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Felicidad inocua

Za Za, emperador de Ibiza

Ray Loriga

Madrid, Alfaguara, 2014

208 pp. 18 €

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Ray Loriga (Madrid, 1967) ya no es ese joven a quien todo el mundo incluía en sus descalificaciones sobre la narrativa española allá por los años noventa. Y el hecho de que ya no se lo descalifique es ilustrativo, sin duda, de lo que su obra significa hoy en día: el canon literario vigente ha asumido el escándalo moderado que suponía el lenguaje de Loriga (emparentado con la música y el videoclip, y sin rastro de casticismos), y su pose maldita y rockera. Aunque esto último sólo fuera relevante en términos extraliterarios, nadie escapa al contexto, por lo que no hay que desestimar el efecto de tal gestión de la imagen pública en aquella España que había llevado mal las excentricidades de Camilo José Cela y que estaba acostumbrada a que los escritores y escritoras se fotografiaran con una pared de libros detrás y el mentón apoyado con aburrimiento sobre la palma de la mano. En la actualidad, nada de lo que acabo de señalar se convierte en noticia, y puede hacerse una lectura de Loriga como la concreción del espíritu de la Historia, por hablar en términos hegelianos, una Historia a la que España llegaba tarde, y que en los años ochenta tuvo una primera conversión, vía el cine y la música, a lo que los medios de comunicación de masas vendían como alternativo y moderno. Esta conversión llegó en los noventa a la literatura, disciplina que no se caracteriza por asumir rápidamente los cambios, con un puñado de escritores que parecían asumir perfectamente lo que Thomas Frank detalla en La conquista de lo cool: que lo contracultural forma parte de la máquina capitalista incluso antes de que esta lo asuma como tal. Lo contracultural es un producto de consumo más desde su origen y no hay un afuera del sistema. La primera camiseta que se hizo del Che no tenía como finalidad contribuir a la revolución, sino vender.

Esta lectura de Ray Loriga es injusta, pues lo cierto es que el autor asumió, conscientemente o no, evidentes riesgos al escribir fuera de determinadas convenciones. Fue, a su manera, un Che antes que una camiseta. Ahora bien, la pregunta que a mí me interesa plantear aquí ahora es si las camisetas del Che han sustituido completamente al Che; si el Loriga que se presenta borracho a las entrevistas para ratificar la imagen de outsider que coincide con el estampado del producto ha borrado todo lo demás. Puede parecer que estoy alejándome del motivo que aquí me convoca: reseñar la última novela del veterano escritor madrileño. Sin embargo, si hago esta larga disquisición, es porque en modo alguno resulta ajena a los planteamientos de Za Za, emperador de Ibiza, que publica Alfaguara y que se lee con rapidez (dos centenares de páginas con un tamaño generoso de letra y abundantes diálogos).

En esta novela nos topamos con la historia de Zacarias Zaragoza Zamora, alias Za Za, un extraficante de cocaína que ha ganado el suficiente dinero como para dedicarse a un retiro inane en Ibiza, valga decir, un desclasado cuya forma de vida no permite rastrear orígenes ni más luchas que las que lo han llevado a un estado de ocio permanente donde nada vale la pena, excepto procurarse los placeres con el que el capital nos provee para adormilar vidas sostenidas por la creencia de que no hay nada más que pueda hacerse. No hay un afuera del capital, de ser una camiseta a la venta con nuestra jeta estampada en el centro y, en consecuencia, Za Za ejerce de Mersault y es coherente con la ausencia de jerarquías valorativas. Por ello, y al igual que el personaje de Albert Camus en El extranjero, por momentos parece un completo imbécil. Así las cosas, no es de extrañar que se preste a ser el hombre de paja de un entramado terrorífico a cambio de vivir para siempre en un yate dantesco del que no podrá bajarse, un yate rebosante de jet set y de una droga perfecta llamada como nuestro hombre, ZAZA. La droga no produce más efectos secundarios que el de una felicidad sin objeto, desvinculada de las cosas y de las relaciones, haciendo de la destrucción de cualquier tejido humano sólido (el que se genera como consecuencia de un proyecto común originado por la necesidad) una experiencia gozosa.

La novela es voluntariamente (y necesariamente también) poco realista, y sus personajes parecen salidos de una película de género negro, o lo que es lo mismo: se trata de personajes que cumplen a rajatabla con su estereotipo. Hombres duros, cínicos y descerebrados; picantes chicas Bond que se mantienen en ese límite de no parecer sumisas porque eso las haría menos deseables para los tipos que sólo quieren follárselas, es decir, mujeres que han alcanzado ese grado de sofisticación donde la resistencia, levísima en este caso, forma parte del sistema. Los escenarios tienen cierta vocación intemporal, de ahí que se resalte todo lo que forma parte de lo que convencionalmente llamamos «naturaleza» en detrimento de otros detalles que referirían al presente. No es que estos últimos falten, sino que no se remarcan o se presentan con cierta voluntad de desubicación, no porque no se aluda a marcas, por ejemplo, sino porque lo que se nombra no son productos locales, sino globales: «Suena “Love Spreads” de los Stone Roses en alguna de las terrazas del puerto, o seguramente sólo en la cabeza de Za Za». El lenguaje huele a Loriga, esto es, a pop elegante y, por momentos, a Marguerite Duras describiendo el delta del Mekong: «Sucedió exactamente durante el verano en el que de pronto empezó a llover a cántaros sobre las islas Pitiusas y la tierra empantanada de las cañadas bajaba negra y furiosa hasta el mar».

Todo lo micro se ajusta en Za Za, emperador de Ibiza, a lo macro: el poder lo tiene el capital, dueño de todo (a uno de los personajes se le llama el Dueño del Agua); Za Za va a ser emperador a cambio de no gobernar nada (separación entre el gobierno y el poder, debate recurrente en los últimos tiempos). No hay elementos que no se acoplen a la orquesta, y quizás ese sea uno de los puntos más débiles del libro: la excesiva previsibilidad, pues enseguida sabemos quién es Za Za, por qué se rige, y más allá de Za Za, qué nos dice el libro, sin que el desarrollo posterior añada matices o sombras. La trama tan solo reitera el punto de partida, sin arrojar demasiada profundidad y supliendo la falta de necesidad con un complot que, aunque bien hecho, en el fondo nos importa poco. Ahora bien, la impresión que impregna la novela de que, al cabo, da igual lo que se nos cuenta, resulta ser inquietantemente eficaz si aumentamos la distancia y advertimos cómo esa indiferencia ha impregnado agradablemente nuestras vidas, pues el ocio ha venido a socorrernos y lo único que podemos hacer, porque no queremos o no hemos aprendido a querer otra cosa, es perfeccionarlo, que la droga sea mejor, que nuestra cara quede con más garbo estampada en la camiseta que vendemos. Y, así, esta novela que parecía escrita sin ninguna necesidad resulta paradójicamente necesaria.

Elvira Navarro es escritora y crítica literaria. Sus últimas novelas son La ciudad en invierno (Barcelona, Caballo de Troya, 2007) y La ciudad feliz (Barcelona, Mondador, 2009).

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Ficha técnica

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