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Gonzalo Torrente Ballester: La saga/fuga de J.B.

La primera edición de La saga/fuga de J.B. fue publicada por Ediciones Destino, en su colección Áncora y Delfín, en 1972.

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La saga/fuga de J.B. a los treinta años de su publicación nos invita a considerar la importancia que entonces tenía un lector bien caracterizado, dispuesto a colaborar con el autor en el desarrollo de una obra acaso ardua, capaz de acompañarlo hasta el fin aunque bastantes parajes fuesen ásperos y difíciles, confiado en que la lectura merecería la pena en su conjunto, y sería capaz de gratificarlo con muchos deslumbramientos. Minoritario, aquel lector era, sin embargo, lo suficientemente numeroso como para que los editores asumiesen el riesgo de publicar libros tan complejos y voluminosos como éste, en principio huraños, escritos sin concesiones a la facilidad de acceso ni a la inmediata complacencia. Y lo primero que podríamos preguntarnos es si la primera edición de una novela como La saga/fuga de J.B. sería hoy asumida por un editor del mismo modo que entonces lo fue, y si entre los lectores de hoy sigue existiendo ese pequeño núcleo irreductible, gustador de lo específicamente literario, en cantidad suficiente como para que no fracasase la publicación de una novela con tales características de dificultad y complejidad. La relectura invita también a plantearse el contenido de la novela desde perspectivas que han tenido a lo largo de los tres últimos lustros en la literatura hecha en España mayor relevancia de la que tenían en el tiempo de elaboración y publicación de esta novela, y en especial lo que se refiere al mayor papel de la narratividad, faceta que cuando la novela apareció por primera vez no fue tan resaltada por la acogida crítica como otros aspectos: la densidad conceptual, la imaginación y la infiltración fantástica, el humor.

El proyecto, la construcción de una ciudad española imaginaria, Castroforte del Baralla, y de las conductas de sus habitantes a mediados del siglo XX , resultaba una rareza, pues aparte de algunos nombres simbólicos de lugares reales que a veces utilizaron los escritores del XIX –Clarín, Galdós, Pardo Bazán– los únicos antecedentes memorables en lengua española de espacios físicos y colectivos imaginarios, sin contar a los latinoamericanos, estarían en el Pilares de Ramón Pérez de Ayala, y en la Región que inventó Juan Benet, inaugurando así un ámbito inédito hasta entonces entre nosotros. La condición imaginaria de Castroforte del Baralla hizo que su primera lectura, teñida en muchos casos de referencias a cierta galleguidad abstracta, derivase también hacia lo puramente literario. Y desde luego que a nadie se le ocurrió hablar de costumbrismo, bestia negra de la literatura española desde hace bastantes décadas. Sin embargo, a primera vista, Castroforte del Baralla no deja de ser la réplica exagerada y burlona, parodia con tintes declaradamente costumbristas, no sólo de Pontevedra, que parece ser el modelo originario, sino de cualquier otra capital de provincia, sobre todo de la mitad norte de España. Su fundación, su primera repoblación, su destrucción por mano romana, son los hechos míticos y legendarios que marcan los orígenes urbanos, aunque la historia no hubiese dejado nunca de señalarla con sucesos importantes, como la invasión de las tropas napoleónicas o su proclamación como cantón independiente en las dos Repúblicas. Ese apunte de una ciudad con todos los datos de lo cotidiano está llevado a extremos de verdadera meticulosidad, y a lo largo del texto vamos conociendo las diversas partes de la ciudad, situada entre los ríos Baralla y Mendo, con las trazas resultantes de su historia, la Cibidá, o Ciudad Vieja, coronada por la Colegiata o Santa Iglesia Basílica del Corpo Santo, la Ciudad Nueva, y en ellas multitud de calles, pasajes, plazas y plazuelas, en una teoría de perfiles y topónimos que nos trae la inevitable evocación de muchas capitales provincianas de la realidad.

La meticulosa construcción abarca a las más características instituciones, organismos y entes públicos y privados, emisora de radio, periódico, conventos, boticas, camiserías, joyerías, tiendas de tejidos, zapaterías y comercios de todo tipo, fábrica de conservas y de gaseosas, serrería, bancos, fondas, hoteles, una Real Sociedad Lírica Poética, una Adoración Nocturna, un clandestino Círculo Espiritista y Teosófico, cafés donde se reúnen sus habitantes, con sus motes y apodos. Y entre las familias de la ciudad destacan cuatro estirpes, habiendo producido el paso del tiempo muchos entrecruzamientos. Testimonio de la pujanza de esas estirpes son algunas Casas y los secretos que al parecer guarda una de ellas, como una famosa Cueva, con su correspondiente Tesoro. Entre las fuerzas vivas de la ciudad, con el Presidente de la Audiencia, el Gobernador o Poncio y su Secretario y el Comisario, hay un presbítero ultramontano y tocador de violín, una tertulia y determinados grupos privados, y al hilo de la trama conocemos a sus gentes y su rivalidad milenaria con una ciudad cercana, Villasanta de la Estrella, solar de otra familia legendaria, que en la propia Castroforte conserva las ruinas de una torre con su nombre.

Se puede decir que estos aspectos de notoria fidelidad a unos espacios marcados por un realismo de raigambre costumbrista son una parte fundamental, nuclear, para el sostén de la novela, pero lo excepcional de Castroforte del Baralla no está en ese trazado burlesco de sus entresijos físicos y humanos, sino en otros aspectos a los que da especial relieve la mirada del autor y su utilización de la técnica literaria. Por un lado, los elementos de corte fantástico: que la ciudad resulte ser la quinta provincia gallega aunque no aparezca en los mapas, ni en los libros de texto, ni en los registros de la Administración, y que levite en ciertas ocasiones, desprendiéndose de su solar. Por otro, que entre los personajes que la habitan se distinga un peculiar grupo de gentes reales o soñadas que la viven y la han vivido, y entre ellos el personaje en que se viene a focalizar casi toda la acción, José Bastida, ex seminarista, encarcelado tras la guerra civil, maestro depurado, que se considera a sí mismo un simple desgraciado, y que ejerce de pedagogo, colabora en el periódico y escribe poemas en un lenguaje particular. Por último, –y esto es fundamental para su extraordinaria encarnación novelesca– que en ella mito, leyenda e historia, falsedad y verdad, fluyan a la vez interfiriendo lo cotidiano, en una simultaneidad temporal que pone en el mismo espacio el pasado y el presente, la vigilia y el sueño, lo real y lo imposible. No es extraño que tal excepcionalidad presida el desarrollo de la trama, entre fantástica y onírica, con mucho de surrealista y de esperpéntico, con un tono que recrea al mismo tiempo la oralidad, cierta retórica solemne de flecos grotescos y el punto de vista de un irónico y torrencial narrador.

Para tal distorsión de lo real –que supone su principal riqueza, por la apertura de niveles que dan más profundidad y sentido a los sucesos– el autor jugó con lo que irónicamente reprocha uno de los personajes al protagonista en trance de narrador: un cierto «modo embarullado» que lleva consigo, para conseguir la sincronía de pasado y presente, la ruptura de la linealidad y un balanceo entre lo que apuntan las tres citas que preceden al libro: el delirio, el circo y el juego. Delirio que muchas veces está directamente relacionado con el mundo del sueño; circo que se refleja en lo que pudiéramos llamar una puesta en escena marcada por grandes movimientos espectaculares, en que se ha pretendido continuamente el «más difícil todavía»; juego en el que todo lo que se muestra y escamotea tiene siempre justificación. La novela se va desarrollando con maestría a lo largo de sus diversas partes, en que tres capítulos componen el texto más denso. En unos casos (capítulo I), mediante una red de relaciones e interferencias sucesivas, con continuos y vertiginosos saltos de tiempo y espacio, urdidos por el autor con tanta naturalidad que es casi imposible encontrar las costuras en el interminable relato de relatos que nos propone; en otros (capítulo II), con sucesivas mudanzas en la focalización, digresiones que van estableciendo una espiral narrativa, un avance helicoidal a través de diferentes personajes; por último (capítulo III), estableciendo una ambigua primera persona en ciertos viajes de identificación y desidentificación llevados al límite de sus posibilidades.

El extraordinario ensamblaje del artefacto permite que siga vigente este arriesgado, misterioso, divertido y también irritante texto. Pues hay que decir que, después de treinta años y con todas sus desmesuras, La saga/fuga de J.B. se mantiene en plena vitalidad, tanto en lo que toca a la ambición y originalidad del proyecto como a la evidente solidez de su resultado formal. Sus excesos se descubren fijados por un propósito firme y consciente del autor, que a veces hace invitaciones a saltarse determinadas páginas, sin duda desde la aludida seguridad en la asistencia de ese lector devoto, fiel colaborador, tolerante hasta el sacrificio con sus caprichos, que por lo visto era posible en aquel tiempo. Hay acaso también en el autor cierta actitud provocadora, de revancha estética frente a anteriores respuestas sociales a su obra. Mas el resultado de su trabajo es haber levantado una metáfora certera de lo que es cualquier ciudad y cualquier colectividad humana, cargada de sedimentos de culturas contradictorias, donde se han sucedido invasiones, pugnas y mudanzas sociales, desdichas y amores conmovedores, vilezas sin cuento y secretos inconfesables, en muchas ocasiones acosada hasta la locura por el peso o la sombra de un pasado que quizá sólo sea un sueño o una invención. Literariamente, en Castroforte del Baralla puede haber un recuerdo de esa Laputa que gravita sobre la isla de Balnibarbi y que conoció Lemuel Gulliver en sus viajes, pero la narración rinde con humor homenaje a múltiples tradiciones culturales y literarias: la historia del dormido despertado, la de don Illán y el deán de Santiago, la exageración acumulativa y burlona de Rabelais, el laberinto barroco, el ciclo artúrico, los avatares del hinduismo, el eterno retorno, el sebastianismo, las 1.001 noches, el Ulysses de Joyce, por citar las más evidentes. Pero toda la literatura es hija de la literatura. La grandeza de Torrente Ballester es haber construido una muy verosímil, vibrante, envolvente y simbólica ciudad de la imaginación, que pudiera ser el modelo secreto de cualquier ciudad, de la que al final el desgraciado José Bastida opta por huir o, mejor saltar, con Julia, su recién descubierto amor.

Sin embargo, a estas alturas, ya con el siglo XX cerrado y con la posibilidad de revisión de tantas cosas, sorprende en La saga/fuga de J.B. lo que no fue demasiado advertido por sus lectores contemporáneos, embelesados en el tinglado de estructuras y conceptos, en el admirable juego intelectual, en el sabor galaico, en las interminables referencias culturales, o en las peripecias de esos personajes capaces de inventar extraños artefactos y crear logias pintorescas y cultos extravagantes, y es su firme retrato de una época, de unas actitudes y de un clima moral. Porque La saga/fuga de J.B. es también, en no pequeña medida, un documento de la realidad histórica. Hay que señalar que, en ciertos aspectos que parecen invenciones fantásticas del autor, la novela es fiel a elementos de la realidad. Por ejemplo, el extraño idioma en que escribe sus poemas José Bastida no es otro que el trampitán, una lengua inventada por un orensano real, don Juan de la Coba y Gómez, que ante sus problemas con la versificación decidió crear las palabras capaces de conseguir la rima, hasta derivar en un idioma ininteligible para quien no fuese él mismo, convirtiendo el lenguaje en un elemento sustancial de incomunicación. En cuanto a la galería de personajes, desde las autoridades civiles y religiosas hasta los prohombres y damas de distinta laya que pululan en sus páginas, componen un friso bastante reconocible de la vida española de provincias en las primeras décadas de la posguerra, con el tejemaneje de imposturas, injusticias, corruptelas e intereses mezquinos que componían buena parte de la vida cotidiana.

La vigencia del lenguaje y del juego formal en su conjunto, la construcción de la ciudad imaginaria con sus feroces contradicciones humanas y con el misterio de su memoria en permanente trance de falsificación, y a la vez el documento de una realidad reconocible, crónica descarnada de algunos aspectos sociales en la primera mitad de la etapa franquista, hacen de La saga/fuga de J.B. un clásico de la literatura en lengua española.

En estos momentos azarosos en que parece confundirse cantidad y calidad, y cuando el lector masivo de best-sellers se invoca para marcar y prestigiar el destino de la novela, La saga/fuga de J.B. viene muy a propósito para recordar cierto orden de cosas. Sus numerosísimos lectores no hicieron más significativo para la literatura a Dumas que a Stendhal. Ojalá la novela torrentina encuentre muchos lectores nuevos capaces de dedicarle la atención precisa y disfrutar de su inconfundible cuerpo literario.

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