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Del negro al amarillo

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Se diría el sueño de un alquimista loco, pero en China muchos lo han hecho realidad. Bajo el régimen colectivista de Mao Zedong, cuando la gente se refería a su nivel de vida, solía hablar del tazón de arroz de hierro. Para explicar la metáfora conviene recordar algunos de los usos tradicionales en las mesas chinas. Con independencia del material de que estén hechos, sea ínfimo plástico o porcelana fina, en todos los restaurantes de China el comensal encuentra ante sí los mismos utensilios: los palillos, un plato liso pequeño, un vaso y un tazón. Puede haber otros, como un pequeño soporte para colocar los palillos sin que toquen la mesa mientras no se usan; una copa amplia si, como hoy sucede con creciente frecuencia, se va a servir vino de uva; o una muy pequeña cuando, en los gambei (un brindis acompañado por la obligación de invitante e invitado de beber hasta la última gota para luego mostrarse mutuamente la copa vacía), sea un baiju o aguardiente local lo que sirva para mostrar respeto hacia los demás participantes. Pero lo fundamental son las cuatro piezas básicas: palillos, vaso, plato liso y tazón.

El uso de cada uno de esos útiles no es tan claro como parecería inicialmente a un invitado occidental. Los palillos son los que mejor se acomodan a su función: pasar a la boca la pieza elegida de entre las viandas que giran en la plataforma central. El plato liso y pequeño, sin embargo, no está ahí para depositar comida, sino desechos que no pueden tragarse, como espinas, huesos, ternillas, raspas, conchas de marisco y demás. A veces, si el plato del que se ha tomado el bocado ha llegado muy caliente a la mesa, puede depositarse en él durante unos segundos hasta que esté listo para ingerirlo. Pero no es un recipiente estable y por eso los camareros suelen cambiarlo en cuanto que lo ven medio lleno. El vaso acogerá, sobre todo, líquidos no alcohólicos como zumos, bebidas carbónicas, té o agua (siempre servida caliente) para saciar la sed sin necesidad de recurrir a los gambei. A veces, sin embargo, se usa para ellos, especialmente cuando la compañía haya decidido brindar con cerveza y no con vino o aguardiente. Hasta hace poco las mujeres asistentes a banquetes mantenían el pujo de no beber alcohol y participaban en los brindis con su vaso lleno de té o agua, pero desde hace un par de años suelo ver que mis colegas femeninas se han pasado en masa a la intemperancia y empinan el codo con el mismo frenesí que los hombres. Todo sea por mostrar su respeto.

He dejado el tazón para el final porque parece la pieza más inútil. Su misión consiste en acoger el arroz que acompaña a los platos principales, algo así como el platito del pan en nuestros usos, pero en la mayoría de los banquetes a que he asistido en China el arroz brilla por su ausencia. Justo lo opuesto de lo que sucede en los restaurantes chinos de la diáspora, donde su falta resultaría inconcebible. A mí, al menos, así me lo había parecido hasta entonces. Cuando comencé mis pinitos de comensal y eché de menos el arroz, uno de mis acompañantes me sacó de dudas al punto: «El arroz lo comemos en casa cuando no tenemos algo mejor a mano; no vamos a venir a un restaurante para hartarnos de arroz». «Entonces, ¿para qué poner un tazón en la mesa?». «A veces, al final de la comida llegan fideos de diversas clases o alguna sopa. Al tazón que van, pero a menudo no aparecen y entonces el tazón no tiene más uso que recordar la feliz ausencia del arroz. Feliz, sí, porque yo, como la mayoría de los miembros de mi generación, no hemos comido otra cosa durante años. En mi casa sólo entraba el cerdo un par de veces a la semana y el pescado una al mes. Y no éramos pobres. Así vivíamos en los tiempos de Mao, todos iguales en la miseria y que no nos faltase el tazón de hierro donde lo comíamos. El tazón de hierro del arroz representaba la pobreza de la que querían que nos sintiéramos orgullosos».

Con el socialismo de rasgos chinos las cosas han cambiado y ya sólo se habla del tazón de arroz de oro. Es el tazón de los mandarines de hoy que quieren alcanzar los aspirantes a funcionarios en el capitalismo sucio, o socialismo de rasgos chinos, como prefieren llamarlo los ortodoxos. Cuando pregunto a mis estudiantes de posgrado qué quieren hacer con sus vidas, la gran mayoría habla de su deseo de alcanzar un puesto en la administración estatal o en la enseñanza superior, que no deja de ser parte de ella. Pero estos últimos son los menos.

No se trata de algo nuevo en China. Con hiatos en el tiempo y en la geografía, el país lleva en manos de la burocracia desde tiempos de la dinastía Tang (618-907 d. C.). Los exámenes para entrar en la burocracia nacional fueron recuperados en 1994 con el argumento de favorecer la selección de los mejores, es decir, defender la meritocracia que había sido atacada de mil maneras durante los tiempos de la Revolución Cultural. Si el tazón de hierro igualaba a todos en la pobreza (aun cuando dentro de ella había grados rígidos y bien estructurados), hoy el tazón de oro es el mejor camino para disfrutar de puestos de trabajo seguros y acompañados de beneficios como el acceso a viviendas especiales, pensiones más generosas que la media e inmunidad ante el despido.

En un reciente libro, Eric Fish (China’s Millennials. The Want Generation, Lanham Rowman & Littlefield, 2015) ha puesto de relieve el atractivo que la burocracia sigue teniendo para la generación del milenio, es decir, los nacidos después de 1985. Podría pensarse que el vertiginoso desarrollo de China desde que ellos nacieron ha aumentado los incentivos para quienes desean hacerse ricos con rapidez y sin tener que someterse a la apatía y a la falta de horizontes que suele acompañar en todas partes a la función pública. Sin embargo, la burocracia parece tener gran atractivo para buena parte de esta generación. En 2013, un millón y medio de jóvenes chinos de ambos sexos –el doble de los que lo habían hecho diez años antes– se inscribieron para participar en las que nosotros llamaríamos oposiciones nacionales. Todos ellos competían por una oferta de trabajo cifrada en diecinueve mil quinientos puestos, es decir, había un total de setenta y siete aspirantes por cada puesto ofrecido. Para algunos de ellos (seguridad, personal y aduanas), que resultan especialmente atractivos como se dirá, el número de candidatos ascendía a nueve mil por plaza.

¿Cómo así? Fish cuenta la historia de una de sus estudiantes, a la que nombra con el seudónimo de Mae. A instancias de su padre, también funcionario, Mae, recién graduada en Derecho, participó en las pruebas del año 2008 y ganó plaza con tan buena puntuación que le permitió ser nombrada para el departamento central de aduanas en Pekín. Tenía veintidós años.

Soltera como lo era, a Mae le asignaron residencia en un edificio para miembros jóvenes, en un dormitorio que compartía con otras tres compañeras. Por supuesto, la vivienda no le costaba nada. Además tenía otras ventajas: comidas gratis en la cafetería del edificio y libre entrada a la piscina y al gimnasio. A diferencia de los trabajadores de empresas privadas, su horario de trabajo era de siete horas y media. El salario, sin embargo, era escaso, unos setecientos veinte dólares mensuales. Su trabajo consistía en despachar permisos y licencias, lo que le otorgaba un innegable poder sobre sus clientes, mayoritariamente grandes compañías importadoras. Mae determinaba la clasificación de sus actividades y las tarifas a pagar. Si creía ver algo fraudulento en sus declaraciones, podía reclamar que se procediese a una inspección. Es decir, podía hacerles la vida más o menos complicada.

Cuando empezó su trabajo, Mae trató de ser amable y diligente con sus administrados, hasta que cayó en la cuenta de que eso sólo servía para que no la tomasen en serio ni ellos ni sus compañeros de trabajo. Pronto aprendió a no despachar más de la mitad de su volumen de trabajo diario, algo que no sorprendía a sus jefes, porque así operaban los demás funcionarios de su nivel. La posibilidad de que la sancionaran era remota. Para ser expulsado del servicio, un funcionario chino tiene que verse calificado de «incompetente» durante dos años seguidos. Sólo un 0,05% se ve en semejante condición. Es decir, prácticamente nadie es despedido. Y los plazos de imposición de sanciones no han hecho sino crecer. Un estudio de la Escuela Central de Cuadros del Partido Comunista de China señalaba que en los años ochenta, se tardaba alrededor de un año en despedir al funcionario culpable de una falta grave. En los noventa, el plazo se situaba en cuatro y en 2013, cuando se realizó el informe, llegaba a nueve. Un 63% de los funcionarios culpables había sido ascendido, mientras se llevaba a cabo el procedimiento. Adicionalmente, en muchos casos, los sancionados resultaban serlo sólo cuando habían elegido el bando perdedor en una de las múltiples disputas internas que se generan en el seno de las burocracias.

La desmoralización en el trabajo y la falta de incentivos para llevarlo a cabo con eficacia suele ser un mal generalizado en las burocracias del ancho mundo. En el caso de China, a ese mal se le añade la corrupción que suele acompañar al poder despótico y a la falta de recursos legales para aquellos usuarios del servicio que se consideren víctimas de una arbitrariedad. Como es lógico, la mayoría de ellos trata de agilizar la decisión funcionarial mediante regalos y dádivas. Según Fish, quienes, como Mae, se negaban a participar en el sistema se cerraban el camino para obtener ascensos.

La conclusión es obvia: «La corrupción puede extenderse con la rapidez de un virus en el seno de un departamento. Un jefe corrupto apoyará que asciendan otros de su misma condición para sentirse a salvo, en tanto que quienes prefieren mantenerse limpios acaban por perder su confianza y son relegados».

Xi Jinping dice querer limpiar ese sistema que tan negativas consecuencias tiene para la legitimidad del Partido Comunista de China. Pero, como todo burócrata sabe, hasta las campañas más fulgurantes acaban por caer en el olvido cuando los incentivos para la corrupción son tan extraordinarios como en China. Sólo la imposición del imperio de la ley por jueces libres de condicionantes políticos podría empezar a cambiar el sistema del tazón de oro.

Así que Xi y sus camaradas van a preferir seguir matando moscas.

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Ficha técnica

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