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Instrucciones para morir joven

Aquiles en el gineceo, o aprender a ser mortal

Javier Gomá Lanzón

Pre-Textos, Valencia

226 pp.

15 €

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Algunos autores de ensayo adoptan tono y modales de intelectual maldito y hasta de ángel exterminador para acabar repitiendo melosas jaculatorias que ya parecían triviales a nuestras madres hace cincuenta años, o para dedicar doscientas páginas a la paráfra­sis de un solo lugar común (o, a lo sumo, de media docena). Otros, como Javier Gomá Lanzón, escriben de manera elegante, mesurada y contenida obras que, de ser leídas con toda la seriedad que requieren, ten­drían que suscitar en muchos casos cólera y, en la mayor parte, escándalo. Si el pensamiento y el ensayo en castellano fueran algo más que un medio de promoción académica y de avituallamiento ideológico, Aquiles en el gineceo daría lugar a polémicas airadas y a pasiones intensas. No es la nuestra, sin embargo, una época en la que los libros hagan perder la compostura a nadie ni pongan en peligro ninguna convicción mínimamente arraigada, lo cual puede que a la larga tenga algo que ver con lo que denuncia Gomá.

El argumento principal de la obra es la exposición y apología de la historia de Aquiles tal como se recoge en varias fuentes antiguas. Sabiendo que el hijo de Peleo tendrá una vida corta y gloriosa si participa en la guerra de Troya, su madre, la diosa Tetis, decide preservarlo de la muerte y ocultarlo en la corte de Esciros, donde, vestido de mujer, pasa los días holgazaneando entre las muchachas del gineceo. Como, sin embargo, se sabe también que Aquiles es imprescindible para ganar Troya, Odiseo acude en su busca y lo encuentra en el escondite, conforme a lo pintado por Rubens y Van Dyck en Aquiles descubierto por Ulises. Pero Aquiles no es ni mucho menos arrebatado a la fuerza, sino que, prontamente persuadido por su propio destino, deja el gineceo y marcha al combate de buen grado, renunciando al privilegio de su condición divina y a sabiendas de que la muerte no tardará mucho. Entre una existencia breve y gloriosa y una inmortalidad adocenada y muelle, a Aquiles no le cabe ninguna duda de la bondad de la primera. El Aquiles magnánimo que, todavía sin experiencia de la vida, decide probar la guerra y la política y entregarse a ellas («Troya es el más formidable acontecimiento político de todos los tiempos», p. 53) es el héroe de este libro y, según su tesis, la contrafigura de tendencias muy poderosas del espíritu moderno.

Como no es indiscutible que una elección semejante sea siempre la correcta –y menos que nunca en una cultura que niega la muerte y que cambia casi a diario sus objetos de gloria–, Javier Gomá dedica la mayor parte del libro no sólo a una apología de Aquiles contra quienes hubieran preferido mantenerlo en el gineceo, sino sobre todo contra aquellos para quienes ese ejemplo no es pertinente en nuestros días. Aquiles proporciona una ilustración del paso de lo que Kierkegaard llamaba «estadio estético» al «estadio ético» y, al igual que don Juan es el personaje característico del primero y Abraham del estadio religioso, Gomá cree que el héroe griego lo es sin duda ninguna del ético (p. 71). La pertinencia del ejemplo del «mejor de los aqueos» se debe a que la cultura moderna es un sofisticado dispositivo de estímulos concebido para retener al individuo en el estadio estético y hacer que se quede para siempre en el gineceo. El dilema de Aquiles –inmortalidad infecunda, o vida breve y gloriosa– «se le suscita a todo el mundo cuando debe convertir la necesidad de ser mortal en una decisión consciente» (p. 122), pero en los tiempos modernos cobra singular viveza. En la estimativa antigua, Aquiles fue un ejemplo preclaro del hombre magnánimo que derrocha su grandeza empeñándola en un fin particular y, al mismo tiempo, una deidad que se arroja a la condición mortal y que, por tanto, podría parecer que se desdiviniza, aunque en esa entrega –¿como en la de Cristo?– confirma y consuma lo que tiene de divino, sacrificándolo. Nada que tenga mucho que ver, desde luego, con lo que le ocurre al hombre moderno, torpemente endiosado y poseído de una confusa ilusión de plenitud a la que por nada del mundo querría renunciar. Podría parecer que quien no goce del privilegio divino de la inmortalidad tampoco puede renunciar voluntariamente a él, pero la visión del mundo heredera del Romanticismo nos ha instalado en un gineceo mental donde abundan toda clase de simulacros de inmortalidad. Es ese artificioso y espurio paraíso el que Gomá propone abandonar.

La hechura de Aquiles es ambigua, porque como humano está condenado a cierta clase de muerte gloriosa, y como divino tiene el privilegio de que su mortalidad sea voluntaria. La ambigüedad del hombre moderno es de muy distinta naturaleza: por una parte, se equivoca en sus juicios sobre el valor y la posibilidad de una vida plena e ilimitada y, por otra, está penosamente mal dotado para la aceptación del propio destino. La plenitud que en Aquiles era real (aunque indeseable) es ficticia en la modernidad, y el impulso de autolimitación, que en el hijo de Tetis fue espontáneo, está entre los modernos concienzudamente reprimido y, en muchos casos, olvidado. Con esa represión y ese olvido, el hombre moderno cree tener acceso a una experiencia plena de la vida, pero lo que obtiene es la más frustrante precariedad. La experiencia de los mortales sólo puede ser negativa, porque consiste en haber probado «la resistencia de lo real» (p. 71) a los deseos y designios propios, «incluidos los más bellos y justos» (p. 82) y sólo puede acontecer en la polis, que es al mismo tiempo un escenario de la mortalidad y un «repertorio organizado de ejemplos» (p. 61). Entregarse de lleno a la experiencia es algo que sólo puede hacer el inexperto (p. 31), pero la modernidad ha hecho olvidar esa sabia insensatez: la doctrina romántica del genio, aunque no sólo ella, «nos ha dejado ciegos para percibir la noble sencillez y serena grandeza de la normalidad» (p. 137). Los inventores del gineceo moderno fueron precisamente Rousseau y Goethe (p. 179), dos ineptos para el estadio ético, dos almas dispersas enemigas de cualquier autolimitación, que lograron persuadir de su ligereza a toda una cultura. Mientras que Goethe logró «que su yo fuera considerado de interés general para la ciudad» y constituye «un caso único de institucionalización del gineceo» (p. 181), Rousseau combinó fatalmente la aniquilación de un yo alienado –el del Contrato–, que ni siquiera puede merecer un destino mortal, con la «entronización metódica del yo solitario» perpetrada en el Emilio. Que ambas obras se publicasen en el mismo año expresa muy bien la aviesa ironía del gineceo moderno (p. 207).

El lector que quiera tomarse en serio el argumento de Aquiles en el gineceo –y, salvo mejor parecer, los libros están escritos para ser tomados en serio– debería responder a unas cuantas preguntas incómodas. La lista podría alargarse mucho, pero valgan como ejemplos las siguientes: ¿es sensato que la educación infantil y juvenil esté inspirada, fuera de toda discusión, por el ideal del desarrollo armónico y equilibrado de la persona y de un yo con derecho a no renunciar a nada? ¿Deben fomentarse a toda costa los valores de una personalidad sensible a las solicitudes más variadas y abierta a las facetas más diversas de la vida? ¿Es digno de estima ese estado de razonable satisfacción general al que suele llamarse bienestar? ¿Es adecuada una idea de cultura que se encamine a la autodiversificación, a la experimentación de posibilidades ilimitadas, a la multiplicación de toda pluralidad y a eso que una filistea cursilería llama «enriquecimiento personal»? ¿Merece de verdad tanta envidia la figura del hombre o la mujer de muchas lecturas, varios idiomas, infinitas películas, múltiples contactos, intereses plurales, incontables viajes, amores diversos y aficiones numerosas? En el mundo contemporáneo, como en los demás habidos y por haber, todos somos seres cruentamente cercenados, pero, al contrario de otras épocas, la nuestra ha erigido un cómodo gineceo donde se supone que todo está en orden y que todo es posible a la vez. A ese exquisito reducto, mitad goetheano, mitad rousseauniano, lo llamamos cultura y parece estar concebido para adormecer a sus moradores persuadiéndoles de que, ocurra lo que ocurra fuera, dentro tienen todo lo que necesitan y lo tienen para siempre. Si uno no sale de allí, no tendrá que elegir nada nunca, porque el gineceo está pensado para que cualquier bien equivalga a cualquier otro. No es extraño que en semejante lugar esté mal visto convertir los libros –y casi cualquier otra cosa– en objeto de disputa, de juicio y de decisión. Si la cultura es, en definitiva, una fuente de enriquecimiento, entonces nada hay que decidir mientras no se salga de ella, porque nada resulta desaprovechable: ni siquiera los libros que desaconsejan creer en esa ilusión y que la muestran como un capricho adolescente. 

 

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