el suburbium que entonces era la residencia habitual de los ricos, quienes en sus lujosas villae huían del calor estival y de la malaria, que hacía estragos entre las gentes hacinadas y pobres de la capital intramuros. En el siglo IV, el centro de Roma era radicalmente pagano, pues la presencia cristiana allí resultaba insignificante (se calcula que la capacidad de las iglesias era de únicamente unas veinte mil personas). Entre los ricos del suburbium, sin embargo, la representación era más poderosa gracias a dos basílicas fundadas por Constantino: la Vaticana y la Lateranense. Bien situado en la capital, Brown aborda la cuestión de los romanos ricos y la Iglesia desde la época constantiniana hasta la del papa Dámaso (312-384); fue este el momento de la estancia de san Jerónimo en la ciudad. Este hecho tendría su trascendencia, ya que suscitó la cuestión del trasvase de riqueza –unida al mantenimiento de Jerónimo y otros personajes– entre Roma y Jerusalén, que generará protestas en la iglesia local.

A lo largo del siglo IV, y siguiendo la munificencia de los emperadores, sobre todo Constancio II (emperador entre 337 y 361), aumentaron las donaciones privadas y de eclesiásticos a la Iglesia de Roma. El papado de Dámaso (366-384) recibe una atención particular porque sirve para desarbolar una afirmación muchas veces repetida: «Este personaje formó una alianza natural entre el papado y la aristocracia romana […], lo que casa muy bien con la cristianización de Roma». No fue así, pero es cierto que Dámaso fue el primero en considerar que el clero local debía ser contado entre los pobres, y que debía por ello ser receptor de limosnas, si bien a través de la Iglesia, naturalmente. Seguía Dámaso en ello la tradición de considerar de modo especial a los dirigentes de la comunidad –distinguiéndolos del conjunto de los fieles– como «soldados honrados de Dios». El clero se convertirá así, poco a poco, en un Estado dentro del Estado, «el Tercer Estado».

En este ambiente llega Jerónimo (331-419) a Roma, como erudito procedente de tierras escitas, pero de lengua madre latina. Jerónimo fue un asceta y un pobre en sí, pero dedicado al otium como si fuera rico, para lo cual necesitaba mucho dinero, gracias al cual podía estudiar y publicar sin trabajar con sus manos. Y eso sólo se conseguía con el patronazgo de laicos cristianos, en especial de mujeres piadosas, como Marcela y Paula y su hija Julia Eustoquio (debe escribirse así, terminado en -o, no en -a, Eustoquia, como hace siempre la traductora del libro, pues Eustoquio es un nombre epiceno), para las cuales redacta Jerónimo su carta número 22 sobre la vida ascética, la continencia sexual y el desprendimiento absoluto de los bienes materiales. Jerónimo insistía básicamente en conceptos de los ascetas sirios, que se concretaban ante todo en una identificación total con la pobreza absoluta de Cristo; ello implicaba un rotundo vaciamiento del yo social, la más impresionante abyección contemplada en la historia. A esta abyección se unía la idea de la superioridad de la continencia sexual sobre otras virtudes y, en general, de la virginidad sobre el matrimonio. Cuando Jerónimo se trasladó a los Santos Lugares, en Palestina, para aprender hebreo y poder estudiar y traducir mejor la Biblia, el flujo de sus donantes romanas siguió el mismo camino. En esa época floreció aún más este trasvase (ya visible con Helena, la madre de Constantino y su famoso viaje a Tierra Santa en 327), de modo que las iglesias romanas comenzaron a quejarse de falta de financiación y urgieron las donaciones locales.

La tercera parte de la obra de Brown lleva como título «Una época de crisis» y abarca desde el saco de Roma por Alarico, sus precedentes y consecuencias (405-420), hasta la crisis de finales del siglo V. Este tiempo está dominado por la cuestión pelagiana, la famosa disputa entre el laico británico Pelagio y Agustín, que condujo –aparte de sus consecuencias teológicas, como la sustanciación de la idea del pecado original y la definición de la confluencia entre gracia divina y libre albedrío– a una concepción de la riqueza en la Iglesia con notabilísimas consecuencias para el futuro. El enorme prestigio del pensamiento agustiniano hizo que sus conceptos, tanto sobre la gracia y el pecado original como sobre los bienes terrenales, hayan perdurado en la Iglesia hasta hoy.

El problema no fue Pelagio en sí, sino algunos discípulos como el anónimo autor del tratado Sobre las riquezas, que llevaron las ideas del maestro acerca de la renuncia voluntaria y autónoma a los bienes hacia una posición extrema que no hubiera deseado el propio Pelagio. Es imposible ser rico y salvarse, pues, aunque se atempere con la limosna, mantenerse en la riqueza imposibilita del todo llegar al cielo. Frente a este pensamiento se alzó la voz de Agustín en un África tan grande y próspera como Italia, pero que a la vez tenía un enorme problema de bolsas de pobreza, especialmente en Numidia y en el campo en general. Esta situación era terreno abonado para que surgiera, frente a un pensamiento más o menos tolerante de la riqueza, una iglesia de los pobres y una contestación a las exacciones impositivas del imperio. Nació así lo que se ha denominado secta donatista (Donato, su fundador, llegó a rechazar diversas donaciones del emperador Constante, en 346, para mostrar que no estaba de acuerdo con los tributos imperiales). No había diferencias ideológicas notables entre los ortodoxos y los donatistas, pero sí en cuanto a la concepción de los bienes de la Iglesia: las disputas entre los dos bandos fueron ante todo una «guerra por la riqueza de las iglesias y su uso». Curiosamente, la pugna se plasmó por una y otra parte en una carrera por crear iglesias, aunque fueran diminutas, en cualquier ciudad o incluso aldea, para que su obispo y su escaso clero lucharan activamente en pro de su teología propia.

Contra Pelagio y los donatistas tronaron los sermones de Agustín sobre la riqueza, aunque Brown mismo confiesa que el cuidado de los pobres en sí no era un pensamiento dominante en su biografiado, entre otras razones porque los pobres (pauperes) en las ciudades no eran todos indigentes, sino que constituían un grupo activo, nada homogéneo. El pobre no era el que no tenía dinero, sino el que carecía de seguridad. No tener en cuenta esta realidad distorsiona la visión histórica sobre la cuestión de la pobreza y la riqueza en la Iglesia, según Brown. Siguiendo una tradición ya secular en la Iglesia, Agustín criticó el derroche financiero en los juegos cívicos como fuente de honor y gloria mundana. Ese dinero debía gastarse en dones a la Iglesia y a su clero, pues donar al clero era donar a los pobres. Pero –señala Brown– tanto Agustín como otros predicadores ?Juan Crisóstomo en la Iglesia oriental, por ejemplo? perdieron en parte la batalla, pues los dos tipos de donaciones, cívicas y eclesiásticas, siguieron conviviendo al menos un siglo y medio más: hasta incluso el siglo VI.

Respecto al axioma medular de Pelagio, «Pon tu confianza en ti mismo», del que había obtenido su idea de la perversión intrínseca de la riqueza, Agustín puso de relieve que el hombre era de por sí pecador, pues de un modo inexplicable había heredado del primer transgresor, Adán, una tendencia al pecado y a la avaricia. No era posible, pues, confiar sólo en uno mismo. Pero tampoco había que desesperar, pues Dios había dispuesto un remedio para la culpa, la ayuda constante de la gracia divina a la débil voluntad humana. Los ricos podían salvarse, pero debían impetrar todos los días el perdón de sus faltas. Y la mejor impetración era la limosna. De ahí surgió el axioma agustiniano sobre la riqueza que podría formularse así: «No renuncia, sino donación». Naturalmente, esta donación diaria hacía circular el dinero a través de las iglesias, y suponía en conjunto un monto cuantioso, ya que los donantes no eran sólo los superricos –cada vez más escasos–, sino los de las clases medias. Incluso tras la condena eclesiástica e imperial de las ideas de Pelagio, Agustín se esforzó en demostrar que, como la gracia coadyuvante, también las riquezas eran un don de Dios. Los bienes materiales, como todo lo demás en el universo, proceden de la providencia oculta de Dios, luego son buenos. De este modo quedó asegurado el triunfo de la doctrina sobre el apropiado uso de una riqueza –buena en sí– como donación y expiación.

Los ricos podían salvarse, pero debían impetrar todos los días el perdón de sus faltas. Y la mejor impetración era la limosna

El espléndido resumen de Brown de la gran crisis de Occidente en el siglo V, de la que nuestro autor afirma que es «la historia de una tempestad perfecta», es digno de tenerse en cuenta. El rasgo más característico de esta crisis, en cuanto que impulsa directamente hacia la Edad Media, es la lenta pero descarada aparición del «faccionalismo»: cada uno por su lado en un «sálvese quien pueda». Brown señala como rasgo predominante el hecho de que cada facción local siguió siendo «romana» frente al romanismo central, que perduró en Occidente hasta 476, cuando el último emperador, Rómulo Augústulo, se retiró sencillamente y dejó su trono al godo Odoacro. Y al punto comenzó una disgregación más clara, que en realidad se había iniciado anteriormente: los acontecimientos ocurridos en la mayoría de las Galias, Hispania y África antes de 476 fueron, en realidad, los primeros temblores localistas previos a la Caída.

La cuarta parte del libro describe las consecuencias de la gran crisis que iba a suponer muy pronto el final del imperio latino en el último cuarto del siglo V. En lo que se refiere a la conformación del cristianismo occidental en este período, el autor se concentra, como otras veces, en la región del imperio de la que se dispone de más fuentes: la Provenza. Los temas que desarrolla son ante todo dos: la naturaleza de la riqueza acumulada en los monasterios y el liderazgo en las diversas iglesias. Las localidades estudiadas son Marsella, la isla de los santos (el monasterio de Lerins) y la ciudad de Arlés.

Marsella era entonces la Atenas de Occidente; la isla de Lerins, sin embargo, era un erial horroroso, pero valía para situar allí un eremitorio parecido a los que poblaban los desiertos de Egipto; Arlés, por su parte, no tenía nada de especial, pero fue la sede de un obispo vigoroso y peleón (llegó a enfrentarse al papa León I), el monje Hilario, cuya influencia se extendió mucho más allá de los muros de su ciudad. La primera cuestión que trata Brown es «la riqueza y los monasterios». Y aquí interviene una figura procedente del exterior de la Galia, Juan Casiano, nacido en Escitia, pero criado religiosamente en los cenobios de Egipto, cuyo escrito «Reglas básicas para la fundación de un monasterio» (De institutis coenobiorum) tuvo una trascendencia enorme. Tomaba como ejemplo a los conventos egipcios, porque eran los únicos que practicaban un cristianismo de verdad; la condición material indispensable era tener todos los bienes en común a imitación de la primera comunidad de Jerusalén. Según Casiano –quien había observado cómo las continuas donaciones habían hecho ricos a muchos monasterios–, todo monje debía renunciar a su riqueza antes de ingresar en el cenobio. Ningún monje, además, debía tener ni siquiera voluntad propia, sino que había de estar continuamente a disposición del único señor, Dios, a través de la palabra de su abad. Todo monasterio debía subsistir sencillamente de aquello que la tierra proporcionara gracias a la labor de las manos de sus habitantes (prescribía unas seis horas de tarea manual diaria). Y advertía: el monje debe ser siempre tan pobre como Cristo. Así, todo cenobio sería una ínsula de verdadero cristianismo en medio de un mar de vulgaridad.

La postura de Juan Casiano no significaba una crítica a los ricos, pues su intención iba dirigida sólo a los monjes. En realidad, sin embargo, muchos monjes de Lerins no siguieron sus consejos: no es extraño que, ya bien formados y una vez satisfecho su ánimo con la porción suficiente de vida retirada, volvieran al mundo para servir como obispos, como burócratas nobles de la Iglesia.

Hilario, el monje de Lerins designado obispo de Arlés, era un hombre santo, riguroso y honrado, de modo que con su actitud se separaba en realidad de la nobleza secular. Respecto a las donaciones, cambió un tanto el pensamiento de Agustín. Mientras este sostenía que la expiación generada por la limosna era sólo válida para los pecadores aún vivos, Hilario defendió que las donaciones servían también de expiación para los ya fallecidos. El antecesor de Hilario, Honorato, había apuntado ya la formidable idea de que las plegarias en nombre de los muertos hacían que las donaciones terrenales fueran efectivas en el otro mundo. Enarbolando esta noción, los monjes obispos supieron alcanzar un enorme éxito como recaudadores de fondos. Pero, a la vez, los gobernantes del imperio, que aún subsistía, comenzaron a ver en estos obispos a una suerte de «romanos localistas» que podían alterar el orden tradicional de la sociedad imperial, como indicará Brown al tratar de Próspero de Aquitania, a quien dedica un buen espacio.

Próspero residió en Marsella desde 428 hasta 433. Era un intelectual laico que planteó una batalla ideológica en nombre del pensamiento agustiniano contra los obispos surgidos de Lerins. Sostuvo que había que delimitar debidamente el imperio de la voluntad y las aptitudes humanas, el poder del libro albedrío, y atemperarlo con la doctrina agustiniana de la naturaleza siempre pecadora y necesitada en todo momento de la gracia. Si era así, el estatus social y la cultura debían ser irrelevantes para la elección de los dirigentes de la Iglesia: sólo ascenderían los impulsados por la gracia divina. El ataque a los monjes-obispos de Lerins era evidente.

Es posible que este mismo Próspero de Aquitania fuera el autor del tratado De vera humilitate, que en realidad no hablaba de la humildad, sino de la riqueza y de cómo justificarla: el hombre es pecador, ciertamente, pero la riqueza no lo corrompe aún más; por tanto, no hay que deshacerse de ella, sino utilizarla como forma de relación con Dios. Una última idea de Próspero: es tal la dependencia humana de la gracia divina que el pasado, es decir, el imperio, no contribuía para nada al presente. En realidad, no se necesitaba ya al imperio, porque con el advenimiento del cristianismo Dios lo había hecho todo nuevo (Apocalipsis 21, 5); para reformar el mundo bastaba con el milagro diario de la gracia. Un poco más tarde, el papa León I (440-461) adoptó este mismo lenguaje, extendiendo en Roma una red de protección nunca antes vista; para León, los pobres no eran ya pobres, ni los «otros», ni siquiera hermanos, sino ciudadanos con derecho a recibir cuidados de la Iglesia en tiempos difíciles. León actuaba como un emperador.

Otro personaje interesante para la historia de la riqueza de las iglesias de Occidente fue Salviano, oriundo quizás de la Germania inferior, pero asentado en Marsella durante sesenta años (420-480). Su obra Sobre el gobierno de Dios se ha revelado trascendental para conocer los males del imperio romano en el siglo V. La pregunta planteada por Salviano, al considerar cómo habían prosperado los bienes de los monasterios, fue expuesta en otra obra, Ad Ecclesiam: ¿qué hacer con esa riqueza? ¿Renunciar absolutamente a ella y dársela a los pobres, o bien entregársela a la Iglesia? La respuesta de Salviano era clara: todos los monjes (y también los clérigos) han de renunciar a todos los bienes y ponerlos en manos de la Iglesia como entidad superior. Y si no se hacía, la comunidad monástica iría contra la práctica del grupo primitivo de Jerusalén, según los Hechos de los apóstoles. En resumen, animó a los laicos a testar in articulo mortis a favor de la Iglesia y no de su propia familia. La argumentación de Salviano inducía un miedo tan exagerado al Juicio Final y al infierno que los ricos se inclinaban a procurarse el perdón, aunque fuera en el momento mismo de su muerte. El rico tenía una salida con la donación a la Iglesia, al menos en ese instante.

El siglo V termina gloriosamente en cuanto al esplendoroso aumento de la riqueza en la Iglesia. Pero con un caveat importante: sólo cuando se derrumbó la antigua esencia de un imperio profunda y esencialmente pagano en el curso del siglo VI puede decirse que Occidente entró definitivamente en una etapa «posromana». Sólo entonces –sin duda no en la época de Salviano– la Iglesia cristiana alcanzó por fin su reconocimiento; pues fue a partir de ese momento –finales del siglo V– cuando la Iglesia surgió como la propietaria de una gran riqueza que la equiparaba por vez primera a la aristocracia terrateniente.

El triunfo de la Iglesia, de Rubens

La quinta parte de nuestro libro, «Hacia otro mundo», describe el inicio de un cambio irrevocable: ¿cómo habrían de relacionarse los obispos, monjes y clérigos con los bienes materiales acumulados a lo largo de los siglos IV y V? De nuevo se hace vigente el pensamiento agustiniano: lo que debe preocupar en verdad es cómo se administra esa riqueza en nombre de los pobres; la Iglesia rica ha de convertirse simplemente en una buena procuradora, y no sentir jamás el orgullo de la posesión, perceptible en los laicos. Se llegó así a la idea de que la naturaleza de los bienes de la Iglesia es distinta a la de cualquier otro tipo de riqueza, ya que es el «patrimonio de los pobres». El autor de esa feliz expresión fue Juliano Pomerio, un refugiado de África y leal discípulo de Agustín, que escribió hacia el año 600 un tratado Sobre la vida contemplativa. El concepto del «no dueño» funcionó razonablemente a partir del siglo VI y dio lugar a la figura del obispo-administrador, cuyo ejemplo típico es, para Brown, Gregorio de Tours.

Puesto que el manejo de la riqueza era clave para el poder episcopal, en el siglo VI abundaron las denuncias de unos obispos contra otros, las disputas de estos con su clero por mala administración e irregularidades: por ejemplo, en las pagas a los clérigos. Los sobornos, a costa de bienes de la Iglesia, estaban también a la orden del día para promocionar ambiciones personales. Respecto al siglo VI, Brown se dedica directamente a la eliminación de estereotipos históricos que estorban para comprender la cuestión de la riqueza eclesiástica en la época: no hubo una «aristocratización de la Iglesia», ni siquiera en Italia, y mucho menos en la Galia, Hispania y África. No existió un verdadero «señorío episcopal» (Bischofsherrschaft) por herencia en ninguna parte hasta las últimas décadas del siglo VI. Tales donaciones fueron fundamentalmente de los «mediocres» o de los funcionarios imperiales: abundantes, pero no cuantiosas ni señoriales.

El último capítulo aborda la cuestión de «La riqueza y la piedad en el siglo VI». En él presenta Brown a una Iglesia que es ya consciente de su poder. En este siglo, sin embargo, el poder eclesiástico tiende a presentarse en la literatura de la época más bien como «cuidado pastoral»: el poder de un obispo debía ser más blando que el de un jefe secular, asemejándose al de un padre para con sus hijos. Igualmente, desde este siglo VI, la Iglesia intentará mantener separado su poder eclesiástico de las injerencias de los gobernantes (es la Iglesia, y no el Estado, la que urgirá la separación de poderes), además de propiciar cambios profundos en las estructuras sociales: el empobrecimiento físico y el refuerzo de la idea de la donación a la Iglesia llevó consigo una decadencia cultural y un cierto borrado intelectual: aumentó la incultura y se produjo en el pensamiento general, no sólo eclesiástico, un retroceso de lo secular y una extensión de los valores religiosos cristianos en aspectos de la sociedad y de la cultura que hasta el momento se habían considerado neutrales. Como el contacto con lo material era dañino para el espíritu, no sólo se exigió al clero una vida austera, sino también que fuera célibe. Los clérigos se transformaban así –al estar fuera del mundo malvado gracias al ascetismo y a la renuncia al sexo– en amigos de Dios y perfectos intercesores. Se multiplicaron los monasterios y conventos como centros de oración y de intercesión en los que los «otros» suplicaban piedad a Dios en pro del mundo pecador. Antes el interés de la Iglesia se concentraba en los pobres; ahora, los pobres habían de ceder importancia a los lugares que sostenían al mundo con sus plegarias.

También el siglo VI fue el momento del invento de la tonsura y de un refuerzo de la continencia sexual. La razón básica para esta última fue que las manos de un cuerpo humano, que tocaban el cuerpo divino del Redentor en la eucaristía, no podían estar manchadas con la sensualidad del coito. No se reprobaba el matrimonio, pero se insistía en que los sacerdotes ordenados después de una vida de casados debían renunciar a sus relaciones conyugales, aunque el celibato obligatorio para los presbíteros tardaría aún en llegar unos cinco siglos. Respecto al tema dominante de la riqueza y su relación con la Iglesia, se impuso una combinación de la poética idea de Paulino de Nola de colocar el tesoro en el cielo mediante un intercambio espiritual, con el triste hincapié agustiniano en la donación diaria como remedio al pecado también diario. A esto se añadió la concisa visión de los agustinianos posteriores, según la cual la riqueza en sí era un don de Dios que exigía formas de administración tan estrictas y cuidadosas como las ejercidas por cualquier procurador de una propiedad imperial.

El libro tiene como final unas brillantes páginas que llevan el título de «Conclusión», que no es general, sino parcial. En ellas hace el autor solamente un resumen del largo proceso de cambios entre los años 500 y 650 que afectaron sobre todo a cuatro temas: la naturaleza de la riqueza y su uso; los cambios sociales en la propia comunidad cristiana; la creciente preocupación por la salvación del alma, y la pérdida de la «mística» del estado imperial debido al triunfo del faccionalismo y el localismo. Las mutaciones de estos siglos fueron los ingredientes que llevaron a la Edad Media, al triunfo del cristianismo católico en el Occidente latino y a los diversos cristianismos de épocas modernas.

 La actitud siempre atenta y finamente analítica de Brown genera confianza en el lector

En apretada síntesis, el conjunto de la evolución ideológica y social de la sociedad romana y del cristianismo que muestra este libro debe leerse con pausada reflexión. No me atrevo a contradecir en absoluto las líneas maestras de la interpretación de Brown, dado su dominio de las fuentes y de la bibliografía. A juzgar por los temas que conozco un tanto, como el priscilianismo, la controversia pelagiana o el maniqueísmo, los juicios del autor son ponderados y parecen acertados. Un signo bueno de la mentalidad crítica del autor es la libertad con que discute a veces sus fuentes: la actitud siempre atenta y finamente analítica de Brown genera confianza en el lector.

Tres tipos de observaciones finales sobre la traducción, la bibliografía y el índice de nombres y materias. He sostenido al principio que la traducción es buena en líneas generales. Pero no merece el calificativo de «muy buena» por tres razones: La primera, porque los vocablos castellanos están a veces mal escogidos: ¿por qué repetir una y otra vez la palabra «renunciación» cuando tenemos su homóloga y mejor sonante «renuncia»? Dígase algo parecido de usar «servicio» por el correcto «oficio» religioso. Son casos de transcripciones ad litteram, no de una verdadera traducción. Antes ya se ha citado el caso de la diferencia entre «un sentir común» y «el sentido común». El resultado es que a menudo el texto que se lee suena ineludiblemente a inglés, pero una buena regla para juzgar una versión es que no sepa el lector que lo que está leyendo ha sido escrito en otra lengua: que no se trata, en suma, de una traducción.

En segundo lugar, porque hay algún que otro pasaje del libro que no se entiende bien. Baste un ejemplo. Hablando de Escipión el Africano, se afirma que obtuvo los honores del triunfo, y se comenta: «Tales palabras fueron escritas en un texto algo formal. Pero si el mensaje de Agustín llegó a circular en su propio monasterio, seguramente por primera vez un artesano (o una artesana) de Hipona se habrá encontrado en relación con el general más grande de Roma». Aun sin tener el texto inglés delante, diría en primer lugar que en buen castellano habría que escribir «un texto redactado en un estilo un tanto formalista», o algo parecido. Y lo que sigue sería: «Seguramente por vez primera un artesano, o artesana, de Hipona se veía considerado al mismo nivel que el general más grande de Roma». Y la tercera razón es que debemos seguir las normas de la ortotipografía española publicadas por la Real Academia. Me cuesta comprender por qué se cita correctamente, por ejemplo, Lucas 13, 58 (con coma), pero al lado aparece otra del tratado De Genesi ad litteram (de Agustín) como 11.15.19 (con tres puntos). Otro ejemplo afectaría al uso de las mayúsculas, utilizadas desbocadamente en este libro. No deseo en absoluto que estas críticas empañen la labor de la traductora, Agustina Luengo. Insisto en que su tarea ha sido desempeñada con dignidad, pero le ha faltado el tiempo para pulirla aún más, y haberse dirigido a un especialista en algún caso, como en el del extraño y aparente masculino «Eustoquio».

La bibliografía es inmensa: 107 páginas. Se nota, sin embargo, que el autor no ha acumulado obras para impresionar al lector, pues en la lista sólo aparecen las citadas en el texto. Hay poca bibliografía española, incluso sobre temas de Hispania, lo que es una pena, ya que –al parecer– Peter Brown entiende la lengua española. Sí agradezco a la traductora que se haya tomado la molestia de señalar las versiones españolas de las fuentes primarias cuando le ha sido posible. Y, finalment, sobre el «Índice de materias y nombres»: es también amplio y útil, pero en él no encuentro el lema «Hispania», y eso que hay unas sesenta menciones a ella en el libro, y en algún caso en más de una página seguida. Pero, naturalmente, sí aparece «Britania», aunque en la obra tenga una presencia muchísimo menor. Es un fallo muy serio y pienso que el editor español debió haber observado esta ausencia, pues para nuestros lectores el tema es de importancia. Habría sido interesante también haber añadido una tabla cronológica con los emperadores y autores importantes mencionados en la obra. En ciertos momentos, debido a los numerosos césares y emperadores, ayudaría mucho al lector a situarse.

Y dejo las nimiedades para volver a la grandiosidad del conjunto: ha sido un tiempo espléndido el empleado en leer un par de veces este generoso volumen de Peter Brown. He aprendido muchísimo con su obra. Me declaro sin pudor admirador suyo, y no sólo de su talento histórico, sino también de su buen hacer literario. Merece la pena el esfuerzo de haber traducido al español, y con nobleza, esta obra de veras monumental.

Antonio Piñero es Catedrático de Filología Griega en la Universidad Complutense. Sus últimos libros son Todos los evangelios (Madrid, Edaf, 2009), Apócrifos del Antiguo y Nuevo testamento (Madrid, Alianza, 2010), El Juicio Final (Madrid, Edaf, 2010; en colaboración con Eugenio Gómez Segura), Jesús de Nazaret. El hombre de las cien caras (Madrid, Edaf, 2012), Ciudadano Jesús (Madrid, Atanor, 2012), Jesús y las mujeres (Madrid, Trotta, 2014), La vida de Jesús a la luz de los evangelios apócrifos (Tres Cantos, Los Libros del Olivo, 2014), Guía para entender a Pablo de Tarso. Una interpretación del pensamiento paulino (Madrid, Trotta, 2015) y Gnosis, cristianismo primitivo, y manuscritos del mar Muerto (Madrid, Tritemio, 2016). También ha editado, con Gonzalo del Cerro, Hechos apócrifos de los Apóstoles (Madrid, BAC, 2013), y con Jesús Peláez, Los libros sagrados en las grandes religiones. Los fundamentalismos (Barcelona, Herder, 2016).

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