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Vértigo en el Liceu

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—Tant queixar-se d’en Franco, tant queixar-se d’en Franco… Si et portes bé, no et passa res…

Este es mi padre acabando de cenar. Mi madre pela una naranja y calla. ¿Cuánto tendría yo entonces, siete años? Sé que tenía ocho cuando Franco se empezó a morir. Por la tele empezaron a pedir todas las noches que España rezara por él. A mí rezar no se me daba mal, lo hacía desde pequeña en la cama con mi madre: un padrenuestro, un avemaría y la oración del ángel de la guarda. Todo en catalán, como es natural.

Hubo un breve y fulminante período en que recé en castellano. O en lo que yo entendía por castellano la primera vez que entré en contacto masivo con esta lengua. Yo tenía tres años y en una curiosa anomalía migratoria mi catalanísima familia de clase media (papá + mamá + yo) nos habíamos mudado de Barcelona a Granada. No aguantamos mucho allí. Lo que tardó mi padre en entrar por la puerta de mi cuarto una noche, cuando mi madre me acostaba, y apercibirse de cómo rezaba su hija:

—Padrenueztro qu’eztaz en los cieloz…

Juro que no me lo han contado. Lo oí. Oí el siguiente coloquio sucederse entre mis padres:

—Teresa, hem de tornar a Catalunya abans que la nena no se’ns casi amb un andalús…
—Home, però si la nena només té quatre anys…
—Hem de tornar! Ara!

Sea. Es decir: nos fuimos. No tan rápido como a mi padre le habría gustado, pero sí a tiempo de que la muerte del Caudillo ya nos pillara en tierra menos hostil. En el término municipal de Mataró. Allí fue donde, tras escuchar por la tele el himno de España y ver el arranque de la carta de ajuste, me arranqué yo a mi vez anunciando que iba a rezar esa noche para que Franco no se muriera.

Pues harás muy bien, porque mucha gente que presume de que lo va a hacer, luego no lo hace… me aseguró mi padre, sin despeinarse lo más mínimo. Y por supuesto sin pasarse al castellano. Soy yo que por comodidad me voy dejando de subtítulos para ir pasándome a la versión doblada.

En el día de hoy mi padre vive en un chalet adosado donde campean y flamean varias estelades de tamaño archinatural, un enorme rótulo luminoso amarillo con la leyenda «Llibertat presos polítics», que con gran éxito puso a la venta hace cierto tiempo una cadena de supermercados catalanes, y hasta algún que otro cartel hecho a mano donde se leen cosas como «Espanya, que et bombin» (España, que te den). Después de muchos años, muchos, muchos, votando a Jordi Pujol y hasta teniendo carnet del partido fundado por éste, mi padre está hondamente convencido de ser independentista. Es más: él cree que haber República Catalana, habrála… Que él por desgracia no viva para verla (tiene 82 años) no quita ni pone para que sea ineluctable.

Movimiento Nacional for all seasons

¿Es lo mismo estar hondamente convencido de ser independentista que serlo? ¿Era hondamente franquista mi padre a mediados de los 70, cuando elogiaba en la mesa el «portarse bien» como óptima manera de manejarse en dictadura, o cuando me animaba a mí a rezar por la salud del dictador? Tampoco. Creo que mi padre fue uno de tantos españoles (incluidos tantísimos catalanes…) que se dejaron y se dejan arrastrar de buena fe por el Movimiento Nacional de cada momento.

Echemos un vistazo al carnet de baile electoral de mi catalanísima familia de clase media en aquellos primeros y locos años de la democracia. Mi madre votó en rápida sucesión a Adolfo Suárez y a Felipe González. Nunca ocultó que les votaba por su buena presencia física. Mi padre amagó con votar a Manuel Fraga. Mi madre amagó con mandarle a dormir al sofá. Mi padre cambió raudo su sufragio. Todo era nuevo, todo era posible, todo era la mar de volátil… hasta que llegó Pujol. Mi madre le votó desde el principio y hasta la muerte (de ella, en 2004). Mi padre les sigue votando aunque últimamente sean un poco como la pantera rosa, mutando de una sigla a otra hasta conseguir que el nombre y los objetivos del partido resulten indescifrables. Para el enemigo, por supuesto; pero para el votante también.

Suárez y Pujol, 1978.

¿Qué tenía Jordi Pujol que no tuvieran otros? Bueno, lo primero es que para ser catalán no había que estudiar. No se exigía empollar tochos como El Capital ni acreditar tal o cual pedigrí antifranquista ni anti-esto ni contra-aquello. Si me apuras, ni tomar partido hacía falta. Pujol era muy mirado en esto. Diseñó un catalanismo con unas tragaderas tan faraónicas que en la práctica se podía apuntar cualquiera. ¿Una Renaixença low cost? Los que seguían y siguen convencidos de que el motor de todo esto es la dichosa burguesía catalana, esa que hace en las novelas de Juan Marsé el mismo papel que la Guardia Civil en los poemas de Federico García Lorca y que los nazis en las películas de Spielberg, por favor tomen nota del grito de guerra con que Pujol se metió en el bolsillo durante décadas no ya a mis padres, sino a los padres de cualquiera que pasaran por allí y quisiera prosperar: «Catalán es todo aquel que vive y trabaja en Cataluña… y desea serlo».

La cursiva es mía y la coletilla es seria. Vamos por partes, como Jaume I El Conqueridor: si, curiosamente y en contra de lo que se suele dar por hecho, Pujol puso las bases de su imperio político teniendo más en contra que a favor a la burguesía catalana imperante antes de llegar él (y a la que él no pertenecía, ni por casta, ni por fortuna, lo que a la larga explicará muchas cosas…), su otro gran enemigo, su bestia parda, era la izquierda. Ahora parece muy normal ser de izquierdas y nacionalista, o por lo menos ser de izquierdas y flirtear con esto último. Pero durante un buen puñado de décadas (desde las primeras elecciones democráticas hasta bien entrado el salto de milenio), en Cataluña o se estaba con la derecha invertebrada, pueblerina y carlistoide de CiU, o se estaba con el cinturón rojo, divino y metropolitano del PSC. Acabáramos.

«Catalán es todo aquel que 
vive y trabaja en Cataluña… 
y desea serlo»

Ciertamente, existía desde 1931 el experimento o engendro, según se quiera considerar, de Esquerra Republicana de Catalunya, el partido de Francesc Macià y de Lluís Companys. También, al final, de Josep Tarradellas, lo cual supone un salto cualitativo y evolutivo comparable al que va del Hombre de Cromañón a pisar la Luna. Da también la medida de la gran panzada que la izquierda radical, pistolera, guerracivilista y orwelliana se había pegado en Cataluña a la vuelta de la esquina de la democracia: en las elecciones municipales de 1977 todavía salvaron algunos muebles (pocos…), pero a partir de las autonómicas de 1981 les votan cuatro gatos y a veces tres. O dos. Tanta leyenda para nada. El mismísimo PSUC, dura fragua de héroes, nido del cuco antifranquista donde se incubaron huevos de élite de casi todos los demás partidos, quedó reducido a una sorprendente insignificancia en los 80 más allá de algún que otro alcalde carismático. Reitero, tras los cuarenta años de dictadura, Cataluña se zambulló en cuarenta años de duopolio drástico. Montescos contra Capuletos, botiguers (tenderos) contra olímpicos. CiU versus PSC.

¿Raciales versus ideológicos? Es posible que, dada la evolución del ecosistema político catalán, dada esa freudiana alegría con que la derecha o incluso el fascismo se catalogan como especies estrictamente endémicas del resto de la península ibérica, incapaces de sobrevivir del lado bueno del Ebro, es posible que sobre esta mullida empanada mental, la única ideología al alcance del común de los mortales catalanes sea declararse más o menos de izquierdas. Todo lo demás resultaría antidarwiniano. Y una temeridad.

Ah, pero es que digan lo que digan los politólogos, los expertos en demoscopia, muchos periodistas y otros chupasangres de la irrealidad publicada (en sorda pugna con lo real pero innombrable…), la ideología es una anécdota. Esto es así. Las ideas obsesionan mucho a muy pocas personas. Que serán todo lo decisivas y peligrosas que se quiera, pero ese es otro tema. Yendo al de hoy: las ideas constituyen una parte muy pequeña, una parte diminuta, microscópica casi, de las prioridades operativas del común de las gentes. No digamos de sus afanes de coherencia. Si se puede ser ateo y celebrar la Navidad, ¿por qué no vas a poder votar lo primero que se te ocurra? ¿No era eso, precisamente, la democracia?

Haga como Franco y como Pujol: no se meta en política

Es posible que la mayor genialidad de Pujol, una explicación de su temprana victoria electoral a contrapelo de lo que todo el mundo se esperaba, así como de su prolongada adherencia al poder, era lo fácil, lo descansado que era votarle sin meterse en política. Igual que Franco, ¿nos vamos dando cuenta?

«Portarse bien» bajo Franco, y ser catalanista con Pujol, era lo más sencillo del mundo. Opio del pueblo, dicen. ¿Desde cuándo el pueblo, cualquier pueblo, necesita opio para adormecerse políticamente? Con un Celtas sin boquilla va que arde. No hace falta llegar a la dictadura, ni a la tiranía, basta con hacer unos pocos estiramientos de hiperliderazgo para constatar que la comodidad gregaria, el calor de la tribu y de la costumbre, la pertenencia sin sobresaltos, la seguridad sin retos, concitan apoyos incomparablemente más sólidos y duraderos (apoyos inmortales, diría yo) que tal o cual idea rompedora. Son poquísimos o ninguno los Enemigos del pueblo a la Ibsen. Insisto, no es que la mayoría vaya más o menos engañada. Es que lo que nadie quiere de ninguna manera es desengañarse a solas.

Que tener razón sea secundario tiene sus ventajas. No siempre es mala cosa que la familia, la tribu y sus valores vayan por un lado y la política por otro. A veces es justo el intento de hacerlo coincidir todo al cien por cien lo que provoca terroríficas reacciones en cadena. Quién sabe si la teoría cuántica no se inventó para echarnos una mano en estos asuntos. Puede que la capacidad del gato de Schrödinger de estar vivo y muerto a la vez nos ayude a tener el universo en paz.

España resistió cuarenta años de franquismo cada vez más costumbrista, posibilista, desarrollista y, al final, con las constantes vitales al mínimo y nada más que a la espera del «hecho biológico»… ¿Habría aguantado el mismo período de falangismo arrebatado y ardiente? Miren lo que ha pasado en Cataluña cuando los herederos de Pujol han decidido trasladar todos sus códigos tribales a la política. Literalmente y en serio. Bueno, pues que todo lo que era dar facilidades, todo lo que era integrar, acomodar y negociar, validando casi cualquier manera de ser catalán, celebrando cualquier avance a paso de hormiga (¿qué importa parecer un insecto en Madrid, si en Barcelona te sientes un elefante?…), bueno, pues todo ese juego de trascendentes pero inocuos sobreentendidos es lo que se ha ido al cuerno, y no precisamente al de la abundancia. Donde teníamos peix al cove (pájaro en mano) tenemos ahora un hongo nuclear.

Antes independentistas que catalanes

 Es una pena que ahora «te dejen» ser independentista sin necesidad ni de ser catalán, pero no te consideren catalán si no eres antiespañol. Supongo que yo siempre fui una catalanista heterodoxa porque, para empezar, a mí el terruño ni fu ni fa. Soy étnicamente muy frígida, en serio. Será porque a los 8 años de edad ya había residido en cinco ciudades distintas (una de ellas en el espacio exterior andaluz…), con los consiguientes cambios de casa, colegio, amistades, etc. Mi infancia no son recuerdos de ningún patio de Sevilla, pero tampoco de las Ramblas de Barcelona. Mis días azules son un fulgor inasible. Un tiempo no anclado con certeza en ningún lugar. Si mis padres languidecían por sus respectivos pueblecitos natales, sobre todo mi madre, que nunca se consoló de dejar atrás la mítica masía del siglo XVIII en la que había nacido, yo, con tanta mudanza, veleidad y trajín, salí enormemente nómada. Mi estado ideal es estar de paso. Madrid es la ciudad en la que he vivido más tiempo, la única que me ha hecho llorar de nostalgia cuando ando lejos. Aún así, no me temblaría la mano si mañana tuviera que iniciar una nueva vida en Australia o Singapur.

Desde niña fui consciente de que como pubilla catalana yo era un desastre. No doy el tipo. Ni físico, ni, mucho menos, psicológico: no miro mucho la pela, ni la pela me ha mirado nunca mucho a mí, detesto cordialmente la sardana, l’escudella barrejada (cocido catalán) y la cerveza Estrella, el arte románico y la crema catalana me saturan en seguida… Sobre todo, me satura esa catalanísima tendencia a ser indiscutiblemente los más guapos, los más limpios, los más laboriosos, los más emprendedores, la repera, en suma. Cualquiera nos dice nada. Y menos después de tantos años de incomprensión y persecución, de humillación ignominiosa de lo único de verdad original e interesante que tenemos. Nuestra lengua propia, catalana y mártir.

Alto, que aquí yacen dragones, como se decía en los mapas antiguos. Aquí empieza la terra ignota de un catalanismo wild side como el mío (y el de otros muchos tragando quina y aguantando mecha en espantoso silencio, casi exilio interior…) que nadie entiende. O que pocos quieren entender. Porque hay que trepanar el duro hueso de la ideología y asomarse a la indefensa visceralidad de lo humano.

Hay gente que habla una única lengua, la suya, como quien abre la boca para beber agua

Empecemos por lo más básico. Hay gente que habla una única lengua, la suya, como quien abre la boca para beber agua. Porque es lo normal. Porque incluso si de mayores aprenden cuarto y mitad de inglés o de francés, alemán o chino, ni se les ocurre que puedan ser jamás otra cosa que sofisticados complementos —como un bonito neceser de Louis Vuitton— de la lengua principal, cálida y obvia, en cuyo vientre se ha crecido sin extrañar nada. Sin preguntarme si existen, ni para qué, alternativas a decir pan y vino, puedo escribir los versos más tristes esta noche o a las seis y cuarto tengo hora con el ginecólogo.

Y luego hay otra gente que no es que haya ido sumando lenguas a lo largo de la vida —que a veces también— sino que directamente nació en un mundo bífido. Un mundo con palabras de ida y vuelta y hasta con efecto bumerán. Visto desde fuera, y desde lo más lejos posible, la diversidad lingüística se presenta y se quiere apreciar siempre como una inmensa riqueza. Visto de cerca y por dentro es completamente otro cantar. En confianza, y ahora que no nos oye nadie: sólo a cuatro alucinados, masocas culturales, les atrae la sevicia de bregar con un idioma ajeno desde el principio y con tanto ahínco como si fuese el propio, y de tener que sudarlo y soportarlo y entenderlo a todas horas además. Inevitablemente, se escapan pisotones de una lengua a otra, malentendidos naïfs y menos naïfs, deslizamientos de significado y de la dignidad. Surgen jerarquías, molestias, choques…

El bilingüismo no hace prisioneros

En resumen, el bilingüismo es una trinchera infinita, en la que nunca se hacen prisioneros, ni se firma la paz. Por cada bilingüe de buen corazón y de buena fe hay cien resentidos o revanchistas. Maltratadores de la lengua ajena (o no tanto) que siempre tienen alguna buena excusa para actuar así. El zafio arrinconamiento franquista de cualquier lengua que no fuese la castellana ha servido de dinamo inagotable para la famosa inmersión lingüística en las escuelas catalanas (y cada vez más en los medios de comunicación catalanes…), que si bien pudo tener su sentido allá por los 80 –cuando el predominio del castellano en todos los ámbitos oficiales era abrumador-, hoy en día no es otra cosa que… pues eso, franquismo bumerán, cada vez menos distinguible del original… Cada vez cuesta más diferenciar a Jekyll de Hyde…

Yo amé, amaba, amo aún, la lengua catalana casi por encima de todas las cosas. Decir que la patria de un escritor es su lengua suena sofocantemente cursi pero a veces es verdad. Lo más parecido que yo haya tenido nunca, no ya a una patria, sino a un hogar portátil, es la lengua en la que hablo, leo, escribo, soy. Durante muchos años no me planteé que esa pudiera ser otra que el catalán, mi lengua madre. Por muy bien y muy a gusto que me manejara en otros idiomas, empezando por el castellano.

A los 25 años yo era una persona educada, tirando a culta, que podía pasar semanas, quizá hasta meses enteros sin necesidad de hacer un uso del castellano que no fuese meramente pasivo (pongamos un ver el telediario, un ojear la prensa nacional…) o estrictamente literario (siempre leí literatura española con verdadera devoción; volveremos sobre esto porque es importante). Por lo demás, mi familia era catalana de cabo a rabo, mi pareja y casi todas mis amistades también, había empezado a trabajar en un diario catalán de pura cepa, el Avui

Un primer aviso de alarma es que haya costado tanto que haya medios de comunicación bilingües en Cataluña. Que sigue sin haberlos. Si algunos periódicos históricamente en castellano (La Vanguardia, El Periódico de Cataluña…) se han acabado dotando de una edición o versión catalana no es por ningún amor a la normalidad. Sucede que la crisis salvaje de la prensa ha convertido a los medios en agresivos yonquis de la subvención pública, y que en Cataluña no hay otras subvenciones públicas que las que se dan a la prensa por ser en catalán o por catalanizarse; significativa y lamentablemente a nadie se le ha ocurrido subvencionar a un medio en catalán para que ADEMÁS lo sea en castellano.

Justo al principio de mi carrera periodística conocí la excepción que confirma la regla, el único caso de medio verdaderamente bilingüe donde yo he estampado mi pluma y mi firma: el Diari de Sabadell. Sabadell es el quinto municipio de Cataluña, con más de 200.000 habitantes, con un Corte Inglés propio y con una actividad económica que sobrepasa a la de muchas capitales de provincia. En sus buenos tiempos, el volumen de publicidad que entraba a espuertas en el rotativo local lo convirtió en uno de los más rentables de toda España. Eran los tiempos preInternet, cuando uno realmente tenía que leer el periódico para enterarse de muchas cosas, de la cartelera de cine, para empezar. Cuando empecé en el Diari de Sabadell (siendo una estudiante de primer año de Ciencias de la Información), yo era la única mujer de toda la redacción (quitando a una crítica de ópera nonagenaria), los artículos todavía se escribían a máquina y en una misma página podían alternar piezas en castellano y en catalán y hasta en cuerpos de letra distintos. El director (exfalangista y exprofesor de literatura castellana) y el jefe de redacción (catalanista, progre, tío de un futuro alcalde que años después amagaría con retirar del callejero municipal al poeta Antonio Machado por «españolazo»… aunque en el último minuto rectificó) armaban aquello como una especie de cotidiano rompecabezas. Se daba por hecho que las informaciones más culturales tenían que ser en catalán, los sucesos en cambio siempre en castellano, etc. Era una conllevancia de andar por casa.

Este es el único caso que he conocido. Por lo demás, la sociedad catalana no es que sea bilingüe: es que es o se pretende bicultural. Un telón de acero cada vez más denso separaba y separa las distintas manifestaciones artísticas, periodísticas, literarias, etc. Puntualmente se le puede reír la gracia a Rosalía por arrancarse en catañol en sus canciones… ¡Pero, ay, si se le hubiera llegado a ocurrir a la Caballé! Cuanto más alto se escala en la pirámide cultural y social, más rígido es el paradigma. Se les niega a los escritores catalanes en castellano la catalanidad, por las mismas que hace no tanto se les negaba a los escritores catalanes en catalán todo atisbo de modernidad y hasta de interés… Se suponía que éramos todos una horda de llorones y de payeses…

Yo todavía llegué a vivir en carne propia que gente moderna y exageradamente encantadora que escribía en periódicos en castellano me mirara por encima del hombro a mí, por escribir yo en catalán… Ahora que alguna de esa gente se ha hecho por ejemplo dirigente de la CUP (sic), la razón para mirarme mal es «haberme vendido al oro de Madrid». Haberme pasado al castellano.

De mi lengua madre a mi lengua padre

Que es verdad que lo hice. Me pasé de bando. Yo fui una periodista y escritora mayormente en catalán desde que nací hasta pongamos los 30 y pico. A los 35 ya había tomado la decisión trascendente y consciente de desplazar la centralidad literaria de mi vida del catalán al castellano. De mi lengua madre a mi lengua padre, me gusta llamarlas así.

¿Por qué? Contra lo que dice la propaganda procesista, haciendo esto no se gana precisamente dinero. Más bien, se pierde y mucho. Ya hace un cierto tiempo que el gobierno separatista catalán y todas sus terminales untan generosamente a cualquiera que se pase del castellano, del inglés, del chino, del alemán o así sea del vikingo al catalán. Buscavidas del Erasmus, trotamundos en apuros, periodistas y políticos desahuciados en el resto de España, pseudointelectuales venidos a menos y hasta magistrados eméritos y puede que un poquito gagás se han encontrado con un inesperado y muy bien dotado Plan Marshall a cargo del erario público catalán, sólo con que estén dispuestos a salir día sí, día también en TV3 y medios afines a decir que España es un Estado fascista, represor e invivible, con Cataluña como único salvavidas de las libertades. Si no saben ni decirlo en catalán no importa, les ponen pinganillo y subtítulos.

Un escritor bilingüe tiene dos patrias como poco y, a poco bien nacido que sea, no se deja arrebatar ninguna

Mientras tanto, fuera de Cataluña… pues a nadie se le ocurre, ni se le pasa por las mientes, ponerle una mercería a ningún catalán que se juegue el tipo a favor de la lengua castellana. O de la simple realidad bilingüe. Tal hazaña se realiza gratis, perdiendo amigos y trabajos y en medio de la indiferencia cultural e institucional más absoluta. El incentivo es cero o, peor aún, se incentiva lo contrario. Parecerá increíble pero la idea que tienen no pocos gestores mediáticos y culturales (sobre todo madrileños y andaluces, ya es casualidad…) de promover la pluralidad es abrir de par en par las puertas de sus televisiones, redes públicas de teatros, festivales, etc. a comunicadores y creadores catalanes que, entrenados desde pequeños para cazar subvenciones como quien caza cabelleras, no dejan piedra sin remover ni canonjía sin ocupar. Y a la primera ocasión te dimiten llamándote facha para volverse a Barcelona con el bolsillo lleno, el virgo indepe intacto y por supuesto ninguna intención de corresponder invitando a nadie de fuera a estrenar nada en castellano en Cataluña. A quién se le ocurre. No les vaya a pasar como a Albert Boadella, que hasta los cipreses del jardín de su masía le cortan… para que aprenda a ser un bárbaro como los demás.

Es desagradable descender a este nivel de detalle. Pero ¿cómo ahuyentar si no una propaganda tan tóxica y, sintiéndolo mucho, cómo espabilar una dejadez y una estupidez tan inconmensurables por parte de quienes deberían ser los custodios del ágora? Yo podría llenar innumerables cuartillas, contar infinidad de dolorosas vivencias, personales y profesionales, para tratar de explicar por qué salí huyendo no de Cataluña, que es mi tierra esté yo donde esté, no del catalán, que seguiría siendo mi lengua madre así yo deviniera muda y sorda como la niña del milagro de Anna Sullivan, pero sí de la cultura catalana tal y como está planteada hoy: como una mezcla de calçotada y campo de concentración.

La vergüenza ajena es dura pero la propia escuece más. En los 90 yo aguanté carros, carretas y no poco sectarismo de muchos progres triunfantes que se reían del catalanismo (es decir, de mí…) por considerarlo un atraso. Ahora que esos progres triunfantes han mutado en triunfadores indepes (la cepa trepa ni se crea ni se destruye, sólo se transforma…), es lógico que volvamos a chocar como en La guerra de las galaxias. Parece que es por lo contrario de antes, pero es por lo mismo. Es por lo de siempre. Y es que sea cual sea el argumento de la obra, el tema de fondo, el conflicto final, es siempre el mismo. Si es más importante estar a bien con el imperio…o que la fuerza te acompañe. Marcar el paso de la tribu o resistir.

Déjenme, además, decirles que aunque desde la Ilustración esté ligeramente mal visto, yo considero las razones del corazón tanto o más válidas que las otras para plantar cara. ¿Se acuerdan del «España y yo somos así, señora» del capitán Diego Acuña de Carvajal? ¿Se acuerdan del poema Vencidos de León Felipe, y de la versión de Serrat? Les dije antes que el catalán es mi lengua madre. Les dije que el castellano es mi lengua padre. Una lengua de la que cuelga una de las mayores literaturas del mundo, la mía de cabecera durante muchos años. ¿Se acuerdan de aquella cursilada de que la patria de un escritor es su lengua? Bueno, pues un escritor bilingüe tiene dos patrias como poco y, a poco bien nacido que sea, no se deja arrebatar ninguna. Yo, que me he partido y me parto la cara con quien haga falta para poder hablar y escribir libremente en catalán, no me la voy a partir menos para poder estar igualmente orgullosa de hacerlo en castellano. Siento verdadera compasión por tantos habitantes de Cataluña a los que el Movimiento Nacional de turno (franquista o indepe, a mí lo mismo me da…) les ha arrancado del corazón, por la subvención o por la fuerza, una lengua y una cultura enteras. A mí me podrán arrancar de todo menos eso. Es posible que yo en pleno franquismo hubiera acabado en la cárcel por lo mismo que ahora algunos esbirros del separatismo buscan mi muerte civil. Cataluña y yo somos así, señora…

Viendo caer la bomba desde el palco

Entramos en la recta final. Me gustaría hablarles de algo que viví en el año 2003 (el año del pacto del Tinell…), y que yo siempre he recordado como mi gran momento epifánico. Mi caída del caballo. El día que puso fin a lustros de catalanismo más o menos plácido y feliz. El día que por primera vez intuí un posible Leviatán catalán.

Fue en el Liceu. Yo estaba tan contenta sentada en un palco del gran teatro, asistiendo a un concierto organizado con motivo de no sé qué aniversario de Catalunya Ràdio. Para entonces yo ya llevaba 5 años en Madrid, pero los llevaba como delegada del diario Avui en la plaza y como colaboradora asidua de un montón de medios públicos y privados, catalanes y catalanistas. Nunca he estado mejor pagada en mi vida. Aquello sí que era el oro de Moscú, el del Rhin y el de los incas, todo junto…si lo llego a hacer no de buena fe sino calculadamente, si me llego a vender a sabiendas…

Eso no había ocurrido nunca pero pudo ocurrir aquella tarde. Yo, insisto, ya llevaba 5 años en Madrid y empezaba a ser consciente de algunas goteras éticas que por aquí y por allá le asomaban al establishment catalanista. Pero era todavía optimista e indulgente con la tribu de mi infancia. Todavía me hacía reír ese infantil miedo de mi padre a que yo pudiese acabar desposándome con un andaluz.

Nunca me he atrevido a tanto. Pero sí a casarme y hasta a tener una hija con un madrileño. Ese madrileño estaba sentado a mi lado la fatídica tarde del concierto en el Liceu. Acabábamos de empezar a salir. Estábamos en los dulces albores de nuestro noviazgo, y aquella flamante invitación a un palco del Liceu me había venido de perlas para impresionar a mi churri con todo lo que yo creía ser: encantadora, cosmopolita, sofisticadilla… Una Audrey Hepburn a la catalana, tan fina yo en contraposición con las castizas y chulapas a las que él seguro estaría acostumbrado…

Le dije: «Ya verás qué finde de ensueño, cari, te llevaré a mis sitios favoritos de Barcelona, iremos a ca l’Isidre y a Boadas y a tomar chocolate en Escrivá… ¡y ponte guapo para el Liceu!». Al llegar allí barrí visualmente en un segundo todo el perímetro (deformación profesional) y por un lado mucho me agradó, aunque también un poco me inquietó, ver que allí no cabía un catalán alfiler, ni faltaba una fuerza viva. Estaban todos los que eran y eran todos los que estaban. La plana mayor de la comunicación y la cultura y hasta el deporte, con decir que el entonces presidente del Barça se sentaba justo en el vértice, en la yema del huevo del palco central y principal…Y no hablamos de cualquier presidente del Barça, oigan, sino de Joan (Jan para los amigos) Laporta, quien había llegado a lo más alto de la curia azulgrana después de reventar unos cuantos caballos cojos del independentismo, de embarcarse en aventuras y candidaturas políticas a cual más peregrina y estrambótica…

Pues inasequible al desaliento va Laporta y se levanta allí en medio del Liceu, larga una arenga de las que él solía y remata de esta guisa: «Y ahora voy a pedir que nos pongamos en pie para cantar todos juntos Els Segadors». En catalán, claro. Yo traducía simultánea y velozmente al churri: «Que dice que ahora van a cantar Els Segadors, que es el himno oficial de Cataluña». «Yo no me lo sé», me advirtió muy serio mi novio. «Tranquilo, está todo controlado, además es lo que pasa siempre, unos se van a levantar para cantar, otros van a cantar sentados, otros se quedarán leyendo el programa de mano o mirando al techo….». Nueva interrupción del churri: «Yo no me pienso levantar para cantar nada». Y yo, partida de la risa: «Que te digo que no se va a levantar ni medio teatro, que eso no pasa nunca… y no temas, que yo me quedo sentada aquí contigo».

Cuál no sería mi sorpresa al darme cuenta de cuánto habían cambiado las cosas en los cinco añitos que yo llevaba fuera. Se levantó atronadoramente, aplastantemente, el teatro entero. Como un solo hombre, como una sola mujer, como todo junto. Todos y todas con la mano en el pecho, cantando a pleno pulmón y hasta ladeando disciplinadamente el rostro hacia el palco de Laporta, como las hienas desfilando ante el hermano intrigante de El Rey León.

Yo no había visto nunca nada igual fuera de las películas. No me lo esperaba y me asusté. Recuerdo con nitidez el sudor frío, más bien helado, que recorrió mi espalda coquetonamente desnuda al darme cuenta en un relámpago de que mi novio y yo éramos literalmente las dos únicas personas que permanecían sentadas en todo el Gran Teatre del Liceu. Y en primera fila de palco, encima.

La segunda cosa de la que me di cuenta a la velocidad del rayo fue de que podían estar allí, viéndome y tomando nota, todos los jefes y jefecillos, todos los directores y subdirectores, no ya de mi periódico sino de todos los demás medios de comunicación catalanes y catalanistas para los que yo entonces trabajaba. Y en los que hasta entonces había trabajado sin más roces ni más gajes del oficio que los normales, sin plantearme que podía tener un problema si un día, por lo que sea, al decir lo que yo pensaba —como siempre—, por lo que sea, lo que yo pensaba a ellos dejaba de parecerles bien…

Fueron sólo unos instantes de vértigo. Pero tan sobrecogedor y tan preciso, a la par que inesperado y sorprendente, que no me avergüenza decir que si llego a estar yo sola, casi seguro que me levanto yo también. Si no llego a tener sentado a mi lado a mi novio madrileño, que de la manera más inopinada me hizo de cuarta pared de la conciencia, de espejo de Alicia o de Blancanieves, qué sé yo… El caso es que aunque yo entonces no lo sabía, toda mi vida y todo mi futuro se iban a decidir en segundos. Tuve que elegir muy rápido si me quedaba sentada con mi novio, como acababa de prometerle que haría, o si me levantaba, ni siquiera por ardor guerrero verdadero, sino por no significarme. Tuve que mirar dentro de mi corazón a la velocidad de luz. Y ver allí dentro qué me encontraba.

No me levanté. Permanecí sentada. Temblando de miedo por primera vez. De miedo de los míos. De la inmensa brecha que podía llegar a abrirse y de todo lo que podía llegar a suceder. Del alto precio profesional, social, humano, sentimental, etc., que tendría que pagar por aquel acto, ni siquiera diré de dignidad o de orgullo. ¿De candidez? De verdad que hice lo que hice porque no sé hacer las cosas de otra manera. Por mucho que me espanten las consecuencias. No sé ser mejor, pero tampoco peor de lo que soy. Ni queriendo.

Como las elipsis y los fundidos en negro en la vida son bastante más largos que en las películas, todavía tuvo que transcurrir bastante tiempo antes de que mi personal «bomba» del Liceu estallara. Mi divorcio del pensamiento único catalán, cada vez más agresivo y separatista, no ya ávido de romper con el resto de España sino con Cataluña misma, con la Cataluña real que simplemente no pasa por el aro de tanta simplificación patriótica, ha sido proceloso y muy doloroso. En 2005 seguí al madrileño a Nueva York, de donde regresé en 2011. Me había ido profesionalmente en catalán, como redactora de Avui en excedencia, y regresé en castellano, como corresponsal de ABC. Se dice pronto. Por el camino quedaban muchos disgustos, encontronazos, purgas, censuras, desengaños, heridas… soledad.

¿Los españoles son de Marte y los catalanes de Venus?

A día de hoy vivo, trabajo y escribo todo esto en Madrid. Aunque siempre que creo que se me necesita en Cataluña, voy. Políticamente y culturalmente me he movilizado y me movilizo todo lo que puedo a favor de la pluralidad, la dignidad y la libertad de todos. Documenté apasionadamente este esfuerzo en el libro ¿Los españoles son de Marte y los catalanes de Venus?, publicado hace cinco años y que conserva mucha más actualidad de la que a mí me gustaría.

Hay momentos ilusionantes. Y hay momentos de gran decepción. Hay momentos en que te gustaría que por lo menos algunos de tus amigos fueran tan eficazmente fanáticos como tus enemigos. Momentos en que quisieras que la mayoría silenciosa levantara un poco más la voz. O que la España que es de todos se acordara más seguido de que también es nuestra. De los catalanes que no nos hemos vuelto locos de odio contra nosotros mismos, ni contra los demás. ¿En qué momento se volvió tan arduo, tan desagradecido ser normal?  

Lo voy dejando por hoy. Hay días en que esto me supera. Déjenme confesar ahora y aquí algo que no había confesado nunca antes: a veces, cuando veo imágenes de los archifamosos presos del 1 de Octubre, los autoproclamados «presos polítics», y que es verdad que han pasado en prisión preventiva bastante más tiempo del que habría sido inteligente ni razonable (pero ese es un agujero negro que afecta a todo el sistema penal español, no sólo a ellos…), bueno, pues atención a lo que les digo: a veces me he descubierto pensando que seguramente son más felices ellos dentro de la cárcel, que yo fuera. Porque ellos tienen o creen tener el inflamado amor de unos cuantos cientos de miles de personas a las que han convencido de ser todo un pueblo. El único pueblo posible.

Hay días que dan ganas de dejar que allá se las compongan con las aguas infectas de su maldito balneario. Días en que ser el Doctor Stockmann cansa. Extenúa. Agota. ¿Compensa? «¡¿Qué importa que tengas la razón si no tienes el poder?! », le gritaba histérica su esposa al Doctor, al protagonista de Un enemigo del pueblo de Ibsen. Ojalá se tratara sólo de tener o no tener poder. Ojalá no intentaran arrebatarte más, mucho más. El calor de los días. La sal de la tierra. La paz de los afectos.

Alguien con quien comenté que iba a escribir este artículo me preguntó si de verdad me iba a atrever a desnudar no ya mis ideas, sino mis sentimientos más íntimos sobre este tema. Si de verdad iba a dejar entrever tanto desgarro.

A esa persona le dije lo mismo que ahora les digo a ustedes, con la mayor humildad, y por favor entiéndanlo así: yo no sé ser mejor de lo que soy, pero tampoco peor. Sigo siendo aquella mujer de aparente rompe y rasga con una niña muerta de miedo dentro sentada en primera fila de un palco del Liceu. Muerta de miedo y bañada en invisibles pero quemantes lágrimas.

Perdonen que no me levantara entonces y que siga sentada hoy.

Visca la Catalunya Inseparable.

 

Anna Grau es periodista y escritora con más de media docena de libros publicados. Como periodista ha trabajado en Barcelona, Nueva York y Madrid. Ha colaborado en los principales medios de comunicación catalanes, fue corresponsal en la Gran Manzana del diario ABC, copresentó en el segundo canal de TVE el programa Libros con Uasabi y actualmente es presencia/firma habitual en RTVE, la SER, Antena3, La Sexta, Onda Cero, Telemadrid y The Objective.

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Ficha técnica

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