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El mundo de Millás

EL MUNDO

Juan José Millás

Planeta, Barcelona

240 pp.

21 euros

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El mundo, el libro más reciente del prolífico Juan José Millás, que ha sumado con él el Premio Planeta de novela a su larga lista de galardones, relata la historia de una vocación literaria muy similar a la del autor. Al igual que Millás, el narrador proviene de una familia valenciana, se instala con ella en Madrid en los años cincuenta, sobrevive con dificultad al sistema educativo franquista y al final se convierte en escritor de éxito. La superposición va más allá de la que ocurriría en una novela en clave: los títulos y argumentos de las obras de uno y otro, por ejemplo, coinciden punto por punto, mientras que el narrador responde, en distintos momentos, a los nombres de Juanjo, Juan José o directamente Millás. Para muchos, la identificación entre autor y narrador suscitará la pregunta de hasta dónde El mundo es una novela y no un conjunto de memorias o apuntes autobiográficos.

Una respuesta cauta sería que se trata de ambas cosas, una novela autobiográfica o autobiografía novelada, a la manera de, digamos, Pan negro de Emili Teixidor o Léxico familiar de Natalia Ginzburg. De cualquier manera, a Millás parece preocuparle menos la distinción entre los géneros que sus varios puntos de contacto. En un momento clave de El mundo, el narrador, invitado a dar una conferencia en la Universidad de Columbia, en Nueva York, decide disertar sobre «la importancia de lo irreal en la construcción de lo real», y, al volver sobre el relato de su infancia, inventa una versión ligeramente distinta de la que había relatado al principio del libro. Lo real sólo revive por escrito, sugiere Millás, con la corriente eléctrica de la fantasía; la fabulación es tan esencial como la fábula. Este tipo de escritura nos recuerda la etimología de la palabra ficción, de fingere: hacer, dar forma, moldear, elaborar. En la novela, la memoria, ya sea real o imaginaria, viene sutilmente compaginada, alterada. Hay, gracias a la ficción, un orden nuevo. La ficción constriñe, selecciona y elimina, pero también enfoca una materia que carecía de contorno preciso.

Millás cuenta, en la contracubierta, que el libro surgió de un artículo autobiográfico que desbordó su cauce. El momento decisivo llegó cuando el autor recordó una frase de su padre, un inventor de barrio que en una ocasión, al demostrar cómo funcionaba un bisturí eléctrico, dijo: «Fíjate, Juanjo, cauteriza la herida en el momento mismo de cerrarla». A Millás la frase le sugirió una metáfora de la escritura: «acababa de ser arrollado por una novela» que lo llevaría a explicarla. La metáfora es, sin embargo, bastante obvia y, en cuanto se la escarba, se revela como una versión de la vieja idea de que la escritura exorciza fantasmas personales. Una metáfora más fructífera es la de «la calle», que da título a la segunda parte de la novela, donde se retratan la infancia de Juanjo y su amistad con un niño enfermo. Asiduamente, el personaje observa la calle desde el sótano de la casa de su amigo; la perspectiva es sesgada y, por ello, fascinante, no irreal sino hiperreal. Bien mirada, la calle significa el mundo. El descubrimiento alumbra una actitud. En distintos momentos de su vida, en otras calles y en otras ciudades, el narrador experimenta una agudeza perceptiva similar. Y ese estado de ánimo lo pone en contacto con el arte.

Entre sus contemporáneos españoles, Millás es el novelista por antonomasia del extrañamiento, la técnica que el formalista ruso Víctor Shklovsky identificó en Tolstói como decisiva para «desautomatizar la percepción». En uno de sus «articuentos», Millás lo expresa en términos muy similares al referirse al «grado profundo de anormalidad que subyace a la vida cotidiana, aunque hayamos desarrollado mecanismos para no percibirla». La literatura o, más precisamente, cierto tipo de literatura, ayudaría a revertir esos mecanismos. En Tolstói, hay momentos de desautomatización, por ejemplo, cuando un personaje entra a una habitación familiar que de repente, por motivos incomprensibles, le resulta nueva y asombrosa. Millás no sólo está atento a estas iluminaciones fugaces, sino que las busca expresamente, negándoles a sus personajes el refugio del hábito. En Laura y Julio, su novela anterior, un hombre se muda al piso desocupado de su vecino y descubre que una vida ajena, mirada de cerca, se sitúa en la «frontera entre lo vulgar y lo extraño». El mundo contiene, asimismo, pasajes casi alucinatorios en los que a los personajes se les abre una perspectiva insólita de la realidad: al escapar a la calle no por la puerta sino por el ventanuco del sótano, los niños se imaginan un viaje al reino de los muertos; muchos años más tarde, el narrador abandona una fiesta saltando al balcón vecino y después, al dejar el edificio, se descubre haciendo cosas que no haría en circunstancias «normales».

El género en que Millás suele escribir, un «fantástico cotidiano» muy influido por Julio Cortázar, es ideal para esas exploraciones. En una novela como El orden alfabético, lo fantástico y lo cotidiano se alternaban en contrapunto, pero ahora Millas reexamina lo cotidiano a través de lo fantástico, un impulso que se imbrica con el de examinar la vida a través de la ficción: al fin y al cabo, se trata de la vida de un escritor. En este sentido, no es sorprendente que El mundo contenga muchas alusiones literarias. Algunas, sin embargo, son más efectivas que otras. El sótano desde el que los amigos observan el mundo es casi seguro un homenaje creativo al sótano en «El Aleph» de Borges, aquel «lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos». Pero queda menos claro por qué razón el narrador se mira en el espejo y se «pasa las horas poniendo caras», como hace Jean-Paul Sartre en Las palabras. Y tampoco puede uno determinar si el barrio de los muertos, una idea espléndida, es o no un homenaje a su origen, la novela Cómo viven los muertos,del escritor inglés Will Self. En otra escena, el narrador decide ausentarse del colegio que dirige un cura tirano y, al hacerlo, «toma la dirección opuesta», una frase inolvidable que Thomas Bernhard acuñó en su autobiografía Un niño. Esta alusión es sin duda ociosa. Bernhard usaba la frase para compendiar un patrón de conducta muy acorde con su literatura, pero el personaje de Millás vuelve, al cabo, a tomar la dirección habitual. El autor se queda en un mero juego literario.

Si hay un problema en esta novela autobiográfica, entonces, no es la falta de ficción, sino por momentos el exceso de literatura. Afortunadamente, esos momentos son escasos. Y en los demás Millás se aboca con perspicacia al arte de narrar. Escrita en prosa amena, relajada y coloquial, con un tono que respeta y seduce al lector, El mundo da muestras encomiables de humor e inteligencia. 

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Ficha técnica

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