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Paraísos perdidos, especies que se extinguen

Medio planeta. La lucha por las tierras salvajes en la era de la sexta extinción

Edward O. Wilson

Madrid, Errata Naturae, 2017

Trad. de Teresa Lanero Ladrón de Guevara

320 pp. 19,50 €

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Edward O. Wilson insiste de nuevo, y con razón, sobre la necesidad de velar por la biodiversidad de la Tierra. Wilson, ya muy famoso en la década de los setenta por su controvertida obra sobre sociobiología, concentrada en la trilogía: The Insect Societies (1971), Sociobiology. The New Synthesis (1975) y On Human Nature (1979), las tres publicadas por Harvard University Press, pasó a ocuparse intensivamente de temas más naturalistas en los años ochenta y noventa. De entonces son The Ants (1990, con Bert Hölldobler, ganadora del premio Pulitzer) y, especialmente importante para el tema que hoy nos ocupa, The Diversity of Life (1992). Ambas fueron también publicadas originalmente por Harvard University Press, y después en español con los títulos respectivos Viaje a las hormigas (Barcelona, Crítica, 1996) y La diversidad de la vida (Barcelona, Crítica, 1994), en ambos casos con una excelente traducción de Joandomènec Ros.

La diversidad de la vida representó una suerte de partida de nacimiento oficial del neologismo «biodiversidad», que a lo largo de los años siguientes se hizo inmensamente popular, no solamente entre los círculos naturalistas, sino también entre el público general. La biodiversidad, o diversidad biológica, se manifiesta a escalas diferentes. En el marco de los grandes ecosistemas encontramos, por ejemplo, diferencias notables entre la flora y la fauna de una selva tropical y de un desierto. Hablamos, entonces, de diversidad de ecosistemas, y podemos preguntarnos por qué son tan diferentes unos de otros. Dentro de un ecosistema, podemos medir la diversidad biológica combinando el número de especies con la presencia relativa de cada una de ellas. Para hacer este tipo de medidas se utilizan las herramientas matemáticas desarrolladas en el campo de la teoría de la información. El índice de diversidad calculado de ese modo es una medida clásica en ecología, que da idea de la complejidad del ecosistema en cuestión. En este caso, podemos hacernos la pregunta de por qué un ecosistema es más complejo que otro. Se utiliza también la palabra biodiversidad para referirse simplemente al número de especies diferentes que viven en un lugar determinado. La pregunta adecuada aquí sería por qué hay más especies diferentes en un lugar que en otro. Por último, podemos referirnos también a la biodiversidad intraespecífica cuando hablamos de diversidad genética dentro de una misma especie. De hecho, es una manera de denominar la variabilidad genética, un fenómeno muy estudiado, en el cual se basa la evolución biológica. Aquí podríamos preguntarnos por qué una especie es más variable que otra.

Vemos, pues, que la palabra biodiversidad ha venido a definir una serie de cosas que antes se denominaban de forma diferente. De hecho, se ha convertido en una especie de palabra mágica, en buena medida gracias a la popularidad que les han dado los medios de comunicación de masas, al hilo de las sabias lecciones impartidas incansablemente por Edward O. Wilson. También ha atraído la atención de los políticos, desde la celebración de la primera Cumbre de la Tierra, celebrada en Río de Janeiro en 1992, en que la biodiversidad ocupó un lugar predominante en los debates, y los gobiernos ?algunos gobiernos? empezaron a destinar una financiación específica para fomentar el estudio y la conservación de la biodiversidad.

Pero, ¿por qué interesa y preocupa tanto la biodiversidad? La raíz de la preocupación es la publicación de cifras alarmantes sobre el ritmo actual de extinción de especies. Aunque algunas de las estimaciones se basan en extrapolaciones teóricas, se dispone también de datos empíricos perfectamente fiables que arrojan cifras de extinción tristemente espectaculares. Para estimar cuántas especies están extinguiéndose, debería empezarse por saber cuántas especies hay en la Tierra. Sin embargo, ahí radica el primer problema: no lo sabemos a ciencia cierta. Actualmente, hay aproximadamente un millón y medio de especies descritas formalmente, que disponen de un nombre científico de acuerdo con los códigos internacionales de nomenclatura biológica. De la mayor parte de ellas, digamos que un 90%, sabemos muy poco más que eso. Sin embargo, ese millón y medio de especies descritas es tan solo un pequeño porcentaje de las realmente existentes. De hecho, las estimaciones más fiables apuntan a que en la Tierra deben de quedar todavía unos seis millones de especies por descubrir y describir. También sabemos que el ritmo de descripción es de unas trece mil especies al año, lo cual permite deducir fácilmente que completar el catálogo de las especies que viven en la Tierra nos llevaría unos cuatrocientos cincuenta años.

Al ritmo de descripción de las especies se opone el ritmo de extinción, y ese es el problema que viene preocupando a Wilson desde hace más de treinta años, del que ahora, en Medio planeta, nos hace una puesta al día. Nos apunta los datos de paleontólogos y expertos, que indican que, antes de la aparición del hombre, la tasa aproximada de extinción, por año, era de una especie extinguida por cada millón de especies. Actualmente se estima que el ritmo de extinción de especies es entre cien y mil veces superior a la de entonces. Y es importante subrayar que las causas se derivan muy mayoritariamente de la actividades humanas, y se concretan, como apunta Wilson, en la destrucción de hábitats (que incluye los efectos del cambio climático), la introducción de especies invasoras (que pueden desplazar y llegar a eliminar las especies autóctonas), la contaminación (vertidos letales para la vida), el crecimiento de la población humana (que alcanza ya unos siete mil quinientos millones de personas), y la sobrecaza y sobrepesca (en especial de especies marinas).

La pérdida de biodiversidad resulta preocupante por cuanto sus consecuencias pueden ser muy graves. De la biodiversidad depende la estabilidad y el funcionamiento de los ecosistemas que sustentan el equilibrio global del planeta. En un plano más específico, la desaparición de determinadas especies puede comportar alteraciones en cascada en los ecosistemas locales, particularmente si se trata de las especies denominadas clave, de las cuales dependen muchas otras. Si llegamos al plano genético, vemos también que la pérdida de biodiversidad genética reduce su capacidad de respuesta ante cambios de cualquier tipo. Ello trasciende el nivel de una especie concreta y afecta directamente el proceso evolutivo, que se basa, justamente, en la variabilidad genética. De hecho, otra manera de ver la biodiversidad en conjunto es considerarla como un inmenso banco genético sobre el cual la naturaleza hace sus experimentos evolutivos. Parece claro que un banco empobrecido limitará las posibilidades de experimentar y de responder con éxito a las situaciones nuevas. En pocas palabras: limitará las posibilidades de evolucionar. Poca broma.

Medio planeta es la tercera parte de una nueva trilogía de Wilson, que se inició en 2012 con The Social Conquest of Earth (traducido por Joandomènec Ros con el título La conquista social de la tierra, Barcelona, Debate, 2012) seguida en 2014 de The Meaning of Human Existence (traducción de Xavier Gaillard Pla, con el título El sentido de la existencia humana, Barcelona, Gedisa, 2016). En La conquista social de la Tierra, Wilson explicaba por qué son tan raras en el reino animal las organizaciones sociales avanzadas, las cuales han emergido únicamente después de tres mil ochocientos millones de años de vida en la Tierra, analizando lo sucedido a raíz de la aparición del fenómeno en una especie de grandes primates africanos. En El sentido de la existencia humana repasaba lo que nos dice la ciencia acerca de nuestro sistema sensorial (sorprendentemente débil, decía) y de nuestros razonamientos morales (contradictorios e inseguros, según Wilson), y nos explicaba por qué nuestro sistema sensorial y nuestra moral son insuficientes para los objetivos y retos que plantea la humanidad moderna.

Medio planeta, publicado originalmente como Half-Earth. Our Planet’s Fight for Life (Nueva York, Liveright, 2016), ha sido traducido al español por Teresa Lanero Ladrón de Guevara. Se trata de una traducción profesional, aunque adolezca de algunas confusiones con los nombres comunes de diversos grupos animales. Especialmente llamativa es la de los nematodos (en inglés, «nematodes» o «roundworms»), varias veces traducidos como lombrices, cuando debería traducirse por «nematodos» o «gusanos redondos». Es una confusión desafortunada, por cuanto las lombrices son un filo (anélidos) totalmente diferente del de los nematodos, que ejercen papeles biológicos muy distintos, aunque los representantes de ambos grupos coincidan en ser vermiformes.

Conviene decir enseguida que Medio planeta no es un libro más de Wilson. Vuelve a retomar los datos de diagnóstico de la situación, con información actualizada, en las dos primeras partes del libro («El problema» y «El verdadero mundo vivo»), como preludio necesario para centrar la magnitud de la crisis de la biodiversidad. Pero no se limita a explicar una historia ya explicada en sus libros anteriores. Los datos necesarios están actualizados y aborda ángulos de visión nuevos y originales. Por ejemplo, la propuesta de cuáles son los mejores lugares de la biosfera, identificados con la ayuda de dieciocho veteranos naturalistas, grandes expertos en biodiversidad y conservación. Resulta muy interesante también el análisis de los resultados de la actividad de las asociaciones conservacionistas, con buenas dosis de autocrítica. También es nuevo respecto a las obras anteriores de Wilson el hecho de abordar el impacto del cambio climático sobre la biodiversidad, lo cual confiere al libro mayor actualidad, y el importante tratamiento que da a la biodiversidad marina y a la biodiversidad invisible, es decir, la de los microorganismos, probablemente la mayor caja negra de la diversidad biológica. Pero, sin duda, la parte más novedosa del libro no es la de los diagnósticos, sino la de las terapias, es decir, la tercera parte del libro («La solución»). En ella, Wilson reconoce que los esfuerzos globales por la conservación han atenuado significativamente la extinción de especies, pero que en ningún caso se ha detenido, y que conviene incrementarlos. Propone, en definitiva, establecer una red global de reservas inquebrantables que cubra, como mínimo, la mitad de la superficie de la Tierra. La teoría ecológica indica que la relación entre especies sostenibles y área del hábitat es de la raíz cuarta, con lo que el porcentaje de especies protegidas en la mitad de la superficie global sería, a grandes rasgos, del 85%. Sin embargo, ese porcentaje puede aumentar si esa mitad de la superficie global se selecciona de tal manera que incluya las zonas en que se concentre mayor diversidad biológica. En 2015, las reservas de la naturaleza ocupaban aproximadamente un 15% del área terrestre y un 3% del área marina, pero su superficie está creciendo progresivamente en numerosos países. Ello sugiere que el objetivo de Medio planeta, aparte de deseable, pudiera ser realista a medio plazo. Wilson argumenta que diversas circunstancias pueden favorecer la conservación, como, por ejemplo, los datos que indican que el crecimiento de la población humana (que es una de las causas de base de los problemas que provocan la pérdida de biodiversidad) se ralentizará y que la tecnología disminuirá la huella ecológica humana, que se define como el espacio necesario para cubrir todas las necesidades de una persona. En este sentido, es llamativo que Wilson incluya en sus argumentos que los cultivos de especies modificadas genéticamente ayudarán a disminuir la necesidad de tierras cultivables, lo cual constituye una declaración conceptualmente importante, aunque pueda resultar «políticamente incorrecta» para algunos sectores más radicales del ámbito de la conservación. También son llamativos, y nuevos en la filosofía de Wilson, los comentarios que dedica a la vida sintética y a la inteligencia artificial, haciendo suyo el aforismo de Richard Feynman «Construir es comprender». Después, desde la inteligencia artificial, con una suerte de triple salto mortal, Wilson va a parar al origen de la conciencia humana y a la pregunta de cuál es el sentido de la humanidad, mostrando, una vez más, su rostro más humanista y filosófico. Pueden preguntarse ustedes qué tiene que ver la conciencia humana con la biodiversidad, y Wilson les responderá que ambas cosas tienen mucho que ver. Porque el argumento último de por qué debemos velar por la biodiversidad de la Tierra se basa en que somos a la vez la especie responsable en mayor medida de la crisis y la única que es consciente de ello. Porque somos los únicos que sabemos que el escarabajo más pequeño o una bacteria anónima es una pieza única, depositaria de una herencia de millones de años de evolución. Una obra de arte superior a cualquier artefacto de factura humana, capaz de despertar emociones profundas a poco que se tenga un mínimo de sensibilidad. Y la extinción es para siempre.

El tópico dice que la naturaleza es una herencia de nuestros antepasados que hemos de saber administrar. Los indios americanos tenían una visión seguramente más sabia del asunto y consideraban que la naturaleza es más bien un préstamo de las generaciones futuras. Les invito a leer este nuevo libro de Edward O. Wilson y a pensar en ello.

Xavier Bellés es profesor de investigación del CSIC en el Instituto de Biología Evolutiva (CSIC-Universitat Pompeu Fabra). Su último libro es La metamorfosis de los insectos (Madrid, CSIC/Los Libros de la Catarata, 2013).

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