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Las trompetas de Aida

Guerra. ¿Para qué sirve?

Ian Morris

Barcelona, Ático de los Libros, 2017

Trad. de Claudia Casanova y Joan Eloi Roca

640 pp. 29,90 €

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Ian Morris (Stoke-on-Trent, Reino Unido, 1960) arqueólogo doctorado en Cambridge, es profesor de Cultura Clásica en la Universidad de Stanford. Prolífico autor que en los últimos años ha logrado una notable difusión en España gracias a las traducciones de sus libros editadas por Ático. En Por qué manda Occidente… por ahora (2014), su obra más conocida, comparaba la evolución de China y Occidente. En Cazadores, campesinos y carbón (2016) defendía que los valores morales de las sociedades derivan de la forma en que obtienen y emplean la energía.

En este nuevo libro mantiene los rasgos característicos de su estilo expositivo, que lo han convertido en un autor tan popular: una combinación de extraordinaria erudición con un lenguaje ameno y sencillo que lo confirma como un gran divulgador. Sus tesis, siempre llamativas, deliberadamente simplificadas, son expuestas con agilidad, saltando de época en continente, con gran despliegue de anécdotas que cautivan al lector, proporcionándole la emocionante sensación de estar leyendo, casi, una novela de aventuras. Pero se trata de ensayos, de sesudos y muy largos estudios que cuentan con un público fiel, como demuestra el éxito alcanzado por el estilo empleado en los libros de Jared Diamond (Armas, gérmenes y acero. Breve historia de la humanidad en los últimos trece mil años o Colapso.  Por qué unas sociedades perduran y otras desaparecen), combinando historia, arqueología, biología, antropología o psicología evolutiva en una mixtura inteligente y entretenida que muestra el innegable talento de Morris como autor.

Ian Morris sostiene en esta nueva obra una tesis, nada original, que se adscribe a una reputada corriente intelectual con sólidos fundamentos doctrinales. Defiende que la progresiva disminución de la violencia a lo largo de la historia de la humanidad es consecuencia del proceso de civilización expuesto por Norbert Elias (El proceso de la civilización. Investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas). Es la creación del Estado, en tanto Leviatán que monopoliza el uso de la violencia, la condición sine qua non para el desarrollo del proceso de civilización. Esta corriente interpretativa ha alcanzado su culminación, al menos hasta el momento, con la obra de Azar Gat (War in Human Civilization), cuya influencia reconoce Morris con sinceridad «en todas las páginas que he escrito» (p. 28). El libro de Morris es esencialmente una popularización del monumental trabajo de Gat, que bien merece una traducción al español. Otro autor de referencia del que es absolutamente deudor esta obra es el psicólogo Steven Pinker (Los ángeles que llevamos dentro. El declive de la violencia y sus implicaciones), cuyas tesis, sin embargo, Morris matiza sin mejorarlas.

El estudio de Pinker, más reducido en sus objetivos, al analizar la disminución de la violencia en el mundo occidental (Europa y América del Norte) a partir del año 1500 d .C., identifica cinco factores que han influido en ese proceso a través de la aplicación del denominado «dilema del pacifista» (los estímulos y penalizaciones a que se enfrentan las sociedades para recurrir o no a la violencia): el monopolio de la violencia, la feminización, el comercio, la empatía y la razón habrían conseguido incrementar las recompensas haciendo más atractiva y rentable la opción pacífica.

Pero Morris simplifica esta argumentación despreciando la influencia de los cuatro últimos factores enumerados por Pinker al considerarlos «simples consecuencias» del primero (p. 428). Es el monopolio de la violencia en la versión bélica de la construcción del Leviatán, que Morris denomina «guerra productiva» (p. 114), la razón última ?y única? de la reducción de la violencia en los últimos diez mil años de historia de la humanidad.

La «guerra productiva» es el único concepto verdaderamente original aportado por Morris y, cuando menos, resulta discutible. Este tipo de guerra es consecuencia de la revolución neolítica y del proceso que Michael Mann (Las fuentes del poder social, trad. de Fernando Santos Fontenla, Madrid, Alianza, 1991 y 1997) denominó «enjaulamiento»: gente atrapada en estructuras productivas y sociales que, a diferencia de los grupos de cazadores-recolectores, no pueden huir, por lo que acaban desarrollando sociedades más grandes y organizadas. Para Morris, el proceso pacificador se inició con las primeras civilizaciones conquistadoras: tras alcanzar una superioridad militar gracias al dominio de tecnologías como la metalurgia o el uso de los caballos, pero también por medio de la disciplina y la estrategia, los grandes imperios de la antigüedad se habrían convertido en la encarnación del Leviatán que pacifica el territorio que conquista.

La tesis de Morris es que la disminución de la violencia se debe a este tipo de «guerra productiva» que conduce a la formación de Estados expansionistas que asumen el monopolio de la violencia e imponen su autoridad sobre áreas extensas. Un tipo de guerra que tiene una peculiar adscripción geográfica y cultural, ya que sólo se produce en «las latitudes afortunadas» de Eurasia, mientras que en el resto del mundo sólo se han producido «guerras improductivas» (p. 114). De esta forma vuelve a confirmar su visión de la excepcionalidad de Occidente, como ya argumentaba en su anterior libro (Por qué manda Occidente… por ahora). Adscrito a las tesis del arqueólogo Hallam Movius, asume la existencia de una pretendida «línea Movius» que, sobre la base de diferencias tecnológicas, establece una línea divisoria entre Oeste y Este que abarca desde las Islas Británicas hasta el norte de la India.

Morris comienza su exposición desmontando la presunción de que haya podido existir una situación de paz asociada al «estado de naturaleza» en los albores de la humanidad, esto es, antes del desarrollo de las sociedades civiles y políticas. En la vieja pugna entre Hobbes y Rousseau, toma partido por el pesimismo antropológico del primero de la mano de los argumentos de Azar Gat («Hobbes está más cerca de la verdad») y Steven Pinker («Hobbes tenía razón»), contradiciendo la conocida afirmación de Charles Tilly, para quien «la guerra hace al Estado y el Estado hace la guerra» (The Formation of National States in Western Europe, Princeton, Princeton University Press, 1975, p. 42).

Su punto de partida es el contrario: «la guerra hizo al Estado y este hizo la paz» (p. 33). En los primeros capítulos argumenta cómo las tasas de muertes violentas descendieron en la época de los imperios antiguos y, hacia el final del primer milenio antes de Cristo cayeron hasta alcanzar una cuarta parte de los niveles registrados diez mil años antes. Entre 200 y 1400 volvieron a elevarse de nuevo las ratios de violencia en las «latitudes afortunadas» de Eurasia, donde vivía el grueso de la población (capítulo 3) antes de que se iniciara la segunda gran pacificación vivida durante la Edad Moderna (capítulos 4 y 5). Mucho antes de 1900, el riesgo de sufrir una muerte violenta en esta región había caído por debajo de los niveles de los antiguos imperios y ha seguido descendiendo hasta el presente, incluso en el violento siglo XX. Según Morris, gracias a las guerras del pasado, nuestras vidas modernas son veinte veces más seguras que las de nuestros antepasados de la Edad de Piedra.

En el recurrente ejercicio de simplificación conceptual a que somete sus argumentos, el autor convierte a los imperios ?todos y de cualquier época? en el agente indiscutido del proceso pacificador. Aunque los imperios hayan sido construidos a través de la violencia y sigan librando guerras para ampliar o proteger sus fronteras, son para Morris incuestionables agentes de paz, al expulsar la guerra a su periferia permitiendo que la paz se establezca dentro de sus fronteras.

Su interpretación del papel productivo de la guerra funciona mejor para el período clásico, pero flaquea al alcanzar la Edad Moderna y tratar de explicar el proceso de expansión colonial europeo, al que denomina «la guerra de los 500 años» (entre 1415 y 1914). Se trata de una etapa en la que resulta más llamativo no prestar atención a otros factores (ideológicos, económicos o políticos) que obligarían a matizar o replantearse su argumentación. Pero Morris se refugia en la descripción de la base material de obtención de recursos compartida por todos los imperios. Y también, en una brillante narración militar para seguir firme en sus propósitos, elaborando un tipo de «Gran Historia», más atenta a las presunciones sobre los que se apoya que a los contenidos que trata de explicar.

Las respuestas que ofrece a las grandes cuestiones tienden a ser las prácticas y sencillas, con predilección por las explicaciones geográficas y menosprecio hacia el papel desempeñado por la cultura o las ideas. Por ejemplo, cuando plantea lo que Morris denomina «probablemente, la pregunta más importante de toda la historia militar mundial» (p. 232), ¿por qué no conservó China su liderazgo inicial en la fabricación de armas de fuego?, su respuesta desestima el argumento del historiador militar Victor Davis Hanson (The Western Way of War), que atribuye la ventaja comparativa de Occidente a su tradición intelectual que favorece el racionalismo, la libertad de pensamiento y la difusión del conocimiento. Por el contrario, defiende una explicación alternativa: «Los europeos desarrollaron habilidades técnicas con armamentos de pólvora porque guerreaban mucho más» que los chinos (p. 234), como consecuencia, en buena medida, de la topografía de su continente.

Cuando, brevemente, introduce una somera mención a los millones de muertos causados por la Primera y la Segunda Guerra Mundial, inmediatamente contrarresta el efecto psicológico que causa su magnitud en el lector, destacando que «se encuentran entre las [guerras] más productivas jamás combatidas» (p. 360), y que la década de los años cuarenta del siglo XX fueron años «muy, muy prósperos» (p. 367). Desde luego, el rigor estadístico en el manejo de los datos no es la mayor de las preocupaciones metodológicas del autor, como ya se puso en evidencia en su obra anterior. En esta ocasión elude la cuestión con un regate: la mejora cuantitativa en los niveles de vida y el aumento de la población mundial se imponen en el balance global del siglo XX, anulando cualquier otra consideración.

Teniendo en cuenta el momento histórico en que Morris escribe su libro, cuando se acaba la actual Pax Americana, resulta inquietante el argumento con el que cierra su obra: «La guerra ha creado paz y prosperidad en el planeta, tanta, de hecho, que casi se ha retirado a sí misma, aunque no del todo» (p. 521).

Ecos belicosos resuenan en el trasfondo de la obra escrita por Ian Morris en un momento de transición de la hegemonía internacional como el actual. Si, efectivamente, Estados Unidos se enfrenta a la «trampa de Tucídides» identificada por Graham Allison (Destined for War. Can America and China Escape Thucydides’s Trap?), nos encontramos en una coyuntura singular. Contando a partir de la Paz de Westfalia, el autor identifica dieciséis ocasiones en las que se ha producido un sorpasso como el que en la actualidad protagoniza China sobre Estados Unidos, y sólo en cuatro de ellas la rivalidad no fue dirimida a través de un conflicto armado. La visión benigna de la guerra que ofrece el libro de Morris se suma a los cantos de sirenas que alientan a zafarse por medios bélicos de esa pretendida «trampa». La presencia de Donald Trump en la Casa Blanca no deja de ser un inquietante reflejo de esos ecos.

Rafael García Pérez es profesor de Relaciones Internacionales en la Universidad de Santiago de Compostela.

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Ficha técnica

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