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Y de repente, Silvia Marsó

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El confinamiento ha provocado que el mundo virtual nos parezca más real que la vida misma. Hasta hace poco, podíamos salir despreocupadamente a la calle. Ahora muchos percibimos el mundo exterior como algo lejano y casi inaccesible. En mi caso, el aislamiento apenas ha introducido cambios en mi rutina. Hace mucho tiempo que me divorcié del ajetreo de una existencia condicionada por los desplazamientos y el trabajo. Paso semanas enteras en mi casa, sin echar nada de menos. Abandoné la enseñanza en 2012 o quizás ella me abandonó a mí. Desde entonces, leo, escribo y paseo. La crítica literaria, que es mi actividad principal, no me exige abandonar mi retiro. La compañía de los libros me parece mucho más estimulante que cualquier actividad social. Mi casa se alza en mitad de una pequeña arboleda. Desde fuera, parece un pequeño bosque. En realidad se trata una treintena de árboles plantados hace casi dos décadas que han crecido hasta superar la altura del tejado. Una isla de frescor en mitad de la planicie castellana. En verano, las ramas se llenan de mirlos, golondrinas, verderones, urracas y gorriones, desencadenando un ruido gratamente ensordecedor. Es como si una sordina amortiguara el estridor de esa otra realidad que habitan los demás y que a mí cada vez me resulta más ajena e incomprensible. Desde que empezó el confinamiento he tenido que suspender mis paseos, lo cual me ha causado consternación. Por las tardes, solía recorrer los senderos que parten de una dehesa situada detrás de mi casa. Salvo un bosque de pinos plantados por el ayuntamiento, solo hay campos de trigo y cebada que se ondulan con la sierra del Guadarrama al fondo. Lejos de experimentar tristeza, ese vacío me reconforta, pues insinúa que el infinito no es una fantasía, sino algo cercano, posible y real. 

Dejar de pasear ha producido un efecto inesperado en mi memoria, que no cesa de rescatar imágenes y vivencias de mi niñez y mi adolescencia. Fue una época razonablemente feliz, si bien la muerte ya me había mostrado las aristas de la vida, arrebatándome a mi padre a los ocho años. Crecí en el barrio de Argüelles. Solo necesitaba dar unos pasos para internarme en el Parque del Oeste, con sus enormes nogales del Japón, sus caminos de tierra, su quiosco de música, sus estatuas salpicadas de verdín y su luminosa Rosaleda, donde cada verano una fuente de agua propagaba un rumor de ensueño. Menos la Rosaleda, el paisaje no era francés, sino inglés o alemán. Frente al orden neoclásico, con sus simetrías y equilibrios, el Romanticismo agreste, con su desorden fecundo y sus sombras cargadas de misterio. Estudié en el Fray Luis de León, un colegio de padres reparadores situado cerca del Templo de Debod. No fui un buen alumno. En vez de estudiar polinomios y gramática generativa, tan de moda entonces, prefería leer a Verne, Dumas y Salgari, o ver los programas infantiles, por entonces de notable calidad. Aún recuerdo la conmoción que me provocó Vickie el vikingo cuando se estrenó en España. Corría el año 1975. Los vikingos del Capitán Trueno eran feroces y despiadados, pero Vickie era un muchacho pacífico e ingenioso que vivía en una pequeña aldea llamada Flake. Hijo de Halvar, jefe del poblado, su estampa no se correspondían con la de un guerrero: bajito, enclenque y pelirrojo. Esto último lo averigüé años después, pues el televisor de mi casa era en blanco y negro. Vickie no era particularmente valiente. Se asustaba con facilidad, lo cual avergonzaba a su padre, pero su inteligencia y su imaginación siempre resolvían los problemas que afectaban a su aldea. Cuando su mente se ponía a trabajar, se rascaba la nariz hasta que encontraba una solución. En ese momento, chasqueaba los dedos, surgían estrellitas y una sonrisa iluminaba su rostro. Dado que yo era un niño imaginativo y un poco cobarde, me identifiqué con Vickie desde el principio. Fantaseaba con vivir en un fiordo noruego y surcar los mares en un drakar. Era una perspectiva mucho más atrayente que la teoría de conjuntos y los verbos irregulares.

Vickie el vikingo se emitía dentro de Un globo, dos globos, tres globos, un programa infantil de RTVE que también incluía la serie Ábrete Sésamo, protagonizada por The Muppets (En España, los Teleñecos). En aquella época, había series espléndidas: Perdidos en el espacio, Star Trek, Superagente 86. Cada época tiene su mitología. Mi generación creció con el capitán Kirk, Mr. Spock, Maxwell Smart y la agente 99. Yo nací en 1963 y pasé esos años soñando con el teletransporte, el zapatófono y el USS Enterprise. La tecnología ha hecho realidad la comunicación móvil, pero he de decir que odio esos aparatos que ya parecen inseparables de nuestra rutina. El teléfono móvil es muy útil, pero cada vez que suena el mío —un modelo vetusto que funciona a duras penas— siento la tentación de arrojarlo por la ventana. No puedo evocar mi niñez y adolescencia sin mencionar mi pasión por los tebeos. Nunca faltaba a mi cita semanal con El Capitán Trueno y El Jabato. El Capitán Trueno no era un simple paladín cristiano consagrado a la tarea de matar moros. Aunque no lo aprecié en su momento, con el tiempo descubrí que escondía un espíritu subversivo. Sus creadores, Víctor Mora y Ambrós, fueron discretos antifranquistas. Desde las páginas de sus personajes, se esforzaron en educar a los más jóvenes en la solidaridad con los débiles, la tolerancia con otras culturas y el respeto a la naturaleza. Víctor Mora también creó El Jabato; Francisco Darnís se encargó de los dibujos. Aunque esta vez los malos eran los romanos, no hacía falta mucha imaginación para establecer comparaciones nada halagadoras con la situación de España, donde la dictadura ahogaba las libertades y reprimía las protestas. De hecho, el Jabato sufrió la censura del régimen, que eliminó algunas páginas, alegando que eran poco edificantes e inapropiadas para los niños.

El Capitán Trueno y El Jabato colmaban mi anhelo de aventuras. DDT, Mortadelo, Pulgarcito, Tío Vivo y otras publicaciones similares me proporcionaban esas risas que a cualquier edad nos ayudan a soportar los momentos de tristeza y ofuscación. Conservo un recuerdo especialmente entrañable de tres personajes: Rigoberto Picaporte, el holgazán de Pepón y Sir Tim O’Theo. Rigoberto era un chupatintas enamorado de Curruquita, una señorita esbelta, muy mona y algo ingenua con una madre de mucho carácter, doña Abelarda, aficionada a los puros, las fiestas de alto copete y los seriales lacrimógenos. El noviazgo se eternizaba por la escasez de medios de Rigoberto. Su criada Eufemia y su sobrinito Pepito le creaban infinidad de problemas. Eufemia era demasiado espontánea y algo rustica, y Pepito, un auténtico diablo que no cesaba de urdir maldades. Las historias solían desembocar en una apoteosis de accidentes y porrazos, donde “mamuchi” solía llevarse la peor parte. Pepito, responsable de las fechorías más cruentas, nunca se escapaba del brazo justiciero de Rigoberto, que llegaba a utilizar una tabla de planchar para zurrarle. El holgazán de Pepón también provocaba cataclismos. Alojado en casa de su hermana, esquivaba el trabajo y se pasaba las horas tumbado en el sofá. Su cuñado, Arturo, un oficinista mediocre y sin imaginación, le buscaba un trabajo tras otro, pero siempre le despedían por desencadenar catástrofes monumentales. Las historias casi siempre acababan con Arturo persiguiendo a Pepón para molerlo a palos. Pepón era un murciano simpático que destrozaba el idioma sin mala conciencia. Siempre llamaba “nene” a su cuñado, provocando su exasperación. Sir Tim O’Theo era mucho más refinado que Pepón. Parodia de Sherlock Holmes, Sir Tim es bastante obtuso. Su criado Patson es quien resuelve los crímenes y misterios, combinando sagacidad y coraje. El aristócrata inglés y su avispado mayordomo viven en las afueras de Bellotha Village, en una mansión llamada Las Chimeneas, donde Mac Latha, un fantasma con boina escocesa, atormenta a los O’Theo desde hace generaciones, haciendo sonar la cornamusa. Solo Sir Tim puede verlo, lo cual hace que sus vecinos alberguen dudas sobre su salud mental. En Bellotha Village, hay un pub, The Crazy Bird, un banco, el Remoney Bank, un manicomio, el Turuting Center. La policía local está representada por el sargento Blops, un inepto incorregible, y el agente Pitts, tímido y neurótico. El burgomaestre es un hombrecillo ridículo y con escasez de ideas. Lady Margaret Filstrup, acaudalada viuda de un coronel del ejército, nunca desperdicia la ocasión de exhibir un nuevo sombrero. Creo que al Padre Brown le habría encantado tomar unas pintas de cerveza negra en The Crazy Bird y nada me habría complacido más que acompañarlo.

Sería injusto que no mencionara uno de los programas televisivos más populares de mi infancia: Un, dos, tres… responda otra vez. Creado por Chicho Ibáñez Serrador en 1972, su primer presentador fue Kiko Ledgard. Aún recuerdo el regocijo que me producían las caras de desolación de don Cicuta, oriundo del imaginario Tacañón del Todo, un pueblo de la España rural que conservaba las costumbres, los valores y las indumentarias del siglo XIX. Don Cicuta sufría terriblemente cada vez que los concursantes ganaban. Acompañado por Remigio y Arnaldo Cicutilla, vestía levita negra y sombrero de copa. Parecía un enterrador. Con una barba larga y venerable, exhibía un enorme reloj que utilizaba para controlar el tiempo de los concursantes y que a mí me recordaba la guadaña de las representaciones medievales de la Muerte. Kiko Ledgard vivía en Alberto Aguilera. Un compañero de clase lo sabía porque su portal estaba enfrente y lo veía salir. Una tarde nos presentamos en su casa cinco niños de entre diez y doce años. Llamamos a la puerta y nos abrió uno de sus once hijos. Nos invitó a pasar con una sonrisa y nos llevó hasta el salón, donde nos atendió su padre. Nos sorprendió la accesibilidad del popular presentador de televisión, que nos dedicó bastante tiempo y nos regaló a cada uno una Ruperta de plástico con su firma estampada. Años después, descubrí que Kiko Ledgard había sido campeón de boxeo con el sobrenombre de Rodolfo Jiménez, lo cual me causó perplejidad, pues me pareció un hombre sumamente amable. De hecho, no dejó que nos marcháramos sin ofrecernos unos refrescos y unas patatas fritas.

Era imposible no fijarse en las azafatas en una época donde la censura clerical había puesto en cuarentena los impulsos eróticos de los españoles. Al principio, no me llamaron la atención, pues era muy pequeño y estaba ocupado en otras cosas. Cuando empezó a despuntar la adolescencia, mi actitud evidentemente cambió. Solo recuerdo dos nombres: Victoria Abril y Silvia Marsó, cada una de una época distinta del programa. Victoria Abril me sobrecogía un poco. Apreciaba cierta dureza oculta tras su sonrisa. Su papel en Amantes, dirigida por Vicente Aranda, me alejó definitivamente de ella. Sé que es un gesto irracional, pero lo irracional también forma parte de nuestra conducta. En cambio, Silvia Marsó siempre me transmitió calidez y cercanía. Su sonrisa no parecía artificial, sino el reflejo de una enorme vitalidad interior y de una inextinguible ilusión por el prodigio de vivir. Aunque yo ya había cumplido veinte años y estudiaba filosofía en la Universidad Complutense, aún veía Un, dos, tres… responda otra vez. Por supuesto, jamás lo hubiera admitido ante mis compañeros, que me habrían acusado de memo e inmaduro. En una facultad dominada por el culto a Heidegger y Foucault, había que sufrir escalando las ásperas y desapacibles páginas de Ser y Tiempo y Las palabras y las cosas. La virtud filosófica se templaba en la amarga experiencia de contender contra textos inextricables. Leer a Stevenson o Chesterton era una imperdonable frivolidad. Ver Un, dos, tres… responda otra vez, un pecado inexcusable que solo podía expiarse, sumergiéndose en Fenomenología del Espíritu, de Hegel, donde cada párrafo humilla al lector más clarividente.

Silvia Marsó cantaba, bailaba, sonreía y, ocasionalmente, sufría. Recuerdo que en una ocasión su silueta —encogida por el miedo— sirvió de diana a un lanzadora de cuchillos vestida de cowboy. Pasaron los años y Silvia Marsó adquirió una merecida reputación de actriz solvente, interpretando —entre otros— a Tennessee Williams, Federico García Lorca, Henrik Ibsen, Edward Albee, Miguel de Cervantes y Miguel Mihura. Hace poco, llevó a escena una adaptación musical de 24 horas en la vida de una mujer, una novela de Stefan Zweig publicada en 1927. Siempre he sentido un enorme aprecio por la obra de Zweig. Menospreciado por una posteridad ofuscada por estériles innovaciones narrativas, el siglo XXI rehabilitó su memoria, reconociendo su extraordinaria talla como autor.

Silvia Marsó domina con igual soltura los registros de la comedia y el drama. Su presencia casi siempre es refrescante, pero cuando es necesario, sabe oscurecerse, abordando las pasiones más sombrías de la condición humana. Sin embargo, lo que quiero destacar en esta nota no es su maestría en las tablas, sino su dimensión humana. Twitter puede ser un espacio amigable, pero también turbio y descorazonador. Mi encuentro virtual con Silvia Marsó se produjo de forma inesperada. De repente, descubrí que me seguía y que había mostrado su aprecio por algunas de mis publicaciones. Poco después, hizo un comentario muy amable y generoso. Para mí fue una conmoción. Sentí que Sigrid, la novia del Capitán Trueno, había salido de su reino de Thule y me había saludado. No pude reprimir la necesidad de corroborar que realmente se trataba de ella. Le escribí un mensaje y me contestó. A partir de entonces, me he asomado a su página y he descubierto que cuida a su madre de noventa años, que le gustan los perros y que —lejos de estar desanimada por el implacable y rufianesco coronavirus— derrocha humor y optimismo. Yo también cuidé a mi madre nonagenaria y convivo con una pequeña manada de perros y gatos, todos rescatados de situaciones de abandono o maltrato. Por desgracia, yo no derrocho optimismo, sino melancolía y miro más al pasado que al futuro. Melancolía vital, existencial, que no se ha exacerbado ni templado con el coronavirus. Sentir que me acercaba a una persona real y con una desbordante humanidad me ha ayudado a sonreír durante estos días. No soy tan imprudente como para aventurar cómo será el día después al confinamiento, pero la súbita aparición de Silvia Marsó en mi rutina digital me ha enseñado que el ser humano no es un animal solitario, sino un corazón que únicamente logra respirar a todo pulmón, cuando siente la cercanía de sus semejantes.

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Ficha técnica

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