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Una temporada en el infierno

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Todos los hombres custodian un secreto que les cuesta trabajo compartir. Mi amigo Álvaro Delgado-Gal, también. Esa situación solo duró veinticuatro horas, pero le causó tanta ansiedad que me convocó en su casa, fingiendo que solo quería hablar conmigo del futuro de Revista de Libros. Situado cerca del Convento de las Descalzas Reales, el edificio donde reside desprende un aroma galdosiano. Cuando subes por las escaleras de madera y escuchas el crujido de tus propios pasos, sientes que Torquemada, el prestamista, aparecerá en un descansillo con su mirada de ave rapaz, especulando si puedes convertirte en su próxima víctima. Hace unas semanas, Álvaro descubrió por azar que en el último piso había una trampilla en el techo. Clavada a la pared, una escalera rudimentaria permitía llegar hasta ella. Sin pensarlo demasiado, subió por los peldaños, empujó la trampilla y se encontró con una buhardilla polvorienta y con una luz miserable. Al no existir ventanas, la escasa claridad se colaba por pequeñas oquedades. Aquel escenario sombrío parecía extraído de una película expresionista, con su penumbra fría e irreal

Los diminutos pasos de las ratas, que corrían intermitentemente de un lado para otro, no resultaron suficientemente disuasivos para hacer retroceder a Álvaro. Se abrió paso entre telarañas y escombros, con la sensación de dirigirse hacia algo que desbordaba los límites de la razón. Al fondo, divisó una puerta. No sin cierto temor sagrado, la abrió y se topó con algo que ningún ser humano había visto jamás. No se atrevió a compartirlo con nadie. Aturdido, volvió a su piso, se tomó un vaso de leche y un antipirético, atribuyendo su experiencia a un delirio febril.

Al día siguiente, repitió el itinerario y se topó con la misma visión. Aquello ya no podía atribuirse a la fiebre ni a una pesadilla. Unas horas después, me llamó por teléfono y me pidió que acudiera a su casa. Noté en su voz que había sucedido algo extraordinario. Su habitual sentido del humor, esa fina ironía inglesa que salpica de ingenio cualquier conversación, parecía velada por un terror helado. Cuando me recibió en el vestíbulo, sus ojos delataban perplejidad e inquietud. Me pidió que le acompañara a la cocina, donde cortó unos trozos de tarta que había comprado para la ocasión. Después, nos sentamos en el salón, un rectángulo acogedor con tres balcones, una chimenea y unas paredes llenas de cuadros. Sin más preámbulos, me preguntó:

-¿Sabes lo que es el puente Einstein-Rosen?

-Un agujero de gusano.

-Exacto.

-Sabes entonces que es imposible salir de un agujero negro si traspasas su horizonte de sucesos, salvo que haya un agujero de gusano que te permita salir por el otro extremo, lo cual te conduciría a una dimensión desconocida. Einstein estudió esa posibilidad con su discípulo Nathan Rosen. Ambos llegaron a la conclusión de que matemáticamente era posible. Así lo demostraban las ecuaciones, pero no pudieron probarlo empíricamente. El profesor de Princeton John Archibald Wheeler llamó a ese hipotético fenómeno físico «agujeros de gusano». Los agujeros de gusano permitirían viajar a una velocidad mayor que la de la luz y quizás nos llevarían a otros universos. Gracias a ellos, el tiempo dejaría de ser una secuencia abstracta para convertirse en una dimensión física. Podríamos viajar al pasado y al futuro.

-No sé si sería deseable –repliqué-. Hay algo fáustico en esa fantasía. Desafiar a las leyes de la física se parece a rebelarse contra Dios. Quizás es el mismo acto.

Álvaro sacó su pipa y la limpió con un sofisticado instrumento provisto de tres brazos metálicos. Después, la llenó de tabaco y la encendió con un mechero. Inhaló el humo y dejó que saliera por la comisura de los labios:

-¿Nunca has pensado que tal vez el Dante contó la verdad? –preguntó con una mirada inusitadamente grave.

-No entiendo qué quieres decir.

-Todo el mundo ha leído la Comedia como si fuera una fantasía, pero yo he descubierto que se trató de un viaje real. Dante superó el horizonte de sucesos de un agujero negro y pudo viajar a otra dimensión. El infierno, el cielo, el purgatorio, no son estados psíquicos. Son lugares reales. No hablo por hablar. Me lo ha contado él.

-¿Quién?

-Dante.

No pude evitar que el trozo de tarta que tenía en mi mano cayera en la alfombra. Si otra persona me hubiera hecho esa confesión, habría esbozado una mueca de escepticismo, pero Álvaro, lejos de ser un imbécil o un embustero, es una de las personas más inteligentes y sensatas que conozco. No hablaba en broma ni mentía. Y nada indicaba que hubiera perdido el juicio. Limpié la alfombra de cualquier manera y apoyé la espalda en la butaca donde me había sentado, experimentando la sensación de haber penetrado un mundo donde las ideas convencionales y los hallazgos de la ciencia perdían su validez.

-Hemos buscado los agujeros negros y los agujeros de gusano en el espacio exterior –continuó Álvaro-, sin sospechar que podían estar aquí. Yo he descubierto un agujero de gusano en la buhardilla de este edificio. Abrí una puerta y apareció el poeta florentino del siglo XIII. Al ver mi cara de terror, me pidió serenidad y me dijo que era el Dante. Después, me explicó que había otra puerta, pero escondida detrás de una viga rota. Me aproximé a ella y percibí que desprendía un calor infernal. Me dijo que al otro lado había un agujero negro y que si alguien lo cruzaba, viajaría en el tiempo, accediendo a regiones que –por soberbia y presunción- se han considerado imaginarios. Es lo que le sucedió a él. Plasmó su experiencia en la Comedia, pero todo el mundo creyó que era una fábula. Gracias a que Virgilio lo condujo hasta un agujero de gusano, pudo regresar a Florencia, pero cometió la temeridad de aventurarse de nuevo en un agujero negro. La curiosidad es la tentación más peligrosa. Desde entonces, está intentando volver a Florencia, la única patria que reconoce, pero los agujeros de gusano son imprecisos e inestables. Cada vez que lo intenta, aparece en un lugar diferente.

-¿Y ahora dónde está?

-Arriba, en la buhardilla. Le he subido un trozo de tarta. Tenía hambre.

Mi mirada de pasmo rozaba la catatonia.

-Entiendo que reacciones así –dijo Álvaro, hurgando en su pipa-, pero necesitaba compartir esta experiencia con alguien. Es la primera vez que oculto algo y me pesa terriblemente. ¿Querrías acompañarme y te presento a Dante?

Álvaro y yo subimos a la buhardilla. Mi amigo y antiguo profesor de lógica parecía tranquilo, pero yo experimentaba una mezcla de estupor y miedo. No sabía si estaba viviendo algo real o atrapado en un sueño con filigranas barrocas. Al fondo de la buhardilla, había un hombre con unas hopalandas rojas, un gorro y una corona de laurel. Su rostro era una fiel réplica del retrato de Sandro Botticelli: mirada de aguilucho, nariz romana, mentón adelantado, párpados caídos, rictus severo, piel cetrina. Se acercó a nosotros y, sin prestarme atención, se dirigió a Álvaro, adoptando una expresión casi infantil:

-¿No has traído algo de comida? Me apañaría con un vasito de vino con canela. Desde hace veinticuatro horas, solo he comido el trozo de pastel que me dejaste. Viajar por un agujero de gusano despierta el apetito y te recuerdo que no soy un espíritu.

Álvaro se disculpó, encogiendo los hombros. Dante bajó los párpados, contrariado. Durante unos segundos, permanecimos en silencio.

-Disculpe que no le haya saludado –dijo-, pero mis modales se han resentido con mis viajes por el tiempo. Ya nada me sorprende, lo cual me preocupa, pues un poeta no puede permitir que su sensibilidad se adormezca. La belleza nace del asombro, como la filosofía.

De repente, una rata enorme salió de un rincón y, salvo yo, Dante y Álvaro retrocedieron. Sin pensarlo dos veces, agarré una escoba vieja abandonada en el suelo. Vivo en el campo y odio a las ratas. Algunas veces se han colado en el jardín, han trepado por la pared de mi casa y han subido hasta la terraza, comiéndose a algunos de mis periquitos, que dormitaban en sus perchas, ajenos a su aciago destino. Desde que sufrí la primera pérdida, les declaré la guerra, perdiéndoles el miedo. Por eso, no me costó ningún esfuerzo agarrar la escoba y salir a su encuentro, animado por un furor bélico. Durante un rato, corrimos por la buhardilla. En ocasiones, se daba la vuelta y me hacía frente, pero yo no me dejaba intimidar. Álvaro y Dante rehuían el combate, moviéndose de un lado para otro. No podía pensar que en una de esas escaramuzas pisaría un ladrillo roto, perdería el equilibrio y saldría disparado hacia el poeta florentino, empujándolo con fuerza. La mala suerte quiso que en ese momento se encontrara cerca de la puerta que conducía al agujero negro. Sumados el peso de Dante y el mío, la puerta cedió y los dos desaparecimos, engullidos por una invencible fuerza gravitatoria. Aún me dio tiempo de contemplar a Álvaro, llevándose las manos a la cabeza, con gesto de espanto. Enredada en mis pies, la rata compartió nuestro destino. Los tres caímos y caímos por una hendidura infinita. Durante el trayecto, que pareció eterno, vi las pirámides de Egipto bajo el sol del desierto, el laberinto del Minotauro con las paredes ensangrentadas, una noche con dos lunas, estrellas con el brillo del hielo, una torre gigantesca erguida al lado de un obelisco azul, una ciudad sumida en el caos (era Murcia), unos tigres blancos entre un follaje otoñal, un espejo con la imagen de un cuchillo de piedra, un libro con signos incomprensibles sobre un facistol. Caímos, caímos y caímos. Pude apreciar que el rostro de Dante permanecía sereno, sugiriendo que ya había vivido cosas similares. En cambio, la rata chillaba, dominada por el pánico. Incomprensiblemente, me inspiró lástima. Después, se hizo la oscuridad.

No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que mi conciencia se encendió otra vez. Al despertarme, me topé con el rostro de Dante, que me miraba resignado, mientras yo me levantaba del suelo:

-Ha sucedido otra vez –dijo resignado.

-¿El qué? –pregunté sobresaltado.

-Estamos en el Infierno.

-No puede ser.

-No se preocupe. Yo ya conozco el lugar. Podré guiarle. Tal vez encuentre aquí a algún conocido. Eso sí, el Infierno ya no es lo que era.

La rata nos observaba desde lejos, pero parecía interesada en seguir a nuestro lado. Descubrí con horror que experimentaba hacia aquella criatura repugnante algo parecido a la ternura.

-Es normal –dijo Dante, leyendo mi pensamiento-. Aquí son mascotas. En su época, algunas personas conviven con ellas como si fueran perros o gatos. En el Infierno, siempre fue así.

Al mirar alrededor, descubrí que el Infierno se parecía extraordinariamente al centro de una gran ciudad: ruido, confusión, timadores y descuideros, discretas meretrices en las esquinas, mendigos exhibiendo sus muñones, puestos con baratijas, una multitud que sube y baja incesantemente por las aceras, hileras de comercio exhibiendo sus productos en escaparates que se renuevan constantemente.

-Entiendo su sorpresa –dijo Dante-. Los antiguos nueve círculos se desplomaron por falta de mantenimiento y de los escombros surgió este caos.

Cada vez más confiada, la rata nos seguía, pegada a nuestros talones.

-Solo podremos salir de aquí, buscando un agujero negro –explicó el poeta florentino-. Siempre hay uno cerca, pero es complicado detectar su presencia. Yo llevo siglos intentando volver a casa, pero los agujeros de gusano me juegan malas pasadas, conduciéndome a la época equivocada. Más vale que arreglen los problemas del siglo XXI, pues lo que viene después no les gustará. Será como la caída del imperio romano, pero con los efectos especiales de The Walking Dead.  

Mientras caminábamos, escrutando portales y callejones, nos olvidamos de las personas que nos rodeaban, pero de repente una voz conocida llamó mi atención.

-¡Qué alegría encontrarte por aquí!

Se trataba de mi amigo José Lázaro, que caminaba con Vargas Llosa. El Nobel peruano llevaba una elegante americana azul marino y un fular amarillo anudado al cuello. Lázaro vestía una americana gris marengo y una corbata granate. Los dos parecían relajados y despreocupados. Saludé a Lázaro y a Vargas Llosa, que meses atrás me había concedido una entrevista, mostrándose muy amable y cercano. Sonriente, Lázaro posó su mano en mi hombro y me animó a pasear un rato con ellos.

-Trabajas demasiado. De vez en cuando hay que darse un paseo, aunque sea por el Infierno.

-¿Por qué estáis aquí? –pregunté, algo sorprendido por su buen humor.

-Yo estoy buscando a los incorrectos de mi nueva colección, a esos malditos que escribieron obras execradas por la posteridad. Quizás tenga suerte y encuentre a Gustave Le Bon, Ezra Pound o Céline. De momento, solo me he topado con Jack el Destripador, pero no dejó nada escrito y no puedo incluirlo en mi catálogo. Por cierto, un hombre muy aburrido. Una decepción.

Dante Alighieri

-Yo he sido víctima de una venganza –intervino Vargas Llosa, oscilando entre la ironía y la resignación-. Borges nunca me perdonó que mencionara en una entrevista la gotera que había en su apartamento de Buenos Aires. Estaba releyendo «El Aleph», su famoso relato y uno de mis preferidos, cuando perdí el conocimiento. Me desperté en mitad de este pandemónium. Pensé que el Infierno se parecería más al cuadro de Brueghel y no al centro de una gran ciudad con problemas de contaminación y mal diseño urbanístico. Dado que no estoy muerto, mal que les pese a mis enemigos, solo pasaré aquí una temporada. Eso sí, como en el infierno el tiempo fluye de otra manera, quizás esa temporada se prolongue un par de siglos. Lamento no tener las obras Jardiel Poncela, Wenceslao Fernández Flórez o las memorias de Woody Allen. Aquí siempre es necesario algo de humor.

-¡Y que lo digas, querido Mario! –exclamó Lázaro-. En este sitio hay librerías, pero sus estanterías solo contienen manuales de autoayuda y crecimiento personal. Creo que no es algo aleatorio. Es una forma de tomar el pelo a los que ya no podrán mejorar su situación de ninguna manera.

-Borges debe estar disfrutando de su venganza –dijo Vargas Llosa, haciendo un gesto enérgico con la mano derecha-. Aquí no hay ruedas, potro ni mancuerna, pero te obligan a escuchar discursos de siete horas de Fidel Castro. El comandante es muy amigo del Gran Calumniador.

-¿Quién es el Gran Calumniador? –pregunté.

-Pedro Botero, Lucifer, Satanás, Belcebú, el Diablo –respondió Lázaro-. Tiene muchos nombres, pero el que más le agrada es ese. Nadie lo sabe, pero él inventó las redes sociales y los reality-shows. Se lo pasa en grande contemplando cómo los humanos intercambian improperios.

-Algunos creen que el Gran Calumniador es un chivo –añadió Vargas Llosa-, pero se equivocan. Es un gran moralista, como Sartre, otro de sus acólitos. Mira ahí.

Mario señaló una pantalla gigante que empezó a emitir un discurso. Un hombre de edad indefinida, con perilla a lo Lenin y gafas de hipster comenzó a hablar con un tono aleccionador.

-Bienaventurados los jóvenes que incendian las calles porque ellos son la espuma de la democracia. Bienaventurados los mártires de la libertad de expresión que incitan a hundir un piolet en el cráneo de los políticos corruptos. Bienaventurados los anticapitalistas porque expropiaremos los bancos y destruiremos el dinero, reemplazándolo por el trueque. Bienaventuradas las deudas porque son ilegítimas y no serán satisfechas. Bienaventurada la Revolución Bolivariana porque el socialismo es la ideología del futuro. Bienaventuradas las guillotinas, pues descabezan a liberales, conservadores, españolistas y defensores de la globalización. Bienaventurado el femenino genérico, pues acabará con los títulos inspirados por la sociedad patriarcal, como El hombre y lo divino, o El hombre ante la historia. Bienaventurados seréis cuando, por causa mía, os insulten y persigan y digan toda clase de calumnias contra vosotros. Alegraos y regocijaos porque sois la sal de la tierra.

La pantalla se apagó y desapareció la imagen del Gran Calumniador. La multitud rugió, repitiendo sus consignas.

-Esto es insufrible –protestó Vargas Llosa-. Otras veces habla contra el feminismo, el matrimonio gay y la inmigración.

-¿No es contradictorio? –pregunté.

-Sí, claro –dijo Lázaro-. No pretende ser coherente. Solo le gusta provocar y echar leña al fuego.

-Vargas Llosa está aquí por culpa de Borges. ¿Tú también has sido víctima de una venganza?

-Creo que no. Sin saberlo, acumulé méritos para que me franquearan el paso. Estaba leyendo una selección de artículos de Fernando Savater, donde ironizaba sobre los nacionalismos, el lenguaje inclusivo y el fervor religioso.  Debí desmayarme, pues no recuerdo nada más, pero cuando abrí los ojos descubrí que ya no estaba en el rincón favorito de mi casa, con un buen vaso de vino, unas lonchas de jamón serrano y unos langostinos, disfrutando de las ocurrencias de Savater. Quizás tuvo él la culpa, pero de forma indirecta. Le sorprendería saber que este lugar existe realmente.

-¿Y qué vas hacer? ¿No quieres volver a tu casa, con el vino, los langostinos y el libro de Savater?

-Sí, claro, pero no sé cómo, pero ya que estoy aquí, intento aprovechar el tiempo. El trabajo es lo primero.

-Yo también, yo también –dijo Vargas Llosa-. Estoy observando todo con mucha atención. Quién sabe si no podría utilizar esta experiencia para una nueva novela.

-¿Conversación en el Infierno? –sugirió Lázaro.

-Puede ser, puede ser.

-Por cierto, Rafael, ¿quién es tu acompañante? –preguntó Lázaro-. Se parece a Dante.

-Es Dante.

Lázaro y Vargas Llosa se olvidaron de mí, concentrando todo su interés en el poeta florentino. Al poco rato, los tres caminaban juntos, intercambiando impresiones y algún chisme, mientras yo me quedaba rezagado, sin otra compañía que la rata, cada vez más apegada a mí. Empezaba a sentir remordimientos por haber intentado matarla. Comencé a darle vueltas a la posibilidad de ponerle un nombre, pero desconocía su sexo y en la época del lenguaje inclusivo, asignar el género equivocado podía interpretarse como un gesto de intransigencia heteropatriarcal. Además, ¿cómo se sentiría la rata, si atentaba contra su dignidad, alterando su sexo y, por tanto, su identidad?

Al pasar por un portal, una sombra alargada salió de la penumbra y se dirigió a mí con pasos titubeantes. Retrocedí asustado hasta que reconocí a Álvaro. Sus ojos mostraban claramente que acababa de irrumpir en un lugar cuya existencia siempre había descartado.

-¿Cómo has llegado hasta aquí? –pregunté, mientras experimentaba una mezcla de alivio y pesadumbre. Me apenaba que hubiera caído en la misma sima que yo, pero pensé que solo él podría sacarme de esa hendidura.

-Después de ver cómo desaparecíais, me adentré en el agujero negro. No sabía qué me aguardaba, pero en el colegio y en casa me inculcaron que no se abandona a un amigo caído en desgracia. Eso sí, ¿qué es esto? Parece un zoco o una ciudad en obras. No entiendo nada.

Intenté explicarle rápidamente la situación para que se hiciera cargo del lío en que nos habíamos metido, pero sin cargar demasiado las tintas. Sabía que no perdería su flema inglesa, pero entendía que nadie encaja con buen humor una inesperada visita al Infierno.

-Asombroso, asombroso –dijo-. Tendré que modificar mi perspectiva sobre lo real. ¿Se podría explicar este fenómeno mediante una nueva forma de materia capaz de generar antigravedad?

Sin perder tiempo, le dije que solo podríamos volver a casa localizando un agujero negro.

-Nuestro amigo Dante dice que no es difícil. Ahora está muy entretenido, charlando con Vargas Llosa y José Lázaro, pero más tarde hablaremos con él y le pediremos que nos muestre el camino. Hay un problema. Aquí el tiempo discurre de otra manera. Un minuto puede llegar a durar un siglo. Eso significa que podríamos pasarnos trescientos años en el Infierno.

-Imposible, imposible –protestó Álvaro-. ¿Qué sería de Revista de Libros? Tenemos que hacer algo. Necesito un cuaderno y un bolígrafo. Quizás las matemáticas nos ayuden a salir de este trance.

Nos detuvimos delante de una papelería con una apariencia increíblemente normal, salvo porque las portadas de los cuadernos expuestos mostraban primerísimos planos de Puigdemont, Otegi, Donald Trump, Pablo Hasél y Pablo Iglesias. 

-Yo no entro ahí –dijo Álvaro, con expresión de contrariedad. Después, se llevó la mano a la nariz para contener un estornudo, pero no sirvió de nada.

-Vaya –exclamé-. ¿Estás acatarrado?

-No. Esto más bien parece alergia. No lo entiendo. Me gustan los perros y los gatos, pero soy alérgico a su pelo. No he visto ninguno. Desde luego, no se merecerían estar aquí.

Álvaro giró la cabeza y vio a la rata que nos seguía como un perrillo, meneando alegremente la cola.

-¿Qué es esto?

-La rata de la buhardilla. Se ha encariñado conmigo. Parece un perro abandonado, buscando alguien que se compadezca de su infortunio y lo adopte.

La rata se incorporó sobre las patas traseras, moviendo las orejas. Álvaro estornudó de nuevo.

-Quédate con ella –dijo, dando un paso al frente-. Yo entro en la papelería. Al menos, así la perderé de vista.

Me agaché y la rata se acercó tímidamente, permitiendo que le rascara detrás de las orejas. Decidí llamarla Margarita, pues lo que estábamos viviendo parecía un escena del Fausto, de Goethe, pero alterado por un William Burroughs en plena euforia psicotrópica.

Álvaro reapareció con un cuaderno y un bolígrafo.

-Insólito, insólito –exclamó-. En este lugar, hay que hablar en catalán o no te responden. Al parecer, es la lengua vehicular. Me han dicho que el español está prohibido y mira qué cuaderno me han vendido.

Era un cuaderno de pequeño formato con Gabriel Rufián en la portada, sonriendo con gesto de ídolo juvenil.

-Me preguntaron qué modelo quería y les dije que eligieran ellos, pues todos me parecían horribles. Seleccionaron este y me dieron con él un bolígrafo con tinta roja. Me explicaron que era inseparable del cuaderno. Que si quería tinta azul, tenía que llevarme un cuaderno con la cara de Ortega Smith. Perdí la paciencia y me marché. No pagué, pues me dijeron que aquí no existe el dinero.

Álvaro volvió a estornudar y la rata se escondió detrás de mis tobillos.

-Aléjate un poco. Tengo que hacer cálculos matemáticos y con ese bicho pierdo la concentración. Las ecuaciones sobre una singularidad están incompletas. No logran calcular esos puntos que no pertenecen al espacio-tiempo. Solo cabe rastrear las huellas de esos puntos excluidos del tejido espacio-temporal. Llévate a la rata o no seré capaz de resolver el problema. No puedo pasarme aquí tres siglos. No quiero volver a España y descubrir que ya solo es un mosaico de cantones enzarzados en una interminable guerra civil.

Margarita y yo nos alejamos, con la preocupación dibujada en la cara. La rata, cada vez más amigable, se restregaba contra mis piernas cada vez que me detenía. No tardé en encontrarme a Vargas Llosa, José Lázaro y Dante contemplando un escaparate con una gigantesca pantalla de plasma. Observaban un combate de pressing catch, con dos forzudos intercambiando tortazos sobre un cuadrilátero. Uno de ellos llevaba una gorra roja y un antifaz amarillo. El otro ocultaba su faz bajo una máscara con forma de oso. Los dos rugían mientras se hacían llaves y se golpeaban con los puños y los pies. De vez en cuando, utilizaban las cuerdas para propulsarse, convirtiéndose en proyectiles humanos que impactaban contra el adversario. El luchador con máscara de oso voló por los aires, cayendo fuera del cuadrilátero, pero volvió enseguida y le hizo una llave de judo a su contrincante. El combate finalizó con un empate. El forzudo de la gorra roja se quitó el antifaz amarillo y mostró su rostro. Era Donald Trump y chillaba furioso, asegurando que el juez había adulterado el resultado. El otro luchador se despojó de su máscara de oso y resultó ser Vladímir Putin. Más tranquilo, se limitó a decir que George Soros había comprado al juez. La discusión se prolongó en el pasillo y acabó con Trump y Putin golpeando al hombrecillo con pajarita negra que había dictaminado empate. A continuación, subieron al cuadrilátero Santiago Abascal y Jordi Évole, con guantes y calzones de boxeo. Abascal comenzó a ensayar el uppercut, el jab, el croché, mientras Évole se limpiaba las gafas con un pañito.

-No quiero ver esto –dijo Dante-. Una vez contemplé un descuartizamiento y fue francamente desagradable. Esto creo que será parecido.

Vargas Llosa y Lázaro asintieron. Unos metros más allá apareció Cioran, empujando una bicicleta. Su rostro reflejaba una honda amargura. Lázaro se acercó a él, manifestándole su admiración.

-No me felicite. Mi vida ha sido un fracaso y mi obra, una comedia.

-¿Por qué dice eso?

-Dios existe. Eso arruina todas mis especulaciones. Seré el bufón de la historia del pensamiento. Ya ni siquiera puedo suicidarme. Aquí es imposible. Me resignaría si Dios fuera un bárbaro, una especie de Tamerlán con el ingenio de Sade, pero es una persona agradable y civilizada. Le gustan Bach y Brahms. Y celebra mis ocurrencias con una risa nada despectiva. Me ha dicho que si quiero cambiar de planta y subir al paraíso, tengo que escribir un libro titulado Del prodigio de haber nacido. Me repugna la idea. Creo que pasaré aquí el resto de la eternidad.

Cioran se montó en su bicicleta y se alejó pedaleando. Lázaro apenas logró ocultar su desolación.

-Es una figura trágica –comentó Vargas Llosa-. Un pesimista contrariado. Pocas cosas producen tanta infelicidad.

Siguieron caminando un rato hasta que se detuvieron delante de otro escaparate. Al otro lado del cristal, Hitler y Stalin jugaban a las damas, quizás porque el ajedrez era demasiado lento y complejo para sus temperamentos impulsivos. Vestidos de uniforme, llevaban pistolas al cinto y su semblante mostraba claramente su intención de utilizarlas si lo juzgaban necesario. Stalin hizo un rápido movimiento y se comió tres piezas de su rival. Furioso, Hitler se levantó, sacó su pistola y disparó a Stalin. El déspota soviético devolvió los disparos. Ambos parecían invulnerables al plomo. Cuando los dos tiranos vaciaron sus cargadores, pasaron a la lucha cuerpo a cuerpo. Hitler arrancó el brazo derecho a Stalin y este le respondió, hundiendo un dedo en su ojo izquierdo. Poco a poco, quedaron reducidos a despojos llenos de andrajos. Cuando empezaron a asomar los gusanos por sus heridas y mutilaciones, pasaron de despojos a zombis. No tardó en asomar la calavera, con su toque goyesco y espectral. Pensé en el desengaño barroco, con su corte de guadañas, relojes de arena, velas de pábilo alucinado y libros polvorientos.

-¿Qué le parecen estos dos para la colección de incorrectos de la que me ha hablado? –preguntó Dante, dirigiéndose a Lázaro.

-Quizás demasiado incorrectos.

Margarita se había subido a mi hombro y observaba a Hitler y Stalin, ya dos esqueletos con chatarra colgando y algunos pedazos de carne adheridos al hueso. Incapaz de comprender lo que veían sus ojos, optó por asearse, mordisqueándose el lomo.

Caminamos unos metros más, rodeados por una multitud impaciente. Empujones, jadeos, quejas airadas. «Quizás esto es el infierno», pensé. «Una sobredosis de estrés». Escuché unos pasos y volví la cabeza. Álvaro se había acercado a nosotros a buen paso, con el cuaderno lleno de ecuaciones.

-Ya está. Tengo la forma de localizar un agujero negro y trazar una trayectoria que nos devuelva a casa mediante un agujero de gusano.

Me enseñó el cuaderno, lleno de ecuaciones ininteligibles para mí, siempre torpe con los números, salvo cuando la necesidad de aprobar un examen afilaba mi capacidad de abstracción. Quizás nunca me entendí bien con ellos porque no apreciaba su conexión con la realidad, pero Álvaro acababa de demostrarme que los números eran la clave de determinados misterios inasequibles a la razón.

Nos acercamos a Dante, Vargas Llosa y Lázaro. Hablaban del asunto de la gotera en casa de Borges. Dante explicaba que conocía la historia:

-Cuando viajas por el tiempo, conoces a todos los hombres. Las barreras entre pasado, presente y futuro se diluyen hasta desvanecerse. Contemplas las cosas desde todas las perspectivas. No de forma sucesiva, sino simultánea. Incluso te ves a ti mismo. Por dentro y por fuera. Yo he visto y oído el latido de mi corazón y el rumor de mi sangre, un eco que se propaga por el universo como una nota inextinguible. En cuanto a Borges, he hablado muchas veces con él. Suele enredarse en finísimas disputas teológicas con Dios. Se entretienen examinando la prueba ontológica de Gödel. Dios afirma que el matemático y filósofo austriaco entendió muy bien el significado de las propiedades positivas. Frente a la privación de lo no existente, lo positivo es una verdad estética y moral, no una propiedad accidental. Dada su certeza indubitable, hay que concluir que Dios, en tanto realidad perfecta, ha de existir necesariamente. Borges objeta que ese argumento es una falacia, pues las verdades estéticas y morales incluyen la posibilidad de la imperfección, de la que no estaría excluido Dios. Además, los axiomas de Gödel, en tanto axiomas, son cuestionables.

-Muy interesante –asintió Vargas Llosa-, pero ¿qué sucede con el asunto de la gotera? ¿Hay alguna forma de arreglarlo?

-Borges dice que se olvidará del tema, si cumple una penitencia.

-¿Cuál?

-Aprender islandés antiguo y traducir algunas de las sagas inéditas en castellano.

-Esperaba algo así –resopló el escritor peruano-. Imagino que verme sufrir con un idioma que alberga un infierno morfológico le producirá una maligna felicidad.

-Creo que no tienes otra opción –intervino Lázaro, alisándose la corbata granate con un gesto solemne. El vasto e incesante río de personas que anegaba las calles impedía mantener la ropa en un estado normal. Ese fenómeno corroboró definitivamente mi teoría de que la arruga no es bella. Quizás debería rescatar mis conocimientos de lógica para formular un teorema que lo acreditara.

Álvaro interrumpió estas especulaciones, enseñando sus ecuaciones, tristemente embarradas por la imagen de un sonriente Gabriel Rufián en la portada del cuaderno. Omito los razonamientos de Álvaro, pues cometería indisculpables imprecisiones que tal vez suscitarían en mi antiguo profesor de lógica un tardío arrepentimiento por haberme aprobado. Sus cálculos, impecables como comprobaríamos enseguida, nos indicaban que un mendigo que vendía pirámides de papel nos revelaría la puerta de acceso a un agujero negro.

Avanzamos por una larga avenida mientras llovían días y noches a un ritmo vertiginoso, provocándonos la sensación de encontrarnos en el vórtice de un vendaval cósmico. Por fin nos encontramos con el mendigo, un hombre de piel terrosa y rasgos difusos que insinuaban que no se trataba de un individuo, sino de una síntesis de todos los hombres.

-Los esperaba –dijo-. Aquí tienen lo que buscan.

Nos alargó una pirámide elaborada con el papel de periódico.

-Ábranla en un lugar seguro. Hay un callejón detrás de esta calle y una escalera de incendios. Sitúense debajo de los peldaños y desplieguen la pirámide.

Dante declinó acompañarnos.

-Estoy escribiendo nuevos cantos para la Comedia. El Infierno ha cambiado mucho y deseo reflejarlo en mis poemas. No quiero que me acusen de negligencia.

Nos despedimos de él con tristeza. Hasta Margarita, que se había acomodado en uno de los bolsillos de mi americana, asomó la cabeza y bajó las orejas, mostrando pesar.

Vargas Llosa, Lázaro, Álvaro y yo nos arrodillamos ante la pirámide. Parecíamos paganos rezando a una olvidada deidad precolombina. De repente, la pirámide despidió un fulgor que casi nos cegó, provocándonos una sensación de aturdimiento. En esos momentos de confusión, irrumpió Gabriel Rufián, intentando incorporarse a nuestro inminente viaje. El carácter súbito de la aparición sugería que se había desprendido de la portada del cuaderno de Álvaro, pasando de una realidad bidimensional a otra tridimensional. Su intención era acceder al tiempo, la cuarta dimensión. Todos gritamos aterrorizados, salvo Margarita, que salió de mi bolsillo y le mordió con furia la punta de la nariz, obligándole a retroceder. Sus aullidos que no parecían humanos, se apagaron súbitamente. Caímos y caímos. Vi el río de la vida, curvándose como un haz de luz atrapado por un poderoso campo gravitatorio. Vi el primer destello del alba y la incierta penumbra del atardecer, vi a muchedumbres adorando una torre de cristal donde se reflejaba el implacable sol del mediodía, vi espejos que deformaban a los que se asomaban a su superficie cóncava o convexa, vi un laberinto plagado de trampas abominables (era Madrid), vi una región gobernada por trogloditas (era Barcelona), vi la espuma cuántica de la que surgen las partículas, vi mi jardín con las ramas de los árboles desnudas, vi la cama de mi dormitorio sin hacer (algo insólito), vi las sombras rojizas de un arce, vi el mar agonizando en una playa invadida por nuevas hordas de bárbaros, vi a Kurt Gödel hablando con Dios, vi un calendario con imágenes del castillo de Moulinsart, mostrando un interior que no se correspondía con el que soñó Hergé. De repente, todos aparecimos en la buhardilla del edificio de Álvaro. Nos levantamos del suelo, palpándonos el cuerpo, con miedo de tener algún hueso roto o la piel agraviada por espantosas úlceras. Yo busqué a Margarita y comprobé con alivio que seguía en mi bolsillo, si bien temblaba de miedo.

Bajamos a casa de Álvaro y nos sentamos en el salón, con expresión de fatiga, pero aliviados por haber escapado del Infierno. Margarita salió del bolsillo y se posó en mis piernas, imitando al gato, su enemigo ancestral.

-No me gustan esos bichos –dijo Álvaro, esforzándose en no estornudar-, pero he de admitir que tu nueva amiga empieza a caerme simpática.

Lázaro y Vargas Llosa asintieron, lo cual llenó de gozo a Margarita, que lanzó un chillido festivo.

-A mí me recuerda a D’Artagnan, el perro de mi hija Morgana –observó Mario-. Creo que fui injusto con las ratas en uno de mis artículos, fantaseando con su desaparición de la faz de la Tierra. Lo malo de los escritores es que dejamos constancia de nuestros errores, pero a mí nunca me ha costado rectificar. 

Oímos una llave abriendo la puerta de la vivienda. Era la mujer de Álvaro, que nos saludó cordialmente:

-Os envidio –dijo-. Habéis pasado la tarde aquí, tranquilos y relajados. Yo he tenido que cruzar Madrid en coche. De punta a punta. Si existe el infierno, se debe parecer a lo que he vivido: calles cortadas, desvíos imprevistos, embotellamientos que transforman un trayecto de cinco minutos en hora y media, restricciones al tráfico. No sé si me he metido por calles prohibidas, pues Madrid Central es un lío. Si me ponen una multa, pagaré. ¡Qué remedio! Pero me gustaría hablar con un juez y preguntarle: «¿Usted se aclara, señoría? Creo que debe ser más fácil orientarse en la selva amazónica».

Han pasado varias semanas desde nuestra temporada en el Infierno. Vargas Llosa está estudiando islandés con su legendaria tenacidad. No quiere volver a un lugar donde el español es una lengua prohibida y clandestina, y sin otros libros que los manuales de autoayuda. El secretario personal del Gran Calumniador le ofreció la primera edición de Los miserables, de Victor Hugo, a cambio de escribir novelitas pornográficas, pero declinó el intercambio. No le apetecía acabar sus días de escritor volviendo a sus orígenes, lo cual le causaría la impresión de no haber avanzado ni un milímetro. José Lázaro sigue ampliando su lista de incorrectos y me ha manifestado que no descarta nuevas excursiones al Infierno. Le ha contado lo sucedido a Savater y este ha mostrado interés en acompañarlo. Lázaro repite que no pierde la esperanza de encontrarse con Bataille, el príncipe de los incorrectos, y Gilles de Rais, el auténtico Barba Azul. Álvaro se ha sumergido en la prueba ontológica de Gödel. Sus axiomas ya no le parecen discutibles, sino inequívocamente verdaderos. Quiere elaborar una nueva versión del argumento, que resuelva los flecos sueltos aún pendientes. Yo he incorporado a mi rutina a Margarita, mi nueva mascota. Mientras escribo estas líneas, dormita en mi mesa, ovillada como un entrañable gatito. Pasar una temporada en el Infierno me ha hecho comprender que Hamlet tenía razón: hay más cosas en el cielo y en la tierra de las que han sido soñadas por cualquier filosofía.

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