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La humanidad en movimiento

Wanderlust. Una historia del caminar

Rebecca Solnit

Madrid, Capitán Swing, 2015

Trad. de Andrés Anwandter

472 pp. 22 €

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Caminar es una actividad espontánea, pero cuando se convierte en algo premeditado y orientado a un fin adquiere un significado moral, político, lúdico o religioso. Rebbeca Solnit (San Francisco, 1961) ha escrito una historia del caminar que recrea las peripecias de una humanidad en movimiento: «Caminar en sí no ha cambiado el mundo –escribe–, pero caminar juntos ha sido un rito, una herramienta y un reforzamiento de la sociedad civil, capaz de resistir ante la violencia, el miedo y la represión». Las marchas por los derechos civiles y laborales, la libertad política o la defensa del medio ambiente han marcado el siglo XX, revelando que ocupar los espacios públicos y desfilar pacíficamente por las calles es un inequívoco signo de identidad de las sociedades libres y democráticas. «Una población secuestrada o pasiva no es en realidad una ciudadanía», apunta Solnit. La imagen de un estudiante chino frenando una columna de carros blindados en la Plaza de Tiananmén el 5 de enero de 1989 encarna la dignidad del individuo frente al poder totalitario. No se sabe a ciencia cierta qué sucedió con el joven, pero desconocer su identidad y su paradero no es nada tranquilizador. Desde que empezó la actual crisis económica, miles de ciudadanos han protagonizado marchas de protesta contras las políticas de austeridad. Se han vivido momentos trágicos, con excesos policiales y actos de vandalismo, pero ni en Europa ni en Estados Unidos se han producido casos de ciudadanos desaparecidos. La democracia occidental no es perfecta. Sin embargo, las calles siguen abiertas y las marchas continúan. Rebecca Solnit es una conocida activista que ha participado en marchas contra la intervención norteamericana en Oriente Medio y contra el calentamiento global. En Un paraíso construido en el infierno (2009), destacó las iniciativas comunitarias surgidas en Nueva Orleans después del huracán Katrina, asegurando que la sociedad civil se había mostrado mucho más solidaria y eficaz que la maquinaria institucional.

Marchar es un acto político, pero pasear es una forma de recobrar el espacio y el tiempo. Vivimos en una economía que produce o pierde ganancias de acuerdo con el modo de gestionar el tiempo y el espacio. Los minutos y los metros (o kilómetros) que separan un acto productivo de otro se consideran un despilfarro. En baloncesto se habla de los «minutos de la basura» para referirse a lo que resta de un partido cuando el resultado ya es irreversible, o de «tiempo muerto» cuando hace falta un paréntesis para planificar una nueva estrategia. En realidad, el «tiempo muerto» y los «minutos de la basura» reflejan las hendiduras inferidas por el ser humano en una medida ideada para pautar sus actos. Paradójicamente, esas grietas no representan una pérdida, sino una forma más humana e inteligente de vivir el tiempo. Aunque Solnit no utiliza estos ejemplos, creo que son válidos como ilustración de su punto de vista. Algo semejante podría decirse del espacio. Se atribuye mucha importancia al punto de partida y al punto de llegada, pero lo esencial no es partir ni llegar, sino caminar, aventurarse sin miedo en el mundo. El paseante hace “del caminar una investigación, un ritual, una meditación”. Solnit observa que “la historia del caminar es una historia no escrita, secreta”. Sólo es posible rastrear sus pasos mediante los cambios que ha producido y los testimonios que ha inspirado. Al caminar, el hombre ha creado senderos, rutas comerciales, ciudades, jardines, países. El sentido de pertenencia o el de nomadismo han brotado al desplazarnos de un sitio a otro. Echar raíces o deambular sin rumbo fijo son opciones que surgen tras avanzar por llanuras, desfiladeros, gargantas, estepas, sabanas o montañas. Caminar no es un acto involuntario, pero se parece a la respiración y al latido cardíaco. No requiere toda nuestra atención. Nos deja libertad para pensar, divagar, fantasear: «La mente es una especie de paisaje y caminar es un modo de atravesarlo». A pie, el mundo ya no es un lugar de paso, sino una trama que se despliega lentamente. Las metas se relativizan al caminar, pues los acontecimientos impredecibles que surgen mientras nos desplazamos, nos transforman por dentro, reelaborando nuestra visión de las cosas. Pasear y pensar son ejercicios con un dinamismo propio, que trasciende nuestra voluntad: «Lo aleatorio, lo inédito, te permite encontrar lo que no sabes que andas buscando y no puede decirse que conoces de verdad un lugar hasta que no te sorprende».

Solnit piensa que el ritmo vertiginoso de nuestra época, con medios de comunicación cada vez más veloces y autopistas de la información que transportan millones de datos en fracciones de segundo, no constituye el mejor estímulo para el pensamiento: «Me gusta caminar porque es lento y sospecho que la mente, como los pies, trabaja a cuatro kilómetros por hora». Caminar nos lleva a lugares nuevos, que siembran en nuestro interior recuerdos, ocurrencias, contrastes, paralelismos, asociaciones. Explorar el mundo es una forma de introspección que nos ayuda a materializar la máxima socrática de conocernos a nosotros mismos. Perderse también puede ser un modo de reencontrase, pues a veces avanzamos en la dirección equivocada y sólo recuperamos el rumbo por azar. Lo casual no es una desgracia o una pérdida de tiempo, sino una nueva oportunidad u otro forma de vivir el tiempo, quizá más plena y compleja.

Rebbeca Solnit comienza su reconstrucción histórica del caminar con Jean-Jaques Rousseau, que en sus Confesiones declara: «Sólo puedo meditar cuando estoy caminando. Cuando me detengo, cesa el pensamiento; mi mente sólo funciona con mis piernas». No es el primer filósofo que expresa este punto de vista: los sofistas eran maestros ambulantes de retórica, que circulaban libremente por la Hélade. Sócrates vivió de una forma parecida, y peripatéticos, estoicos y epicúreos fundieron pensamiento y movimiento. Caminar no es formular teoremas, sino dejarse llevar por intuiciones y asociaciones. Según Husserl, caminar es el ejercicio que nos permite entender la relación de nuestro cuerpo con el mundo. Los espacios abiertos son el lugar privilegiado para consumar esa relación. Para Solnit, el desierto –«inhóspito, abierto, libre»– es «una invitación a vagar, un laboratorio de la percepción, la escala, la luz, un lugar donde la soledad tiene un sabor magnífico, como un blues». Nuestros ancestros aprendieron a caminar en la sabana, que representaba «una imagen de libertad, de espacio ilimitado y posibilidades también ilimitadas». La bipedestación nos hizo humanos, es decir, conscientes de nuestra finitud. La anticipación de la muerte nos convirtió en peregrinos. Santificamos ciudades y caminos, soportando toda clase de penalidades para culminar un viaje espiritual, que nos renueva, limpiando nuestras faltas. Algunos consideran que la tierra es sagrada, que las alturas no son una metáfora divina, que lo santo está debajo de los pies. El verdadero peregrino interpreta su viaje como un camino de perfección. Por el contario, el paseo es pura exhibición. No hay un fin de trayecto, que justifique el esfuerzo realizado, sino el placer de mostrarse ante los otros, exhibiendo nuestro mejor aspecto.

El poeta romántico William Wordsworth es uno de los caminantes más incansables de la historia. En 1790 cruzó Francia con destino a los Alpes, acompañado por Robert Jones. En esa época, los dos deberían estar preparando los exámenes de la Universidad de Cambridge, pero prefirieron dar la espalda a sus obligaciones académicas. Kenneth Johnston, biógrafo de Wordsworth, apunta que este «acto de desobediencia» marca el inicio de su carrera como poeta romántico. Durante uno de sus viajes, Wordsworth sube a la cima de una montaña para contemplar la salida del sol. En ese momento, escalar ya no es un pasatiempo, sino una forma de entender el mundo, enfrentarse a la propia conciencia y replantearse el sentido de la creación artística. Wordsworth se siente feliz de haber establecido un contacto temprano con bosques y montañas: «Alegre de haber caminado junto a la naturaleza / no habiendo tenido contacto temprano / con la fealdad de la vida hacinada».

Robert Louis Stevenson es otro viajero apasionado, pero sufre las limitaciones de una salud endeble y quebradiza. Tal vez por eso escribe: «Un viaje a pie debería ser hecho a solas, porque lo esencial es la libertad, porque debieras ser capaz de parar y continuar y seguir este camino o este otro, comoquiera que te plazca, y porque tienes que tener tu propio paso y ni trotar junto a un campeón del caminar ni seguir el paso de una muchacha». Caminar no sirve sólo para pensar, especular o contemplar. Bruce Chatwin asegura que «el movimiento es la mejor cura para la melancolía». Caminar no es una hazaña deportiva, pues de nada sirve recorrer en noventa y cinco días cuatro mil quinientos kilómetros de desierto australiano –como hizo Ffyona Campbell en los años noventa del pasado siglo–, si no hay otro estímulo que avanzar y no se repara en el paisaje ni en las gentes. Sucede lo mismo con el alpinismo. Se puede subir a una montaña por razones semejantes a las que se reza o medita. En cambio, la escalada deportiva se basa en la técnica de sortear paredes inaccesibles. El objetivo es finalizar el abrupto recorrido sin precipitarse al vacío. En la mente del deportista se moviliza el conocimiento de una disciplina particularmente exigente, donde la prioridad es no cometer errores de consecuencias fatales. El poeta Gary Snyder escala montañas y se interna en la espesura de los bosques, pero con otras metas: «Mientras más te acercas a la materia real, roca, aire fuego, madera, más espiritual es el mundo».

Solnit no lo menciona, pero la generación del 98 fue un grupo de excursionistas que recorrió la geografía nacional para profundizar en el amor a su país. No obstante, cuando el movimiento se convierte en algo permanente –como sucede con los nómadas– prevalece el desarraigo y el patriotismo se hace incomprensible, pues sólo hay lugares de paso. Los paseos empiezan el siglo XVIII. Son un privilegio de la aristocracia, que acondiciona sus propiedades para entregarse a un nuevo entretenimiento. Sólo los vagabundos y los locos se aventuran por los caminos, atestados de bandoleros y bestias salvajes. Las fundaciones de santa Teresa –que Solnit ignora– son un desafío para una época que confina a las mujeres en el recinto familiar. Los paseos de Rousseau prefiguran las excursiones campestres del proletariado, que protesta contra las restricciones impuestas por los grandes terratenientes. «Salir de excursión –apunta el historiador Raphael Samuels– era un componente mayor, aunque no oficial, del estilo de vida socialista». La aparición de las grandes ciudades transforma el sentido del caminar. El flâneur –«vagabundo, merodeador, libertino»- reemplaza al excursionista. Según Baudelaire, «su pasión y su profesión es mezclarse con la multitud». Para Walter Benjamin, «se va a botanizar sobre el asfalto», pero eso sólo es posible gracias a los pasajes, que permiten vagar libremente, con la calma de un caballero ocioso: «A los flâneurs les gusta que las tortugas marquen el paso por ellos. Si estas tenían su modo propio de andar, ellos debían acomodarse a este paso».

Solnit finaliza su libro con una mirada sobre Las Vegas, la ciudad que se expande sobre el desierto, reemplazando el vacío con enormes rascacielos de pésimo gusto: «Deambular y apostar tienen algunas cosas en común: ambas son actividades en las cuales la expectación puede ser más intensa que la llegada, el deseo más seguro que la satisfacción. Poner un pie frente al otro o las cartas sobre la mesa es jugar con el azar». Wanderlust es una palabra alemana de la que se apropió el inglés y que significa «pasión por caminar». Rebecca Solnit ha escrito una amena y profunda historia del caminar que nos incita a salir al exterior, buscando la relativa calma de la naturaleza o el estruendo de las calles. Caminar es una actividad que surge de confrontar el «mundo ancho y extraño» con el cuerpo y la imaginación. El día en que el ser humano deje de caminar desaparecerá la libertad como excelencia política, moral, espiritual y estética. Un mundo sin caminantes será un mundo sin libertad. No es una perspectiva estimulante. Dejemos de desplazarnos. Empecemos a caminar y descubramos que el mundo se transforma cuando los sentidos y la razón se conciertan para observar lo trivial y dar la bienvenida a lo inesperado.

Rafael Narbona es escritor y crítico literario. Es autor de Miedo de ser dos (Madrid, Minobitia, 2013) y El sueño de Ares (Madrid, Minobitia, 2015).

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