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Una vez más: ¿de dónde salió el virus de Wuhan?

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P.S. Éste será un blog raro, empezando por esta advertencia que debería ir al final pero que ha pasado a convertirse en una telonera ineludible. Aunque aparecen los lunes, necesidades editoriales imponen que mis columnas estén acabadas en la noche del jueves anterior, en este caso en la de enero 7. Así que con las fiestas navideñas aún por acabar y llevado de una agradable galbana previa a la vuelta al trabajo había decidido orillar por una semana los avatares de la política estadounidense para centrarme en otro asunto que, pese a su interés, sigue sin zanjar, anegado sin remedio por las desgracias aterradoras de la pandemia: ¿puede el SARS-CoV2-2 mantener su nombre de virus de Wuhan? Y, si no salió de allí, de dónde pues. Y en esas estaba yo, con mi trabajo bien avanzado, cuando el alboroto sedicioso en Washington DC durante la tarde-noche (hora española) de enero 6 me dejó tirado en la estacada y sin tiempo para reaccionar en plazo con mi propia opinión al respecto. Quienes estén interesados la tendrán el próximo día 18.

***

Por fin acabaron las despiadadas Navidades de 2020.

El adjetivo no va dedicado justo a las de esa fecha. La verdad es que las Navidades, con todo el respeto que merecen los creyentes, me han resultado ominosas desde la infancia: consumo superfluo, atracones difícilmente superables, muestras de afecto innecesario o redundante, más devaluadas aún en este 2020 por una lejanía malamente paliada por Zoom.

Lo de la infancia también tiene su sentido. En aquella primera noche de un 24 de diciembre que vagamente consigo evocar, reunida la familia paterna en la casa de los abuelos y nada más empezar la cena, mis tías -debía de ser allá por 1945 o 1946, no estoy seguro; la guerra civil seguía viva aún y era algo mucho más grave que el reconcomio retórico de hoy- nos cortaban el resuello con el recuerdo de aquel hermano pequeño muerto en una manifestación poco antes del 18 de julio de 1936. Mi familia paterna era franquista, pero aquel dolor insuperable, capaz de amargar la noche a un roble, estaba también presente en otras muchas casas españolas que se habían mantenido fieles a la república. 

Mis querellas con la Navidad vienen también de razones adicionales. Aunque nadie requiriera mi permiso, el día de Nochebuena era y sigue siendo el aniversario de mi llegada al mundo y la alegría de los parabienes matutinos quedaba impíamente ahogada en los tristes recuerdos que abrían la noche -irremisiblemente repetidos año tras año-. Con el tiempo fueron desapareciendo los abuelos, las tías y mis padres, pero no el tormento que antaño me acarreaba, implacable, la memoria cíclica de aquel tío para mi nonato y luego, hogaño, el de saber que he dado un paso más hacia el mutis definitivo. No disfruto con las Navidades.

Pero divago.

En las de 2019 estábamos aún en la inopia, ajenos a lo que se cernía, aunque algunos enterados habían oído campanadas y sabían dónde. En la floreciente China de Xi Jinping, en la ciudad de Wuhan, con sus once millones de habitantes, pasaba algo raro. En diciembre 18, 2019 un repartidor del mercado húmedo de Huanan sufrió el primer envite y el 30 Li Wenliang, un oftalmólogo local anunciaba en WeChat, el servicio de mensajes más usado en China, el contagio con lo que él llamaba entonces un SARS (síndrome respiratorio agudo) experimentado por siete trabajadores del mercado. Li falleció en febrero 2020 a consecuencia de esa misma dolencia, no sin que antes los órganos (en los países totalitarios no se necesita adjetivarlos; todo el mundo sabe que son la brigada social) le hubieran advertido de que sus mensajes podían constituir un delito de difusión de rumores y otro de alteración agravada del orden público.

Desde entonces ha pasado un año en el que los contagios han superado 86 millones en todo el mundo y 1,8 millones las víctimas mortales del SARS-CoV-2, el virus causante de la pandemia Covid-19. Sin embargo, como recordaba un reciente trabajo de Nicholson Baker, no sabemos casi nada sobre sus orígenes. «Lo sucedido -ésa es mi conclusión- parece bastante simple. Fue un accidente. Un virus permaneció por algún tiempo en un laboratorio y eventualmente salió de allí […] El virus había iniciado su camino dentro de un murciélago, luego aprendió a infectar a algunas personas en la veta de una mina enclaustrada y finalmente se tornó aún más infeccioso en uno o más laboratorios, tal vez como consecuencia del trabajo -no por bienintencionado menos azaroso- de algún científico a la busca de una vacuna de amplio espectro. SARS-2 no fue diseñado como un arma biológica. Pero, en mi opinión, sí que ha sido un fruto del diseño».

¡Qué barbaridad! ¿Acaso no han mantenido ferozmente lo contrario muchas gentes sensatas? ¿No ha quedado claro que es un virus zoonótico, es decir, que procede naturalmente de algún grupo de murciélagos portadores que habrían infectado a otros animales y, a través de éstos, el virus hubiese pasado a algunos humanos sin necesidad de haber sido previamente manipulado, hibridizado o higienizado en cultivos celulares por profesionales bien entrenados? Cierto, apunta Baker. «No existen pruebas directas en contra de esas posibilidades zoonóticas; pero tampoco las hay en contra de un accidente fortuito -no existe una confesión escrita, tampoco anotaciones incriminatorias ni informes oficiales-. Pero la certeza exige entrar en detalles y los detalles imponen desarrollar un programa de investigación».

Quienes, sin la paciencia, la curiosidad, los conocimientos científicos y la atención por el detalle de que hace gala Baker, apuntamos en otros momentos la misma hipótesis, no podemos sino alegrarnos de su esfuerzo a contracorriente. Y a quienes tienden a exorcizarlo con pruebas circunstanciales, el marchamo de la revista New York debería moverlos al sosiego. Por comparación con el New Yorker, que, desde que hace más de veinte años instalara a David Remnick como su director, ha adoptado, uno tras otro, todos los rituales de la liturgia progresista, New York, con su vitola liberal y sus escorzos izquierdistas, suele estar más atento a los hechos, uno de los cuales es precisamente la alergia incurable que el gobierno chino siente por cualquier explicación azoonótica. El virus de Wuhan, insisten sus miembros, sólo puede tener una explicación: la que ellos digan. Y, por si acaso, el mismo día de la escritura de estas líneas (enero 6, 2021) han denegado los visados de entrada en China a una misión investigadora de la Organización Mundial de la Salud (OMS)  pese a las reiteradas cabriolas de esa agencia de Naciones Unidas para evitar el menor sofocón a China desde el inicio de la pandemia.

Al grano. Desde hace varias décadas investigadores y científicos han impulsado diversos métodos de aceleración y recombinación de procesos biológicos evolutivos para conseguir que algunos virus, como el coronavirus de nuestros pecados, pasen rápidamente de una especie animal a otra, seguir su estrategia de transmisión y finalmente poder entender y combatir enfermedades derivadas del SARS que salió de China en 2003 o del MERS (síndrome respiratorio de Oriente Medio) aparecido diez años más tarde. Algunos de esos experimentos se desarrollaban como gains of function, es decir, intentos de entender la evolución de esos virus para ponerla al servicio de actuaciones preventivas y se proponían crear infecciones de laboratorio cada vez más virulentas para paliar eventuales amenazas futuras.

Esos avances se han conseguido a veces en medio de serios accidentes que han alertado sobre la necesidad de serias medidas precautorias en los laboratorios BSL-3 o BSL-4 donde se llevan a cabo experimentos con los patógenos más peligrosos. (BSL son las siglas inglesas de Bio-Safety Level o nivel de bioseguridad y el número que sigue señala su grado de seguridad con el 4 como máxima). En Estados Unidos hay al menos once y en Wuhan hay tres, entre ellos un BSL-4 que alberga el Centro de Enfermedades Infecciosas Emergentes dirigido por Shi Zhengli, una conocida viróloga china. En sus congeladores se custodiaba el mayor inventario conocido de virus quirópteros, es decir, provenientes de murciélagos. Suponer que alguna desgracia o accidente haya podido suceder allí durante un experimento similar no es una conjetura conspiranoica; sólo una hipótesis que puede ayudar a entender la catástrofe actual.

La discusión sobre la zoonótica del SARS-CoV-2 se ha visto lamentablemente envuelta en controversias políticas desde sus orígenes. Tan pronto como apareció Covid-19, un asunto que debería ser de interés mayormente científico pasó a convertirse en el ojo de un huracán ideológico cuando Trump lo bautizó como el virus chino o el Partido Comunista Chino se sirvió de él para imponer la ley marcial en Hong Kong.

En un terreno más apropiado para científicos, The Lancet, la prestigiosa revista médica, publicó el pasado febrero un trabajo firmado por 27 conocidos especialistas donde se condenaba con firmeza la hipótesis de que Covid-19 «no tenga un origen natural». El coordinador de este trabajo fue Peter Daszak, zoólogo, investigador de muestras víricas quirópteras y director de EcoHealth Alliance, un centro neoyorquino sin ánimo de lucro que ha canalizado dinero de NIH (National Institutes of Health es la reputada agencia principal del gobierno americano en investigación recombinante de enfermedades de murciélagos y humanos) hacia el centro de Wuhan dirigido por Shi Zhengli. Otros influyentes estudios abundaron en la misma línea zoonótica , mientras los insaciables verificadores de WaPo impartían la verdad o lo que ellos creían que lo era: «el sumario científico probatorio confirma la conclusión de que el nuevo coronavirus surgió de un medio natural ya fuera en un mercado en Wuhan o en cualquier otro sitio» . Por su parte, el doctor Anthony Fauci, un prestigioso inmunólogo experto en enfermedades infecciosas y desde 1984 director de NIAID (National Institute od Allergies and Infectious Diseases) se sumó a esa misma opinión. A lo largo de la pandemia Fauci ha chocado repetidamente con las aventuradas teorías del presidente Trump sobre la mejor forma de tratarla.

Sin embargo, como suele suceder ante fenómenos inesperados y desconcertantes, no todos los científicos aceptan que el virus sea la consecuencia natural de un proceso evolutivo. La falibilidad humana es un factor aleatorio pero siempre amenazador y cabía la posibilidad de que el origen de la pandemia no fuera tanto zoonótico como accidental.

Los experimentos gain of function, recuerda Baker, no empezaron ayer. Ya en los 1970s, nuevas variedades de coronavirus empezaron a matar gente y en 2003 apareció el síndrome respiratorio agudo (SARS), una nueva enfermedad eventualmente letal que se extendió por más de 30 países y se relacionó con un nuevo agente hallado entre los murciélagos horseshoe. Posteriormente se produjeron nuevos brotes de SARS en Taiwán, en Singapur y en el Instituto de Virología de Pekín, todos ellos debidos a accidentes. En el instituto pekinés los investigadores de la OMS apuntaron serios problemas en sus procesos de bioseguridad. 

Al comienzo de la pandemia actual la revista Scientific American publicó un trabajo sobre Shi Zhengli, a la que los chinos conocen como la mujer de los murciélagos . Shi había cazado cientos de murciélagos en cuevas de la China meridional para estudiar su sangre, su saliva y otras secreciones. En varias ocasiones los capturó en una mina abandonada en Mojiang, en la provincia de Yunnan donde en 2012 seis trabajadores que recogían guano de murciélagos contrajeron una seria afección respiratoria que causó la muerte de tres de ellos. El equipo de Shi tomó muestras y las analizó encontrando en algunos casos una secuencia particularmente significativa que sirvió de base para rastrear su eventual participación en infecciones interhumanas.

Cuando en diciembre 2019 Shi supo que en Wuhan se había producido un brote epidémico relacionado con SARS pero aún más cercano al virus quiróptero que había recogido en Mojiang -el RaTG13 hoy famoso por su semejanza con el coronavirus- se sorprendió de que el brote fuera local porque Mojiang está tan lejos de Wuhan como Orlando de Nueva York. «¿Podría este nuevo virus -se preguntaba- haber salido de mi laboratorio? Pero cuando examinó nuevamente su material y no encontró muestras iguales, “se me quitó un peso de encima; llevaba días sin dormir”», lo que, apostilla Baker, no deja de ser una reflexión sorprendente para la directora de un BSL-4. Lógicamente, debería haber pedido una investigación detallada y pública de las actividades de su Instituto, así como de otros semejantes -en Wuhan hay dos más-. No sucedió así. «Su Instituto cerró todas las bases de datos de genomas víricos y el Ministerio chino de Educación decidió que cualquier trabajo referente al origen del virus debía ser estricta y detalladamente gestionado». Prohibido el paso.

Otro de los problemas con los que se enfrentan los zoonóticos refiere a su transmisión. Si ha pasado de los murciélagos de Mojiang a los humanos de forma natural a través de algún intermediario animal, ¿dónde está ese intermediario? A pesar de los esfuerzos de algunos científicos de la universidad de Michigan (su conducto computerizado de transmisión incluía cerca de cien posibles transmisores entre primates tan diversos como el orangután de Sumatra, el gorila occidental centroafricano, el babuino oliva, el macaco cangrejero y el bonobo), no se ha encontrado aún el eslabón perdido. Tampoco se ha desarrollado una hipótesis que explique adecuadamente la cuestión de la proximidad: cómo puede haber viajado el virus desde Yunnan hasta Wuhan -siete horas de tren- sin haber infectado a nadie entre esos dos puntos, al tiempo que las primeras infecciones aparecieron en un mercado húmedo de Wuhan cercano al Instituto de Virología donde trabaja Shi.

Y aquí llega la razonable duda de Baker. En un medio donde los experimentos gain of function han impulsado en los últimos quince años un clima en el que cualquier tanteo con cultivos celulares humanos o de ratones o de murciélagos ha devenido justificable, ¿resulta por completo disparatado sospechar que alguien en Wuhan -que pasa el test de proximidad entre los primeros contagios por Covid-19 y un centro de investigación dedicado especialmente a los quirópteros- o en otro lugar desconocido por ahora, hubiese obtenido el virus a partir de muestras humanas recogidas de los infectados de Mojiang o una secuencia del virus RaTG13, o ambas cosas, y las hubiese usado para crear una enfermedad experimental a partir de la cual pudiese desarrollarse una vacuna eficaz?

«Investigar el vínculo […] con la mina de cobre [Mojiang] es de una importancia crucial porque la gran diferencia entre el virus de los buscadores de guano y el de SARS-2 de hoy […] es su transmisibilidad. En Covid-19 es crítica la trasmisión interhumana por vía aérea […] Si los seis hombres que enfermaron en 2012 en el sur de China se hubieran infectado por Covid-19, lo más probable es que los médicos y los sanitarios de su hospital se hubieran contagiado también. Habría habido cientos de miles de casos. Sin embargo, sólo ellos seis -los únicos que habían respirado un aire fuertemente cargado de polvo de guano durante días- sufrieron la enfermedad. Así pues, la existencia del virus RaTG13 no prueba decisivamente el origen natural del virus. En mi opinión sirve exactamente para lo contrario. Mediante manipulaciones intermoleculares, como si se tratase de un Mecano, es posible insertar nuevos componentes funcionales en el genoma del RaTG13 […] y convertirlo en un patógeno sumamente infeccioso para las vías respiratorias de los humanos.

Y concluye. «Por más de quince años los coronavirólogos se han esforzado en probar que la amenaza del SARS seguía presente y que podía ser controlada y lo hicieron forzando a los virus que habían almacenado a saltar entre especies y pasar directamente de los murciélagos a los humanos […] En esa feria internacional y aleatoria de cocina genética, cientos de nuevas variantes de enfermedades se inventaron y se inventariaron. Y, un día, tal vez alguien cometió un error… Esa es cuando menos una explicación razonable y “frugal” de lo que puede haber sucedido. Había que intentar el gran meta-experimento científico del nuevo siglo. ¿Podría un mundo atiborrado de científicos intentar toda clase de experimentos recombinatorios con enfermedades virales durante años y hacerlo con éxito, evitando un serio estallido pandémico? La apuesta era que sí, que podía lograrse. Valía la pena correr el riesgo… Y no habría otra pandemia».

De repente, como en la película de Losey, there was an accident…

No me resulta posible ofrecer una prueba concluyente de la hipótesis de Baker, pero en espera de que algún día sea posible resolver el misterio de la aparición del virus de Wuhan me uno a su voto particular: que la vacuna funcione.

Y Feliz Navidad… 2021.

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