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Occidente decae por enésima vez

image_pdfCrear PDF de este artículo.

No es nuevo que Occidente se ponga a sí mismo en cuestión. Pero ahora esta tradición autocensoria ha entrado en combinación con la crisis económica, y conferido a los actos de expiación un perfil especialmente cortante. Abro esta crónica con una mención de Tony Judt, elevado a objeto de culto por la izquierda. Tony Judt falleció en agosto de 2010 a los sesenta y dos años, víctima del síndrome de Lou Gehrig. Judt, un historiador notable y concienzudo, le plantó cara a la enfermedad hasta el último momento, sin dar tregua a su trabajo. Fruto de él es su último libroTony Judt, Ill Fares the Land, Nueva York, The Penguin Press, 2010. y es pena que la lucidez del análisis no cause en el lector tanta impresión como la entereza personal de su autor. Por mucho que ésta imponga, las ideas tienen que pasar por el tamiz de la crítica, pues permanecerán en la conciencia colectiva una vez que el coraje de Judt se haya borrado de la memoria. Las suyas no son especialmente afortunadas.

Para Judt, lo más esperanzador de la etapa 1945-1970 fue el aumento de la igualdad social, algo imprevisible al final de la guerra mundial. Los países europeos se embarcaron en la construcción del Estado del Bienestar y Estados Unidos se decidió a poner fin al apartheid de su población negra y, también, a ampliar la red de protección colectiva con la Gran Sociedad. La fiscalidad progresiva y los subsidios gubernamentales a los pobres permitieron a las democracias modernas disminuir los extremos de riqueza e impulsar la cohesión social ignorada por el clasismo anterior. Todo eso –dice Judt– se ha venido abajo en los últimos treinta años. A estas alturas, hasta los niños de primaria, si son progres, saben que las políticas de Reagan y Thatcher iniciaron ese cambio tan funesto, porque Paul Krugman, que es premio Nobel de Economía, se lo cuenta en The New York Times dos veces por semana. Lo que ni Judt, ni Krugman ni los niños progres de primaria saben explicar es por qué esa pareja de políticos conservadores consiguió alzarse con el santo y la limosna. Según Judt, los males que asuelan desde entonces a las sociedades desarrolladas parten del abandono de las políticas keynesianas de cohesión social y del fervor antiestatal que Reagan y Thatcher aprendieron de sus mentores: Ludwig von Mises, Friedrich Hayek y la Escuela de Chicago. Gracias a ellos, el individualismo acabó por imponerse a las necesidades de la comunidad. Pero el agotamiento del modelo keynesiano no había comenzado en los años ochenta. La llegada de Reagan y Thatcher a los gobiernos de sus países se produjo como respuesta a una crisis que había comenzado antes, en los setenta, con una caída de la productividad estadounidense. Cómo, si no, explicar el malestar que se apoderó de Estados Unidos en tiempos del presidente Carter. Krugman sentenciaría por aquel entonces que Estados Unidos había entrado en una etapa de expectativas decrecientesThe Age of Diminished Expectations: US Economic Policy in the 1990s, Cambridge, The MIT Press, 1997. a la que había que acostumbrarse.

El nuevo mantra: el modelo económico y social occidental no es sostenible. Así de simple

Cuando el diagnóstico es equivocado, los remedios no pueden ser mejores. Para Judt, el declive moral sólo podrá dejarse atrás con políticas más solidarias que exigen un mayor protagonismo del sector público y el reforzamiento del Estado de Bienestar. Pero, ¿no ha sido precisamente eso lo que han vendido desde 1945 cristianodemócratas, gaullistas y socialdemócratas sin que sus esfuerzos dieran, al parecer, los frutos deseados?

El problema, pues, sigue ahí, sin resolver, y la Gran Recesión que empezó a finales de 2007 lo ha potenciado con crudeza. El modelo económico y social occidental, por decirlo con la jerga de moda, no es sostenible. Así de simple. Mucho más complicado es saber cómo hemos llegado hasta ahí y, más aún, ofrecer soluciones. Hay que añadir a renglón seguido que eso de «el modelo occidental» significa poca cosa, porque los Estados de Bienestar con los que suele identificársele vienen en diversos gustos. La red de seguridad con la que cuentan los estadounidenses es mucho menos tupida que la europea. La japonesa es también más tenue. Dentro de Europa, a su vez, hay economías más resistentes, como la alemana y las escandinavas, que pueden aún pagar sus facturas, a diferencia de lo que sucede en otros países periféricos (el Club Med), que han contraído sus deudas sin contar con los medios necesarios para saldarlas.

Pero hay una parte del modelo en el que todas las sociedades desarrolladas coinciden. El electorado acoge con satisfacción las promesas de casi todos los partidos políticos para ampliar el Estado de Bienestar, pero no quiere saber con qué van a pagarse, así que, al mismo tiempo, se resiste a que le suban los impuestos. Esta resistencia, por su parte, cuenta con buenas razones porque durante los años del bienestar los impuestos se han disparado para pagar servicios sociales. Según datos de la OCDEhttp://www.oecd.org/document/60/0,3746,en_2649_34533_1942460_1_1_1_1,00.html#A_RevenueStatistics., el porcentaje medio de los impuestos sobre los respectivos PIB de sus países miembros pasó del 25% en 1965 al 35% en 2008. Si el peso del fisco ha crecido rápidamente en todos, en Europa meridional el ritmo ha sido vertiginoso. En Grecia pasó del 18 al 32%; en Italia, del 25 al 43%; en Portugal, del 16 al 35%; en España, del 15 al 33% (con un fuerte repunte hasta el 37% en 2007). 

Pese a ese aumento de los impuestos, casi todos los países eran incapaces de cubrir el coste de sus programas sociales y se producía un déficit en las cuentas públicas. En la disyuntiva entre reducir los primeros (que una parte del electorado y muchos políticos e intelectuales consideraban derechos sociales tan irrenunciables como las libertades democráticas) o incurrir en déficit, electorados, intelectuales y políticos no abrigaban dudas: más déficit y más endeudamiento. Quienes apuntaban que el modelo era insostenible formaban una minoría, a veces inaudible. Pero sabían lo que decían. Las grandes políticas sociales legitimadoras de los Estados de Bienestar (Seguridad Social y sanidad universal) estaban amenazadas por la transición demográfica (disminución del número de hijos por mujer) y por el envejecimiento de la población. La conjunción de menos cotizantes al sistema de la Seguridad Social gracias a la primera y mayores servicios médicos y farmacéuticos para una población cada vez más envejecida era una bomba de relojería. Si a esos bienes públicos se les añadía otra miríada de programas, como el seguro de desempleo ampliable o el acceso universal y cuasigratuito a la educación universitaria o los viajes de turismo para jubilados, por mentar sólo unos pocos, la inflación de derechos sociales hacía cada vez más difícil controlar los déficits. La crisis económica de 2008 sólo ha hecho más urgente lo que ya antes resultaba evidente. Los Estados de Bienestar europeos están llamados a sufrir recortes profundos, y estadounidenses y japoneses no van a ver un aumento de los mismos, como ponen de manifiesto las dificultades del programa de salud que Obama y el Partido Demócrata se empeñaron, en toda la amplitud del verbo, en sacar adelante contra viento y marea.

Ya no estamos seguros de que la conjunción de capitalismo y democracia sea la mejor fórmula

No hay que ser adivino para predecir que la adopción de las medidas que necesariamente se avecinan va a crear serios problemas políticos, aunque sea difícil apostar por este o aquel desenlace. Estamos tan solo al principio del camino pero, por lo que se vislumbra, la legitimidad de los regímenes democráticos en los países desarrollados va a pasar por momentos muy difíciles. Esto suena a drama, pero no es una sorpresa. Si la decepción ante los límites fiscales del Estado de Bienestar es aún reciente, la deslegitimación del modelo democrático occidental viene ya de largo. La pregunta clave la formula Niall Ferguson al final del libro que aquí se comenta. «[El] pacto social occidental parece seguir ofreciendo a las sociedades humanas el mejor conjunto de instituciones económicas, sociales y políticas. […] La gran cuestión es si seremos o no capaces de seguir reconociendo la superioridad de ese modelo. […] Puede que la verdadera amenaza no provenga […] sino de que hayamos perdido la fe en la civilización que heredamos de nuestros mayores»Ferguson, op. cit., pp. 324-325. Las citas de este libro se realizan a partir de la edición en inglés (Civilization. The West and the Rest, Londres, Allen Lane, 2011) y las traducciones son del autor del artículo..

Una tormenta casi perfecta

¿Sí o no? Ferguson no se arranca a contestar abiertamente, pero apunta que algo de eso hay. La confianza en que la conjunción de capitalismo y democracia ha sido y será la mejor fórmula para ir resolviendo los problemas que presenta la evolución de nuestras sociedades desarrolladas es hoy una mercancía devaluada. Un resultado al que han contribuido varias nubes amenazadoras hasta formar una tormenta casi perfecta.

Una de ellas ha sido la oleada neorromántica, posmoderna, deconstruccionista, como se diga, que ha anegado a las ciencias sociales en el último cuarto del siglo pasado. Armados con un rasero de perfección (velay esa insensata quimera que malaprendieron de Platón) inalcanzable para cualquier sociedad sublunar, y afeando la más mínima falta para con el Otro, los nuevos flagelantes no conseguían encontrar, aunque tampoco se esforzaran demasiado en la tarea, ni un adarme de valor en el pasado de la modernidad ni treinta, veinte, diez justos dignos de salvación. Franz Boas y demás antropólogos culturalistas mantenían que ninguna cultura tiene títulos bastantes para creerse superior a las demás. Con Lévi-Strauss, con Foucault y con Lacan finalmente llegamos a saber que, si acaso, la occidental cuenta en su haber con una impresionante dotación de desaguisados y felonías, mucho mayor que la de otras. Esta nueva narrativa de la modernidad occidental se coloca así en las antípodas de la interpretación progresista o whig que ha alentado a tantos estudiosos desde 1850. Aquí, la biografía de la humanidad se resume en un proceso ascendente hacia lo mejor. En la fórmula de Macaulay, su representante más conocido: «La historia de nuestro país [Gran Bretaña] durante los últimos ciento sesenta años es, ante todo, la historia de un progreso físico, moral e intelectual»Thomas B. Macaulay, History of England, capítulo 1, parte 1. Accesible en http://www.strecorsoc.org/macaulay/m01a.html.. Otros trataron de defender que, desde Albión, el progreso había iniciado su marcha triunfal hacia otras regiones del mundo, y que la hegemonía imperial y cultural de Occidente era un estadio definitivo en la historia colectiva.

Las críticas posmodernas tuvieron gran repercusión en los departamentos universitarios de Humanidades y sus ampliaciones pensadas para desagraviar a los Otros. Apareció una miríada de nuevos campos de estudio que nutrían sus reivindicaciones y en los que se enseñaba cómo habían sido reprimidas sin tregua por la modernidad. Sus proclamas antiliberales, empero, son el envés de las fantasías whig.

Otros nubarrones traían también gran aparato eléctrico. Durante más de doscientos años, los sofiones del reverendo Malthus sobre los límites del desarrollo económico lo habían convertido mayormente en un hazmerreír, pero a finales del siglo XX muchos estudios sobre los límites del crecimiento y sobre el cambio climático le proporcionaban nuevo aliento. El desarrollo del capitalismo no sólo era inmoral, como querían los posmodernos; era, sobre todo, insostenible y, si no se le ponía coto, podía acabar por poner en riesgo la propia presencia humana sobre la faz del planeta.

Además de inmoral y de insostenible en el futuro, la modernidad occidental es ineficaz en el presente. Así dicen los posmodernos

La crisis de 2008 y sus aún impredecibles secuelas acabaron por entenebrecer el panorama. Además de inmoral y de insostenible en el futuro, la modernidad occidental era ineficaz en el presente. Otras sociedades emergentes, en especial China, parecían contar con mejores métodos y recursos para capear el temporal por el que estamos pasando. Unos con alborozo, otros indignados y, los más, embargados por la jindama que acompaña a la incertidumbre, todos se preguntan hoy si el mundo que conocemos no ha entrado en un declive irreversible. Occidente decae otra vez. El parnaso académico bulle con esa preocupación y, para muestra, ahí están los tres libros objeto de este comentario, seguramente precursores de una gran ola editorial. Los tres aportan muchísima documentación y son enormemente ambiciosos en su afán de describir los orígenes de la tormenta. Sin embargo, cada uno de ellos a su manera frustra la expectativa de evitar que sigamos pasando las noches de claro en claro y los días de turbio en turbio.

Peor que un crimen, un accidente

Hay una versión reciente de la hipótesis anti-whig que está viviendo su cuarto de hora de fama mundial. Me refiero a la corriente afiliada a Jared Diamond. La tesis central de su trabajo más conocidoGuns, Germs, and Steel. The Fates of Human Societies, Nueva York, Norton, 1997. combina la simetría cultural de Boas con los terrores del cambio climático. Al paso, se inspira también en la radicalidad deconstruccionista que considera la hegemonía occidental como un conjunto de males, sin que valgan excusas a su favor como el pensamiento ilustrado, la ciencia experimental o la democracia. Nada de eso –piensa Diamond– puede excusar de mentar la verdadera bicha: que todo eso ha sido obra exclusiva de hombres blancos.

Los sociólogos weberianos habían resuelto a su modo la cuestión echando mano de la tecnología. Los occidentales –decían– habían conseguido una gran superioridad en ese terreno, pero era una superioridad limitada a la razón instrumental, es decir, a la adaptación eficaz de los medios a los fines, excluyendo los valores morales. Y ahí es donde la explicación se le atraganta a Diamond, pues implica, aunque no sea más que por un ardite, una preeminencia que no cuadra con la postulada simetría cultural. Así que resolvió diluir el obstáculo señalando que el peso de la cultura occidental se debía, sobre todo, a diferencias geográficas, es decir, a una posición accidental en el espacio o, lo que es lo mismo, a la rueda de la Fortuna. En definitiva, la hegemonía occidental no tenía, para Diamond, explicación racional.

No poder predecir el pasado, empero, no le achantaba para hacerlo con el futuro. Probablemente, el dominio occidental y la civilización global que ha inspirado acabarán con un colapso. Nuestra cultura podría mostrarse incapaz de evitar que la superpoblación relativa y sus consecuencias acaben con los recursos disponibles. Nihil novum sub sole: el mutis de la cultura Rapa Nui (isla de Pascua) –argumentaba Diamond– es lo más parecido a un experimento de colapso autoinducidoCollapse: How Societies Choose to Fail or Succeed, Nueva York, Penguin, 2011.. La isla sorprende, más que por los moais, por su falta de árboles. Para Diamond, la sobrepoblación llevó a sus habitantes a talar los bosques para combustible y a usar los árboles como calzos para llevar los moais a su emplazamientoDiamond ha sido objeto de numerosas críticas que ponen de relieve otros posibles factores del hundimiento de la cultura pascuense. La más reciente lo atribuye a una epidemia de ratas que habrían llegado a Pascua con los primeros colonizadores polinesios. Véase Terry Hunt y Carl Lipo, The Statues that Walked, Nueva York, Free Press, 2011.. Rapa Nui es un claro ejemplo de ecocidio y una vanitas para el mundo presente.

El comparatismo ha creado escuela y el libro de Ian Morris es uno de sus tributarios. Morris abre con un contrafactual muy chillón. ¿Por qué Alberto, el príncipe consorte de la reina Victoria, no terminó sus días en Pekín como rehén del emperador de China y sí vivió en Balmoral un perrito pekinés que trajeron para la reina del recién saqueado Palacio de Verano (1860) y al que ella bautizó como Looty (Pillajín)? Para Morris, la razón es sencilla. Las potencias occidentales ganaron todas sus guerras con Oriente. ¿Cómo explicar esa supremacía? Para contestar, se embarca en un viaje iniciático desde la paleoantropología hasta el siglo XXII. Los detalles, muchos e interesantes, mejor seguirlos en el libro; aquí se hablará tan solo del mecanismo de explicación.

Para Morris, las diferencias entre Este y Oeste no nacieron ayer, sino que existían hace ya miles de años, una vez avanzada la Gran Migración que sacó de África a nuestros antepasados. En los años cuarenta del siglo pasado, Hallam Movius, un arqueólogo de Harvard, cayó en la cuenta de que las hachas achelenses (por el yacimiento de Saint-Acheul, un pueblo francés) que iban encontrándose en África, en Europa y en el suroeste de Asia, carecían de contrapartida en Asia oriental, cuya tecnología era más rudimentaria. Desde entonces se habla de una Línea Movius divisoria entre Oeste y Este que comienza en las Islas Británicas y llega hasta el norte de India. No es una diferencia racial –que sería insuperable–, porque la raza humana es una sola, así que la división sería puramente tecnológica y, por tanto, mudable. Con el proceso de calentamiento global que se produjo hacia 20.000 a.C. esas diferencias geográficas se tornaron estilos de vida distintos. «Este y Oeste comenzaron a tener significado»Ian Morris, op. cit., loc. 1448 (cita referida a un lector Kindle). .

Hacia 16.000 a.C. la revolución neolítica empezó a cobrar forma, especialmente en las zonas geográficas a las que Morris llama «Hilly Flanks» y los demás solemos conocer como Mesopotamia. A partir de ahí su historia es bastante parecida a la que ya sabemos: domesticación de animales, agricultura, aumento de la población, estratificación social, división sexual del trabajo, aparición de centros urbanos y de burocracias religiosas y civiles, impuestos, ejércitos de base campesina. El Neolítico nacido en Occidente se afianzó por buenas razones. «En conjunto, durante cientos de años y a lo largo de miles de millas, quienes trabajaban intensivamente también se multiplicaban; y quienes se aferraban a las viejos hábitos decrecían. Durante ese tiempo, la “frontera” agraria fue extendiéndose lentamente»Ian Morris, op. cit., loc. 1920. .

Algo similar sucedería al este del Edén, aunque con cierto retraso: unos dos mil años. Un hiato que ha servido de coartada para defender que el Oeste ha llevado siempre una delantera en desarrollo social que le permitió llegar antes a la industrialización; pero eso es difícil de mantener, dice Morris. El busilis de la cuestión estriba en definir con rigor eso del desarrollo social. La cosa no tiene por qué asustar al antropólogo simétrico. «El desarrollo social […] sólo mide la capacidad de una comunidad para alcanzar sus fines». Dicho lo cual, Morris toma el olivo, no sea que algún quídam pueda sentirse herido en su sensibilidad. «Medir y comparar el desarrollo social», ejem, «no es una metodología para hacer juicios morales sobre comunidades diferentes»Ian Morris, op. cit., loc. 2462.. El método comparativo de Morris será una aplicación corregida del Índice de Desarrollo Humano de la ONU.

Cuatro son sus dimensiones: uso y captura de energía; grado de urbanización; procesamiento de información; y poderío militar. Por supuesto –reconoce–, todos ellos son parámetros más bien crudos y carentes de la perfección detallista de la pintura clásica; el producto final será algo así como una talla de madera hecha con una motosierra. Tosca, sí, pero cumpliendo con la obligación de proporcionar datos y números que puedan ser desdichos por otros. Así, si atribuimos un valor de mil puntos al sumatorio de esas dimensiones en el reciente año 2000, Morris cree que es posible comparar el desarrollo de los dos grandes focos que ha diseñado –Oeste y Este– y ver cómo el liderazgo de cada uno de ellos ha cambiado de unas etapas históricas a otras. El resto del libro habla de muchas otras cosas, pero gira siempre en torno a las peripecias de ese predominio cambiante entre China y Roma, primero, y entre China y los imperios occidentales después.

Entre 14.000 a.C. y 1.400 d.C., ninguna de las dos áreas geográficas consiguió superar unos muy escasos cuarenta y tres puntos en la escala de desarrollo social de MorrisSemejante resultado contradice las intuiciones del lector y le sorprende. ¿Es posible que no hubiera diferencias sociales relevantes durante esos quince mil años, o que no se notasen al comparar los miniestados posmicénicos que formaron la coalición aquea en Troya con la Roma del Principado, o la China de la dinastía T’ang? Así lo impone la servidumbre requerida por el índice de Morris. . Pero, de repente, en los siglos XV y XVI comienza la Gran Evasión de la trampa maltusianaGregory Clark, A Farewell to Alms. A Brief Economic History of the World, Princeton, Princeton University Press, 2008., con lo que en los últimos quinientos años el Oeste se disparó hasta los mil puntos. Pero no es menos notable –sostiene– que China, que se había puesto en cabeza de la tabla entre los siglos VII y IX, y que se había mantenido así hasta la dinastía Ming (1368-1644), no se quedara demasiado rezagada. En el reciente 2000 estaba ya por encima de los seiscientos puntos, es decir, sólo un 30-40% por detrás del Oeste. Para Morris, lo que interesa no es la carrera en sí, sino si el salto adelante occidental fue tan decisivo. «Quizá la Revolución Industrial apareció primero en el Oeste […] porque tanto Este como Oeste estaban en ese tiempo sobre la pista de una misma revolución, pero, por el camino, algo en la forma en que el Oeste reaccionó ante los acontecimientos del siglo XIV le dio un empujón leve pero decisivo para iniciar su despegue en el XVIII»Ian Morris, op. cit., loc. 2869..

Es una trampa reducir el Este a China y el Oeste a Roma, primero, y a los imperios coloniales, después

Tras la Peste Negra, que posiblemente causó la muerte de más de un tercio de la población en ambas zonas, el teatrillo maltusiano ofreció una nueva representación. Durante un siglo los supervivientes y sus hijos vieron mejorar sus condiciones de vida, pero con la recuperación demográfica se hizo más difícil mantener ese salto adelante para las generaciones siguientes. El siglo XVII (hambrunas, guerras, epidemias) fue aciago en ambos núcleos de desarrollo social y, a comienzos del XVIII, la cota de cuarenta y tres puntos en el Índice de Desarrollo Humano seguía sin romperse. En Occidente se vivía peor que al final del imperio romano.

En el pasado, crisis semejantes ponían a muchos grupos en movimiento. Los nómadas de Asia central emigraban hacia tierras más ricas en el Este o en el Oeste, como había sucedido entre los siglos IV y X con las migraciones bárbarasPeter Heather, Empires and Barbarians. The Fall of Rome and the Birth of Europe, Oxford y Nueva York, Oxford University Press, 2009. y, de nuevo, en el XIII con las de los mongolesFrederick W. Mote, Imperial China 900-1800, Cambridge, Harvard University Press, 1999.. Hasta 1500, los jinetes arqueros de las estepas habían derrotado siempre a la infantería de los imperios agrarios, pero en 1689 el tratado chino-ruso de Nerchinsk y las armas importadas de Occidente clausuraron la autopista de los nómadas. Ahora no iban a ser ellos, sino millones de rusos y de chinos quienes emigrasen a los territorios del Norte de Asia, aminorando la presión demográfica sobre sus economías. Por su parte, los colonos europeos occidentales hicieron algo semejante en las Américas y en África. El techo de los cuarenta y tres puntos comenzaba a derrumbarse, pero, repítase, sin crear una Gran Divergencia entre ambas matrices mundiales. El resto de la historia resulta bien conocido. Hacia la segunda mitad del siglo XVIII, casi con seguridad en 1773 –se pavonea Morris–, el Oeste había terminado con la ventaja en desarrollo social que le había sacado China. La explotación de las colonias americanas, la expansión imperialista y la revolución industrial trajeron una perdurable hegemonía occidental.

Todo llega y todo pasa. En 2000, el índice de Morris seguía anotando una notable ventaja del Oeste, pero «mientras que la proporción entre los registros del Oeste y del Este era 2,4:1 en 1900, en 2000 sólo llegaba a 1,6:1. El siglo XX marcó tanto el culmen de la era del Occidente como el principio de su fin»Ian Morris, op. cit, loc. 9124.. En el siglo XXII, en 2103 para más detalle, el Oeste perderá su liderazgo. Fin de trayecto.

Frikihistoria

Está por ver que, en el terreno de la historiografía, la distancia sideral que se toma Morris para llegar a su conclusión sirva para distinguir los árboles del bosque y no para crear una mancha verde. Su libro tiene más trampas que las novelas de Fu Manchú. Si damos por buena la línea Movius, hay que aceptar la división del mundo entre Este y Oeste. Pero eso es la madre de todas las tautologías. Toda proyección bidimensional cuenta con cuatro punto cardinales pero, en el caso de la tierra, el extremo Norte es inhóspito y el Sur mayormente pasto de las aguas, lo que nos deja con los otros dos.

La segunda trampa es reducir el Este a China y el Oeste a Roma, primero, y a los imperios coloniales, después. Con Morris, los pueblos de las estepas asiáticas se limitaron a hacer de estrellas invitadas; India y Egipto no existen; a Grecia la despacha con unos plumazos sobre la Edad Axial (el siglo V a. C. según el catón de Karl Jaspers); tras el fin del imperio romano, Europa se tomó cinco siglos de vacaciones inexplicadas; la Sublime Puerta es aquí el Oeste, allá el Este, y acullá un fuese y no hubo nada. Sin duda, un paseo por más de ciento sesenta siglos exige resumir, pero resumir y esquivar no son exactamente lo mismo. A lo largo de casi todo ese período, China no fue más que el nombre de un área geográfica mal definida. Pese a Morris, sostener que entre los contendientes del período Primavera y Otoño o los del tiempo de los Estados Guerreros, y entre las miniestados que ocuparon parte del espacio actual del país hasta la aparición de la dinastía Qin (221-207 d. C.), y entre ésta y la dinastía manchú de los Qing (1644-1912 d. C.) o la China de Mao, existe una continuidad de desarrollo social es leer la historia como un simple accidente geográfico.  

Algo más. El duende en la máquina de Morris es el mencionado Índice de Desarrollo Humano corregido. La iniciativa de un índice similar surgió en 1990 del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) con el objetivo explícito de librar a estudiosos y políticos de una visión «economicista» del desarrollo centrada en el PIB y la renta per cápita. La adaptación de Morris no es mucho mejor. No sólo por los inevitables agujeros de información. Morris, como la ONU, construye su índice sin incluir la participación política o la libertad de empresa. Si lo hubiese hecho, el salto adelante que Morris anuncia para la China del siglo XXI se quedaría mucho más corto.

Probablemente, su omisión se debe a la obsesión que atenaza a tantos investigadores por no mentar la incómoda hegemonía occidental. Pero el índice de Morris muestra a las claras que China se rezagó con respecto a un Oeste cuya superioridad se tornó innegable desde el siglo XVII. Es el llamado enigma de Needham. ¿Por qué perdió China su liderazgo tecnológico e intelectual anterior? Estamos hablando de un país que, entre múltiples logros, había enviado al almirante Zheng He hasta las costas del África oriental en varios periplos con unas naves que hubieran sido capaces de cruzar el Pacífico y llegar a América antes que las españolasGavin Menzies, en 1421: The Year China Discovered America, Nueva York, William Morrow, 2003, mantiene que así sucedió efectivamente. Tal vez, aunque las pruebas están por aparecer. En cualquier caso, incluso aunque se adujesen, China no dejó el menor rastro en el hasta entonces ignoto continente.. La expedición de 1405, por ejemplo, contaba con 317 barcos; los más grandes, con nueve palos y una eslora de 126 metros, más una tripulación de entre veinte y treinta mil marineros y soldadosFrederick W. Mote, op. cit., p. 614.. La Santa María de Colón medía 23 metros, tenía tres palos, y entre ella, la Pinta y la Niña contaban unos ciento veinte tripulantes. Needham hacía bien en recordarlo, pero la grandeza china del pasado no puede esconder la creciente postración que le siguióJoseph Needham (1900-1995) publicó, entre muchas otras cosas, dieciséis volúmenes sobre ciencia y civilización en China que cambiaron la percepción occidental del pasado intelectual del país. China pasó de ser considerada una civilización sumida desde siempre en el atraso a ser vista como la cuna de muchos descubrimientos científicos y de tecnologías con las que la cultura occidental no podía siquiera soñar en el tiempo en que aquellas se adoptaron allí. Un resumen de sus ideas se encuentra en Science in Traditional China, Cambridge, Harvard University Press, 1981..

Morris añade de su cosecha. Fue sólo la geografía lo que permitió al Oeste imponerse. La ruta del Atlántico y el comercio a tres bandas entre Europa, América y África ofrecía más oportunidades para el comercio internacional que el cierre de la autopista de los nómadas en AsiaChristopher Beckwith, Empires of the Silk Road. A History of Central Eurasia from the Bronze Age to the Present, Princeton, Princeton University Press, 2009. El libro atribuye excesiva importancia a la Ruta de la Seda, pero señala acertadamente que el comienzo de la expansión imperialista en Asia fue, ante todo, comercial y que la intervención militar y política posterior tenía como principal finalidad asegurar una alternativa a la ruta de comercio litoral seriamente amenazada por los intereses de los países ribereños.. «Con más tiempo, los orientales probablemente hubieran hecho los mismos descubrimientos y habrían llegado a su propia revolución industrial […]. Sólo la geografía llevó a Looty a Balmoral y no a Alberto a Beijing»Ian Morris, op. cit, loc. 9259.. Una conclusión no por enternecedora menos falsa. Las navegaciones portuguesas hasta el Oriente tenían que salvar una geografía enormemente adversa, pero lo hicieron buscando nuevas rutas para el comercio internacional. Por su parte, China decidió cerrarse sobre sí misma y lo esquivó. Otro tanto hizo Japón.

El índice de Morris muestra a que China se rezagó con respecto a un Oeste cuya superioridad se tornó innegable desde el siglo XVII

Morris no puede ignorarlo, pero da un quiebro. Para él, el momento decisivo se fecha en los tiempos del emperador Kangxi (1661-1722), cuando se decidió expulsar a los jesuitas, prohibir el cristianismo y, de paso, impedir la recepción de la ciencia occidental. Por buenas razones, sostiene Morris. La ciencia y las reglas de gobierno occidentales ponían en peligro la estructura jerárquica de la sociedad china tradicional. Traducido al castellano: Kangxi no estaba dispuesto a que esa participación política que Morris ha expulsado por la puerta de su índice se le colase a él por la ventana. Pero, aunque Morris no quiera verlo, el cierre se había echado casi tres siglos antes, y no por la situación geográfica del país. El almirante Zheng volvió a casa cargado de tributos, pleitesía y cosas raras (jirafas y leones, loros y pájaros cantores, algodón más fino que la seda, joyas, perfumes, especias), pero todo ello se atesoró en palacio, sin pasar a los comerciantes, sin generar más demanda. Tras la muerte de Zheng en 1433, la corte imperial renunció a nuevos viajes. Como apunta Mote, la China del río Amarillo, la centralista, la de los ciclópeos proyectos burocráticos, prefería mirar al interior del país sin querer saber de la China azul, la que hubiera podido controlar los mares, proyectarse hacia el comercio internacional y dar paso al individualismo y a la libertad de empresaFrederick W. Mote, op. cit., pp. 616-617..

Eso hace difícil sostener que China estaba a punto de emprender por sí sola lo que ya florecía en Occidente. El ascenso de éste, digan lo que quieran Diamond y los académicos de la banda de Movius, no tiene nada de accidental. No es, por supuesto, la culminación de ningún designio divino, pero sí del esfuerzo conjunto de individuos limitados, peleones, apasionados, tozudos, a menudo pertinaces y, sobre todo, críticos, que se movían en un marco institucional en que al poder le resultaba muy difícil poner puertas al pensamiento racional y a la iniciativa individual. Algo similar había sucedido ya en la Grecia clásica. «Buscase conscientemente o no Pericles convertir a Atenas en la niña de los ojos de Grecia, en la madre de las artes y de la elocuencia, eso fue lo que sucedió con la ciudad hacia 420 a. C. […] Quien quisiera ser algo tenía que pasar por Atenas […]. El resultado fue una extraordinaria floración cultural [que], una vez establecida, sobrevivió hasta los tiempos romanos»Ian Morris, The Greater Athenian State. En Ian Morris y Walter Scheidel (eds.) The Dynamics of Ancient Empires. State Power from Assyria to Byzantium. Oxford y Nueva York, Oxford University Press, 2010, loc. 2433.. Quien así escribía es el mismo Morris, que luego lo fiaría todo al albur de la geografía. Tal vez fue la suerte o un accidente lo que permitió a Pericles asegurar el ostracismo de Cimón. O no. En cualquier caso, lo que importa es la capacidad de la polis para sostener ese impulso inicial. Algo que Esparta, de haber tenido más tiempo, tal vez hubiese emulado; tal vez la China manchú estaba en el umbral de su propia revolución industrial. Nunca lo sabremos. La de verdad, empero, comenzó en Gran Bretaña tras una serie espectacular de descubrimientos y nuevas tecnologías. Cuando tantos accidentes confluyen en un período histórico no es fácil atribuirlos sólo a caprichos del azar o de la geografía. Estamos ante una pauta de decisiones humanas que se sustentan de forma mutua y positiva. Sólo una frikihistoria de respuestas sansirolés, como la de Morris, puede desconocerlo. 

Genealogías del Estado

Francis FukuyamaFukuyama, un discípulo de Samuel Huntington, se hizo famoso con un libro (The End of History and the Last Man, Nueva York, Free Press, 2006; la edición original apareció en 1992) que, según la vulgata, predecía que la debacle del imperio soviético había llevado a la historia a su fin. Su título no era, en efecto, muy afortunado y, por tratar de jugar con la idea de Marx de que el socialismo, cuando lo hubiese, representaría el fin de la prehistoria, se prestaba a esa interpretación vulgar, especialmente entre los muchos que lo citan sin haberlo leído. En realidad, lo único que señalaba era que el autoritarismo había tenido un retroceso importante y que el capitalismo se había extendido de una forma que hubiese sido impensable para el maestro y es muy desagradable para sus seguidores. Muchos no se lo perdonan. ha escrito un libro muy organizado, muy documentado y muy conservadorMás importante para la teoría conservadora es su Trust. The Social Virtues and the Creation of Prosperity, Nueva York, Free Press, 1996.. Conservador no se usa aquí como un ritual de exorcismo, sino solamente para definir su posición intelectual. Fukuyama, en realidad, toca casi todas las teclas correctas: psicología evolucionista; influencia de la ecología en el surgimiento y evolución de las formas sociales; necesidad de institucionalizar las garantías frente al poder; la competencia como fuente de creatividad. Pero es un conservador y no un liberal. La diferencia entre unos y otros suele radicar en su tolerancia del vértigo. La de Fukuyama es cercana a cero. Por ejemplo, no puede con Hobbes y con Mancur Olson. Hobbes no necesita presentación. La obligación por la que aceptamos vivir en sociedad es producto del interés propio bien entendido. Si cada cual anduviera por su lado, la vida sería «solitaria, pobre, canalla, bestial y corta»Leviathan, Oxford y Nueva York, Oxford University Press, 2009, cap. 13., así que firmemos un contrato de respeto mutuo. Gran error basado en una contraevidencia, arguye Fukuyama. Por doquiera que los encontremos, hombres y mujeres nacen en un grupo y nadie les pide permiso para traerlos a él. Si son expuestos al nacer, la mayoría fenece y cuando algunos, como Victor de Aveyron, sobreviven, necesitan un largo aprendizaje de las reglas de su nueva sociedad. No puede haber vida realmente humana fuera de la sociedad. Así que el contrato social no es más que un trampantojo.

Como Hobbes, Mancur Olson escribió un libro sobre los orígenes del EstadoPower and Prosperity: Outgrowing Communist and Capitalist Dictatorships, Oxford y Nueva York, Oxford University Press, 2000.. Inicialmente el mundo era de los bandidos errantes que pillaban lo que podían aquí y se largaban allá a repetir su hazaña. Más tarde, uno de ellos se revelaría como el más listo o, en lenguaje evolucionista, el mejor adaptado, y se convertiría en un jefe, cacique o rey. Era el bandido sedentario, llamado a contar con una distinguida parentela. Al bandido sedentario se le alcanzaba que podía ser más rico si obtenía pagos estables, previsibles y periódicos, en vez del gran palo ocasional, así que se decidió a cobrar a plazos sus servicios (seguridad, orden y otros bienes públicos) con impuestos. Don Vito Corleone no nació ayer. Los bandidos estacionarios adoptan dos formas principales: unos se comportan codiciosamente maximizando sus rentas y esquilmando a sus súbditos hasta un punto en que a éstos no les compensa producir más, con lo que la recaudación fiscal final disminuye; otros tratan de hallar un punto de equilibrio más rentable y sostenible. Son los regímenes democráticos limitados por el consenso de los votantes. Pero ambos son bandidos, aunque la legitimidad de los segundos supere a la de los primeros. A Fukuyama le disgusta la conclusión, por la misma razón que le contrariaba la de Hobbes: no cuadra con los hechos, dice. Es difícil presumir que los dirigentes de sociedades tradicionales tuvieran capacidad para calcular cuál era la cuota máxima que podían imponer, así que debemos pensar que tanteaban intuitivamente hasta dónde podía llegar la resistencia a los impuestos y allí se detenían. Una observación la de Fukuyama tan trivial que mueve a risa. Nadie puede seriamente afear a aquellos ancestros que no contasen con una hoja de cálculo Excel.

Son objeciones un tanto cándidas. Ni Hobbes ni Olson se referían a procesos históricos específicos, por lo que sus explicaciones no son falsables aduciendo hechos triviales que ambos ni siquiera tomaban en cuenta; las suyas son parábolas para explicar que el Estado no es de suyo una institución benigna, sino un remedio de eventuales males mayores. Ni conservadores ni liberales dudan de que la cooperación forme parte del proceso evolutivo tanto como la competencia. Pero el acento que ponen sobre la una o la otra les lleva a posiciones encontradas. Los conservadores –Fukuyama con ellos– no conciben que las sociedades puedan perdurar si sus miembros no se esfuerzan por cooperar. Así que prefieren destacar todo aquello que tienda a unirlos y descartar la semilla de la división. De ahí la importancia que atribuyen al Estado y a la religión, es decir, al poder que unifica y a la ideología que lo hace fraguar. A ambas cosas Fukuyama les tiene un respeto imponente.

El Estado –dice– es el artificio mejor que han sido capaces de darse a sí mismas las sociedades humanas. ¿Para qué? Es una respuesta evolutiva para evitar el mínimo común denominador. Los grupos humanos más antiguos estaban constituidos por conjuntos no muy numerosos de personas con una carga genética compartida. Esos grupos sólo se preocupaban de traspasar a la siguiente generación las ventajas que habían obtenido y excluían compartirlas con otros. Era la tiranía de los primos de Ernest GellnerCulture, Identity and Politics, Nueva York, Cambridge University Press, 1987., en la que un reducido círculo de parientes impone a los demás todo aquello que es importante en la vida. Esos grupos agnaticios se asociaron luego en linajes y en tribus: «La razón […] es una creencia religiosa, a saber, el culto a los antepasados»Fukuyama, op. cit., loc. 1338-1349.. La primera sociedad en adoptarla consiguió incluir a un mayor número de gentes y construir grupos más fuertes con una ideología más integradora.

Fue la expansión de la agricultura lo que aseguró el éxito de las formas sociales ligadas al excedente, es decir, a la capacidad de producir y conservar más de lo que el consumo inmediato demandaba. Pero nada es perfecto. La sociedad primitiva había conocido su ración de violencia, pero la guerra se convirtió ahora en un fenómeno generalizado que exigía ejércitos, recursos y burocracias, íntimamente ligadas a la ideología religiosa. Amanecía el Leviatán que reemplazaría a la tiranía de los primos y, con él, el primer motor de la hipótesis de Fukuyama. El Estado obtiene su legitimidad de su capacidad administrativa para evitar regresiones patrimonialistas, es decir, la conversión en rentas privadas de los recursos obtenidos de los impuestos.

El proceso de la formación de Estados no se reduce a una línea recta que lleva derechamente al Estado moderno. Fukuyama describe tanteos múltiples con resultados diferentes. Una de las primeras rupturas con la dictadura de los primos fue la burocracia china consolidada con la dinastía Han (206 a. C.-220 d. C.). El modelo sufrió numerosas adaptaciones y, a menudo, pasó por etapas de repatrimonialización, pero en líneas generales fue adoptado durante siglos hasta el final de la dinastía manchú o Qing (1911 d. C.). Un país de campesinos, salpicado de ciudades, se dividía en regiones administrativas cuyo vértice estaba en la capital. El cuerpo de funcionarios se reclutaba según méritos, con exámenes que garantizaban (con numerosas excepciones) el triunfo de los mejores. Los mandarines se ocupaban de recaudar los impuestos; de remitirlos al centro; de administrar justicia; y de asegurar el cumplimiento de las normas generales.

La idea de un conjunto de principios que limiten la voluntad de los poderosos Fukuyama la encuentra en India

Suele suponerse que la ideología confuciana era la base ideológica de esa pirámide, pero es una suposición errónea. De hecho, el confucianismo, bien imbricado en toda la historia china, era muy proclive, con su exaltación de la familia y las obligaciones para con los antepasados, a la aparición de episodios repatrimonializadores. Otras ideologías, como el legalismo, se mostraban más refractarias. El legalismo chino, empero, no tenía nada de garantista. El confucianismo mantenía que el poder tenía límites morales. Para los legalistas, por el contrario, el poder encarnado en el Hijo del Cielo y sus burócratas es indiscutible y tiene derecho a hacer cuanto le parezca oportuno aun a costa de arbitrariedades y castigos brutales. El legalismo paga así el precio de no poder garantizar la legitimidad del emperador, quien, a la postre, sólo se sostiene por sus resultados. Una racha de malas cosechas, funcionarios excesivamente codiciosos o desmandados, más impuestos para gastos suntuarios, derrotas militares y otras adversidades semejantes, y el mandato del cielo se venía abajo. Diversos sectores lo cuestionaban y eventualmente la dinastía imperial tocaba a su fin. Pero no puede negarse vitalidad a un modelo que una y otra vez renacía de sus cenizas. Las revueltas, al cabo, eran experimentadas como un remedio peor que la enfermedad, lo que acababa por hacer aceptables a nuevos portadores del mandato celeste igualmente despóticos. Hoy, con otra simbología, el modelo sigue subsistiendo. La legitimidad del Partido Comunista chino se basa en principios altisonantes, pero en la realidad los chinos siguen temiendo que, si el partido pierde su mandato, el caos aceche a la vuelta de la esquina. Antes Mao con toda su brutalidad que una jarca de señores de la guerra igualmente bárbaros, pero aún más arbitrarios y más peligrosos en su multiplicidad. Uno piensa que Mancur Olson no dejaba de tener razón: la gente prefiere que le esquilmen los bandidos sedentarios antes que los errabundos.

La idea de un conjunto de principios que limiten la voluntad de los poderosos no nació en China. Fukuyama la encuentra por primera vez en India y la bautiza como el inicio del imperio de la ley. Citando a Antígona, otros prefieren hablar del derecho natural, que es una denominación menos confusa y no necesariamente ligada, como quiere Fukuyama, a las religiones universalistas. En cualquier caso, las diversas sociedades indias nunca conocieron tanta concentración del poder como la china. La rígida separación de castas y subcastas hacía muy difícil la cristalización de intereses en un solo vértice, así que éste prácticamente no existió nunca. El imperio de los Maurya (323-185 a. C.), tuvo una vida efímera y sólo bajo el Raj británico llegó India a constituir una unidad política, fracturada luego con la partición de Pakistán y de lo que hoy es Bangla Desh. Eso hacía más fácil que la religión mantuviese a raya a unos gobernantes cuyo poder necesitaba de su apoyo; pero ese apoyo sólo se extendía cuando el poder era tan débil que no representaba una amenaza para ese orden social, tan peculiar, que la religión hindú amparaba. India se refugiaba así en la endeblez. Una sociedad civil desfalleciente no podía generar más que despotismos de medio pelo.

El islam resolvió el doble problema de la patrimonialización y de la legitimidad del poder de otra manera. Lo primero con la creación de una burocracia militar de esclavos célibes que pervivió bajo distintas formas (mamelucos en Egipto, jenízaros en Turquía) desde el siglo VIII hasta 1826 d. C. El modelo suponía que, faltos de descendencia legítima, estos burócratas no plantearían un asalto al Estado para favorecer a sus familias. Eran una versión menos irreversible de los eunucos, a los que se había recurrido en otros lugares (China es sólo el mejor conocido) con los mismos fines. Con el tiempo, mamelucos y jenízaros reclamarían el derecho a crear familias y a traspasarles los bienes adquiridos por el trabajo y por la corrupción. La legitimidad, por su parte, se enraíza en preceptos supuestamente revelados por una divinidad. En el caso del islam inicial, Mahoma aunaba su condición de profeta designado por Alá con la de líder político. Ambas cosas, empero, eran difíciles de maridar una vez que Alá regresó a su habitual mutismo. La sharia marcaría entonces los límites que el poder no podía traspasar, pero éstos eran muy discutibles. Inicialmente, los ulemas (jurisconsultos) gozaron de cierta flexibilidad para definirlos, pero bajo el imperio otomano, sufrieron un proceso de burocratización con la creación de un cuerpo de cadíes (jueces) gobernados por un gran muftí nombrado por el sultán. Fukuyama ve en ello una muestra de cesaropapismo, es decir, del control de la burocracia religiosa por parte del poder político, del que la Europa cristiana acabaría por zafarse.

Una legitimidad de nueva planta

Con la sociedad feudal hemos topado. Marx y Engels creían que se trataba de una etapa de organización social presente en todas las civilizaciones, pero, en realidad, el feudalismo fue mayormente cosa de Europa. Al imperio romano no le sucedió otro, sino un mosaico de centros de poder que no conseguían imponerse a los demás y que necesitaban del concurso de otros centros aún más pequeños, los feudos, para crear excedentes y para guerrear. Esa atomización del poder tendría notables consecuencias. Por un lado, la Iglesia católica iba a hacerse cada vez más similar a un Estado tras las reformas de Gregorio VII, con su burocracia de clérigos célibes y con su legitimidad teocrática. Por otro, los reyes no podían tomar decisiones sin contar con el parecer y la lealtad de los señores feudales. Más allá, las ciudades, especialmente en Italia y en Flandes, donde el feudalismo no tenía tanta fuerza, se convertían en centros comerciales relativamente autónomos. En suma, ninguna institución conseguía imponerse claramente a las demás. Inicialmente, el papado alcanzó algunos éxitos en sus aspiraciones de poder supremo, pero fueron efímeros: de la humillación de Enrique IV en Canossa (1076) al bofetón a Bonifacio VIII en Anagni (1303) hay poco más de dos siglos. El dinamismo medieval provenía de un conjunto de poderes «múltiple y acéfalo» en el que «la multiplicidad de redes de poder y la ausencia de control monopolista sobre ellas otorgaba amplia flexibilidad a la autonomía local de los grupos sociales medievales»Michael Mann, The Sources of Social Power. A History of Power from the Beginning to AD 1760, Cambridge, Cambridge University Press, 1997, p. 412.. Sobre esta diversidad, con una carrera en pos de ventajas comparativas y con una plétora de alianzas variables entre distintos grupos sociales, acabaría por hacerse posible la Gran Evasión de la trampa maltusiana, que tuvo a su primer protagonista en Inglaterra.

¿Qué pasó con la legitimidad? Durante siglos se apoyó en la sanción del poder eclesiástico, pero entre los siglos XIV y XVII fue apareciendo otra alternativa, basada en el consentimiento de los notables y en la limitación de los poderes absolutos del papado y, más tarde, de las monarquías. Fukuyama, siempre conservador, no la reconoce como una alternativa, sino que la presenta más bien como un complemento de la legitimidad religiosa, pero la realidad fue otra. Lo que él llama responsabilidad del poder ante los ciudadanos, eso a lo que los demás solemos llamar el imperio de la ley, brota de las resistencias, muy diversas según los países, a los intentos de los reyes y de sus aparatos burocráticos por centralizar el poder. La fórmula mejor conocida es la de la Carta Magna (no taxation without representation), pero demandas similares aparecieron por doquier, victoriosas en unos países y derrotadas en otros. La última parte del libro narra con detalle esos diferentes procesos en Europa y en América hasta 1789, y promete una segunda parte para historiar lo sucedido desde entonces hasta hoy.

Fukuyama mantiene la reserva típica de los conservadores al concepto de voluntad popular

Pese a la obvia resistencia de Fukuyama a reconocerlo, esa nueva legitimidad se basa únicamente en el consentimiento de los gobernados. La Declaración de Independencia americana de 1776 no deja lugar a dudas. Los gobiernos pueden haber sido diseñados por algún incierto dios de la naturaleza, pero sólo pueden demandar obediencia mientras los gobernados los acepten. Como la mecánica celeste de Laplace, la nueva legitimidad no necesita de hipótesis divinas; le basta con la voluntad popular, lo que otorga a ésta un poder de universalización inigualado, pues todos (y todas) son iguales ante la ley. Fukuyama, como otros conservadores, ve en la religión, especialmente en la cristiana, uno de los fundamentos de las sociedades modernas, pero la nueva legitimidad del poder se forjó al margen de aquélla, cuando no en su contra. Ilustración y teología nunca fueron buenas compañeras de cama.

Ahora posiblemente podamos entender mejor la importancia de la confusión entre derecho natural e imperio de la ley que se apuntó más arriba. Fukuyama la necesita para poner en solfa la solución de Hayek al problema hobbesiano del orden. Hayek había llamado la atención sobre la importancia de la ley inglesa (common law) en la construcción de la nueva legitimidadLaw, Legislation and Liberty, Chicago, The University of Chicago Press, 1978, vol. 1, p. 72 y ss.. Mientras que para Fukuyama hay una especie de ligadura inconsútil entre las creencias religiosas y el imperio de la ley, la cosa no está tan clara para Hayek. El orden social no se crea de arriba abajo; en la realidad resulta de incontables acciones dispersas que acaban por favorecer lo que da buenos resultados y descartar lo que no funciona. Para conjurar a Hayek, a Fukuyama no se le ocurre mejor cosa que recurrir a una historia que nadie ha puesto en duda. La ley común, dice, sólo se impuso en Inglaterra con el apoyo del naciente poder estatal que siguió a la conquista normanda y algo similar sucedió allí donde encontró posterior acogida. Otro tanto puede decirse de la recepción del derecho romano y el posterior movimiento codificador en la Europa continental. Pero esto es un intento de eludir el problema mediante la aporía del huevo y la gallina. Lo que está en cuestión no es la historia, sino su explicación y, al cabo, Fukuyama sucumbe al vértigo que se apodera de los conservadores cuando ven que, a la postre, para legitimar al poder no existe otro asidero que el de la voluntad popular, siempre volátil.

Ser conservador, obviamente, no es un baldón, pero las ideas tienen consecuencias y algunas de las de Fukuyama son poco alentadoras. La primera, la que acabamos de subrayar, es seguramente la menos importante. Para ser un libro ambicioso de estasiología histórica, su repertorio causal es muy limitado. A la postre, con una jerga más inteligible, Fukuyama renueva la intuición hegeliana de que la historia es un proceso cuyo culmen lo forman el Estado y la burocracia; es el despliegue de la racionalidad frente al desconcierto y al caos de las pasiones individuales. Lo cual sería muy bello si no fuera porque invita a suponer que políticos y burócratas pertenecen a una especie animal horra de querencias y cuya sola guía es el sentido del deber. Fukuyama trata de reforzar el diseño apoyándose en la religión, pero eso no mejora las cosas. Dios no tiene una página web y, para seguirlo, hemos de fiarnos de quienes se postulan como confidentes suyos (Moisés, Mahoma o los anónimos escribanos de los Vedas). Algunos personajes históricos se han proclamado de estirpe divina, pero sus credenciales no parecen legítimas. Sin duda, tener que renunciar a ese consuelo no es grato. La sociedad civil es un reñidero de pasiones y la voluntad popular, voluble, pero no hay otros bueyes con los que arar. Lo demás es ceder en las legítimas pretensiones de la razón para abandonarse en los brazos de los sacamuelas.

Que es precisamente lo más vulnerable en la posición de Fukuyama. Hayek recordaba que el máximo problema del conservadurismo es el de no poder «ofrecer alternativas a la deriva de la inercia […]. Por eso, el invariable destino del conservadurismo ha sido el de ser arrastrado en una dirección que no ha podido elegir»The Constitution of Liberty. The Definitive Edition, Chicago, The University of Chicago Press, 2011, loc. 13775.. Fukuyama –ya lo hemos dicho– no es muy original en su inspiración hegeliana, pero al menos Hegel tenía claro que el Estado prusiano era el fin de trayecto de la historia. Era, sin duda, la suya una ensoñación, pero la simetría cultural que se cuela por las rendijas del tinglado de Fukuyama lo es igualmente, aunque sea defendida con menor ahínco. La historia del Estado es la de una serie de expedientes para resolver problemas, algunos de ellos muy pertinaces. Pero no basta con reseñarlos, como lo hace Fukuyama; también conviene apuntar que algunas de sus manifestaciones –la democracia occidental sin ir más lejos– han sido mucho más eficaces y son mucho más legítimas que otras. Uno se teme que su ecumenismo sea la brecha por la que se deslicen, con mayor dignidad que en Morris, eso sí, bobadas como que criticar las deficiencias de otras culturas es «demonizar al Otro». Lo malo de Fukuyama no es que sea un profeta desarmado; lo inquietante es su disposición a ser un profesional del desarme.

Qué verde era mi valle

Niall Ferguson se ha convertido en una celebridad académica, financiera y mediática. Es profesor en la Universidad de Harvard, en su escuela de negocios y en la London School of Economics; es investigador en la Hoover Institution de Stanford. Ha escrito numerosos libros que se han convertido en superventas. El último, anunciado para este mismo año, es una biografía de Henry Kissinger. Varios de ellos han servido de base para cinco series de televisión vistas por millones de personas. Colabora en casi todas las publicaciones seguidas por la crema de la intelectualidad. Ha sido consultor de un fondo de alto riesgo (GLG Partners). En septiembre de 2011 se casó con Ayaan Hirsi Ali. Así que conviene tentarse la ropa antes de ponerle peros, porque a uno pueden acusarle fácilmente de envidioso. Por lo que me toca, creo que merece sus éxitos, aunque en el pecado lleve la penitencia. Ferguson está pasando con rapidez meteórica de ser un historiador financiero de notaThe World´s Banker. The History of the House of Rothschild, Londres, Weidenfeld & Nicholson, 1998; The Cash Nexus. Money and Power in the Modern World 1700-2000, Londres, Allen Lane, 2001. a convertirse en un ameno charlista azacaneado por el deseo de camelar al gran público. Nada especialmente criticable, menos aún cuando muchas de sus convicciones básicas chocan con la corrección política de tanta de la historiografía del presente, pero uno acaba con la impresión de que, más allá de las divertidas ocurrencias contrafactuales y de los retruécanos, hay cada vez menos sustancia.

Así sucede con este libro sobre la civilización que, como los de Morris y Fukuyama, se propone indagar los achaques actuales de Occidente y diagnosticar si han llegado a un estadio terminal y por qué. Lamentablemente, después de cuatrocientas páginas, nos quedamos con la miel en los labios. Con su irrefrenable deseo de epatar, Ferguson no dice que Occidente hiciera aportaciones importantes a la civilización; las llama los seis killer apps (aplicaciones de muerte), a saber: competencia, ciencia, derechos de propiedad, medicina, sociedades de consumo y ética del trabajo. La competencia incluye descentralización económica y política como rampa de lanzamiento del Estado-nación y del capitalismo; la ciencia permitió conocer y transformar la naturaleza; por derechos de propiedad se refiere al imperio de la ley y a la solución pacífica de los conflictos de intereses; una medicina que permitió alargar la esperanza de vida y disfrutar de buena salud; la sociedad de consumo, un estilo de vida en el que la producción y compra de bienes duraderos ocupa un papel central; y la ética del trabajo, un referente moral que aúna y da estabilidad a los otros cinco. Ese es el conjunto de elementos que Occidente consiguió afinar con una armonía inigualada en ninguna otra civilización. Ferguson los describe con gran copia de erudición y muestras de ingenio que hacen fácil y divertida su lectura, algo así como una versión mejorada de Occidente para Dummies. La pasarela Ferguson, pues, no contiene grandes novedades, lo que no es de suyo malo, pues repite cosas que conviene no olvidar. Por ejemplo, que los imperios occidentales invirtieron muchos capitales en sus colonias que, al tiempo que beneficios para los inversores, también dejaron un gran legado para las nuevas naciones independientes. Pero, al cabo, su aportación específica no trae mucho más que los colores chillones con que viste sus opiniones.

Según Ferguson, la posición fiscal de Estados Unidos en 2009 era peor que la de Grecia

No es cierto que esas seis aplicaciones de muerte estén necesariamente llamadas a formar un conjunto armónico. Las cuatro primeras, que podríamos resumir en un paquete con tres vértices (mercados, ciencia y democracia), son elementos de anclaje de la modernidad, no así las dos últimas. Pues, lejos de acoplarse mutuamente, la relación entre ahorro (ética del trabajo) y consumo es muy inestable, tanto que un desajuste profundo entre ambos podría dar al traste con todo el sistema. De hecho, las crisis periódicas que acompañan a la economía capitalista muestran lo conflictivo de esa relación que Ferguson, pese a su condición de historiador financiero, armoniza con ligereza. La economía capitalista se mantiene sobre la base de un equilibrio siempre precario entre ahorro y consumo. Un poco de más del primero y llega el estancamiento. Un exceso del segundo, potenciado por lo común por el crédito privado o público, trae recalentamiento, inflación y, al cabo, recesión. Describir el mecanismo es sencillo; explicarlo es harina de otro costal. Cuando llega a la crisis presente y a sus eventuales consecuencias económicas y geopolíticas, Ferguson se tapa. Por un lado, apunta que la Gran Recesión iniciada en 2008-2009 puede quedarse en sólo una Pequeña Recesión. Si no ha llegado al nivel de la de los años treinta ha sido por la gigantesca inyección de dinero que realizaron China y la Reserva Federal estadounidense y por los enormes déficits fiscales de todos los países desarrollados. La explicación no puede ser más keynesiana. Pero Ferguson se enmienda: en la siguiente fase se experimentará la resaca de esos excesos. Con su habitual inclinación al tremendismo, pregona que la posición fiscal de Estados Unidos en 2009 era peor que la de Grecia. Tal vez, pero entonces Ferguson debería extraer las dramáticas conclusiones que se derivarían del supuesto.

Ferguson acaba en un anacoluto. Por un lado dice, sin usar el condicional, que estamos viviendo el final de los quinientos años de predominio de Occidente y que la historia enseña que las civilizaciones «funcionan en equilibrio aparente por un período imprevisible. Y después, abruptamente, colapsan»Civilization, op. cit., p. 323., algo que le ha leído a Jared Diamond. Por otro, apunta algo que, después de lo que ha dicho, no ofrece gran alivio: que la civilización occidental es un paquete de instituciones superiores a las del resto. Si es tan superior, ¿por qué está a punto de implosionar? El fervorín que se trae como coda tampoco es mejor. No es la primera vez que Occidente decae, dice. Roma finiquitó en 476 d. C., pero la civilización occidental renació diez siglos después. ¿Cabe, pues, la esperanza? ¿Llegará para Pascua o por la Trinidad? En fin, paciencia; ya lo discutiremos dentro de quinientos años. Ferguson termina así enredado en el enigma Needham –¿por qué la decadencia?– y lo deja igualmente sin contestar. Al igual que Needham con la ciencia china, Ferguson se recrea en la gran herencia occidental, pero la nostalgia nunca ha sido una solución para los males del presente y, menos aún, para los del futuro. Es la nada entre dos platos, aunque en Davos mole cantidad.

Atormentados

Al principio de este comentario se hablaba de la tormenta casi perfecta que amenaza a las sociedades capitalistas avanzadas. No otra es la incógnita que, a su manera, cada uno de los autores reseñados trata de explicar. Allí confluyen tres elementos: uno inmediato, la crisis económica cuyo fin no se adivina; otro, el temor a una recaída en la trampa maltusiana; y, más allá, la sospechosa legitimidad moral de la civilización occidental. La coyuntura es, sin duda, enormemente compleja. Pero, aunque esos elementos estén imbricados los unos en los otros, poco se gana con renunciar a analizarlos por separado. Es imprescindible mirar al pasado para buscar pistas, pero cada uno de esos tres aspectos tiene más radios, algunos de ellos más cortos y no necesariamente concéntricos.

Empecemos por lo más inmediato: la crisis económica iniciada en 2008-2009 y aún inacabada. Muchos coinciden en su carácter financiero, es decir, una rápida caída en el valor de diferentes activos. Entre junio de 2007 y noviembre de 2008 las pérdidas en bienes raíces, acciones y obligaciones, ahorros familiares y fondos de pensiones se estimaron en 8,3 billones de dólares [1 billón = 1012], un cuarto de su valor anteriorRoger C. Altman, «The Great Crash, 2008. A Geopolitical Setback for the West», Foreign Affairs, enero-febrero de 2009.. Y eso sólo en Estados Unidos. El relevo de la crisis lo tomó la deuda soberana de algunos países periféricos de la zona euro, un proceso inacabado a mediados de 2012. La crisis financiera se ha hecho notar en todos los países capitalistas avanzados con serias repercusiones: aumento del paro, recortes en la renta disponible, reducción del consumo, parón crediticio y una posible nueva recesión.

El gran debate gira en torno a la solución. La respuesta inicial a la crisis fue claramente keynesiana: apoyar la demanda agregada con mayor protagonismo del sector público y la puesta en marcha de operaciones de urgencia para mantener la liquidez del sistema crediticio con cargo a los bancos centrales y, en definitiva, a los contribuyentes. En 2009, el presidente Obama obtuvo 830 millardos de dólares [1 millardo = 109] para un plan de estímulo de la economía, al que en 2011 propuso complementar con otro por unos 500 millardos de dólares. El plan de cobertura sanitaria aprobado en 2010 añadirá otros dos billones de gastos en los próximos diez años. El déficit presupuestario 2009-2011 ascendió a más de 3,5 billones de dólares y la deuda estadounidense sobrepasó los 4 billones de dólares en 2011 y aumentará 10 billones más hasta 2020. Un billón aquí, otro allá y pronto empezamos a hablar de dinero en serio.

¿Hasta dónde pueden llegar la deuda y el déficit estadounidenses? Paul Krugman piensa que las cifras absolutas son lo de menos. Una situación de emergencia requiere gastar todo lo que haga falta para crear empleo. La factura se pagará con la recuperación posteriorKrugman recuerda a aquellos adivinos pre-ecografía que nunca fallaban al predecir el sexo de un futuro bebé. Muy solemnes, apuntaban en un libro mayor lo contrario de lo que habían vaticinado. Si la predicción inicial coincidía con el resultado, los padres no protestarían; si no, se les mostraba el libro para explicarles que quienes se habían equivocado eran ellos. Igual aquí. En febrero de 2009, Krugman calculaba que, para funcionar, el plan de estímulo debía haber sido al menos un 50% mayor (véase el blog de Paul Krugman, The Conscience of a Liberal, en The New York Times, 7 de febrero de 2009). Unos días antes había dicho a un auditorio universitario en Oregon que el plan debería llegar a 1,8 billones de dólares (Portland Business Journal,  2 de febrero de 2009). Eso resultaba inaceptable incluso para la entonces mayoría demócrata en el Congreso, pero a Krugman no podía nadie mostrarle las consecuencias de su opción.. Incluso ha recordado que de la Depresión de los años treinta se salió con una guerra. Es decir, Krugman sólo piensa en huir hacia delante. La situación en Europa no es mucho mejor. Los intentos de tapar con dinero la quiebra de la periferia Club Med (que puede poner en una posición difícil a la banca de las economías clave) no pueden extenderse indefinidamente. Las políticas del keynesianismo común a los partidos de izquierda y a los centristas complican la solución en vez de resolverla. Por poner un ejemplo cercano, ¿sería sensato construir más aeropuertos como los de Ciudad Real y Castellón? Sin duda obras de infraestructura como ésas reducirían el desempleo y, según se dice, aumentarían con su multiplicador la demanda agregada. Pero las deudas contraídas no desaparecerán por ensalmo. El camino es otro. Pronto antes que tarde no quedará otro remedio que liquidar muchos gastos innecesarios y reducir programas asistenciales del Estado de bienestar al tiempo que se suben algunos impuestos. Por otro lado, si a bancos y a otras empresas no se les permite quebrar porque son demasiado grandes, el sistema deja de ser capitalista para convertirse en un juego de póker con cartas marcadas. Así que habrá que arbitrar medios para impedir que los bancos sean demasiado grandes para quebrar y dejar que algunos lo hagan. Las medidas que se tomen para este fin vendrán necesariamente acompañadas de fuertes tensiones políticas cuyo desenlace es hoy imprevisible. Las protestas contra la banca y el 1% de ricos en diversos países son la primera muestra.

El crecimiento chino ha llevado a muchos rapsodas a presentarlo como un modelo a imitar. Permítaseme discrepar

El segundo aspecto de la desconcertante situación actual es el temor a una reedición de la trampa maltusiana que, a su vez, fluye por dos vertientes. Una, la predicada insostenibilidad del actual modelo de crecimiento por mor de un eventual y desastroso cambio climático. Lógicamente, la urgencia de hacerle frente con nuevos fondos del cajero automático ha perdido fuerza desde que han sonado los clarines de la depresión. Pero, para cuando callen y vuelva el afán por el medio ambiente, lo mejor que puede hacerse con el calentamiento global, como aconseja Lomborg, es enfriarloBjørn Lomborg, Cool It. The Skeptical Environmentalist’s Guide to Global Warming, Nueva York, Vintage, 2010. Lomborg no niega que pueda darse un proceso de calentamiento global, pero insiste en que las respuestas no pueden olvidar la relación coste/beneficio.. Hay mayores problemas y mejores candidatos a la financiación global. La segunda vertiente fluye hacia la globalización. Los poscolonialistas ven en ella, como es de rigor, la ubicua mano del imperialismo estadounidense, pero también la verían en la Sutra del País de la Dicha budista por decir que el más alto de los cielos es Sukhavati, el Paraíso Occidental. En la realidad, la situación es mucho más compleja. Las grandes corporaciones estadounidenses se han centrado en lo que hacen mejor, a saber, en los sectores tecnológicos y de servicios más innovadores y en la cultura de masas. El resto de la cadena alimentaria, de menor valor añadido, puede fabricarse en otros sitios e importarlo. Fue el modelo que inicialmente permitió a Japón y a Corea del Sur su despegue y que se ha aplicado, corregido y aumentado en China. Poco detrás está India, donde el coste de algunos servicios es muy inferior al de Estados Unidos y existe un sector de la población que maneja bien el inglés. Hay un miedo, explicable, a los vuelcos que todo eso pueda acarrear a las clases medias de los países avanzados.

En una situación de postración de las economías capitalistas avanzadas, el crecimiento chino ha llevado a muchos rapsodas a cantar sus excelencias y a presentarlo como un modelo a imitar. Permítaseme discrepar. No sólo por la repugnancia que su sistema político totalitario provoca en quienes gozamos de la democracia occidental. No sólo por la convicción de que ese sistema es difícilmente compatible con una economía diversificada e innovadora y no puede funcionar sin una enorme dosis de corrupción. Hay aspectos igualmente preocupantes en el corto plazo. En 2008, el gobierno chino se puso keynesiano y aprobó un plan de estímulo por 4 billones de yuan (500-600 millardos de dólares). Tres años después pueden verse algunos resultados: una burbuja inmobiliaria rampante, una inflación persistente que las estadísticas oficiales tratan de maquillar y una desigual restricción crediticia que ahoga a muchas empresas privadas sin tocar a las públicas. Como resultado, el contrato social entre el neomandarinato y la sociedad china («come y calla») pasa por horas bajasEl 40% de los chinos están insatisfechos con sus vidas; el 60% de los ricos contemplan la posibilidad de emigrar; y en 2010 se habían producido ciento ochenta mil «incidentes masivos» de protesta. La respuesta oficial no se ha hecho esperar: el presupuesto de los órganos de seguridad en 2011 es mayor que el del ejército («Why China is Unhappy», The Wall Street Journal, 11 de noviembre de 2011) y los castigos a los inconformistas son ejemplares, como querían los legalistas.. China no puede ofrecer muchas lecciones de política económica a los demás. Mucho menos puede hacer atractivo su actual sistema político. El cambio ordenado de líderes que funcionó para Jiang Zemin y para Hu Jintao está basado en el consenso de la camarilla dirigente del Partido Comunista y puede ser muy difícil de repetir cuando en su seno se hacen notar serias diferencias sobre cómo enfrentar el paso de una economía basada en el ahorro a otra en la que los consumidores tengan fuerza suficiente para sostener el crecimiento. Por su parte, el férreo control del Partido sobre la información y la cultura de masas contienen a duras penas el deseo de expresarse libremente de millones de chinos. La Gran Muralla digital en que confían los dirigentes y a la que dedican cantidades ingentes de dinero y de censores no consigue acabar con los esfuerzos de quienes se dedican a burlarla con sus fugaces weibos (microblogs).

Finalmente, habrá que afrontar el problema de la legitimidad de la civilización occidental cuyo sentido y valores han sido sometidos a una crítica furibunda por esa tendencia neorromántica que conocemos como posmodernismo (pomo). La matriz pomo debe mucho a la almendra de Foucault, según la cual bajo la cáscara de toda relación social hay un conflicto de poder, es decir, una lucha en la que siempre tiene que haber un solo ganador. Ningún poder, quienquiera que lo detente, puede ser legítimo. Como todo buen argumento circular, éste se autocontradice y Foucault mantiene a renglón seguido que las luchas de los oprimidos sí son legítimas. Sus primos carnales, los lacanianos, no se cansan de contar los padecimientos del Otro. Opresión y Otro son categorías en extremo borrosas que se prestan a cualquier uso, pero eso no contiene la progresión discursiva pomo. La legitimidad de las sociedades occidentales –añaden– no es más que un espejismo fundado en el engaño. Cuanto más libres se sienten sus miembros, tanto más esclavos son en realidad. Parece difícil que nadie pueda tomar en serio tanto lacanismo barato, pero así ha sucedido.

¿Por qué? Quienes respetan la inteligencia de las gentes se huelen otras razones para la adopción de los tropos pomo. Las ideas, incluso las más ridículas, tienen consecuencias cuando mueven intereses de amplios sectores sociales y los pomos parecen haber dado con algunos de ellos. Eso, y no ninguna convicción seria de que, en el fondo, los ideales ilustrados son otro simulacro de Baudrillard, es lo que permite a muchos fungir de posmodernos. Casi todo el mundo tiene una u otra razón para sentirse oprimido y para pedir que lo «otreen» decentemente. Repito: muchos encontraron en las formulaciones flexibles de la matriz pomo un aparente instrumento de defensa. En tiempos de bonanza económica, pues, muchos gobiernos prefirieron adoptar mayores y costosos programas sociales para evitar confrontaciones y prefirieron envolverse o dejar que los envolviesen en la retórica de tomar por derechos sociales lo que no podían ser más que programas coyunturales. La crisis ha vuelto a recordar que el primer bien público que tienen que ofrecer los gobiernos democráticos es la igualdad ante la ley y la defensa de los derechos fundamentales (seguridad, propiedad, participación política). Las políticas de bienestar no tienen la misma rigidez y su mantenimiento dependerá de las alternativas elegidas por los votantes y de las holguras que permita la coyuntura económica. El problema básico será que los sacrificios necesarios durante ese período, que puede ser largo, sean aceptados por una mayoría de ciudadanos. La democracia política ha sido una fuente perdurable de legitimidad para la civilización occidental y sigue proveyendo razones para anotar su superioridad con respecto a todas las demás. En ninguna runa está escrito que tenga que dejar de hacerlo.

Julio Aramberri es decano de la Facultad de Lenguas y Estudios Culturales en la Universidad Hoa Sen de Saigón. Su último libro es Mass Tourism (Londres, Emerald, 2010; Turismo de masas y modernidad: un enfoque sociológico, Madrid, CIS, 2011).

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