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Del enjambre a la tribu

La conquista social de la Tierra

Edward O. Wilson

Barcelona, Debate, 2013

Trad. de Joandomènec Ros

381 pp.

23,90 €

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Desde el momento de su primera entrada en escena, el darwinismo se presentó al público como una hipótesis científica capaz de explicar el comportamiento social humano sirviéndose del mecanismo que le era propio, esto es, de la acción de la selección natural sobre un sustrato hereditario variable que asegurara la posterior continuidad de los logros adaptadores adquiridos. Es bien sabido que Darwin era plenamente consciente de la decidida oposición que esta revolucionaria idea provocaría en su entorno social y, por ello, encapuchó con toda intención las consecuencias más conflictivas de su pensamiento en un solo párrafo incluido en la antepenúltima página de El origen de las especies, donde se limitó a expresar la confianza en que su teoría «esclarecerá el origen del hombre y su historia». Sin embargo, esta extremada cautela no logró evitar que muchos de sus contemporáneos percibieran con toda claridad las, para ellos, perversas implicaciones de esa propuesta, iniciándose así un apasionado debate que, con altibajos, se ha prolongado hasta hoy.

El planteamiento darwinista original, carente de una base genética operativa en que apoyar su discurso, adolecía de una flexibilidad excesiva que daba margen a todo tipo de interpretaciones contradictorias, permitiendo el encubrimiento de las diversas preferencias ideológicas de sus postulantes bajo un ropaje aparentemente científico. En un extremo del espectro se encontraba el «darwinismo social» de Herbert Spencer, que justificaba el ascenso de la burguesía o la subordinación del proletariado como productos inevitables de la acción de la selección natural, concebida como una «lucha por la existencia» en la que los triunfadores impondrían sus intereses a los vencidos. En el extremo opuesto se situaba el pensamiento anarquista de Piotr Kropotkin, que concebía a la selección natural como promotora de la cooperación social y la ayuda mutua que favorecerían la supervivencia de grupos de individuos cuando éstos se enfrentaran a un medio hostil. Es de justicia apuntar que el planteamiento darwinista, expuesto con todo rigor en La ascendencia del hombre, es ajeno a los dos anteriores, proponiendo el mecanismo que más tarde se denominó «selección de grupos» para explicar la coexistencia de actitudes egoístas y altruistas en la sociedad, mediante el recurso a la acción de dos fuerzas selectivas antagónicas. Por una parte, la selección actuaría sobre las diferencias entre los individuos de un mismo grupo, favoreciendo a los más egoístas. Por otra, la selección entre los distintos grupos que componen una población podría beneficiar, en determinadas circunstancias, a aquéllos que integraran un mayor número de altruistas. En palabras de Darwin: «aunque un elevado grado de moralidad confiera a cada individuo poca o ninguna ventaja […] un aumento del grado de moralidad aportaría, con toda certeza, una inmensa ventaja a una tribu [grupo] sobre otra»Charles Darwin,  The Descent of Man, Londres, John Murray, 1871, p. 166. .

El planteamiento darwinista original adolecía de una flexibilidad excesiva que daba margen a todo tipo de interpretaciones contradictorias

A finales del siglo XIX el darwinismo había llegado al límite de su capacidad explicativa, entrando a continuación en una fase de eclipse durante la cual no pasó de ser una más de las hipótesis evolucionistas al uso, hasta que su reformulación en la década de 1940 –el actual neodarwinismo– la convirtió en la teoría científica generalmente admitida mediante la integración de los conocimientos de las distintas disciplinas biológicas, hasta entonces dispersos, en torno al núcleo teórico constituido por los modelos matemáticos de la genética de poblaciones. No obstante, las cuestiones referentes a la selección de grupos como mecanismo responsable de la evolución de los comportamientos sociales permanecieron en el resbaladizo campo de los modelos verbales, donde predominaban conceptos esotéricos como el del bien de la especie. Hubo que esperar hasta 1966, fecha de publicación de la obra de George C. Williams Adaptation and Natural Selection, para que los neodarwinistas se plantearan el problema de una manera explícita, despojando al evolucionismo de nociones insostenibles y, en consecuencia, rechazaran el concepto de grupo como unidad general de selección, aunque dejando abierta la puerta a su aplicación en circunstancias muy especiales, cuando los grupos fueran numerosos, se formaran y se extinguieran con rapidez, y mantuvieran cierta identidad espacio-temporal, como pudiera ser el caso de la evolución de la virulencia del myxoma en poblaciones de conejos. Esta reformulación en términos ortodoxos del modelo de selección de grupos, que a partir de aquí denominaré de «selección multinivel», sigue a la letra el antedicho razonamiento de Darwin, considerando que la selección actúa directamente sobre un solo carácter, la eficacia biológica o contribución de descendencia de cada individuo a la generación siguiente, pero lo hace a través de la intervención de dos unidades diferentes –individuos y grupos–, de manera que, por una parte, los comportamientos altruistas o egoístas disminuirían o aumentarían, respectivamente, la eficacia de sus ejecutantes, mientras que, por otra, los grupos en que los altruistas fueran mayoría podrían ser, colectivamente, más eficaces que aquellos otros en que los egoístas predominaran. En términos más técnicos, la selección operaría simultáneamente tanto sobre las diferencias en eficacia entre individuos como sobre las diferencias entre las eficacias promedio de los grupos y, como ambas características están correlacionadas negativamente, el resultado final del proceso sería la consecución de un equilibrio caracterizado por la persistencia de egoístas y altruistas en la población, aunque en distintas proporciones determinadas por las condiciones de partida.

La reacción en contra de la noción tradicional de selección de grupos dio pie a la aparición de diversas alternativas reduccionistas cuyo propósito era ofrecer explicaciones evolutivas de la existencia del altruismo, postulando una sola unidad de selección que ya no era el individuo ni el grupo sino el gen. Estos nuevos modelos, cuya versión más popular es el «gen egoísta» de Richard Dawkins, proponen la acción de la llamada «selección de parientes» sobre una eficacia biológica denominada «ampliada», que no sólo tiene en cuenta los genes propios del individuo sino también las copias de éstos compartidas con sus parientes, en proporción directa a la proximidad del vínculo. La idea original suele atribuirse a un comentario de J. B. S. Haldane, uno de los tres creadores del núcleo matemático neodarwinista, en el que mantenía que estaría dispuesto a arriesgar su vida si con ello salvase a más de dos hermanos o de ocho primos. En los términos de William Hamilton, creador del concepto de eficacia ampliada, una acción altruista que produjera un coste c a su ejecutor y un beneficio b a sus receptores, se vería favorecida por la selección natural siempre que se cumpliera la condición c < rb, siendo r la proporción de genes compartidos (1/2 en el caso de los hermanos y 1/8 en el de los primos). En otras palabras, la frecuencia de los genes causantes del altruismo podría aumentar en la población incluso si el altruista pereciese en el empeño. El mecanismo de selección de parientes no precisa que éstos estén asociados en grupos, aunque su acción es más eficaz si es así, y sólo requiere que los individuos altruistas interaccionen con sus parientes. Este instrumento permite explicar, entre otros fenómenos, el proceso de evolución de los himenópteros sociales que Darwin consideraba como «la dificultad más seria con que se enfrenta mi teoría»Charles Darwin, The Origin of Species, Londres, John Murray, 1859, p. 242.  . En este caso, el peculiar sistema de perpetuación de estos insectos –haplodiploidía– podría haber predeterminado el altruismo mostrado por las estériles obreras, puesto que éstas y la reina, única hembra que se reproduce, comparten dos tercios de sus genes (r = 2/3), mientras que la última y sus hijas sólo tienen en común la mitad (r = 1/2).

Las propuestas del darwinismo social, inspiradoras, en último término, de las aterradoras purgas étnicas impuestas por los gobiernos de corte fascista, determinaron que la refundición neodarwinista, gestada en su práctica totalidad por científicos anglosajones, rechazara toda referencia directa a los posibles condicionantes evolutivos del comportamiento humano y adoptara un enfoque que establecía una nítida distinción entre lo biológico y lo cultural muy respetuosa con los principios que informaban entonces las ciencias sociales. Si acaso, algunos aspectos del evolucionismo sugirieron las anticipaciones literarias de las temibles consecuencias de la manipulación eugenésica y ambiental, como es el caso de la rígida sociedad estructurada en cinco castas descrita en la novela Brave New World (Un mundo feliz) cuyo autor, Aldous Huxley, compuso el argumento utilizando las indicaciones facilitadas por su hermano Julian, otro de los proponentes de la síntesis neodarwinista.

El «gen egoísta» de Richard Dawkins no sólo tiene en cuenta los genes propios del individuo sino también las copias de éstos compartidas con sus parientes

Este statu quo se mantuvo hasta 1975, año en que Edward O. Wilson publicó su libro Sociobiology: The New Synthesis. En actitud semejante a la seguida por Darwin en El origen de las especies, Wilson relegó su interpretación neodarwinista de la evolución del comportamiento humano a las últimas treinta páginas de un texto de más de seiscientas. Sin embargo, su tesis provocó la inmediata y combativa oposición de los movimientos izquierdistas norteamericanos, encabezada por dos de sus colegas de la universidad de Harvard, el destacado genético Richard C. Lewontin y el conocido divulgador y paleontólogo Stephen J. Gould. En consecuencia, el autor fue acusado de reaccionario, racista, fascista y sexista, sufriendo el acoso directo de los grupos radicales en muchas de sus apariciones públicas. Con el paso del tiempo, el debate se ha ido atemperando y un buen número de propuestas sociobiológicas, semejantes o distintas a la de Wilson, han alcanzado gran popularidad, quizás porque la idea de que diversas facetas de nuestro comportamiento puedan tener una base genética ha dejado de ser socialmente inaceptable, aunque la solidez del apoyo científico pertinente varíe de unos rasgos a otros.

Hasta 1975, Wilson era un prestigioso entomólogo, la primera autoridad mundial en insectos sociales, además de autor, junto con Robert MacArthur, de un texto clásico, The Theory of Island Biogeography (1967), que marcó la transición de la ecología descriptiva a la predictiva mediante el uso de modelos matemáticos que han inspirado buena parte de los posteriores estudios empíricos. Sus extraordinarias contribuciones a ambos campos han ido sucediéndose hasta la actualidad, por ejemplo, las apasionantes monografías entomológicas redactadas en colaboración con Bert Hölldobler, entre ellas The Ants (1990), galardonada con el premio Pulitzer, y la más reciente The Leafcutter Ants: Civilization by Instinct (2011); así como los escritos dedicados a la defensa de la conservación de la biodiversidad, entre otros The Diversity of Life (1992), The Future of Life (2002)Reseñado por Carlos López-Fanjul en «La biodiversidad amenazada», Revista de Libros, núm. 81 (septiembre de 2003), pp. 29-31., y The Creation: An Appeal to Save Life on Earth (2006). Entre los veinticuatro libros que ha publicado desde 1967 hasta la fecha, también se incluyen relatos autobiográficos como Naturalist (1994), propuestas metodológicas como Consilience: The Unity of Knowledge (1998), e incluso una novela, Anthill (2010)Los dos primeros reseñados por Carlos López-Fanjul en «Una “persona de orden”», Revista de Libros, núm. 7-8 (julio-agosto de 1997), p. 39, y «Veinte años después», Revista de Libros, núm. 34 (octubre de 1999), pp. 18-20.. Sin embargo, también ha proseguido con indomable tesón, superando todo tipo de barreras políticas y académicas, la elaboración del ideario originalmente expuesto en Sociobiology, primeramente en su obra On Human Nature (1978), que también mereció el premio Pulitzer, a la que siguieron otras dos en colaboración con Charles J. Lumsden, Genes, Mind and Culture: The Coevolutionary Process (1981) y Promethean Fire: Reflections on the Origin of Mind (1983)Algunas de las obras citadas de Edward O. Wilson han sido traducidas al castellano: Sociobiología (Barcelona, Omega, 1980), Sobre la naturaleza humana (Madrid, Fondo de Cultura Económica, 1983), La diversidad de la vida (Barcelona, Crítica, 1983), El naturalista (Barcelona, Debate, 1995), Consilience: la unidad del conocimiento (Barcelona, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores,1999), El futuro de la vida (Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores ,2002) y La creación: salvemos la vida en la Tierra (Madrid, Katz, 2007). . Tras un largo silencio, motivado sin duda por el cariz extracientífico que había tomado la oposición a sus ideas, ha vuelto a retomar el tema a los ochenta y tres años en La conquista social de la Tierra (2012) que aquí se reseña.

Aunque, con cierta dosis de eufemismo, esta obra se presenta como un nuevo intento de dar respuesta a las tres preguntas retóricas –de dónde venimos, quiénes somos, adónde vamos– caligrafiadas por Paul Gauguin (1897) en la que tenía por su mejor pinturaUna escena tahitiana conservada en el Museum of Fine Arts de Boston., la realidad, como se ha indicado más arriba, es que Wilson ya había venido proclamando sus opiniones al respecto desde 1975: somos una especie social que, partiendo de un origen humilde, ha llegado a dominar el planeta gracias a la acción de un mecanismo evolutivo en buena medida semejante al que mucho antes dio lugar a la aparición de los insectos sociales, el leitmotiv de su quehacer científico. El verdadero propósito del libro es trasladar al gran público que su autor, antaño favorecedor del modelo de selección de parientes, es ahora partidario de explicar los hechos recurriendo a la selección multinivel. Este cambio de vehículo, como se verá más adelante, tiene un innegable interés académico, pero en poco o en nada ha modificado el punto de salida, el recorrido de la carrera ni, menos aún, la posición de la meta final.

Wilson relegó su interpretación neodarwinista de la evolución del comportamiento humano a las últimas treinta páginas de un texto de más de seiscientas

Wilson suele actuar de acuerdo con la estrategia de que la mejor defensa es el ataque y, en consecuencia, comienza su libro proclamando que la solución a los interrogantes planteados por Gauguin no vendrá de la religión –«un mecanismo darwiniano de supervivencia»(p. 20)– ni de la filosofía –«La mayor parte de la historia de la filosofía consiste en modelos de la mente que han fracasado» (p. 22)–, sino de la ciencia: «los avances científicos, en especial los que se han producido durante las dos últimas décadas, son ahora suficientes para que planteemos de manera coherente las preguntas de dónde venimos y qué somos» (p. 22). No cabe la menor duda de que al autor le siguen escociendo las antiguas heridas infligidas por la radical oposición de humanistas y sociólogos a lo que percibieron como una invasión intolerable de su particular parcela del conocimiento, aunque haya recobrado el ánimo con la posterior aceptación de los principios sociobiológicos en campos tan dispares como la psicología o la economía.

La obra está dividida en cuatro partes de extensión muy desigual. La primera –«¿De dónde venimos?»–, que ocupa casi el cuarenta por ciento del texto, tiene como principal finalidad la de poner al toro en suerte. Esto se logra mediante una exposición de nuestra historia evolutiva mostrada como el recorrido por una secuencia de preadaptaciones hereditarias, ocurridas fortuitamente en un orden tal que permitió al Homo sapiens alcanzar la meta marcada por la adquisición de la eusocialidad, o división altruista del quehacer común mediante la asociación en grupos de individuos pertenecientes a distintas generaciones, al tiempo que las restantes especies de homínidos, a las que no se ofreció la preadaptación precisa en el momento conveniente, iban quedando en el camino. Entre dichas preadaptaciones se encuentran las convencionalmente aceptadas –mayor volumen cerebral, manos prensiles, postura erecta, bipedalismo, dieta omnívora y utilización del fuego– junto con otra, crucial para la argumentación de Wilson, consistente en el logro de una estructura social compuesta por grupos de individuos capaces de comunicarse por medio del lenguaje, y de colaborar en la obtención y almacenamiento de alimentos, el cuidado de las crías y la defensa del refugio común. Llegados a este punto, la acción de la selección entre grupos podría haber premiado al altruismo y contrarrestado, al menos en parte, la presión de la selección individual en favor de los comportamientos egoístas, haciendo así posible la consecución de un estado de equilibrio calificado por un cierto grado de cooperación. No obstante, la disparidad de opiniones entre distintas escuelas de antropólogos sobre las características definitorias de los grupos humanos del paleolítico remoto, y, sobre todo, la discutible operatividad de la selección multinivel en las condiciones supuestas por Wilson, reducen su hipótesis a la condición de mera contingencia, aunque no por ello deje de ser atractiva.

La segunda parte, titulada «¿Cómo los insectos sociales conquistaron el mundo de los invertebrados?», se reduce a una corta exposición de la evolución de la eusocialidad en los insectos, definida por la división de trabajo y recursos entre la multitud de individuos genéticamente adscritos a castas de obreros estériles de corta esperanza de vida, y los pocos, a veces sólo uno, que han sido programados ambientalmente para desempeñar la función reproductora durante una existencia más prolongada. Debe quedar claro que Wilson considera el estudio de esta peculiar situación como un mero instrumento, del que sólo pueden extraerse enseñanzas si se maneja con las debidas precauciones, puesto que las críticas a la ligereza expositiva de sus anteriores obras le han vuelto más cauteloso a la hora de proponer extrapolaciones directamente aplicables al análisis de la naturaleza humana. Las semejanzas entre ambos fenómenos se centran tanto en la rareza del comportamiento social, mostrado únicamente por un dos por ciento del millón de especies de insectos, como en la posición dominante alcanzada por ese reducido grupo de himenópteros y termitas, que supera en número de individuos, biomasa e impacto ambiental al conjunto formado por el resto de los insectos. La distinción fundamental se atribuye a la muy diferente duración del período de funcionamiento de la postulada selección multinivel, unos ciento treinta millones de años desde la aparición de los insectos sociales en el registro fósil, pero sólo unos tres millones contados a partir de los inicios de las sociedades organizadas de homínidos. Esta enorme diferencia temporal ha producido, en opinión de Wilson, que la preeminencia de los insectos sociales haya podido ser compensada por una coevolución paralela de las restantes especies conducente a un equilibrio ecológico, mientras que la brevedad del transcurso evolutivo de los homínidos no ha sido suficiente para dar lugar al advenimiento de un contrapeso paralelo y, por ello, la dominación humana constituye hoy la principal amenaza a la existencia del resto de los seres vivos.

La idea de que diversas facetas de nuestro comportamiento puedan tener una base genética ha dejado de ser socialmente inaceptable

Como he indicado antes, la parte más novedosa de la obra es la tercera («Las fuerzas de la evolución social»), dedicada a descartar el modelo de selección de parientes que había adoptado previamente y a justificar su reemplazo por el de selección multinivel. Para Wilson la experiencia es la madre de la ciencia y, por tanto, la función de ésta es resolver los problemas planteados por la observación empírica a través de modelos explicativos. No obstante, la mayor parte del progreso científico se ha producido invirtiendo esos términos, esto es, formalizando preguntas mediante un modelo exploratorio y estableciendo la validez de éste, siempre incierta, a la luz de unos datos obtenidos específicamente con el fin de aceptar o rechazar predicciones concretas. Aunque la erudición biológica de Wilson es extraordinaria, cuando se ha enfrentado a la difícil tarea de producir modelos donde encajar sus datos ha acostumbrado a recurrir a la ayuda de expertos más versados que él en la formulación matemática de hipótesis, como Robert MacArthur, que desarrolló los expuestos en The Theory of Island Biogeography; Charles J. Lumsden, al que se deben los presentados en Genes, Mind and Culture; o William D. Hamilton, del que tomó el concepto de selección de parientes utilizado en Sociobiology (1975). Su versión del modelo de selección multinivel, publicada en la revista Nature en 2010 junto con una acerada crítica del concepto de eficacia biológica ampliada, fue también fruto de la colaboración con otros dos matemáticos, Martin A. Nowak y Corina E. TarnitaMartin A. Nowak, Corina E. Tarnita y Edward O. Wilson, «The evolution of eusociality», Nature , vol. 466, núm. 7310 (agosto de 2010), pp. 1057-1062.. Este artículo produjo un fuerte rechazo del mundo académico, plasmado en una «breve comunicación», también aparecida en Nature, firmada nada menos que por ciento treinta y siete científicos, entre los que se incluía lo más granado de los especialistas de prestigio internacional en el tema de la evolución del comportamiento altruistaPatrick Abbot y cols., «Inclusive fitness theory and eusociality», Nature, vol. 471, núm. 7339 (marzo de 2011), E1-E4.. Estos no se han mordido la lengua al manifestar que los argumentos de Nowak, Tarnita y Wilson «están basados en una interpretación errónea de la teoría evolutiva y una tergiversación de la literatura empírica». Aunque la correspondiente respuesta de los tres coautores, incluida en el mismo número de la revista, está redactada en los términos técnicos acostumbrados, la batalladora actitud de que Wilson ha dado repetidas muestras se ha hecho patente una vez más en el párrafo final de su contestación a las críticas expuestas por Richard Dawkins en su reseña de The Social Conquest of Earth: «Mientras que muchos han protestado [aludiendo a los ciento treinta y siete firmantes mencionados […] muchos otros de igual competencia están a favor del cambio [de modelo] propuesto. En cualquier caso, la elaboración de una lista es inútil. Debe tenerse en cuenta que si la ciencia dependiera de la retórica o de las encuestas, aun estaríamos quemando objetos con flogisto o navegando con mapas geocéntricos»Richard Dawkins,  «The descent of Edward Wilson», Prospect, núm. 195 (24 de mayo de 2012)..

En esta disyuntiva, puede merecer la pena analizar el asunto desde una perspectiva menos apasionada. En primer lugar, debe tenerse presente que los modelos de evolución del comportamiento altruista por selección multinivel o de parientes son ambos científicamente respetables, aunque el primero, por la mayor rigidez de las condiciones precisas para que produzca el efecto deseado, cuenta con muchos menos partidarios que el segundo, que representa, hoy por hoy, el paradigma dominante. En segundo lugar, los dos modelos mencionados no son únicos y en la interpretación de la evolución de la cooperación también gozan de amplia aceptación las aplicaciones de la teoría de juegos desarrolladas a partir del clásico «dilema del prisionero», entre ellas las de reciprocidad directa o indirecta que el texto de Wilson sólo menciona de pasada, a pesar de que son compatibles con las propuestas anteriores. El propio Nowak, en un artículo de divulgación publicado el pasado mes de octubre en la revista Investigación y Ciencia, considera que un proceso de reciprocidad indirecta sería el más operativo en lo referente al ser humano, por cuanto los individuos que cuentan con información previa estarían más dispuestos a cooperar con el prójimo si éste gozara de buena reputaciónMartin A. Nowak, «¿Por qué cooperamos?», Investigación y Ciencia, núm. 433 (octubre de 2012), pp. 19-23.. En tercer lugar, no se dispone de datos empíricos que permitan afirmar sin ambages que alguno de los posibles mecanismos aludidos sea el principal causante de la evolución del altruismo, e inclinarse por uno u otro depende esencialmente de su respectiva generalidad potencial, una elección no exenta de cierta subjetividad. No entraré en un análisis de fondo de las diferencias entre los modelos de selección de parientes y el multinivel que, como suele ocurrir, son absolutas para sus respectivos promotores, aunque al observador externo puedan parecerle cuestión de detalle, máxime cuando cabe concebir a la selección de parientes como un tipo de selección multinivel en la que los miembros de los grupos están relacionados genealógicamente y, en todo caso, ambos instrumentos pueden conducir a predicciones equivalentes. En definitiva, la moneda sigue en el aire. Por otra parte, Wilson, evidentemente transportado por su entusiasmo, atribuye cualidades místicas a los combustibles que alimentan a los dos motores selectivos antagónicos: «El egoísmo, la cobardía y la competencia poco ética aumentan el interés de los alelos seleccionados individualmente […]. Estas propensiones destructivas se ven contrarrestadas por alelos que predisponen a los individuos a un comportamiento heroico y altruista» (p. 74). Más aún, en el equilibrio, «lo peor de nuestra naturaleza coexiste con lo mejor, y así será siempre. Suprimirlo, si tal cosa fuera posible, nos haría menos que humanos» (p. 76).

La parte más novedosa de la obra es la tercera, dedicada a descartar el modelo de selección de parientes y a justificar su reemplazo por el de selección multinivel

Wilson, no en vano ganador de dos premios Pulitzer, ha redactado un atractivo relato donde la elegancia expositiva y el continuo recurso a su extraordinaria erudición biológica prima sobre la deseable precisión. Tomaré, para ilustrar este punto, un tema reiterado a lo largo del texto: la distinción entre los dos agentes evolutivos que, en su opinión, han determinado conjuntamente la evolución de la eusocialidad en insectos y humanos. Por una parte, no duda en adscribir el altruismo humano a la acción de la selección natural en dos niveles, individuos y grupos, aunque opina que su intensidad es menor en el último caso: «Si acabara dominando la selección de grupos, los grupos humanos acabarían pareciendo colonias de hormigas» (p. 283). Sin embargo, en lo que toca a los insectos sociales, la continua vaguedad del relato hace difícil la comprensión de sus ideas. Así, en algunos párrafos, se propone como único agente a la selección individual que actuaría sobre el conjunto formado por la reina y la casta obrera, considerada esta última como una simple extensión fenotípica de la primera (pp. 36, 71, 174 y 176). Sin embargo, en otros pasajes, se alude a la acción conjunta de la selección entre individuos y entre grupos o colonias (pp. 75, 172, 182, 187, 203, 209 y 219-221).

Todas las hipótesis referidas, sea la selección de parientes, la multinivel o la reciprocidad indirecta, suponen que el comportamiento social, sea de insectos o de humanos, tiene una base genética rígida donde las influencias ambientales no pasan de ser un estorbo, incapaz de modificar el resultado final dictado por la acción de la selección natural, aunque en ocasiones, como se verá más abajo, Wilson concibe al medio como un conveniente deus ex machina que permite la regulación de la expresión génica en el sentido por él apetecido. En esta tesitura, conviene saber cuál es la naturaleza de los genes subyacentes que propone. En primer lugar, se postula la división de los genes determinantes de los rasgos responsables del egoísmo y el altruismo en dos conjuntos independientes sometidos, respectivamente, a la selección entre individuos o entre grupos. Sin embargo, para que esta dicotomía pueda ser funcional, es preciso que todos los genes incluidos en ambos conjuntos tengan, además, efecto sobre la eficacia biológica. Esta es la condición necesaria y suficiente para que la selección pueda actuar en cualquiera de los dos niveles, directamente sobre la eficacia e indirectamente sobre los rasgos egoístas y altruistas. Por dar un ejemplo, Wilson supone que la evolución de la cohesión de una colonia de insectos podría haberse iniciado con la aparición de una mutación «que silencie el programa cerebral para la adaptación e impida que la madre y sus hijos se dispersen para crear nuevos nidos» (p. 172), ignorando que la selección natural sólo podría actuar sobre dicha mutación si ésta también incrementara la eficacia promedio de los grupos donde estuvieran integrados sus portadores. Esta conversión intencionada de lo deseable en lo posible, reiterada en otros contextos, menoscaba considerablemente el poder explicativo de las hipótesis expuestas. En segundo lugar, la flexibilidad que permite a los genes expresarse de distinta manera en diferentes condiciones ambientales es una de sus propiedades mejor conocidas, aunque demasiadas veces se pase por alto. Para Wilson, genes y ambiente no son independientes, sino que la plasticidad de expresión de los genes codificadores de proteínas estaría gobernada por genes reguladores siguiendo unas presuntas reglas epigenéticas que prescribirían la forma en que nuestros sentidos perciben el mundo exterior, las opciones posibles y las respuestas óptimas. Son precisamente estas normas de desconocido alcance las que Wilson maneja a su conveniencia en apoyo de sus conclusiones. Por último, Wilson suscribe los supuestos de la psicología evolucionista, considerando que los comportamientos denominados «universales», como la adquisición del lenguaje, la evitación del incesto o la cooperación, entre otros muchos, tienen una base genética invariable común a todos los seres humanos, que ha sido fijada por la acción de la selección natural en un pasado remoto y ha resultado en la adquisición del diseño estructural y funcional de la mente que maximizó la eficacia biológica en las condiciones primitivas donde transcurrió el noventa y nueve por ciento de nuestra historia evolutiva. Por otra parte, admite que las diferencias genéticas entre individuos con respecto a otras manifestaciones de la conducta son lo suficientemente importantes como para relegar a un segundo plano el vidrioso asunto de la existencia de diferencias genéticas paralelas entre distintos grupos humanos, étnicos o sociales. En principio, poco cabe objetar sobre estas últimas aseveraciones.

La última parte de la obra reseñada («¿Qué somos?») es, con mucho, la más especulativa. Los apartados dedicados al origen del lenguaje, la moralidad y el honor, la religión y las artes, concebidos como propiedades que facilitan la cohesión de los miembros de un mismo grupo, carecen de una exposición clara de objetivos, substituyéndola por una secuencia de relatos metafóricos que abarcan un tercio del texto, donde se insiste en la existencia de la correspondiente base genética, de cuya realidad no se ofrecen más pruebas que la discutible coincidencia de comportamientos compartidos de antiguo por la mayoría de las colectividades humanas, moldeados por la omnipresente invocación a la selección multinivel. En general, se ignora que los rasgos que benefician al grupo no surgen necesariamente como consecuencia de un proceso adaptador y, también, que aunque dichos rasgos sean beneficiosos para los grupos actuales no tienen por qué haberlo sido en el pasado y viceversa. Por más que la retahíla de ejemplos que acompaña a cada argumento pueda ser convincente en algún caso aislado, como ocurre con el análisis del origen del lenguaje, en muchos otros no pasa de ser una coartada cuyo propósito es obviar el meollo de la cuestión. Así, la disyuntiva entre bondad y perversión se resuelve con la trivialidad de que el ser humano participa de ambas cualidades y «así será eternamente a menos que cambiemos nuestros genes» (p. 281), o bien, al tratar de la evolución de determinadas variantes culturales, se llega a la chocante afirmación de que «la práctica general de la moda en el vestir, que va desde el taparrabo hasta la corbata blanca [de lazo], tiene una base genética» (p. 276). El epílogo («¿Adónde vamos?») se resuelve en diez páginas, una vez más extremadamente repetitivas del argumento central de la obra: la respuesta está en la biología (léase en los genes sujetos a la selección multinivel). Arrastrado por sus excesos verbales, Wilson no vacila en concluir que el libre albedrío, en su acepción tradicional, es poco más que una idealización: «un producto del centro de toma de decisiones subconscientes del cerebro que proporciona a la corteza cerebral la ilusión de una acción independiente», aunque, tres líneas más abajo, recobre el gobierno de la nave para matizar que «somos libres como seres independientes, pero nuestras decisiones no están libres de todos los procesos orgánicos que crearon nuestro cerebro» (p. 334). Estas manifestaciones de vehemencia, reiteradas a lo largo del texto, difícilmente refuerzan la calidad de la argumentación.

Wilson ha redactado un atractivo relato donde la elegancia expositiva y el continuo recurso a su extraordinaria erudición biológica prima sobre la deseable precisión

Superadas en buena parte las críticas en contra del pensamiento sociobiológico primitivo, debe admitirse que éste ha tenido la gran virtud de introducir de una vez por todas el principio darwinista en las hipótesis relacionadas con el origen y desarrollo de la naturaleza humana. A pesar del escaso impacto que esta actitud ha tenido en la sociología y antropología tradicionales, hoy ya no es posible concebir la mente humana como un órgano autónomo sin más restricciones que las puramente fisiológicas, y es preciso aceptar que durante el proceso de hominización han evolucionado mecanismos psicológicos de base genética que condicionan en cierta medida la variabilidad cultural. Sin embargo, aún estamos lejos de poder especificar la importancia relativa de las herencias biológica y cultural en la génesis y estado actual de un determinado comportamiento, sobre todo porque los dos fenómenos operan conjuntamente, de manera que la selección natural propicia la adaptación a unas determinadas condiciones ambientales mediante cambios genéticos, y la cultura es capaz de modificar dichas condiciones para adecuarlas a la dotación genética del individuo, independizándolo en buena medida del mecanismo selectivo natural. A diferencia de lo que ocurría en 1975, hoy disponemos de una amplia panoplia de modelos matemáticos, más o menos plausibles, para integrar la herencia genética y la cultural en las explicaciones evolutivas de la conducta humana. Sin embargo, los modelos científicos no son reproducciones de la realidad a escala reducida, sino instrumentos exploratorios cuya misión es establecer lo que es posible o imposible a la luz de los supuestos de partida y de las magnitudes relativas de las intensidades atribuidas a las distintas fuerzas actuantes. Por tanto, la elección de unos y el rechazo de otros dependerá de la calidad de la información empírica disponible, que hoy es suficiente para tomar la decisión de emprender el viaje, pero que no basta para elegir la ruta apropiada en muchas de las encrucijadas que se presentan en el camino, una opción que, inevitablemente, está más y más condicionada por la especulación a medida que el recorrido se alarga, como ocurre con el que conduce a la ambiciosa meta que Wilson nos propone. Aunque yo no me uniría a él en esa demanda, podría acompañarle de buen grado durante algún trecho.

Es obligado reconocer el buen esfuerzo aplicado por el traductor a la difícil tarea de elaborar una cuidada versión castellana de la obra de Wilson. Como cuestión puramente marginal, apuntaré que los términos «kin selection» e «inclusive fitness», romanceados como «selección de parentesco» y «eficacia inclusiva», podrían substituirse, respectivamente, por los de «selección de parientes» y «eficacia ampliada». Estos últimos reflejan algo mejor que los anteriores que la unidad de selección considerada, en este caso el gen, no sólo tiene en cuenta la información hereditaria propia del portador, sino que la amplía con la que éste comparte con sus parientesSe me permitirá sugerir al lector interesado en los modelos que tratan de explicar la evolución del altruismo, la cultura y los rasgos que distinguen al ser humano del resto de los primates, la lectura de las obras de Laureano Castro, Carlos López-Fanjul y Miguel Ángel Toro A la sombra de Darwin. Las aproximaciones evolucionistas al comportamiento humano (Madrid, Siglo XXI, 2003) , y de Laureano Castro, Luis Castro y Miguel Ángel Castro, ¿Quién teme a la naturaleza humana? (Madrid, Tecnos, 2008). .

Carlos López-Fanjul es catedrático de Genética en la Universidad Complutense. Es coautor, con Laureano Castro y Miguel Ángel Toro, de A la sombra de Darwin: las aproximaciones evolucionistas al comportamiento humano (Madrid, Siglo XXI, 2003) y ha coordinado el libro El alcance del darwinismo. A los 150 años de la publicación de «El Origen de las Especies» (Madrid, Colegio Libre de Eméritos, 2009).

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