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El odio al romanticismo 

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Terminábamos nuestro comunicado anterior intentando dar una vuelta de tuerca a la afirmación de Berlin de que el romanticismo no estaba interesado en la ciencia, y también a sus dificultades para hallar una conexión entre la revolución romántica y la revolución industrial. Efectivamente, no la hay, porque ambas revoluciones transcurren en ámbitos distintos de la actividad humana, ambas perfectamente legítimas e igualmente honrosas.

¡Qué gran almacén de tópicos es Las raíces del romanticismo! Uno de ellos es la conocida repelencia que siente el mundo intelectual ante algo llamado «emoción». Afirma Berlin, parafraseando al Rousseau de El contrato social, que lo que une a los hombres es la «razón universal», mientras que la emoción es lo que les separa.

Este es, sin duda, uno de los temas del libro. La emoción era un tema proscrito en aquellos años (los sesenta) en que apareció el libro, sobre todo en los círculos progresistas, donde se apreciaba sobre todo el intelecto, el cerebro, el temperamento crítico, frío y desapegado. La emoción se veía entonces, y sigue viéndose hoy en día en muchos círculos, como algo relacionado inmediatamente con algo llamado «irracionalismo». Pero la afirmación de Berlin de que la razón universal une a los hombres, mientras que la emoción los separa, va todavía un poco más allá. Por cierto, en las enjundiosas notas que acompañan a la edición que consulto, donde se rastrean los orígenes de todas las citas y menciones del texto (a veces sin lograr encontrarlas), no hay ninguna referente a esa supuesta afirmación de Rousseau. ¿Será este uno de esos casos en que Berlin cita de memoria o inventa libremente?

Pero, ¿cómo puede nadie decir que la «emoción» separa a los hombres? ¿No son las emociones, precisamente, lo que nos une a los otros? ¿No es el amor una emoción? ¿Qué clase de seres humanos pueden soñar con un mundo ideal al que le ha sido arrancada la emoción? Leyendo a Isaiah Berlin a veces se tiene la sensación de que este hombre reposado y amigable ha sido devorado durante la noche por esos temibles ultracuerpos venidos del espacio, los trífidos de la novela de John Wyndham, que convierten a las personas en autómatas inexpresivos, funcionales y pacíficos.

Berlin intenta describir, caracterizar o definir el romanticismo, y procede a hacerlo con su curioso estilo pasivo-agresivo. Los románticos, nos dice, «no estaban fundamentalmente interesados en el conocimiento, ni en el avance de la ciencia, ni en el poder político, ni en la felicidad». Y continúa: «el sentido común, la moderación, no entraba en sus pensamientos>. Pero, ¿qué es exactamente la «moderación»? ¿De qué moderación habla, en qué contexto, con respecto a quién y con relación a qué? Berlin afirma que los románticos admiraban «la franqueza, la sinceridad, la pureza del alma, la habilidad y disponibilidad por dedicarse a un ideal, sin importar cuál fuera éste».

Bueno, podemos preguntarnos, ¿qué tiene todo eso de malo? ¿Acaso los propios ilustrados no tenían ideales a los que consagraban su vida? Pero he aquí la pequeña vuelta de tuerca de Berlin, que añade: «sin importar cuál fuera este: eso es lo importante». De modo que no es que los románticos tuvieran ideales: es que lo que deseaban era dedicarse a una causa, fuera la que fuera, aunque fuese absurda o idiota. El valor estaba en la dedicación a una causa, no en la causa en sí. Uno se pregunta si Berlin habla realmente en serio cuando hace esta clase de afirmaciones gratuitas y vacías.

Continúa con una disquisición algo extraña, en la que se va nada menos que hasta las Cruzadas: «Ningún caballero cristiano habría supuesto, cuando luchaba contra los musulmanes, que debía admirar la pureza y sinceridad con las que un infiel creía en sus doctrinas absurdas», afirma. Es decir, que ese relativismo extraño de los románticos, que admiran la devoción con que cada uno defiende sus propios ideales, es algo absurdo y detestable, y también la demostración más palpable de que los románticos no están interesados en la «verdad», sino sólo en los individuos. La verdad, para Berlin, es abstracta, ahistórica, intemporal, universal, y nada tiene que ver con la «sinceridad» o la «autenticidad» con que el individuo vive sus convicciones.

Todo esto nos sume en el estupor. Primero, no es cierto que en la Edad Media fuera imposible admirar el punto de vista de un enemigo o, incluso, sentir admiración por él. Nuestra literatura medieval, sin ir más lejos, abunda en ejemplos de historias y poemas en los que el mundo musulmán y la caballería sarracena aparecen retratados con respeto o incluso con admiración. Todo eso por no llegar al Renacimiento y, por poner sólo un ejemplo muy conspicuo, el famoso ensayo de Montaigne sobre los caníbales, donde el célebre escritor francés afirma que a nosotros los caníbales nos parecen unos salvajes, pero que es probable que a ellos nosotros se lo parezcamos también. Aquí tenemos al primer romántico europeo: el caballero Michel de Montaigne.

El respeto por el «otro», en este caso por el musulmán, abunda en otras obras renacentistas como, por ejemplo, la «Historia de Ozmín y Daraja», incluida en la novela Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán, o en la novelita renacentista El abencerraje.

Casi da vergüenza seguir aportando ejemplos. Según Berlin, durante la Edad Media la idea de que las ideas de otro merecieran respeto a pesar de ser contrarias a las nuestras habría sido considerada un absurdo. Pero los hechos contradicen caudalosamente esta afirmación en ambos lados. El inmenso imperio árabe fue famoso con su tolerancia con los practicantes de otras religiones y, en la España cristiana, los cristianos, judíos y musulmanes convivieron pacíficamente durante largos períodos. Cuando el Cid entra en Valencia como vencedor de los árabes, se compromete a respetar las creencias de los musulmanes. La profesora Dolores Oliver presentó hace unos años la teoría de que el Poema de Mío Cid, que canta las hazañas de un héroe de la reconquista, bien pudo ser, en realidad, obra de un poeta árabe.

El resto de la doctrina de Berlin es, también, de lo más extraño. ¿De verdad existe alguien todavía en el mundo que crea que existen verdades universales que todas las personas «razonables» deben creer y aceptar sin cuestionarse? Sólo las personas muy religiosas, me parece, creen en este tipo de cosas, y sólo en el ámbito de la religión. También los científicos lo creen, por supuesto, pero este es un tema completamente diferente. La ciencia busca, y encuentra, verdades universales porque pertenecen al ámbito de lo objetivo y pueden someterse a prueba experimental. ¿Es de eso de lo que está hablando Berlin? Creo que no, porque en el contexto de la ciencia su observación sobre los caballeros cruzados y su desprecio por el punto de vista de los musulmanes no tendría el menor sentido.

El siguiente ejemplo de Berlin tampoco parece muy afortunado: «La figura que domina como imagen durante el siglo XIX es la de un Beethoven despeinado en su buhardilla. Beethoven es un hombre que ejecuta lo que hay dentro de sí. Es pobre, ignorante, grosero. Sus modales son toscos, sabe poco, y tal vez no sea un personaje muy interesante si ponemos a un lado la inspiración que lo lleva hacia adelante». Es cierto que Beethoven se convirtió (junto con Lord Byron) en uno de los arquetipos románticos. Pero lo demás no es cierto en absoluto. Beethoven no era pobre, no era ignorante y no era grosero. Esa visión absurda de Beethoven que tiene Berlin sí que es «romántica», y lo es en el peor sentido. Beethoven era un hombre muy culto con un amplio abanico de lecturas (Plutarco, Shakespeare, Schopenhauer, Goethe, Schiller, los Upanishads, los Sutras budistas, etc., etc.) que se movía con soltura en los círculos sociales más altos, que tenía muchos amigos que le fueron fieles durante toda su vida y que vivía rodeado de la admiración de refinadas damas de sociedad y de altas figuras de la nobleza. Beethoven no era un «cortesano» al estilo de Goethe, es cierto, pero tampoco era en absoluto un ermitaño huraño y desabrido. Y tampoco se le daba tan mal negociar la publicación de sus obras, sus contratos y sus conciertos. Otro tema de los «ilustrados»: el desprecio absoluto a la música.

Pero el desconocimiento de la vida y personalidad de Beethoven que tiene Berlin no es el verdadero tema: «Claramente –dice–, algo ocurrió para que la conciencia se haya alejado, hasta tal punto, de la noción de que hay verdades universales, cánones universales de arte, de que toda acción humana ha de dirigirse a la ejecución de lo recto…» Etcétera. ¿Hay de verdad «cánones universales» de arte? Y, ¿cuáles serían esos cánones? ¿Y cómo de universales serán? ¿Serán los mismos en el arte medieval que en el barroco, en el italiano que en el azteca, en el indio que en el japonés? Creo que nadie hoy en día apoyaría esa idea de que existen unos cánones universales del arte. ¿Será porque todos somos unos podridos románticos irracionales, unos groseros y violentos adoradores de lo «auténtico»?

La crítica de Berlin del romanticismo tiene la virtud de hacernos admirar el movimiento romántico cada vez más y de afianzar cada vez con más fuerza la sencilla verdad de que el mundo en el que vivimos hoy en día es una consecuencia del romanticismo. Él mismo se verá obligado a admitirlo en las últimas páginas del libro. Berlin reúne varias definiciones del romanticismo y luego, ante la imposibilidad de encontrar una que resulte plenamente satisfactoria, se lanza a una larga enumeración de motivos románticos, en la que pretende demostrar que el romanticismo reúne características disímiles, cuando no opuestas: «Es la belleza y la fealdad. El arte por el arte mismo, y el arte como instrumento de salvación social. Es fuerza y debilidad, individualismo y colectivismo, pureza y corrupción». Siente simpatía por Arthur O. Lovejoy, quien también se declara incapaz de definir el romanticismo y que no logra encontrar lo que tienen en común todas las manifestaciones del romanticismo: un problema, como afirmara Arthur Quiller-Couch con maravillosa flema británcia, que no debería merecer la más mínima atención de un hombre en su sano juicio.

El romanticismo, en efecto, es imposible de definir y está formado por elementos divergentes y, a menudo, opuestos. Hay un romanticismo revolucionario y un romanticismo (normalmente de tercera clase) ultraconservador. El hecho es que el romanticismo no es una escuela, ni una tendencia, ni una filosofía: es una época de la historia de Europa. Es una etapa de la evolución de la conciencia europea. Unas páginas más adelante, Berlin intentará caracterizar la Ilustración y se encontrará exactamente con los mismos problemas que tiene al describir el romanticismo, y nos explicará en un largo párrafo que cuando hablamos de «Ilustración» estamos hablando, en realidad, de multitud de temas e ideas que se oponen y enfrentan entre sí. Pero esta dificultad para caracterizar sumariamente la Ilustración no parece molestarle. El romanticismo es muchas cosas, a veces opuestas entre sí, ergo es un galimatías sin sentido que nadie entiende. La Ilustración es muchas cosas, a veces opuestas entre sí, ergo es un movimiento de sorprendente variedad y riqueza.

Berlin nos proporciona una larga lista de elementos «románticos» que tiene el propósito, creo yo, de hacernos sonreír. Es algo similar a la forma vergonzosa y deplorable en que Bertrand Russell presentaba la filosofía de Pitágoras en su infame Historia de la filosofía. Romanticismo es, para Berlin, «ruinas, claros de luna, castillos encantados, cuernos de caza, duendes, gigantes, grifos, la caída de agua, el viejo molino de Floss, la oscuridad y sus poderes, los fantasmas, los vampiros…» Pero todo esto no es realmente el romanticismo, sino, de una manera mucho más amplia, el idioma de la imaginación, es decir, el mundo de la poesía, el reino del arte. Berlin no le encuentra sentido y lo considera ridículo y vacío. Eso mismo le pasa a mucha gente. 

No pretendo definir el romanticismo, ni me parece tampoco sensato ni deseable intentar hacer tal cosa: las definiciones no son lo importante. Pero hay un elemento clave para entender el romanticismo de forma más objetiva y mesurada que las humorísticas enumeraciones de cosas raras y pintorescas. El mismo Berlin lo baraja como una de las ideas clave, aunque, como suele suceder, la entiende al revés. Me refiero al rechazo de las normas. El romanticismo es, ante todo, un deseo de librarse de las normas impuestas desde fuera.

Dentro de la historia del arte, el romanticismo abre una nueva época, hasta el punto de que podemos definir toda la historia de las artes como la anterior al romanticismo, que hunde sus raíces en los orígenes de la cultura, y la posterior. Antes del romanticismo se entendía el arte como la aplicación de unas ciertas normas y el tratamiento de ciertos temas. El romanticismo crea un arte nuevo que surge del individuo libre y que toma como modelo la naturaleza. A partir del romanticismo, el artista no crea partiendo de unas reglas artificiales, convencionales y aprendidas, sino que busca la creación de obras que surjan de una necesidad interna (interna de la propia obra, quiero decir) y que creen, cada una de ellas, su propia poética. Esto no quiere decir el abandono total de las reglas, sino una búsqueda de reglas que tengan un fundamento en la expresión, en la emoción y en la realidad, es decir, en la naturaleza. La naturaleza crea de acuerdo con leyes y normas, y la naturaleza, y muy especialmente el mundo vegetal, se convertirán en uno de los motivos de inspiración principales del arte romántico.

El artista del siglo V, XIII, XV o XVIII escribía siempre dentro de sistemas de normas y dentro de un repertorio previamente instituido de motivos, temas y recursos expresivos. Siempre han existido los genios (Dante, Cervantes, san Juan de la Cruz, Rabelais, Shakespeare) que, con su originalidad, rompían con todo lo establecido, como es evidente, pero se entendía que el poeta, el dramaturgo, el compositor, el pintor, debían ceñirse a unas ciertas formas y a unos ciertos temas.

El romanticismo rompe con esta visión y se propone utilizar directamente la realidad como inspiración. El lenguaje de la literatura se ampliará para dar cabida a todas las palabras y a todas las formas de expresión, incluidas las populares o locales, y los temas incluirán todos los posibles, desde los sancionados por la tradición hasta los de la vida cotidiana, desde lo heroico a lo costumbrista. El lenguaje de la literatura pretenderá reflejar la vida tal y como es, no tal y como debería ser. Por esa razón pretende pintarse también lo feo, lo deforme, lo monstruoso. Por esa razón también se busca la inspiración en lo popular, en lo tradicional, en el folclore, como muestras de un genio «natural» no contaminado por las normas académicas.

Por esas mismas razones, Beethoven y Schubert me parecen músicos plenamente románticos, tan románticos como los escritores románticos que eran sus contemporáneos. Cada composición de Beethoven tiene la aspiración de ser única, no una repetición de esquemas aprendidos. Por eso Beethoven escribió sólo nueve sinfonías frente a las cuarenta y uno de Mozart o las ciento ocho de Haydn. Cada sinfonía de Beethoven es única en su especie y crea un mundo autónomo regido por sus propias reglas.

Esa es la razón, también, de que Schubert hallara su principal fuente de inspiración en algo ajeno a la música como lo son las palabras, la poesía. El Lied permite a Schubert crear formas que no dependen de las formas heredadas de la música y componer de acuerdo con otras reglas, que son… las del poema, claro, las de la historia y las imágenes y emociones del poema. La forma musical resultante (como en El rey de los alisos, por ejemplo, la más célebre de sus canciones) es única, surge de las propias necesidades del material y no depende de reglas compositivas externas.

El romanticismo termina con el arte antiguo y abre el ciclo del arte moderno y también, por supuesto, del hombre moderno. La libertad de la forma artística romántica no es más que el reflejo de una libertad mayor: la que todos aspiramos a tener en la composición de esa obra de arte –nuestra vida– que no debe estar determinada por una serie de reglas previas instituidas en el pasado quién sabe por quién. Las ideas de que cada uno debe vivir su vida de acuerdo con su naturaleza, y que las reglas, normas o principios que funcionan para una persona no tienen por qué funcionar para otra, son todas de raigambre romántica.

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