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La apoteosis del retrato

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Aunque el artista europeo más importante que Diego Velázquez (1599-1660) conoció personalmente fue el flamenco Pedro Pablo Rubens, las principales referencias externas del pintor sevillano fueron la pintura italiana del Renacimiento (sobre todo la veneciana) y la escultura clásica. En realidad no hay contradicción entre ambos hechos, ya que el gran pintor de Flandes había bebido en las mismas fuentes y fue él quien, al parecer, indujo a su más joven colega a realizar el preceptivo viaje a Italia, tal como él mismo había hecho en su juventud.

De esta manera, Velázquez viajó a Italia en dos ocasiones, la primera entre 1629 y 1630, y la segunda entre 1649 y 1650, dos épocas muy distintas de su carrera de artista. Si el primero de los dos viajes ha sido tradicionalmente considerado como la fase culminante de su período de aprendizaje, el segundo es ya un periplo triunfal, en el cenit de su carrera, reconocido como uno de los principales artistas cortesanos europeos, especialista en el campo de los retratos.

Durante su primera estancia italiana, Velázquez entró en contacto con los principales temas que preocupaban a la pintura en la Roma de 1630, convertida en uno de los laboratorios más avanzados del arte de su tiempo, como hace ya años llamó la atención Yves Bonnefoy en un libro convertido en un clásico del tema. Aunque Velázquez ya poseía un buen conocimiento de las colecciones reales de la Monarquía Hispánica depositadas en el Real Alcázar de Madrid, El Escorial y otros palacios del rey de España, el contacto con el ambiente italiano fue absolutamente estimulante. Entre otras obras, Velázquez se trajo de Italia los dos famosos paisajes de la Villa Medici en Roma (Museo del Prado), en los que experimenta no sólo el tema de la representación de la luz y el aire en el exterior de una forma rigurosamente novedosa, sino también el de la escultura clásica, el de las relaciones entre las tres artes mayores de la tradición (pintura, escultura y arquitectura) y el de la estructuración clasicista de la mirada y la composición. En las dos pinturas de mayor ambición que realizó en este viaje, es decir, La fragua de Vulcano (Museo del Prado) y La túnica de José (Monasterio de El Escorial), a estos temas añadía el del estudio de la representación de las pasiones, afectos y gestos y, sobre todo, el de la realización de pinturas «de historia», el género pictórico por excelencia, aquel en el que se juzgaba la valía mayor o menor de un artista, y del que se discutía, al menos en Madrid, la habilidad de Velázquez en su práctica. Sobre este tema, el Museo del Prado realizó en 2007 una muy interesante exposición, comisariada, como la presente, por Javier Portús, bajo el título de Fábulas de Velázquez. Mitología e Historia sagrada en el Museo del Prado.

La segunda estancia de Velázquez en Italia fue de un carácter absolutamente distinto a la primera, ya que se trata del viaje, como decimos, de un artista consagrado, que es recibido como tal en la corte papal de Inocencio X, el papa Doria, de política filoespañola, del que realiza un célebre retrato del que hablaremos a continuación. La exposición Velázquez y la familia de Felipe IV tiene como punto de partida este segundo viaje velazqueño a Italia y se centra, en un primer momento, en la actividad pictórica del artista en la corte papal, y en concreto en la realización de una soberbia galería de retratos. De los cinco ejemplares conservados de este episodio de la vida de Velázquez, podemos ver en el Museo del Prado tres de ellos, que abren, de manera espectacular, la exposición.

Este segundo viaje puso en contacto a Velázquez de nuevo con el modo italiano de pintura que más le interesaba desde hacía muchos años, es decir, con el veneciano, caracterizado por la libertad y ligereza de la pincelada, la brillante utilización del color y la mirada muy directa a la realidad. El artista, que en estos momentos avanzados de su carrera ya no necesitaba demostrar nada, centró sus esfuerzos en el campo del retrato, género en el que se desenvolvía con absoluta naturalidad, y en conseguir retratar nada menos que al papa, una de las metas más ambicionadas por cualquier artista cortesano del Barroco que se preciase. De esta manera, en el verano de 1650, logró realizar el retrato de Inocencio X, consiguiendo una de las imágenes retratísticas más perfectas de la historia de la pintura. Previamente, como es bien sabido, ejercitó su pincel en otro retrato no menos señero, como fue el de su esclavo, criado, y también pintor, Juan de Pareja.

La fragilidad extrema de esta última pintura, así como su importancia, hacen que la misma, conservada en el Metropolitan Museum de Nueva York, al igual que el retrato del papa, que se puede ver habitualmente en la Galería Doria Pamphilj de Roma, no se expongan en la exposición del Museo del Prado. Se trata de una ausencia explicable por la referida excepcionalidad de ambas obras, que las sustrae de los habituales periplos expositivos. Hemos de conformarnos, en el caso del retrato de Inocencio X, con la copia, obra del mismo Velázquez al menos en su rostro, cuya reciente restauración londinense ha mostrado sus altos valores.

La infanta Margarita, en traje azul, Diego Velázquez, ca. 1659,  Viena. Esta versión de Apsley House resulta, a pesar de su carácter derivativo, del más alto interés en el contexto de la exposición. En 1724, Antonio Palomino, biógrafo, entre otros muchos artistas, de Diego Velázquez, dijo que el retrato del Papa «ha sido el pasmo de Roma, copiándolo todos por estudio». Conocemos muchas de estas copias y versiones distintas. Cuando Velázquez estuvo en Venecia en 1651, poco después de su estancia en Roma, debió de entrar en contacto con el tratadista de pintura Marco Boschini, quien se refiere al retrato del papa como «retrato veramente de valor / fato col vero colpo venetian». Habitualmente, desde que Enriqueta Harris puso en circulación la idea en 1958, se piensa que la mención se refiere a la copia que Palomino trajo a España. De igual manera, se sabe que el artista poseía al morir una copia y el biógrafo Lázaro Díaz del Valle se refiere en 1656 a una de Velázquez en posesión del monarca. Todos estos datos hacen suponer que, casi con total seguridad, el lienzo conservado en Apsley House ahora expuesto en el Prado, que procede del llamado «equipaje del rey José» (los cuadros que José Bonaparte se llevaba de España, capturados por el general Wellington en la Batalla de Vitoria, y posteriormente regalados por Fernando VII al militar inglés), sea el que mencionan las fuentes. La calidad de la copia inglesa, por encima, por ejemplo, de la versión de la National Gallery de Washington, hace que su atribución al sevillano no resulte nada problemática, sobre todo en lo referido a su expresivísimo rostro, una de las cualidades más destacadas del original romano.

La segunda estancia romana de Velázquez enfocada, como vamos viendo, en el tema del retrato es, sobre todo, una experimentación en torno al color y al «venecianismo» en la pintura. El suegro del artista, el también pintor y tratadista Francisco Pacheco, había reservado para Tiziano el privilegio de ser considerado el más eminente de los coloristas: «En la cual observación, dice en su tratado publicado en 1648, de los diversos efectos que hace la luz con los colores fueron excelentes Rafael de Urbino, Leonardo da Vinci, Antonio Correggio y Tiziano, los cuales con tanto arte y prudencia imitaron la luz y los colores, que sus figuras parecen antes naturales que artificiales; mostrando la carne ciertas manchas y tintas que los imperitos no alcanzan; y entre estos (por sentencia común) principalmente Tiziano, por conseguir mayor gloria, ha querido engañar los ojos de los mortales». Aunque Pacheco se refiere, como vemos, a Tiziano y a otros artistas italianos, no cabe duda de que en las tres características fundamentales que atribuye a la escuela veneciana –imitación de la luz y los colores, pintura realizada a través de manchas y engaño a los ojos a pesar de basarse en la observación directa del natural– no dejaba de pensar en su yerno, que triunfaría en Roma tan solo dos años después de la publicación del Tratado de la Pintura (1648) con una peculiar reinterpretación de lo veneciano aplicada al campo del retrato. Según el mencionado Boschini, Velázquez se había atrevido a criticar –o, al menos, a decir que no le gustaba– nada menos que al divino Rafael, y que Tiziano era el que llevaba la bandera de la auténtica pintura, es decir, de la de la escuela veneciana.

Frente al acabado y pulimiento de la pintura de estirpe rafaelesca o clasicista, la que se fundamentaba en el color y la mancha dejaba al descubierto algunos aspectos del proceso creativo del artista que la retina y el cerebro del observador debían de recomponer finalmente. Se acentuaba así el contraste y la paradoja entre la «verdad» y el «naturalismo» colorista de aquello que se veía pintado aparentemente sin pensamiento previo ni «disegno», y el deliberado y querido carácter de artificiosidad, apariencia y «mentira» de lo representado. En la exposición del Museo del Prado ello es perfectamente visible en los tres retratos de miembros de la corte romana que nos han llegado de manos de Velázquez, como son el de cardenal Camillo Astalli, de la Hispanic Society de Nueva York (que nunca habíamos visto en Madrid), el de Camillo Massimi, de la Bankes Collection, y el de Ferdinando Brandani, del Museo del Prado, cuya identidad (hasta ahora era conocido como «El llamado barbero del Papa») ha sido establecida en 2011 por Marta Rossetti y Francesca Curti debido a su parecido con otro retrato de este personaje, oficial mayor de la secretaría del papa, obra de Angelo Caroselli.

La vuelta de Velázquez a Madrid en 1650, tan deseada por el rey Felipe como demorada por el pintor, señala el inicio de lo que habitualmente se considera la última etapa del artista, que fallecería nueve años más tarde, tras su viaje a Fuenterrabía en calidad de aposentador del rey, donde se ocupó de los fastos representativos del famoso encuentro entre el Felipe IV y Luis XIV con motivo de la presentación de la infanta María Teresa, hija del primer matrimonio del rey de España con Isabel de Borbón, nacida en 1638 y futura mujer del poderoso rey francés.

El retrato de medio cuerpo de Felipe IV en negro, pintado hacia 1654-1655, una de las últimas veces en que Velázquez se enfrentó a la imagen del rey de España, por entonces muy renuente a posar, abre la segunda parte de la exposición del Prado, en la que podemos ver, en su práctica totalidad, los retratos cortesanos realizados por Velázquez en la última etapa de su carrera.

Es un tópico en las biografías de Velázquez, originado seguramente ya en la tan temprana y fundamental de Palomino, acentuar el tema de la escasez de obra pictórica del maestro en los nueve últimos años de su vida. Sin embargo, si a los retratos que vemos ahora en el Prado, sumamos obras como Las meninas, con toda seguridad Las hilanderas y los cuatro lienzos mitológicos para el Salón de los Espejos, de los que, desgraciadamente, solo nos ha llegado Mercurio y Argos (Museo del Prado), pero al que habría que añadir Venus y Adonis, Cupido y Psique y Apolo y Marsias, veremos que no es una producción de cantidad desdeñable y que supone un esfuerzo pictórico e intelectual asombroso. A todo ello hay que añadir, naturalmente, sus actividades, hoy ya muy bien conocidas por los estudios de Jonathan Brown, Bonaventura Bassegoda y José Miguel Morán, como aposentador del rey y «conservador» de la principal colección de pintura europea de la época, a la que dotó de un nuevo y moderno sentido en sus remodelaciones del Real Alcázar de Madrid y el Monasterio de El Escorial.

Uno de los aciertos del comisario Javier Portús ha sido el de centrar su presentación de la última etapa velazqueña en el tema del retrato, a lo que contribuyen préstamos decisivos e imprescindibles de los museos Metropolitan de Nueva York, Louvre de París, Meadows de Dallas y, sobre todo, Kunsthistorisches de Viena, que, unidos a las obras de este período que posee el Prado, hacen de esta parte de la exposición un recorrido completo por el conjunto de retratos más impactante artísticamente y uno de los más coherentes desde el punto de vista diplomático e histórico del Barroco tardío europeo.

La cuestión del sucesor del rey de España se convirtió en un hecho de la mayor importancia política en la Europa de mediados del siglo XVII, sobre todo a partir de 1646, fecha de la muerte del príncipe Baltasar Carlos, en el que se depositaron estas esperanzas sucesorias, tan tempranamente frustradas. Fue entonces cuando la importancia de la persona, hasta entonces secundaria en el juego político, de la infanta María Teresa, nacida en 1638 del matrimonio de Felipe con Isabel de Borbón, comenzó a ser cada vez más elevada, de manera que comenzamos a conocer su imagen ya desde niña. A partir de la muerte de su madre en 1644, ella fue la pieza clave en el juego diplomático internacional, de manera que, como ya hemos dicho, fue ofrecida en matrimonio a Luis XIV en 1660 en la llamada Paz de los Pirineos. Todos estos hechos son estudiados en relación con las obras de arte en el interesante ensayo de Andrea Sommer-Mathis en el catálogo de la exposición.

La familia del pintor, Juan Bautista Martínez del Mazo, 1664 - 1665  Viena.

Velázquez debió de retratar a la niña ya en 1648, poco antes de su viaje a Italia, pero las dos obras maestras con este personaje son el retrato del Metropolitan, que debió de formar parte de una obra mayor, y el del Kunsthistorisches de Viena. Del primero de ellos habría que destacar, junto al atractivo del joven rostro, el espectacular peinado y tocado barroco, con la maravillosa imagen de la metamorfosis de una mariposa, precisamente el animal que hace del cambio absoluto la razón de su vida y su muerte, perfecta metáfora, al decir de Portús, del carácter metamórfico de la pincelada y el arte velazqueño en su etapa final.

El retrato de Viena fue enviado en febrero de 1653 al emperador Fernando III a esta ciudad, cuando la infanta contaba catorce años. Felipe IV estaba viudo desde 1644 y se había casado en segundas nupcias en 1649 con su sobrina Mariana, hija de Fernando III. Faltaban, por tanto, todavía siete años para que María Teresa se convirtiera en reina de Francia, pero ya es mostrada con todo el esplendor de la moda barroca, sobre todo en lo que refiere a las joyas, el peinado y el guardainfante propios de la década de los cincuenta.

Por estas mismas fechas, entre 1652 y 1653, Velázquez realizó el retrato de la nueva reina Mariana de Austria, hija del emperador Fernando III y de doña María, hermana de Felipe IV (y también retratada por Velázquez en otro momento de su carrera en una obra conservada en el Museo del Prado) de la que, por tanto, era sobrina carnal. Había nacido en Neustadt en 1634 y murió, sobreviviendo largamente a su marido, en Madrid en 1699, sólo cuatro años antes que su hijo, el rey Carlos II. Mariana es no sólo un personaje capital en la política de la corte española de finales del siglo XVII sino, por esta razón, una figura clave en el desarrollo del retrato cortesano español, como veremos.

El Retrato en negro de Mariana de Austria, obra de Velázquez conservada en el Museo del Prado, es una de las obras fundamentales del período tardío de Velázquez, y no vamos a comentarla aquí, aunque desempeña un papel decisivo en el desarrollo lógico de la exposición. Sólo diremos que en la misma se presentan tanto un retrato de este personaje en el que sólo el rostro de la reina está terminado (la obra, de hacia 1656, se conserva en el Meadows Museum de Dallas), como, sobre todo, la copia de taller del Museo del Louvre. Con ello aludimos a otro de los aspectos más interesantes de la exposición, como es el del estudio y consideración del taller de Velázquez y el de las copias de sus modelos, sobre el que nos extenderemos más adelante.

Otra de las esperanzas políticas de la dinastía era la del primero de los hijos, que resultó ser una niña, del matrimonio de Felipe con Mariana. En efecto, el 12 de julio de 1651 nació la infanta Margarita, que con el tiempo (1666), y debido a la política de alianzas dinásticas que venimos comentando, se convirtió en emperatriz de Austria debido a su matrimonio con el emperador Leopoldo I, sucesor de Fernando III y de Fernando IV. Se conservan tres retratos de la infanta de mano de Velázquez, obras que fueron enviándose a la corte vienesa para dar cuenta de la evolución física de doña Margarita. El primero de ellos, de 1653, nos la muestra en rosa y plata, con la mano apoyada en un bufete en el que reposa un jarrón con flores; el segundo, de hacia 1655-1656, viste guardainfante blanco, muy similar, si no el mismo, que lleva en Las meninas; el tercero, el de más calidad de los tres, en azul y oro, ya de 1659, es una de las últimas obras de Velázquez. Este mismo año se envió también el del primer hermano varón de Margarita, el príncipe Felipe Próspero, que nació a finales de 1657, penúltima esperanza de sucesión de la monarquía, prontamente fallecido a los tres años de edad, y otra de las grandes realizaciones del Velázquez tardío.

La posibilidad de contemplar estos cuatro cuadros de Viena junto las imágenes de Mariana como reina y los dos últimos retratos de Felipe IV en negro es no sólo una experiencia histórica sino, fundamentalmente, estética, de primera magnitud. Frente al despojamiento de los dos últimos bustos de Felipe IV (Madrid y Londres), en los que su pálido rostro destaca sobre la sutil monocromía del negro y sus brillos, el artista trató de presentar la gracia infantil recurriendo a un mundo mucho más rico de colores en vestidos y accesorios. En ellos llegó a algunas de sus más abreviadas y venecianistas pinturas, que culminaron en fragmentos como el del perro del príncipe Felipe Próspero o el del búcaro con flores de la infanta Margarita, en rosa y plata. Este detenerse en la gracia de las infantas y del príncipe contrasta con la gravitas del prodigioso lienzo la reina Mariana de Austria, retrato de cuerpo entero de la nueva reina en el que los carmines, los negros, los blancos, el dorado y la plata presentan al adusto personaje en postura de majestad, acompañada de un reloj, tema que se repite en el fondo del cuadro de la infanta Margarita en azul y oro, símbolo quizá de la firmeza y constancia que debe presidir la autoridad real.

La infanta Margarita, antes de su viaje a Austria, continuó siendo objeto de la atención de los pintores de la corte filipina. Si el clímax estético de la exposición del Prado se centra en los cuadros vieneses y en los del Prado de los años cincuenta realizados por Velázquez, su interés desde un punto de vista histórico-artístico aparece al final de la misma en el inteligente planteamiento que Javier Portús ha realizado de una de las cuestiones que la historiografía aún debe resolver en torno al pintor sevillano. Nos referimos al asunto de la relación con su taller, con su yerno, y también pintor, Juan Bautista Martínez del Mazo, y con el más inteligente de sus seguidores, el asturiano Juan Carreño de Miranda.

Definitivamente, resulta claro que el célebre cuadro de la infanta Margarita en el Museo del Prado se trata de una obra de Juan Bautista Martínez del Mazo, quizás el retrato de mayor calidad que salió de sus pinceles. La descatalogación de la pintura del corpus velazqueño no es, sin embargo, una novedad, ya que venía haciéndose así en las cartelas del museo y fue José López-Rey quien ya puso definitivamente en duda la autoría de la obra por parte del sevillano.

José Miguel Morán, en su colaboración en el catálogo de la muestra, repasa la historiografía de este cuadro, que podemos definitivamente separar del catálogo del pintor. La exposición permite la útil comparación entre las obras del Velázquez tardío y las retratísticas de su yerno Mazo, que comprenden desde hábiles copias a interesantes creaciones, como son, sobre todo, las de los retratos de la regente Mariana de Austria que aparece, sedente, con tocas de viuda en los interiores del Real Alcázar madrileño.

Morán realiza un hábil estudio de carácter iconográfico-simbólico acerca de estas representaciones en las que la regente aparece sentada contrapuestas al retrato, firmado por Carreño, en el que, igualmente con tocas de viuda, se la representa ya en pie, como reina madre, haciendo pareja de la fenomenal imagen de Carlos II con el hábito de Gran Maestre del Toisón de Oro, del mismo autor, ambos pertenecientes a las colecciones históricas de la familia Harrach, donde se encuentran desde el momento de su creación.

. Felipe Próspero, Diego Velázquez, ca. 1659, Viena.Pero más interesantes aún que las cuestiones simbólicas resultan las estilísticas y formales en torno al grupo de obras que cierran la exposición, a veces, como se verá, de carácter inseparable. Además de una consideración del carácter más o menos colorista o «venecianista» de la pincelada, parece evidente que el problema que más preocupó a la generación posvelazqueña de pintores cortesanos fue el de la inserción de las figuras en un espacio complejo. Velázquez había dado los primeros pasos en las dos últimas imágenes enviadas a la corte vienesa, es decir, la de la infanta Margarita en azul y, sobre todo, la del príncipe Felipe Próspero. En ellas, el fondo, sin perder la suntuosidad y la densidad colorística de otros retratos de la serie, se intentaba fabricar un espacio perspectivo posterior de mayor complejidad.

Que esta era una de las grandes preocupaciones de Velázquez resulta claro, ya que el problema es uno de los que protagoniza las dos obras maestras del período: Las hilanderas y Las meninas. La segunda de estas obras se convirtió en obsesión para Martínez del Mazo, como se ve en el fallido homenaje a su maestro que es su obra La familia del pintor, también procedente del museo de Viena, en el que intenta, sin éxito, parafrasear la complejidad espacial de Las meninas, sin resolver de manera convincente ninguno de los problemas que esta obra plantea y, sobre todo, en su copia de la gran obra velazqueña, que, también procedente de la colección Bankes, podemos ver ahora por primera vez en el Museo del Prado.

La mera contemplación de la copia destruye cualquier idea de que se trate de un boceto o un modelo de Velázquez para Las meninas. Así se ha sostenido, incluso recientemente, en un discurso absurdo que sólo puede entenderse si lo enmarcamos en los afanes de notoriedad periodística de quien lo mantiene. Es más, la contemplación directa de la obra en cuestión, y su ya mencionada falta de calidad, han hecho poner en duda a especialistas la propia autoría del ejemplar inglés por parte de Mazo, hábil copista habitualmente. ¿Se trata esta obra de la misma que se menciona en las colecciones Carpio y que poseyó Jovellanos, como muy bien estudiaron José Manuel Pita Andrade y Enriqueta Harris?

Lo cierto es que tanto Mazo como, con mayor habilidad, Carreño de Miranda continuaron explorando las posibilidades de insertar a sus regias figuras en interiores perspectivamente cada vez más complejos que, además, correspondían a las salas de mayor sentido representativo del Real Alcázar de Madrid, como eran el Salón Ochavado y, fundamentalmente, el Salón de los Espejos.

Velázquez, en Las meninas, había planteado de manera señera las dos posibilidades, sólo en apariencia contradictorias, que la tradición clásica había señalado para una representación espacial naturalista, es decir, la idea de ventana para «ver a través de», cuyo mejor teórico había sido Leon Battista Alberti, y la de espejo, como reflejo natural de la realidad, sobre el que había pensado, entre otros, Leonardo da Vinci. No es este el momento de profundizar en este hecho, pero sí de señalar cómo en los dos retratos de Carlos II, obra de Juan Carreño de Miranda, en el que rey se sitúa en el Salón de los Espejos que, en cierta medida, clausuran la muestra del Prado, el tema del reflejo y contrarreflejo de la imagen real y del espacio en que se inserta alcanzan un paroxismo barroco de extraordinaria habilidad y virtuosismo, sólo explicable tras el profundo estudio que su autor había realizado de Las meninas de Velázquez.

Es en estas obras, o en la no menos maravillosa Adoración de la Sagrada Forma de Gorkum, obra de Claudio Coello, realizada entre 1685 y 1690, conservada en el Monasterio de El Escorial, donde hemos de ver la huella más profunda del maestro sevillano y el suntuoso final de uno de los grandes episodios del Barroco europeo, como fue el de la pintura de retratos en la corte madrileña de los reyes Felipe IV y Carlos II.

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